21. El desquite

Con su tropa deshecha, y habiendo jurado lealtad y obediencia al rey Vladi, a los señores varik no les cupo otra posibilidad que doblegarse a la voluntad del soberano. Una vez más, Vladi había conseguido afianzar su poder. Pero, de nuevo, había sido a precio de sangre. El ejército varik había opuesto una férrea resistencia en su campamento. Los muertos y los heridos de ambos bandos se contaban por centenares. Fue el solsticio más sangriento que se recordaría en muchos años.

Ruslan, Ladislav y Glinka habían resultado malheridos. Combatieron los tres juntos por primera vez. Ladislav se reveló insospechadamente valeroso. Pocos minutos antes del combate, Ruslan se alarmó al ver la palidez mortal de su rostro y temió que desfalleciera. Pero el muchacho no se apartó de su lado y luchó con arrojo hasta que la sangre perdida y los golpes lo hicieron rodar por tierra. Ahora, los tres se recuperaban, tendidos en sus jergones, a la sombra de un toldo, en su sección del campamento. No eran los únicos y, además, debían lamentar la caída de algunos compañeros. En aquella refriega cruel perdió la vida Agai, el Loco, que se aventuró con su caballo hasta el mismo centro del campamento enemigo, sin parar mientes en los avisos de sus compañeros. En cambio, Turiak y los suyos estaban en plena forma. Sin el control de Ruslan, saqueaban los carros descaradamente y se complacían en imitar a todos cuantos pasaban por su lado a beber y a tomar un bocado.

Los tres amigos contaron con una enfermera abnegada. Yvanka no se apartaba de su lado, noche y día, y les prodigaba sus cuidados. La herida de su hermano sirvió para reconciliarlos a ambos. Desde su llegada de los páramos no había vuelto a sonreírle y su relación había sido tensa. Ahora Yvanka se mostraba tierna con él y Ruslan percibió que quería resarcirlo de sus desplantes.

Glinka se había roto una pierna. De todos ellos era, quizá, quien más sufría. Para el inquieto guerrero tener que permanecer inmovilizado era la mayor tortura. Como solían hacer todos los soldados, recurrió al alcohol para aliviar sus dolores y malestar, hasta que Ruslan, harto de ver a sus amigos ebrios y delirando todo el día, ordenó a Yvanka que no les diera más bebida, y le pidió que buscara algún curandero que les proporcionara hierbas para calmarles el dolor y adormecerlos. Yvanka obedeció y no tardó en regresar junto a ellos con un manojo de plantas que les preparaba en cocciones. Desde aquel día, sus amigos comenzaron a experimentar una mejoría.

El trato de Yvanka con los amigos de su hermano era diferente. Con Glinka fue inusualmente dulce y cariñosa, hasta que él comenzó a recuperarse y, de la noche a la mañana, volvió a distanciarse de él. Ante Ladislav la muchacha cambiaba de forma radical. El joven era tan cortés que ella, sin querer, imitaba sus formas educadas y delicadas. Glinka lo pinchaba, burlón.

—¿Lo veis? Ya lo digo yo. Parece que no te comes un rosco, Ladi, ¡pero traes a las chicas de cabeza!

Ladislav sonreía con candidez y Ruslan se enfurruñaba, sin saber por qué. Aunque, en sus días de postración, una sola idea ocupaba su mente: Elsa.

El joven soñaba despierto. Tendido a la sombra, rememoraba su rostro, su dulce sonrisa, sus ojos, su voz... y las formas suaves de su cuerpo blanco como la leche, y su tacto tierno. Revivía aquella tarde memorable, en la pradera de altas hierbas. Había creído morir de dicha. Pero, finalmente, algo lo detuvo. Y la respetó.

Ella no se había enojado. Lo había mirado con enorme ternura y lo había besado. Se habían besado, una y otra vez, y él la había acariciado, como si quisiera modelar su cuerpo con las manos y guardar en el recuerdo de su tacto cada curva, cada hueco, cada cabello. Cuando se habían despedido, Ruslan se hizo un firme propósito. «Volveré».

Soñaba despierto, pero también dormido. Las hierbas que les daba Yvanka los sumían en una somnolencia pesada y voluptuosa. Un día, cuando se despertó, se encontró con dos pares de ojos oscuros y burlones que lo observaban.

—¡Vaya, Rus! ¿Has tenido dulces sueños? —comentaba Glinka, burlón.

