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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID

Malas noticias.

El tren se ha visto obligado a detenerse a causa de un desperfecto en las vías. Lo que en principio, según se nos comunicó, era un simple trámite que se subsanaría en poco tiempo, ha resultado ser finalmente un problema considerable que ya ha durado más de diez horas: casi medio día en el que hemos estado condenados a la inactividad, mientras el estado de Kamal empeora a ojos vista. Según el doctor Cranston, cada vez costará más administrarle líquidos, con lo cual existe el riesgo de que sufra un colapso cuyas consecuencias serían sin duda mortales.

Aunque sé que no tiene sentido hacerlo, me enojo con el destino y con los gestores de la red ferroviaria. Sin embargo, exceptuando a mis compañeros de viaje, me he quedado sola con mis críticas, puesto que los revisores de la CIWL han reaccionado de inmediato y, para apaciguar a los pasajeros, les han ofrecido una botella tras otra de vino espumoso a cargo de la empresa, lo cual ha logrado, por un lado, limitar el número de quejas, y por otro, crear un ambiente de buen humor que a mí me resulta insoportable.

Mientras combino la vigilancia junto al lecho de Kamal y el estudio de los mapas, oigo las risas relajadas de los demás pasajeros, acompañadas por la música machacona de los violines de un grupo que ha subido al tren poco después de cruzar la frontera. Los oigo aplaudir y reír, y desearía poder participar de su alegría […]

Ya es más de medianoche. Los peones del ferrocarril han trabajado hasta bien entrada la noche a la luz de numerosas antorchas y faroles para reparar la avería, cuyas causas se desconocen. Algunos viajeros murmuran algo de un asalto planeado, pero sospecho que tales teorías se deben más al alcohol que a temores reales.

Por fin reina el silencio. Los músicos húngaros han bajado del tren y los pasajeros se han acostado antes debido a los excesos, que han durado toda la tarde y toda la velada y a los que se han apuntado algunos caballeros y no menos damas distinguidas. Al fin ha regresado el sosiego que he echado tan terriblemente de menos durante el día.

ORIENT-EXPRESS, NOCHE DEL 15 DE OCTUBRE DE 1884

Satisfecha, Sarah Kincaid puso un punto detrás de la última palabra que había escrito, antes de levantarse para irse a la cama. El mozo del coche cama, que se ocupaba de desplegar las literas y cerrar las persianas, así como de suministrar toallas limpias, había estado allí hacía rato, y el compartimiento se había transformado en un dormitorio confortable.

Sarah había pasado la velada sentada en el borde de la cama, consultando libros y estudiando mapas para compensar un poco la desagradable sensación de estar malgastando un tiempo precioso. El material cartográfico del que disponía era más que escaso: aunque los Balcanes estaban en Europa, continuaban siendo una región poco explorada y, en algunos sentidos, poco civilizada, donde la violencia y la inobservancia de las leyes eran comunes y los enfrentamientos sangrientos entre bandos rivales o entre rebeldes y ocupantes turcos estaban a la orden del día. Si bien la provincia de Trikala se había liberado hacía tres años del Imperio otomano y se había unido al reino griego, la inhóspita región montañosa seguía sin ser considerada una zona de paz. Tras el derrumbamiento del orden otomano, por allí merodeaban grupos anárquicos que se camuflaban como luchadores por la libertad, y la parte turca no parecía querer conformarse con la pérdida de la región. A ambos lados de la frontera se producían continuos ataques y corrían rumores de una nueva invasión otomana. La franja por la que pasaba el río Aqueronte estaba situada precisamente en medio de aquella zona insegura y todavía en disputa.

Sarah estaba convencida de que en los archivos del sultán de Constantinopla había material cartográfico más fiable y actual, pero no tenía ni tiempo ni las relaciones necesarias para conseguirlo. Para bien o para mal, tendría que correr el riesgo aunque se moviera por un terreno desconocido. Por eso era tan importante conseguir un guía local que conociera la región y sus peculiaridades. Sarah había escrito una nota que quería mandar por telégrafo desde Budapest a Salónica para que, cuando llegaran, ya tuvieran a punto un guía, porteadores, caballos y mulas.

Podía decirse, en la medida de lo posible, que todo estaba preparado. Como cada noche, Sarah se dispuso a ir a ver a Kamal antes de acostarse: probablemente aquella era su última oportunidad de dormir largamente antes de dejar el tren en Budapest.

