24. Glinka
A finales de invierno, cuando la nieve comenzó a fundirse y los caminos empezaron a ser practicables, el rey ordenó movilizarse al capitán Kader y a un destacamento de hombres para acudir a la ciudad de Sarlov, en los confines orientales del reino. Algunos emisarios le habían comunicado que la ciudad y sus alrededores estaban siendo hostigados por los pueblos jinetes de la estepa y solicitaban ayuda armada para contener sus ataques. Era un viejo conflicto que venía de años atrás y Vladi decidió hacerle frente con una parte de sus guerreros, pues deseaba reservar otra fuerza para desplazarse de nuevo a Dalvai y recoger su tributo anual de oro, al tiempo que comprobaba si la zona continuaba pacificada y si Volován permanecía leal.
Hastiado del invierno, la inactividad y el acoso de Igor y sus compañeros, Ruslan pidió formar parte de esa fuerza, aunque no iba comandada por Boris, sino por Kader. Esta vez partiría sin ninguno de sus compañeros. Los de Dalvai preferían volver a su tierra. Anatoli formaba parte de la tropa de Boris y no le apetecía cambiar de unidad. Ni siquiera Glinka quiso acompañarlo.
—Vais a luchar con los jinetes de las estepas —dijo—. Y yo llevo parte de su sangre... No me apetece pelear con ellos.
Ruslan intuyó que Glinka le ocultaba su verdadera razón para no ir con él. Jamás la sangre o la patria habían sido motivos lo bastante fuertes como para disuadirlo. A menos que su amigo temiera el combate con aquellas hordas feroces de crueldad proverbial, de las que se explicaban infinidad de barbaries. Glinka era un Audaz guerrero y jinete sin par. Tal vez, pensó Ruslan, no quería enfrentarse a los únicos hombres que podían hacerle sombra...
Así, Ruslan partió en una compañía totalmente desconocida para él. Pero aquella expedición le abrió nuevos horizontes y le permitió conocer no sólo otras tierras y ciudades del vasto reino de Slavamir, sino nuevos compañeros y oficiales, cada cual con su peculiar modo de dirigir. En pocos años, Ruslan acabaría conociendo a todos los capitanes de Vladi y a buena parte de sus guerreros. Y este conocimiento tan estrecho de la tropa debía serle de gran utilidad en los años venideros.
En primavera, Glinka decidió ir solo a Dalvai. Partió con la excusa de reunirse con su veterano capitán, Radomir. Sus superiores, a instancias de Igor, le dieron la venia. Pero Glinka cabalgó hasta la hacienda de Radomir, a sabiendas de que su jefe no se encontraba allí. El deshielo ya había finalizado y Radomir se encontraba custodiando el valle del torrente aurífero explotado por los varik.
Apenas llegó a la casona, los chiquillos y los sirvientes salieron a recibirlo, alborotando a su alrededor.
—¡Glinka está aquí! —gritaron—. ¡Ama! ¡Ha venido Glinka!
Melian salió apresuradamente de la casa, mientras se limpiaba las manos enharinadas. Apenas Glinka descabalgó, ella le echó los brazos al cuello y lo abrazó como a un hijo. Glinka la cogió al vuelo y también la estrechó, besándola afectuoso.
—¿Cómo está mi mamá preferida? —decía, riendo.
Todos se agolpaban a su alrededor, regocijados. Glinka era muy estimado en la hacienda y los chiquillos se disputaban por tocar sus armas y montar en su soberbio alazán. Cuando él hubo saciado la curiosidad de los rapazuelos y los hubo montado a todos a lomos de su caballo, dando varias vueltas alrededor, se volvió hacia Melian.
—¿Dónde está Yvanka? —preguntó.
—Ah, la pequeña Vanushka... Aunque no tan pequeña. ¡No la conocerías, Glinka! Está en el monte. Le gusta salir con las ovejas y se ha llevado el rebaño a los pastos. Pero no tardará en volver. A la hora del almuerzo estará aquí. ¡Pasa, hijo, y toma algo mientras tanto! Debes de estar desfallecido y hambriento... Hoy prepararemos un buen banquete en tu honor.
—Gracias —dijo él, pero movió la cabeza—. Me encuentro bien. Si me dices dónde está, iré a buscarla.
Los niños le señalaron un sendero que se perdía en los prados y Glinka emprendió el camino a buen paso. Pese a su leve cojera, iba tan aprisa que los chiquillos se cansaron de seguir sus zancadas y desistieron de acompañarlo.