—No lo sé... ¿Por qué?

—Sí lo sabes, ¡bribón! No parabas de llamar a tu linda enamorada... ¿Verdad, Ladi?

Ladislav asentía, divertido. Ruslan, que se había incorporado, se volvió a derrumbar en el jergón.

—Oh, dioses... A saber qué decía...

—La llamabas —dijo Ladislav, tímidamente—. A una chica.

—Elsa, ¿no es así? —continuó Glinka—. Todo el tiempo la llamabas: Elsa, Elsa...

Imitó la voz quejumbrosa de un amante desfallecido, y todos rieron, incluido Ruslan, a pesar suyo.

—Basta —protestó Ruslan—. No dejáis de mofaros a mi costa.

—¡Es que es para morirse de risa! No sabes lo divertido que resulta ver a un tipo como tú enamorado...

—¿Qué tiene de divertido?

Entonces Ruslan divisó a su hermana. Se había acercado con su puchero de yerbas y los miraba, ceñuda. De pronto, dejó la olla en el suelo, bruscamente. Una parte del líquido salió derramado.

—Ahí tenéis —dijo, con mal humor, y, de mala gana, posó un vaso al lado del recipiente—. Tomaos el caldo.

Y se alejó caminando a largas zancadas. Los Muchachos se miraron.

—¿Qué le pasa? —preguntó Ladislav, con inocencia. Ruslan frunció el ceño.

—A veces le dan arranques de mal humor. Será porque tiene el sangrado...

Glinka movió la cabeza, con cierta ironía entremezclada de tristeza.

—Tu hermana está celosa —dijo.

—¿De quién? —se sorprendió Ladislav.

Ninguno de los otros dos respondió. Al final, viendo que el muchacho iba a preguntar de nuevo, Ruslan le dio un codazo.

—Cállate.

Se recuperaron. Glinka tardaría algún tiempo en volver a caminar con normalidad y durante el resto de su vida arrastraría una leve cojera en la pierna izquierda. Pero aquel sutil balanceo no haría más que acentuar su peculiar estilo desenfadado y bravucón. Ladislav fue el primero en volver a la vida corriente. Ruslan tuvo buen trabajo en restablecer el orden en el batallón. Cuando volvió a imponer sus medidas, Turiak y los suyos se sublevaron y Radomir tuvo que detener lo que amenazaba en convertirse en una peligrosa reyerta. De nuevo Ruslan sintió el odio del guerrero, infiltrándose como veneno en su corazón.

Mientras la tropa se recuperaba y los señores regresaban a sus clanes, Vladi decidió celebrar una fiesta en medio del verano para reanimar a sus hombres y compensarlos por la cruel batalla. Aunque había muchos heridos, la fiesta se preparó, en medio de una gran algazara.

La comida abundó, la bebida tampoco faltó y muchos campesinos y mujeres se unieron a la alegre francachela. Glinka aún estaba postrado con la pierna tiesa y se reconcomía. Por no dejarlo solo, Ruslan y Ladislav acudieron a su lado con un pedazo de carnero asado y una bota de aguardiente. Los tres amigos celebraron su pequeño festín bajo las estrellas, algo apartados del resto, mientras reían recordando las anécdotas de su corta pero intensa vida en el ejército. Glinka y Ladislav se emborracharon, pasándose la bota del uno al otro. Cuanto más bebían, mayores eran los disparates que salían de sus bocas. Ruslan los miraba sin probar gota, y les siguió la corriente, riendo sus bromas, hasta que los vio caer dormidos.

Entonces apartó los restos del festín y los miró. Cubrió el torso desnudo del friolero Ladislav con una capa y apartó los negros mechones que caían sobre el rostro de Glinka. Dormidos, a la luz de la lumbre, sus rostros desprendían una belleza candida y sobrecogedora. «Como dos niños», pensó Ruslan. La mueca cínica de Glinka desaparecía y las cejas finas, sobre sus largas pestañas, dibujaban otra expresión muy diferente. Abandono... o soledad, tal vez. O quizá una íntima confianza. Ladislav parecía un chiquillo. Cuando dormía, se acurrucaba de costado e, inconscientemente, agarraba lo primero que tuviera a mano, ya fuera una manta o el brazo de su compañero más próximo. Ahora había arrugado un extremo de la capa que lo cubría y se lo había llevado hacia el pecho, mientras su cuerpo se recogía entre sueños.

