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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR

No puedo creerlo. Después de meses de supuesta calma, durante los cuales he hecho todo lo posible por olvidar y dejar atrás el pasado, este ha regresado inesperada y cruelmente y ha irrumpido en mi vida. Con todo, aún no soy capaz de valorar qué me pesa más, si el hecho de que hayan detenido por asesinato a mi amado y lo hayan conducido a Londres, o que él me considere la causante de este terrible cambio de rumbo.

Por mucho que me hiera que piense algo así de mí, no puedo reprochárselo. El recuerdo de aquella noche en la que, siguiendo la ley del desierto, nos confiamos nuestros secretos más íntimos, continúa estando presente. Si miro atrás, creo que fue aquella noche cuando, sin intuirlo siquiera, me enamoré de Kamal. Porque, aun sin poder explicar el motivo exacto, sentí que éramos muy parecidos, almas gemelas en la corriente del tiempo…

¿Me engañó esa sensación?

No consigo quitarme de la cabeza la mirada que Kamal me ha lanzado a través de los barrotes. Me persigue como una sombra, incluso durmiendo y en sueños. Había tanta inculpación silenciosa en ella, tanta ira muda. ¿Se ha extinguido realmente su amor por mí? ¿He perdido para siempre lo que creí haber conquistado?

No voy a conformarme con ese destino sin luchar, porque no me siento culpable. Nunca le he contado a nadie el secreto de Kamal y no he hecho nada que justifique su desconfianza. Espero de todo corazón conseguir convencerlo de mi inocencia; de lo contrario, su orgullo le impedirá aceptar mi ayuda y me da la impresión de que, sin un buen representante en los tribunales, la condena de Kamal está sellada.

He decidido abandonar una vez más la seguridad de Kincaid Manor y viajar a Londres para pedirle ayuda a mi viejo amigo Jeffrey Hull. Asimismo, tengo que descubrir de dónde ha sacado Scotland Yard la información que condujo a la detención de Kamal, puesto que solo así podré demostrarle mi lealtad…

SCOTLAND YARD WHITEHALL PLACE, LONDRES,

23 DE SEPTIEMBRE DE 1884

Milton Fox había cambiado. Sus rasgos afilados, dominados por una nariz respingona y que de vez en cuando se contraían con nerviosismo, seguían teniendo algo del animal que designaba su apellido. Sin embargo, se había serenado y había ganado unas cuantas libras de peso, lo cual probablemente se debía al ascenso a superintendente que había conseguido por su participación en la búsqueda del Libro de Thot.

Oficialmente, la expedición nunca había tenido lugar bajo la dirección de Sarah Kincaid y los registros al respecto se guardaban en los archivos más secretos de Horse Guard, el Ministerio de la Guerra. No obstante, puesto que también se había tratado de librar de las sospechas de asesinato a un sobrino carnal de la reina, las noticias de los dramáticos sucesos ocurridos primero en Londres y después en Egipto habían penetrado hasta el palacio de Saint James, lo cual había supuesto ventajas para algunos de los implicados.

Con un semblante grave y las manos cruzadas, Fox se sentaba detrás de su gran escritorio de teca y echaba una ojeada al informe que tenía delante. Entretanto, no dejaba de oírse cómo chasqueaba la lengua en tono de reprimenda, por lo que Sarah tuvo la sensación de ser una niña recibiendo una regañina de su maestro.

Siguiendo la invitación de Fox, se había sentado en una de las dos butacas de piel que había para las visitas. Sir Jeffrey, que la había acogido amablemente en su casa durante su estancia en Londres, se había empeñado en acompañarla a Scotland Yard. Así pues, estaba sentado a su lado, esperando con la misma expectación que ella lo que diría Milton Fox.

—Sarah, Sarah —comentó Fox finalmente, levantando la vista. En sus rasgos delicados se reflejaba la preocupación—. Me temo que esta vez se ha metido en un buen lío. Resistencia contra la autoridad, uso de la violencia contra un acreditado funcionario de la Justicia que se limitaba a cumplir con su obligación…

—Es un cerdo —comentó Sarah con sinceridad y para espanto no solo de Milton Fox.