Se levantó del borde de la cama y dejó a un lado el diario. Salió por la estrecha puerta al pasillo, escasamente iluminado y colmado por el traqueteo regular de las ruedas que giraban sobre las vías. El pasillo estaba vacío. Los otros miembros del grupo debían de haberse acostado hacía rato, considerando que les esperaban días seguramente agotadores.

Justo cuando Sarah se disponía a encaminarse hacia el compartimiento de Kamal, se oyó un bufido ronco en la dirección contraria. Sarah se dio la vuelta. El ruido procedía inequívocamente del servicio de caballeros, que se encontraba en un extremo del vagón. Las instalaciones sanitarias para las damas se encontraban en el otro.

—¿Es usted, Friedrich? —preguntó Sarah a media voz cuando el ruido se repitió—. ¿Doctor Cranston…?

No obtuvo respuesta. En cambio, al cabo de un instante se oyó un tintineo metálico que ya había escuchado en dos ocasiones anteriores: la primera, cuando se perdió en la niebla en Yorkshire y la persiguió una silueta siniestra. La segunda, en los corredores de Newgate, poco antes de encontrar a Kamal inconsciente en su celda…

Sarah contuvo la respiración y se le erizó el vello de la nuca, a la vez que un escalofrío le recorría la espalda. Un instante después, algo se movió al fondo del pasillo.

En la pared pudo verse una sombra que crecía hasta un tamaño alarmante. Una figura encapuchada se perfiló en la penumbra; llevaba una capa y avanzaba por el pasillo con pasos enérgicos, acompañados por aquel tintineo inquietante.

—No —exclamó Sarah, espantada, mientras reculaba hacia el interior de su compartimiento, cruzando la puerta aún abierta—. No…

El gigante se acercaba a ella, imparable cual fuerza de la naturaleza. Tenía que agachar la cabeza, tapada con una capucha, para no chocar con las luces del techo y los tirantes recubiertos de madera. Cuando la luz de una bombilla iluminó por un instante el interior de la capucha, Sarah pudo verle el rostro alargado e inexpresivo, y un único ojo en la frente. Un pánico cerval se apoderó de ella.

Giró sobre sus talones, se adentró a toda prisa en el compartimiento y cogió el bolso donde guardaba el revólver. Pero no tuvo tiempo de sacar el Colt Frontier porque, en ese mismo instante, el coloso llegó al angosto umbral de la puerta y entró.

—Yo no lo haría —dijo con voz queda, y de debajo de la capa sacó una garra poderosa que empuñaba un arma de aspecto peligroso: un puñal que presentaba una curvatura en forma de hoz y con una punta mortalmente afilada. Sarah sabía muy bien de qué era capaz un arma como aquella, y no solo porque ya lo había experimentado en sus propias carnes. Un puñal como aquel le había seccionado la mano izquierda a Hingis…

Sarah dejó de buscar su arma y prefirió retirar la mano del bolso mientras aún la conservaba.

—Así me gusta —elogió el cíclope.

La joven reconoció por la voz que no era el mismo que la había apresado en Praga. Por lo tanto, se dijo, ya son tres…

—Si gritas o pides auxilio, morirás —le aclaró el titán.

—¿Qué quiere? —preguntó Sarah.

—¿Tú qué crees? El cubo —respondió como quien dice una obviedad.

—¿El codicubus?

—Exacto.

—Pero… me lo dio alguien de su especie.

—Ya lo sé —fue la respuesta, en la que no se percibía ninguna emoción—. He venido para deshacer lo que ha hecho el traidor.

—¿El traidor? —preguntó Sarah, desconcertada.

Así pues, ¿había dicho la verdad el cíclope de Praga? ¿O aquello no era más que otro intento de confundirla y manipularla…?

—¿Dónde está? —insistió el gigante, que avanzó blandiendo el puñal en forma de hoz. Sarah retrocedió hasta chocar con la mesilla situada debajo de la ventana—. Dímelo ahora mismo.

—No lo sé —afirmó Sarah de inmediato. Evidentemente mentía, pero quería ganar tiempo.

—No lo hagas —dijo el coloso, y una sonrisa brutal desfiguró su rostro, del que, con la iluminación del compartimiento, solo podía verse la parte inferior—. No juegues sucio conmigo.

