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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID

No espero misericordia.

Lo que le ha ocurrido a Polifemo me ha hecho comprender de manera irrefutable que mis enemigos no conocen la misericordia ni la indulgencia y que esta vez no dudarán en eliminarme. De todos modos, no sé por qué me han respetado hasta ahora.

Paso el tiempo meditando y rezando en silencio; intento ordenar las cosas que acuden a mi mente aunque, en el fondo, ya carezcan de importancia.

¿A qué se refería Polifemo cuando dijo que yo era Inanna? ¿Y quién es ese Tammuz al que debo buscar y liberar?

Hay otra cuestión que me preocupa, aunque ha perdido toda relevancia en estas horas oscuras: ¿quién era realmente el hombre al que quise con todo mi corazón y al que siempre llamé «padre»?

La condesa de Czerny dijo que Gardiner Kincaid era tanto mi padre como Kamal su amado y, en tanto que mi corazón y mi mente lo niegan con encono, en lo más hondo de mi ser hay una parte que no lo discute, probablemente porque conoce la verdad.

Mis recuerdos…

Continúan ocultos tras una espesa niebla y ya no albergo la esperanza de que algún día se disipen las brumas. No obtengo respuestas a mis preguntas y, por primera vez en la vida, dudo seriamente que jamás las encuentre… Al mismo tiempo, un temor frío se apodera de mí.

El miedo de que pudiera ser verdad lo que Mortimer Laydon me dijo en su locura, que Gardiner Kincaid no era mi amado padre, sino él.

La terrible sospecha de que Kamal podría estar equivocado con lo siempre intentó inculcarme, que en este mundo todo está sometido a un plan divino.

Y, finalmente, la horrible certeza de que mañana será el último día que veré el mundo.

Con esta anotación cierro mi diario de viaje.

Que sirva de advertencia a quien lo encuentre para que no se perturben los enigmas del pasado, porque algunos alcanzan hasta el presente…

METEORA, 11 DE NOVIEMBRE DE 1884

Cuando, después de horas interminables de temor y espera, despuntó el nuevo día, Sarah lo saludó casi con alivio. Los haces de luz mortecina que entraban por las rendijas de las ventanas cerradas la deslumbraban, y la joven supo que había llegado el día decisivo.

Esta vez, cuando se oyeron pasos acercándose, Sarah permaneció más tranquila que la noche anterior. Hacía mucho que el manantial de sus lágrimas se había secado y afrontaba con serenidad lo que la esperaba.

Pero no estaba preparada.

Había intentado conseguir el perdón con sus oraciones y había buscado respuestas a través de razonamientos interminables. Sin embargo, no había encontrado ni lo uno ni lo otro, y tenía la sensación de que su vida era una obra incompleta y chapucera. Lo que ella había sido, o más bien creía ser, se había disuelto como un azucarillo, no había quedado nada. Excepto el diario, que contenía su alma y le brindaba la tranquilizadora sensación de que todo aquello había ocurrido realmente y había luchado hasta el final. Aunque al final la hubieran vencido…

Descorrieron ruidosamente el cerrojo y la puerta se abrió. Una luz deslumbrante inundó la capilla y cegó a Sarah. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la claridad. Entonces vio que su más acérrima enemiga no se había privado de ir a buscarla en persona.

—Sal —dijo.

—¿Ha llegado la hora?

La condesa asintió con un movimiento de cabeza.

—Qué gran triunfo debe de ser para usted —dijo Sarah amargamente.

—Después de todo lo que te he hecho, preferiría dejarte con vida, créeme —respondió indiferente—. Porque vivir sería para ti mayor castigo que la muerte. Pero tengo órdenes estrictas que…

—No se esfuerce —replicó Sarah gélidamente, y salió del calabozo sin dignarse mirar de nuevo a la condesa.

Fuera la esperaban cuatro hombres armados que la flanquearon.

Cruzaron el patio interior y el refectorio, y pasaron por debajo de una arcada que conducía a un segundo patio más grande. A la izquierda se encontraban el katholikon y los edificios longitudinales que albergaban los aposentos. Al otro lado, el terreno descendía ligeramente y lo limitaban dos muros circulares antes de caer escarpado, casi en vertical, hacia el abismo.