—Querida —se apresuró a decir sir Jeffrey enarcando las cejas blancas y pobladas—. Debo pedirle que…

—Es verdad —insistió Sarah, impasible—. Estuvo a punto de llamarme prostituta. ¿Es eso lo que usted considera un acreditado funcionario, Milton?

—No, evidentemente —se defendió Fox—. El inspector Lester recibirá por ello una amonestación oficial y una tacha en su hoja de servicios. Pero eso no le da derecho a usted a actuar con violencia.

—El inspector Lester —replicó Sarah con obstinación— ofendió mi honra. Si yo fuera un hombre, probablemente no estaríamos teniendo esta discusión.

—Pero usted es lo que es… Y es un hecho que su relación con Kamal…

—¿Sí? —inquirió Sarah mientras Fox, ruborizado, intentaba encontrar las palabras adecuadas.

—… no se ajusta al modelo tradicional de una unión legítima —expuso finalmente utilizando una fórmula que consideró adecuada—. Ciertas personas podrían sentirse ofendidas por ello.

—¿Ciertas personas? —inquirió Sarah—. ¿Quién, por ejemplo?

—Querida, ¿de verdad tengo que explicárselo? —Fox hizo un gesto de desvalimiento con los brazos—. Usted es una dama de buena familia. En algunos círculos, su padre disfrutaba de la gloria de un héroe y le ha dejado todos sus bienes. Usted es inteligente y culta y, si me permite la observación, muy atractiva.

—No veo qué tiene que ver una cosa con otra —rezongó Sarah, impaciente.

—Bueno, puedo imaginar que algunas personas opinan que sería muchísimo más adecuada a su posición social una relación con un joven británico de buena familia que…

—¿Que qué? —inquirió Sarah, mientras las palabras de Fox se hundían en su enfurecida mirada como el agua en la arena tórrida del desierto—. ¿Que un salvaje inculto? ¿Piensa usted realmente igual que Lester?

—Bueno, yo… —Fox se sonrojó mientras se agitaba en su butaca—. Verá, Sarah, personalmente, no tengo nada en contra de Kamal. Pero no se puede negar que es diferente.

—Lo es —admitió Sarah—. Por eso mismo seguimos todos con vida, si me permite recordárselo.

—Naturalmente, querida… Pero eso no cambia el hecho de que el bueno de Kamal pertenece a otro mundo. A una cultura que, y eso puede afirmarse con toda la razón del mundo, es muy inferior a la nuestra.

Sarah suspiró.

Temblaba interiormente de ira ante tanta ignorancia y tanta estrechez de miras. Aquello la sublevaba y a su naturaleza rebelde le habría encantado enzarzarse en una discusión vehemente, pero no replicó nada. Aunque la postura de Fox no le gustaba y en el fondo de su corazón lo consideraba un idiota, lo necesitaba si quería salvar a Kamal…

—¿Sabía usted que Kamal solo es medio tuareg? —Se limitó a preguntar entonces Sarah.

—¿Cómo debo interpretarlo?

—Su madre era inglesa —explicó Sarah—. Kamal se crio aquí, por eso no solo conoce muy bien nuestra lengua, sino también nuestras costumbres.

—No… No lo sabía.

—Kamal considera que Inglaterra es su verdadera patria, Milton. Creo que eso dice mucho de él.

—Cierto… Pero ¿por qué no se quedó en Inglaterra? ¿Por qué regresó a África para vivir en medio de toda aquella suciedad y polvo?

—Porque, como todos nosotros, quiso conocer sus raíces… Y porque tenía que suceder a su padre, que era un gran jefe de los tuaregs.

—Eso que dice suena muy bien, pero me temo que no se ajusta totalmente a la verdad —objetó Fox—. Según nuestras informaciones, Kamal salió del país porque tenía las manos manchadas de sangre, la sangre de dos soldados al servicio de la Armada real británica.