—No… no es mi intención —aseguró Sarah balbuceando, mientras palpaba la mesa a su espalda con manos temblorosas, buscando el…

—Puede que otros se traguen tus mentiras, falsa profeta, pero yo no. Dime dónde escondes el tesoro o te juro por el único ojo que me caracteriza que te destriparé como a un animal.

… tintero que había dejado allí. Por fin lo encontró, abrió el tapón con dedos temblorosos y, en vez de responder al gigante, arrojó el recipiente directamente hacia la oscuridad de la capucha.

El cíclope levantó la mano con que empuñaba el arma, pero el tintero era demasiado pequeño y se lo habían lanzado a tan corta distancia que no pudo protegerse. Le dio en plena cara, donde se esparció todo el contenido.

El titán lanzó un grito de ira cuando la tinta le salpicó en el ojo y lo cegó por un instante, que Sarah aprovechó. Sin perder ni un segundo, saltó a un lado, encima de la cama que ya estaba preparada, y con dos, tres pasos largos, pasó junto al gigante que blandía el puñal a ciegas. La hoja no la tocó por los pelos y, al cabo de un momento, Sarah había dejado atrás a su verdugo y volvía a estar en el pasillo.

—Espera…

El cíclope había recuperado la visión más deprisa de lo que a la joven le habría gustado. El gigante se dio la vuelta y emprendió la persecución, asestando puñaladas a diestro y siniestro. Rajó las persianas y también los gobelinos del otro lado del pasillo.

A Sarah solo le quedaba la alternativa de huir. Corrió a toda prisa por el pasillo, siguiendo el sentido de la marcha. No tenía tiempo de llamar a alguna puerta para alarmar a sus compañeros de viaje. Quiso gritar pidiendo ayuda, pero de su garganta solo salió un sonido ronco, como si lo que la angustiaba no fuera real, sino una terrible pesadilla.

Oía los pasos amortiguados de su perseguidor, que le pisaba los talones resoplando furioso y con la cabeza gacha como un animal salvaje, mientras su único ojo despedía odio puro… ¡Y se acercaba muy deprisa!

Después de pasar por delante del servicio de las damas, Sarah llegó al final del vagón, donde había una puerta metálica provista de una ventanilla de cristal. Presa del pánico, le dio unas cuantas sacudidas sin que sus esfuerzos se vieran coronados por el éxito. Finalmente, el cierre se desbloqueó y le dejó vía libre… justo en el último momento.

Oyó un desagradable zumbido en su nuca y se agachó instintivamente. Pudo notar el aliento frío del puñal, que falló por muy poco, chocó contra el cristal y lo hizo añicos.

A Sarah le llovieron encima fragmentos afilados como cuchillas de afeitar mientras se deslizaba a toda prisa y agazapada hacia el exterior y llegaba a la plataforma del vagón. El viento la azotó y notó un frío gélido; el aire estaba cargado de hollín y de humo. Simultáneamente, el traqueteo de las ruedas, que dentro solo se oía amortiguado, se intensificó hasta convertirse en un estruendo infernal.

La plataforma, que limitaba con el coche cama contiguo, estaba cercada por una barandilla de hierro que le llegaba a la altura de las caderas. Sarah se incorporó para saltar por encima y huir al siguiente vagón… Entonces alguien abrió desde dentro la puerta.

A través del cristal, Sarah distinguió una figura enorme, que vestía una capa oscura con capucha y que al cabo de un instante se plantó en la plataforma. Sarah pudo ver el rostro del gigante, ya que llevaba la capucha echada hacia atrás. Un grito desgarrador salió de su garganta: aquel semblante con un solo ojo estaba desfigurado por las quemaduras.

¡El cíclope de Praga!

Había sobrevivido y había regresado…

Una segunda hoz, que brilló a la luz pálida de la luna, hizo su aparición. Sarah, que se creyó sin posibilidad de huida, no tuvo tiempo ni de cerrar los ojos. El acero cayó hacia ella, igual que la hoja de una guillotina, pero no la alcanzó. En lugar de eso, se oyó un ruido metálico y saltaron chispas deslumbradoras en la noche. La joven comprendió entonces que el cíclope desfigurado acababa de salvarle la vida.

Porque mientras ella aún estaba espantada por la aparición del segundo cíclope, su perseguidor se había acercado a ella y había intentado matarla de una puñalada… Y lo habría conseguido sin duda de no ser porque el otro cíclope había parado el golpe mortal con su propia arma.