Yvanka estaba sentada en medio de una pradera que descendía en pendiente hasta un arroyuelo. Las ovejas pacían a su alrededor, y sus esquilas rompían el silencio del aire serrano.
La muchacha mordisqueaba el tallo de una florecilla mientras trenzaba varios juncos con dedos hábiles. A su lado reposaba su vara de fresno y un pequeño zurrón. El perro pastor la avisó, con sus ladridos, de la proximidad de un desconocido y ella se puso en pie, alerta. El corazón le latió a toda prisa cuando reconoció la silueta familiar.
Vio los cabellos negros ondeando alrededor del rostro de marfil, los ojos rasgados y aquella sonrisa alegre y seductora, capaz de derretir las piedras. Glinka se acercaba, caminando a saltos sobre la hierba, como si flotara. Ella dio unos pasos y se detuvo.
—Glinka.
—Hola, Yvanka —dijo él, y también se paró, a una yarda escasa de la jovencita.
El viento siseó sobre las hierbas, colándose entre ellos como un hada invisible y susurrante. Glinka deslizó su mirada sobre la muchacha. Melian no se equivocaba. La había visto por última vez como una criatura semisalvaje, larguirucha y arisca, con sus rizos pelirrojos enmarañados y ojos de predadora. Ahora tenía ante sí una adolescente, alta para su edad, con los cabellos recogidos en una larga trenza y una túnica sencilla que caía suavemente sobre sus gráciles curvas femeninas. Las formas de su rostro se habían pulido y sus ojos lo miraban con inocencia desconocida. Y la encontró maravillosa.
Glinka tendió sus manos hacia ella. Yvanka se arrojó a sus brazos y él la cogió, estrechándola contra su pecho, al tiempo que ella lo enlazaba con las piernas alrededor de su cintura, aferrándose a su cuerpo. Glinka aspiró el aire que flotaba enredado en sus cabellos. Olía a miel y a flores.
—Mi preciosa, mi pequeña Vanushka... —murmuró. Y, sin poderse contener, besó y lamió aquel delgado cuello blanco, salpicado de pequitas.
Yvanka se apartó de repente. Aflojando sus muslos, se soltó de su abrazo y se dejó resbalar hasta el suelo.
—Déjame —dijo, azorada—. Ya no soy una niña.
—No —respondió él, alegremente—. Ya lo veo.
—¿Cuándo has venido?
—Ahora. Ahora mismo —respondió él—. Acabo de llegar. He saludado a todos y me dijeron que estabas aquí... Así que he venido a buscarte.
—¿Has venido solo? —preguntó ella, súbitamente ansiosa.
—Sí.
Glinka vio que la jovencita desviaba la mirada, decepcionada. Sin duda esperaba a su hermano.
—¿Por qué has venido solo? —ahora la voz de Yvanka era dura. Volvía a parecerse a la niña rebelde e indomable que había sido.
—Me han dado permiso —explicó él—. Tu hermano Ruslan está bien. Marchó... Lo enviaron —se corrigió—, lo enviaron con una tropa a Sarlov, en la frontera este. Ha habido algunos enfrentamientos con los pueblos jinetes y ahora mismo debe de estar allí.
—¿Está luchando con los jinetes... y tú no has ido con él?
Glinka suspiró.
—Yo me desplazaré con otra unidad muy pronto. Ya sabes que en la tropa seguimos órdenes. Vendremos a Dalvai a supervisar la extracción del oro y el cobro de impuestos para el rey. Y es posible que nuestra intervención sea necesaria.
—Ya —dijo ella, y no añadió más. De pronto, su sonrisa y la momentánea alegría del encuentro se habían desvanecido.
—¡Vaya, Yvanka! Vengo a verte y no parece que te alegres mucho —exclamó él, intentando romper el hielo de nuevo—. Te he traído un regalo, ¿no querrás verlo?
Yvanka forzó una sonrisa.
—¿Has venido expresamente para verme?
—Sí —contestó él, mirándola a los ojos. Y ahora no sonreía.
La muchacha pareció incómoda y se apartó unos pasos. Cogió su vara de fresno y silbó al can.
—Vamos a volver —dijo—. Supongo que Melian preparará una buena comida para obsequiarte... Tendré que ayudarla.
—Bien. Yo te llevo el zurrón.
—No pesa —replicó ella, colgándoselo en bandolera. Y se dirigió hacia el rebaño.
Regresaron juntos, caminando en silencio. Cuando llegaban a la casa, Glinka se volvió hacia ella.