—La sangre de dos asesinos —puntualizó Sarah—. Esos hombres atacaron antes a la novia de Kamal y la violaron brutalmente. Y no murió solo ella a consecuencia del ataque, sino también el hijo que llevaba en sus entrañas. El hijo de Kamal.

—Puede que esa sea su versión de los hechos —replicó Fox—, pero no hay ninguna prueba de ello, al contrario. He ordenado que me trajeran las actas. El granadero real Samuel Tennant y el granadero real Leonard Albright fueron detenidos la noche de ese supuesto crimen y comparecieron ante el tribunal poco después. Y Kamal fue el único que los identificó como criminales. Los demás testigos…

—Los demás testigos estaban sobornados o eran tan estrechos de miras como la mayoría de la gente en este país.

—¡Sarah! ¿Cómo se le ocurre?

—El juicio estaba amañado. La prometida de Kamal era medio africana, igual que él. Estaba decidido desde el principio que dos granaderos reales blancos no acabarían en la cárcel por una mestiza.

—Querida —se sublevó también sir Jeffrey, que hasta entonces apenas había dicho nada—, ¡tenga cuidado con lo que dice! Está poniendo en duda la independencia de los tribunales…

—No por principio ni mientras ante esos tribunales se presenten personas de piel clara —contestó Sarah—. Sin embargo, en el caso de Kamal no puede hablarse de un proceso justo. Me contó que uno de los testigos se sonrió maliciosamente cuando leyeron la absolución.

—Ningún sistema es perfecto —admitió Milton Fox—. Pero eso no le da derecho a Kamal a sentenciar por su cuenta a esos hombres después de que un tribunal los dejara en libertad.

—¿Qué se supone que hizo? —preguntó sir Jeffrey.

—Se le acusa de haber asesinado al granadero real Samuel Tennant de dos puñaladas en el corazón en abril de 1869. Posteriormente, mutiló al granadero real Leonard Albright convirtiéndolo en un pobre lisiado sin virilidad. Albright abandonó el ejército y se quitó la vida medio año después de esos terribles sucesos.

—Muy caritativo —murmuró sir Jeffrey, y se le notaba cuánto lo sublevaba semejante barbarie.

—¿Sería su espanto tan considerable si Kamal fuera un caballero de la antigua escuela inglesa? —preguntó Sarah quedamente—. ¿Si, en vez de ejecutar a los asesinos de su novia con un cuchillo y de noche, lo hubiera hecho al alba y con una pistola?

Ni sir Jeffrey ni Milton Fox respondieron nada. Pero la mirada atónita que intercambiaron fue muy elocuente.

—Con todos mis respetos, caballeros —susurró Sarah, que de nuevo tenía que luchar contra las lágrimas de rabia y desesperación—, son ustedes unos hipócritas que miden con doble rasero. ¿Y pretenden afirmar que, en estas condiciones, Kamal tendrá un juicio justo en este país?

—Bueno —murmuró Jeffrey Hull, tocándose avergonzado el cabello ralo—. Probablemente nuestra amiga tiene razón, Milton. Tal vez estamos un poco cargados de prejuicios…

—Puede que usted sí, sir Jeffrey, pero yo no —opinó Fox con convencimiento—. Como funcionario de Scotland Yard, los prejuicios son algo que no puedo permitirme. No discuto que se hayan cometido errores y, naturalmente, siento simpatía por Kamal y su causa. Pero, como parte del aparato judicial, estoy obligado a ser neutral. No puedo ayudarlo.

—Lo comprendo —dijo Sarah, asintiendo con la cabeza.

—No obstante —prosiguió el superintendente—, me ocuparé de que la denuncia del inspector Lester contra usted no sea tramitada oficialmente, lo cual significa ni más ni menos que nunca más volverá a oír hablar del tema.

—Es… es muy amable. Gracias, Milton.