—¡Arriba, deprisa! —le cuchicheó a Sarah, señalándole los escalones que subían por la parte exterior de uno de los dos puntales de acero que soportaban la cubierta de la plataforma.

El titubeo de Sarah solo duró un instante. Luego obedeció y, agachándose para esquivar un nuevo golpe de su perseguidor, alcanzó el puntal y trepó por él, mientras debajo de ella se desencadenaba un duelo a vida o muerte.

Encarados sobre la plataforma que unía los dos vagones, por debajo de los cuales las traviesas de las vías se veían pasar a una velocidad terrible, los dos titanes se enzarzaron en una pelea con sus armas letales. Cuando los puñales chocaban entre sí o contra los puntales, volaban chispas en la noche. Saltando de un coche cama al otro, el salvador de Sarah sorprendió finalmente a su rival y lo obligó a retirarse hacia el interior del vagón.

Sarah ya había alcanzado el techo curvo. Si entre los dos vagones el viento ya se notaba, en aquel momento la azotó con toda su fuerza. Además, el humo de la chimenea de la locomotora la alcanzó de lleno y la hizo toser. Sarah miró despavorida a su alrededor, y vio, a ambos lados de las vías, árboles cuyas ramas sin hojas se extendían hacia la pálida luna.

La asaltó el temor a perder pie y precipitarse, ya que, exceptuando algunos respiraderos y pequeñas chimeneas, no había nada donde pudiera aferrarse en la chapa lisa de metal, que descendía en picado por los laterales. No obstante, reprimió el pánico y se obligó a subir del todo a la cubierta mientras debajo de ella proseguía la lucha a vida o muerte.

Avanzó a gatas temblando y con el rostro cubierto de lágrimas, que el viento y el intenso humo le arrancaban de los ojos. A ambos lados, nada más que oscuridad y un vacío absoluto, que veía pasar a una velocidad alarmante. Poco antes, la marcha del tren le había parecido insoportablemente lenta y habría dado cualquier cosa por acelerar el ritmo; ahora aquella rapidez le parecía casi funesta…

El frío gélido también le causaba problemas. Estiró cautelosamente los dedos entumecidos hacia el caño del respiradero más cercano, que sobresalía del techo delante de ella. Justo en aquel instante, una irregularidad en los raíles provocó que el tren sufriera una sacudida. La mano de Sarah se agitó en el vacío, la joven perdió el equilibrio y cayó hacia uno de los laterales. Intentó sujetarse en vano. El abismo de donde procedía el traqueteo ensordecedor se la habría tragado de no ser porque justo en aquel momento apareció una mano que la cogió del brazo y la sostuvo.

Las piernas de Sarah se balanceaban en el vacío cuando notó un tirón y comprendió que estaba salvada. Volvió la cabeza y vio un rostro de piel enrojecida y surcado por terribles duricias: el ojo que había en él miraba con una ternura inexplicable.

—Sujétese —gritó el cíclope—. ¡Voy a subirla…!

No hizo falta que se lo dijera dos veces. Sarah se agarró con todas sus fuerzas a la mano de su benefactor, que le acababa de salvar la vida por segunda vez en muy poco tiempo a pesar de que ella lo hubiera lastimado tanto…

Respiró de nuevo cuando alcanzó la cumbre del techo curvo y pudo sujetarse a una de las pequeñas chimeneas que prometían algo de seguridad. Confusa, quiso preguntarle a su salvador qué significaba todo aquello, pero entonces, detrás de él se irguió una segunda figura gigantesca que también había trepado al techo y se mantenía erguido mientras el viento lo azotaba.

—¡Cuidado! —gritó Sarah con todas sus fuerzas y, aunque en el último instante, su salvador reaccionó.

El puñal del otro ya asestaba un golpe mortal. El salvador de Sarah se dio rápidamente la vuelta y paró el golpe con su propia hoja y, mientras Sarah se deslizaba a cuatro patas hacia el siguiente asidero, dirigiéndose al final del tren, de nuevo se desencadenó un duelo a muerte.