—¿Eres feliz aquí, Yvanka? ¿Te tratan bien?
Ella se encogió de hombros.
—Estoy bien —contestó, con frialdad—. Melian es una buena mujer. No me falta nada, si es lo que querías saber. Cuando veas a Ruslan, puedes decírselo.
Lo dejó con la palabra en la boca y corrió hacia la casa, donde los chiquillos la esperaban para entrar con las ovejas al corral.
El resto del día transcurrió entre fiestas, juegos de Glinka con los niños y los Muchachos de la hacienda, largas conversaciones y un interminable banquete que se alargó hasta entrada la tarde. Melian quiso enviar recado a Radomir para que acudiera a ver a su pupilo, pero Glinka se negó.
—No vale la pena. Me iré en un par de días y me reuniré con él en los montes.
Al día siguiente, los mozos del lugar organizaron una cacería de patos en la laguna cercana a Dalvai, con merendola incluida y paseo en barcas. Glinka invitó a Yvanka a ir con ellos, recordando sus habilidades como cazadora. Pero Yvanka estaba de mal humor y no quiso ir.
—¡No sufras por ella! —rió Melian, comprensiva—. Esa chiquilla es un tanto peculiar... A veces, no lo entiendo. Parece que quiera fastidiarse a sí misma, privándose de lo que más le gusta. Pero es mejor dejarla en paz.
—Veo que no la habéis podido domar del todo —dijo Glinka—. Aunque su aspecto ha cambiado mucho.
—Yvanka ha cambiado, y aún cambiará más —aseguró Melian—. En el fondo, tiene un gran corazón. Pero... desengáñate, Glinka. Sigue siendo una fierecilla salvaje. Hay personas, y eso debemos saberlo, que jamás pueden ser domesticadas. Les ocurre como a ciertos animales. Puedes contenerlos, pero jamás domarlos.
Melian guiñó un ojo cómplice a Glinka. «También lo digo por ti», parecía decirle, risueña. Glinka asintió, sonriendo.
—Eres muy sabia, mamita —le dijo, cariñoso, y la besó—. Está bien. Me voy con los Muchachos. Esta noche, todos cenaremos pato estofado al estilo incomparable de Melian.
Ella rió.
—¡No seas adulador! Pero sí, vais a tener pato estofado, con manzanas y miel, dorado en mantequilla y con mucha, mucha salsa..., ¡como le gusta a mi chico malo!
Aquella noche media aldea acudió a la alegre cena que Melian celebró en su casa. Se comió, se bebió, se cantó y se bailó. Todos pensaron que sólo faltaba Radomir para que la fiesta fuera completa. Para Yvanka, en cambio, faltaba otra persona. En medio de la algazara, se retiró a su alcoba.
Alguien llamó a su puerta, con toques suaves y repetidos. Yvanka estaba sentada en su lecho, con su camisa de dormir, y había comenzado a deshacerse la larga trenza. Una candelita ardía sobre el arcón, dibujando una aureola naranja sobre las gruesas vigas del techo.
—Adelante —dijo, pensando que sería Melian, que venía a darle las buenas noches, como solía.
Pero no se trataba de ella. Era Glinka. El joven entró, silenciosamente, y dejó la puerta entornada tras de sí. Yvanka lo miró sin decir palabra.
—¿Puedo sentarme? —preguntó él, señalando un lugar a su lado.
Ella asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de él. Glinka se sentó en el lecho a una cierta distancia.
—Te dije que tenía un regalo para ti... He venido a traértelo.
Yvanka no respondió, pero lo miró con curiosidad. Glinka sacó algo de su bolsillo. Era una fina cadenilla de oro con un colgante, una piedra verde y brillante como una hoja mojada por el rocío.
—Verde, como tus ojos —dijo Glinka—. ¿Quieres que te lo ponga?
Ella agachó su cuello, mientras el joven le colocaba la alhaja.
—¿Te gusta?
Yvanka sonrió, asintiendo. Tomó la piedra entre sus dedos y la acarició.
—Gracias —murmuró—. Es muy bonito.
Él la contempló durante unos instantes.
—¿Qué hacías?
—Me estaba deshaciendo la trenza —repuso ella—. Luego me peino, me recojo el pelo y así duermo más cómoda.
—Eso no lo hacías en el ejército... —sonrió él.
Ella negó con la cabeza, sonriendo también, con cierto desdén.
—Aquí Melian me obliga a hacer muchas cosas..., pero ya me he acostumbrado. Al menos no tengo piojos.