—Me gustaría poder hacer algo más por Kamal y por usted, Sarah. Pero es imposible.

—¿No podría contarnos algo sobre la fuente de las informaciones? —preguntó sir Jeffrey—. ¿Quién les dio las indicaciones decisivas? ¿Cómo supo su gente el actual nombre de Kamal y dónde se encontraba?

—Lo siento, sir Jeffrey, no estoy autorizado a dar esa información.

—¡Maldita sea, joven! —vociferó el consejero real, en un inusual arrebato de temperamento juvenil que a Sarah le recordó un poco a su padre—. ¿Aún no ha comprendido lo que está en juego? Si el peso de la ley cae sobre Kamal, acabará en el patíbulo o encerrado para siempre en presidio. Le debemos la vida a ese hombre, Milton, ¡no debería olvidarlo!

—No lo olvido —aseguró Fox, y de nuevo se agitó en su butaca, revolviéndose como una anguila, eso sí, bastante corpulenta—. La cuestión es que el reglamento…

—Olvide el reglamento esta vez, y haga lo que le aconseja el corazón. Usted es un verdadero caballero, amigo mío, lo sé; por lo tanto, actúe como tal.

—Pero yo…, yo… —El semblante de Fox cambió de color y enrojeció, unas perlas de sudor le cubrieron la frente.

Sarah no podía sino tributar el máximo respeto a sir Jeffrey. Inesperadamente, casi como quien no quiere la cosa, el consejero real estaba presionando a Milton Fox y parecía haberlo tocado en su punto más vulnerable: el honor. Sarah comenzó a comprender por qué aquel hombre había disfrutado de la fama de ser uno de los mejores letrados del Temple Bar. En el tórrido viaje al desierto no se había apreciado, pero sir Jeffrey era un contrincante peligroso en su terreno a pesar de su avanzada edad y de su apariencia gris…

Se percibía claramente que la fachada de corrección que Fox se esforzaba cuidadosamente en construir comenzaba a desmoronarse. Una vez más, su semblante se agitó nerviosamente, mientras miraba con disimulo hacia la puerta, como si quisiera asegurarse de que realmente estaba cerrada.

—La información —susurró luego en voz tan baja que apenas se le oía— llegó por caminos poco convencionales.

—¿Qué significa eso? —inquirió Sarah.

—Simplemente, llegó —explicó Fox enigmáticamente—. El comandante Devine encontró un día un escrito anónimo sobre su mesa, en el que se daban a conocer los acontecimientos. La carta contenía datos detallados sobre los delitos y también se mencionaba en ella tanto el nombre actual como el antiguo nombre del criminal. Puesto que estamos obligados a investigar en cualquier caso los indicios de un delito capital, le confiaron las pesquisas al inspector Lester, con éxito, como ya sabemos.

—Efectivamente —dijo Sarah con voz apagada.

—Me gustaría añadir que yo no supe nada del caso hasta hace poco. Pero aunque no hubiera sido así, habría tenido las manos atadas. No habría podido avisarla ni informarla del estado de las pesquisas.

—Lo comprendo —admitió Sarah—. ¿Y no sabe de dónde salió el escrito?

—Lo lamento. La carta estaba escrita a máquina, no se podía buscar el origen.

—¿Podríamos echarle un vistazo? —preguntó sir Jeffrey—. Es probable que los ojos de un viejo jurista descubran algo que se les ha escapado.

—Por desgracia, no es posible.

—Comprendo —suspiró Sarah—. El reglamento, ¿no?

—También, pero no únicamente. Aunque en este caso estuviera dispuesto a saltarme las normas por usted, sería inútil, porque ya no tenemos la carta.

—¿Qué? —Sarah no daba crédito a sus oídos—. ¿Han arrestado a un hombre a partir de una información anónima que poco después ha desaparecido?

—Debo constatar, mi joven amigo, que eso no deja en muy buen lugar a esta institución —reprendió sir Jeffrey—. Y eso que Scotland Yard tiene fama de extrema formalidad.