Hacia allí condujeron a Sarah.

Al pasar por el patio, la joven se dio cuenta de que habían cambiado algunas cosas respecto al día de su llegada. Había cajas y sacos por todas partes y los sirvientes vestidos de negro de la Hermandad pululaban por allí en plena actividad frenética. Se gritaban órdenes y en el extremo este de la plataforma de roca se oía chirriar las poleas que transportaban hombres y material al valle.

Estaba claro que la condesa y sus esbirros planeaban dejar su escondrijo justo después de haberse librado de su más tenaz enemiga…

Desde el muro circular interior, una escalera empinada conducía hacia el patio exterior, un terreno rocoso y con apenas unos cuantos matorrales que descendía en picado hacia el sur. El muro exterior solo llegaba a la altura de las caderas y suponía la última barrera ante el profundo abismo. Más allá se extendía la vasta llanura de Tesalia, cubierta de bruma por debajo de un cielo anaranjado y nublado que prometía nieve y lluvia.

Sarah siempre se había preguntado cómo se sentirían los que eran conducidos al amanecer al lugar de ejecución: ahora ya lo sabía.

Ya la esperaban delante del muro.

El doctor Cranston, con semblante inexpresivo, estaba flanqueado por cuatro guardias que llevaban fusiles Remington al hombro. Se habían enrollado los turbantes negros en la cabeza de manera que solo les quedaba al descubierto la parte de los ojos.

Los verdugos, pensó Sarah inconscientemente.

—Lady Kincaid —la saludó Cranston.

El día en que se lo presentaron en Londres parecía increíblemente lejano. Pero ya entonces, en aquel primer momento, su intuición le había señalado la doblez de aquel hombre.

Prescindió de devolverle el saludo y se volvió hacia Ludmilla de Czerny.

—¿Aquí? —preguntó sin más.

—Efectivamente.

Sarah asintió.

—¿Te extraña?

—En absoluto —negó Sarah—. Vuestro plan ha funcionado, habéis conseguido lo que queríais. Lo único que os falta para alcanzar la victoria absoluta es acabar conmigo.

—En efecto, pero no habría sido necesario. Supiste desde el principio que intentábamos manipularte. Si en vez de oponerte hubieras cooperado, ahora no estaríamos aquí. Pero has preferido engañarte a ti misma creyendo y haciendo creer a otros que podías medirte con el poder de la Hermandad. De hecho, en ningún momento tuviste elección.

—¿Qué intenta decirme?

La condesa se echó a reír arrogante.

—Dicen que los que han probado una vez el agua de la fuente de la vida siempre regresan a ella. Por lo tanto, sabíamos que tarde o temprano nos indicarías el camino.

—Miente —dijo convencida Sarah—. Como en tantas otras cosas.

—¿Eso crees?

—Si de niña sufrí realmente la fiebre y me curé con el agua, pero la fuente de la vida ha estado oculta todo este tiempo…

—¿Sí?

—… ¿de dónde salió el elixir que supuestamente me intoxicó? ¿Y el que me sanó? —Acabó de preguntar Sarah—. Sus palabras se contradicen, condesa.

—En absoluto, pero lo que tú sabes es demasiado limitado para comprenderlo todo. Existía un resto de elixir y lo utilizaron para borrar tus recuerdos.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? —La condesa soltó una carcajada—. El hombre al que durante todos estos años consideraste tu padre, simplemente porque no tenías ni idea.

—Eso no es verdad.

—Lo es, créeme.

—¿Y cómo me curaron si Gardiner había utilizado el último resto del elixir?

—Un médico tan brillante como ambicioso, llamado Mortimer Laydon, que tenía acceso a los mejores círculos de Londres y hacía años que pertenecía a la Hermandad, consiguió hacerse con otro resto que habían traído antiguamente de Grecia y se había conservado en un lugar desconocido, donde había originado la creación de un mito. Tal vez ya supones a qué lugar me refiero…

—Praga —dijo Sarah quedamente, y recordó estremecida lo que le había contado el rabino, que el último resto de agua de la vida había sido robado unos diecinueve años atrás.