Volvió a mirar a Glinka. Él no dormía encogido, sino en cualquier postura, casi siempre boca arriba. «A pecho descubierto, así es él». Un brazo aquí y el otro allá, y la hermosa cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Ruslan se reclinó sobre él y le besó la frente con suavidad. Glinka se movió un poco, giró la cara y continuó durmiendo.

No muy lejos de allí, Yvanka regresaba de recorrer el campamento con los Muchachos, que se habían divertido picoteando bocados y gorreando tragos de licor por aquí y acullá, riéndose con los mayores y participando en diversos juegos. Cuando el sueño comenzó a vencerla y vio a sus amigos un tanto achispados, Yvanka se separó de ellos y decidió retirarse. Se dirigía hacia su carro cuando un grupo de hombres le salió al paso.

—¡Eh! Mirad a quién tenemos aquí.

—Vaya, si es la pequeña fiera... Vanushka, la pelirroja.

—Anda, bonita, enséñanos tus encantos.

—¡Lo que nos va a enseñar son sus dientes, jo, jo, jo!

Eran Iuriak y los suyos. Completamente bebidos, los hombretones la rodearon. Yvanka se plantó, rígida, y sostuvo con fuerza su jabalina entre las manos.

—¡Va armada! Cuidado con la Mocosa, que muerde...

Cuando el primero de ellos le puso una mano encima, Yvanka se la sacudió con violencia.

—¡Dejadme! —gritó.

Los hombres rieron más. Yvanka se revolvió e intentó defenderse, pero la sujetaron entre varios y la derribaron. La bebida los entorpecía, mas Yvanka no pudo resistir el empuje de varios cuerpos y cayó de espaldas. Con una mano agarraba desesperadamente su azagaya, pero alguien le puso el pie sobre el brazo y otro hombre la aferró por la otra muñeca. Aún le quedaban las piernas libres y la muchacha pataleó con todas sus fuerzas, repeliendo a sus atacantes. Su forcejeo sólo los enardeció. Turiak se inclinó a cuatro patas sobre ella y le rasgó la camisa. Sus manazas pellizcaron los pequeños senos y bajaron hasta sus caderas.

—¡Ahora no podrás escapar! Y ninguno de esos mocosos está cerca para defenderte, bestezuela. Yo seré el primero, jo, jo, jo. Pero luego vendrán los demás... Anda, es mejor que no te resistas.

Yvanka se retorcía y su cuerpo delgado se combaba, en sus intentos desesperados por librarse. Escupió a la cara de Turiak y le dedicó los peores insultos que conocía.

—¡Eh! ¿Oís a esta pequeña ramera? ¿Qué modales y qué lenguaje son ésos? Vamos, ¿no quiere tu hermano convertirte en una Dama? Jo, jo, jo, ¡mirad cómo se retuerce!

Yvanka sintió el peso de Turiak cernerse sobre ella. Los demás lo jaleaban. Olió su aliento, cargado de alcohol y brutalidad, y cerró los ojos. Tomó aire y, en un supremo esfuerzo, logró escabullir su brazo de debajo del pie que la aprisionaba. Rápida como una centella, Yvanka asió su venablo y lo clavó en el costado de Turiak, con todas sus fuerzas.

Turiak emitió un borboteo. Su cuerpo se contrajo y se incorporó, con los ojos muy abiertos. Yvanka hundió más el arma. Casi de inmediato, varias gotas calientes y espesas cayeron sobre su abdomen. Olió la sangre. Jadeando, aún empujó una última vez. El resto de los hombres, embotados por la bebida, contemplaban la escena sin reaccionar. Turiak se desplomó sobre ella pesadamente. Sus cabellos y su barba apelmazada rozaron el pecho desnudo de Yvanka.

Apenas cayó, aprovechando la confusión de sus perplejos compañeros, Yvanka se escurrió por debajo del cuerpo y, aferrando su jabalina, echó a correr con toda su alma.

Esta vez, Radomir fue inflexible.

—Me llevo a tu hermana a Dalvai. No puede seguir más tiempo aquí.

Ruslan asintió, preocupado.

—Veremos si ella quiere... Será difícil convencerla.