—Y con razón —se apresuró a asegurar Fox—. El inventario del depósito de pruebas se lleva con la máxima meticulosidad. Sin embargo, parece ser que en este caso se ha cometido un penoso error, una negligencia inexcusable… Llámenlo como quieran, pero el caso es que el escrito ha desaparecido.

Sir Jeffrey enarcó las cejas.

—No se lo tome a mal, mi querido amigo, si consideramos que el procedimiento relacionado con la detención de mister Ben Nara es un poco peculiar…

—¿Cómo podría? —Fox se encogió de hombros—. De hecho, que el escrito aún exista o no es irrelevante a estas alturas. Kamal ha sido arrestado y, por lo que veo, ha confesado en gran parte. La carta ya no es necesaria como prueba. Ha quedado obsoleta.

Sarah se mordió los labios.

Para los guardianes de la ley, la carta podía ser innecesaria a esas alturas, pero a Sarah le habría hecho falta para demostrarle a Kamal que no había sido ella quien lo había delatado a la policía. ¿O, en su amargura, también habría supuesto que ella había escrito la nota anónima y había puesto en marcha las pesquisas de Scotland Yard?

—¿Qué piensan hacer? —se interesó Fox un tanto azorado. El silencio que había imperado durante unos instantes parecía resultarle incómodo.

—Bueno —replicó sir Jeffrey—, en lo que a mí respecta, interrumpiré mi retiro y me encargaré de la defensa de Kamal por aprecio a nuestra amiga.

—¿Hay algo que defender? —Fox se echó a reír con tristeza—. Como ya les he dicho, Kamal ha confesado la mayor parte del delito del que se le acusa. Por lo tanto, me parece que lo sentenciarán con toda seguridad.

—En realidad, tenemos dos posibilidades —contestó sir Jeffrey, diligente—. Por un lado, conseguir demostrar que las dos víctimas eran realmente los asesinos de la mujer de mister Ben Nara, lo cual podría servir de atenuante en vista de los móviles del crimen. Aunque, dada la circunstancia de que los sucesos ocurrieron hace más de quince años, no cabe tener muy en cuenta esa posibilidad.

—¿O bien?

—O bien —prosiguió el consejero real con la serenidad propia de un hombre que ya había librado muchas batallas en los tribunales y había logrado salir victorioso de no pocas— alegamos incapacidad mental. Eso le evitaría a mi cliente la pena de muerte y probablemente también cumplir cadena perpetua en Newgate, y lo llevarían directamente a Bedlam…

Mientras Fox asentía prudentemente a esos argumentos, a Sarah le recorrieron la espalda unos escalofríos.

Bedlam era la abreviatura usada para referirse al Hospital Saint Mary of Bethlehem, una institución cerrada para custodiar a enfermos mentales. Cumplir condena allí sería mejor que acabar en el patíbulo o malvivir míseramente olvidado del mundo en la infame prisión de Newgate. Con todo, lo que se explicaba sobre la institución y sobre los métodos que allí se empleaban era bastante atroz. Sarah recordó estremecida la visita a la clínica Saint James, cercana a París, que había realizado con Maurice du Gard hacía, al menos eso le parecía, una eternidad. A ojos de Sarah, la tenebrosidad y la tristeza de aquel centro eran insuperables, y eso que entre los expertos en Medicina tenía fama de ser una de las instituciones más modernas y avanzadas de Europa.

Por muchas vueltas que se le diera, las perspectivas que se le ofrecían a Kamal no eran de color de rosa. El idilio que habían disfrutado durante su estancia en Yorkshire había sido destruido de una manera brutal, el sueño de un amor pleno, al que se habían entregado plenamente, había resultado ser una mentira.

A pesar de todo, Sarah no estaba dispuesta a abandonar.

Había tenido que ver cómo le arrebataban sin poder evitarlo a dos personas a las que había querido por encima de todo; no quería y no podría soportar que ocurriera de nuevo.

Lucharía.

Con todos los medios.