Justo en la época en que a ella la curaron de la fiebre oscura…

—Exacto —asintió Ludmilla de Czerny—. Los agentes de la Hermandad irrumpieron en la sinagoga y robaron el agua de la vida por encargo de Laydon, quien se presentó de inmediato como tu salvador ante Gardiner Kincaid y se ganó su confianza. El resto de la historia ya lo conoces, ¿verdad?

Sarah asintió ensimismada. Todo parecía estar conectado y adquiría sentido de un modo pasmoso. Ella había sido la que había consumido el último resto de elixir… Aun así, Sarah tenía la sensación de que algo no encajaba. No paraba de buscar incoherencias en las afirmaciones de su enemiga y las encontró…

—No me está explicando toda la verdad —insistió—. Mi curación no pudo consumir toda el agua. Tuvo que quedar un pequeño resto para que su gente envenenara a Kamal…

—¿Y?

—… si aún quedaba un poco, ¿para qué todo este plan disparatado? ¿Por qué me enviaron en busca del agua si ya tenían un poco en sus manos?

—Por un lado —contestó impasible la condesa—, solo eran un par de gotas, suficiente para tu querido Kamal, pero demasiado poco para nuestros fines.

—¿Y por otro? —insistió Sarah.

La condesa titubeó un momento.

—No necesitas saberlo —contestó finalmente.

—Entonces hay algo más, ¿no? —preguntó Sarah—. Se trata de mucho más, ¿verdad? Y supongo que tiene algo que ver con Kamal. ¿Qué se proponen hacer con él? ¿Qué me oculta?

—Ya te he dicho que no necesitas saberlo. En todo caso, ya no. Si te hubieras puesto de nuestra parte, se te habría revelado la verdad… y muchas cosas más.

—¿Qué? —preguntó Sarah.

—Poder, fama… Inmortalidad.

—¿Inmortalidad? —repitió Sarah con voz temblorosa—. ¿Es eso lo que tanto les interesa? ¿Quieren utilizar la Creación en su provecho y engañar a la muerte?

—¿Por qué no?

—Señora mía —dijo Sarah quedamente y con una sonrisa en la que se condensó toda su pena y su amargura—, creo que sobrestima el valor de su presencia en este mundo.

—Igual que tú —replicó la condesa. Dio una palmada y, acto seguido, sus esbirros se quitaron el fusil del hombro y apuntaron a Sarah.

—¿Van a fusilarme?

—No, por favor —intervino Cranston—. Eso lo dejamos a su elección. O salta voluntariamente al abismo o prueba suerte con el plomo. Desde un punto de vista médico, debo decirle que si salta al vacío desde esta altura apenas quedará nada de usted para…

—Gracias —dijo Sarah, y se subió al murete.

Al otro lado había una roca que descendía escarpada unos tres o cuatro metros. Luego caía en vertical hacia el más profundo abismo. El viento frío de la mañana la azotó y de nuevo sintió náuseas.

Se dio la vuelta una vez más.

—¿Y Kamal?

—Confía en mí —aseguró la condesa sonriendo con malicia—, está en buenas manos.

A Sarah le temblaban los labios, le temblaba todo el cuerpo a causa del frío y el miedo.

—¿Puedo… verlo? —preguntó en voz baja y llena de resignación, puesto que suponía cuál sería la respuesta.

—Tal vez algún día —le dijo Ludmilla, burlona—, en otro mundo. Adiós, hermana.

Sarah asintió con un movimiento de cabeza y se volvió de nuevo hacia el precipicio. No quería darles el gusto a sus enemigos de que vieran las lágrimas que le corrían por las mejillas ni que otra persona decidiera el momento de su final.

Quería ser libre para determinar ella misma ese momento. Se santiguó y rezó una oración en silencio, luego cerró los ojos y su cuerpo se tensó para dar el paso decisivo hacia el vacío…