—¿Qué dices? ¡No pretendo convencerla de nada! Vendrá conmigo, tanto si quiere como si no. Ya ha causado demasiados problemas en el ejército, Turiak era un sinvergüenza, de acuerdo. Pero ella no puede ir matando hombres así, sólo porque la molestan... Turiak también era un gran guerrero. Hoy ha sido él, mañana, ¿quién sabe?

—Lo dices como si mi hermana fuera una criminal, y sólo se defendía... No había nadie a su lado para socorrerla.

Radomir sabía que Ruslan se sentía culpable. Después de tantos años jurándose vengar la afrenta a su hermana había sido ella misma, y no él, quien había acabado con su enemigo.

—Escucha, Ruslan. Esa niña no conoce la autoridad. Tú ya has hecho de papaíto durante muchos años... pero no lo eres. Eres su hermano y no te respeta. Va siendo hora de que alguien le haga de padre, ¿lo entiendes?

Sí, lo entendía. Radomir estaba en lo cierto. Pero, ahora, era a él a quien le dolía la separación.

—Vamos, no pongas esa cara larga —Radomir parecía adivinar lo que pensaba—. Diríase que eres tú el que no quiere que se vaya. A tu hermana le conviene un hogar, unas personas decentes junto a ella, y alguien que la enseñe a ser mujer.

—Una madre —murmuró Ruslan.

—Así es. Y aunque ya es mayorcita, mi esposa sabrá cómo manejarla. No temas, te prometo que la tratará mejor que cualquiera de vosotros en la tropa.

Yvanka se rebeló. Empleó todas sus armas. Primero se opuso, obstinadamente. Luego gritó, pataleó y, al final, lloró. Discutió con su hermano y se peleó con él.

—¡Tú quieres alejarme de ti porque ahora te molesto! —le recriminó—. No me quieres como antes... ¡Soy un estorbo! Y, claro, como estás enamorado de esa chica... Yo ya no soy importante para ti.

—¡Yvanka! —exclamó él, dolido—. ¿Cómo puedes decir eso o pensarlo siquiera?

—¡Porque es cierto! Ya no me quieres, ya no me quieres...

Sollozaba y le golpeaba el pecho, mientras él intentaba calmarla.

—Es por tu bien. Allí estarás mucho mejor...

—¡No es por mí! ¡Es por tu bien que lo haces! Te librarás de mí y seguirás tu vida en el ejército... ¡Eres un egoísta, engreído y vanidoso! Sólo te preocupan tu fama y tus éxitos en combate. ¡Lo demás te importa un comino!

Glinka quiso intervenir, pero ella se enfureció aún más.

—¡No te entrometas! —chilló—. Esto no es asunto tuyo. Tú estás con él... ¡Déjame en paz!

Finalmente, Radomir tuvo que poner paz entre ellos.

—Yvanka —le dijo, con serena firmeza—. Vas a venir conmigo a Dalvai. Es una orden. Y no intentes escaparte, porque te encontraremos, y lo sabes. Si lo haces, ten por seguro que yo mismo te daré una azotaina ante tus compañeros.

Yvanka lo miró con rencor pero no rechistó. Radomir resopló cuando se encontró a solas con Dalebor y los suyos.

—¡Esta guerra es peor que una batalla campal! —exclamó, y los demás rieron.

Ruslan no rió, ni tampoco lo hicieron sus amigos, el día que Radomir partió con Yvanka, Dalebor y Ieraks hacia Dalvai. Vladi estaba licenciando a la tropa y muchos capitanes y soldados volvían a sus hogares. Los que no lo tenían, como Ruslan, Glinka y otros, permanecieron con el rey. El monarca había ordenado a Boris que rearmara un pequeño ejército para volver a recorrer los territorios del Norte y comprobar que todo estaba en orden junto a Borey.

Radomir se despidió de sus hombres con afecto. Los volvería a encontrar, posiblemente, el año próximo, si Vladi decidía emprender otra campaña. Yvanka no quiso decir adiós a nadie. Su hermano intentó besarla y abrazarla, pero ella se apartó, enfurruñada, y le volvió el rostro. Ruslan se quedó mirando, con pesar en el corazón, cómo la pequeña partida se alejaba.

Pero su pesadumbre no era tan grande, ni tan honda, como aquel otro sentimiento que crecía, cada vez más fuerte, cálido y vibrante, en su interior. Y pronto se consoló de la ausencia de Yvanka volviendo su pensamiento hacia Elsa.