Glinka se acercó un poco a ella.
—Deja que te ayude..., como lo hacíamos en la tropa. ¿Recuerdas? Cuando Ruslan y yo te recogíamos el cabello...
Yvanka le lanzó una mirada desconfiada pero, por fin, se volvió de espaldas a él y dejó que Glinka fuera destrenzando los largos mechones. La trenza se desparramó en una cascada púrpura sobre su espalda y Glinka deslizó sus dedos entre los cabellos, ahuecándolos. Entonces acarició su nuca, y sus manos ascendieron por la cabeza de Yvanka y volvieron a descender, muy suavemente, rozando sus orejas y sus mejillas.
—¿Qué haces? —exclamó ella, alarmada. Y se volvió. Glinka la miró con ojos contritos.
—Te estoy peinando y desenredando el pelo. Luego te lo recogeré.
—El peine está ahí —repuso ella, señalando la tapa del arcón.
—Con las manos es mejor —dijo él, y continuó separando el cabello de la muchacha, mientras frotaba su cabeza con suavidad. Por fin, lo recogió en una cola y lo anudó.
—Ya está —susurró.
Estaba arrodillado detrás de ella, sobre el lecho. Posando las manos sobre sus hombros, se inclinó y la besó en la nuca. Yvanka sintió sus labios, dos, tres, cuatro largos segundos, paladeando su piel, y se estremeció.
Girándose bruscamente, se metió en el lecho de un salto y se tapó con la manta hasta el cuello.
—Quiero dormir —dijo ella.
Él asintió. Poniéndose en pie, se inclinó sobre ella y le acarició la frente.
—Yvanka... No tienes miedo de mí, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza, pero sus ojos la delataban. Seguía agarrando la manta fuertemente, con ambas manos.
—Sabes que nunca te haría daño —dijo él, arrodillándose en el suelo junto al lecho, para estar a su altura—. Jamás lo haría, Vanushka... Siempre te he protegido, y lo seguiré haciendo. No temas.
Yvanka respiró hondo. Él no se movía. Ahora miraba al vacío, con tristeza.
—¿Por qué haces esto? —preguntó ella, de pronto.
—¿El qué?
—Esto... lo que haces ahora...
Glinka alargó una mano y le acarició la mejilla. Una caricia inocente, como podría haberlo hecho Melian.
—No lo sé. Supongo que... que quería hacerlo. Como quería venir a verte. Hay cosas que no tienen explicación. Pero ahí están... Lo siento, si te he asustado. No volveré a hacerlo.
Yvanka asintió. Entonces se incorporó en el lecho y le tendió las manos.
—Dame un beso de buenas noches —dijo.
Glinka se acercó a ella. Cogió su rostro entre sus manos, aquellas manos grandes y elegantes, más habituadas a empuñar armas que a prodigar caricias, aquellas manos que habían segado la vida de muchos hombres y que conocían la dureza del látigo y las riendas. La besó en la frente, muy suavemente.
—Te quiero, Yvanka —susurró.
Se apartó con rapidez y salió de la habitación. Yvanka sopló sobre la candela y se derrumbó en el lecho, mientras una tempestad de sentimientos opuestos y sensaciones turbadoras se desataba en su interior.
Los dos días que Glinka pasó en la hacienda de Melian, Yvanka se mostró distante y esquiva con él. De pronto se despertó en ella un sentimiento irracional de rechazo hacia el joven. Detestaba su fanfarronería, su falsa seguridad, su manera de hablar y de moverse, su sonrisa burlona e incluso su voz. Lo odiaba y, al mismo tiempo, no podía apartarlo de su mente. Su loca aversión se entremezclaba con el enojo creciente contra su hermano. ¿Cuándo pensaba venir a visitarla? ¿Acaso iba a olvidarse de ella? Los pequeños de la granja pagaron por su mal humor y Melian tuvo que encogerse de hombros y disculparse ante Glinka por la brusquedad y falta de cortesía de la muchacha.
El día de su partida, todos lo abrazaron y lo despidieron con afecto. Todos, salvo Yvanka. La jovencita lo despidió con frialdad y palabras secas y mordaces.
—Dile a Ruslan que, si se acuerda, un año de éstos podría venir por aquí.
Glinka asintió, con desazón. Quería darle un beso y un abrazo de despedida, pero sólo obtuvo una larga mirada, llena de interrogantes, de sus ojazos verdes. La muchacha, no obstante, llevaba puesto su colgante de malaquita. No se había desprendido de él en ningún momento.