La visión de los dos gigantes moviéndose con sus armas y alumbrados por la luz azulada de la luna era tan irreal como impresionante. Sarah presenciaba con una mezcla de fascinación y espanto la lucha, que no solo decidiría el destino de su salvador, sino también el suyo…

De nuevo saltaron chispas cada vez que las arcaicas armas entrechocaban; los golpes se propinaban con tal ímpetu que habrían lanzado al suelo a cualquier criatura normal. Sin embargo, ninguno de los dos cíclopes le iba a la zaga al otro ni en fuerza física ni en habilidades combativas. Si uno de ellos conseguía arrancarle al otro alguna ventaja, al instante siguiente la suerte de la lucha cambiaba por completo. Los contrincantes, que se habían quitado la capa para ofrecer menor resistencia al viento, se asestaban mutuamente potentes golpes. Sarah vio entonces por primera vez lo que llevaban debajo de los hábitos: una armadura unida con tiras de cuero, cuyo aspecto no era menos arcaico que el de las armas con las que combatían.

Dos sombras titánicas, envueltas por una profunda negrura y un humo acre que hacía brillar fantasmagóricamente la luz azulada de la luna, disputaban una contienda que debía de haberse iniciado miles de años atrás y que amenazó con encontrar un final dramático ante los ojos de Sarah cuando su protector perdió el equilibrio al esquivar un golpe.

Un grito de espanto brotó de la garganta de Sarah cuando vio que el otro avanzaba para aprovechar sin piedad la debilidad de su contrincante y clavarle el puñal en el flanco que le había quedado desprotegido por un momento. Sarah quiso ponerse en pie para acudir en ayuda de su salvador, pero los acontecimientos se precipitaron.

Mientras el atacante tomaba impulso para perpetrar el último ataque mortal, el otro combatiente giró como un torbellino en contra de todas las leyes de la gravedad. Había fingido la pérdida del equilibrio para obligar a su contrincante a atacar y entonces pasó al contraataque.

Descargó el primer golpe contra la muñeca del cíclope y se la segó aparentemente sin esfuerzo. El viento se llevó el arma mientras el titán miraba fijamente el muñón ensangrentado de su brazo. Sin embargo, no tuvo ni tiempo de horrorizarse, ya que la hoz de su rival lo alcanzó por segunda vez sin compasión.

Sacudida por el horror, Sarah vio cómo la cabeza del cíclope salía volando y su cuerpo decapitado se desplomaba a un lado, resbalaba del techo y desaparecía en la oscuridad. El vencedor del duelo se quedó quieto un instante, dejando el acero ensangrentado en la posición en que había asestado el golpe mortal a su enemigo. Luego lo guardó en la vaina corva que colgaba de su cinto y se acercó a Sarah.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó.

Sarah asintió con un movimiento de cabeza. ¿Qué podía responder? Estaba viva, pero la cena frugal que había tomado había decidido desandar lo andado desde el esófago. Agachada en el techo del vagón, no pudo sino vomitar de tanto como la había afectado lo que acababa de ver. Luego cogió la mano que le tendían y siguió a su titánico salvador hacia la escalerilla, por la que bajó con un temblor en las rodillas.

—¡Me… me ha salvado la vida! —exclamó, haciendo frente al traqueteo de las ruedas, cuando por fin fue capaz de volver a hablar.

—Ya le dije que estaba de su parte, ¿no?

—Pero yo le hice eso —replicó ella señalando las terribles cicatrices que tenía en el rostro.

—¿Y reconoce que fue un error? —preguntó el gigante respirando con dificultad.

—Naturalmente…

—Con eso me basta —se limitó a replicar él.

—¿Y el otro cíclope…?

—Un cegado —dijo el titán—. Pero no todos servimos a las tinieblas. Algunos respetan las antiguas leyes, pero tienen que andarse con mucho cuidado.

—¿Las antiguas leyes? No lo comprendo…

—Ya lo comprenderá, puesto que lo sabe todo. Tan solo lo ha olvidado.

—¿Olvidado? ¿Qué…?

Sarah no consiguió acabar de formular la frase, puesto que en ese momento se oyó un chasquido y algo caliente y pesado pasó silbando junto a ella, chocó echando chispas contra la pared del vagón contiguo y acabó rebotando ruidosamente.

¡Una bala!

Sarah se volvió, espantada, porque el disparo provenía del interior del vagón.

—¡No disparen! —gritó en el frío gélido y el viento y, protectora, abrió los brazos delante de su salvador, que se esfumó al instante.

Sarah percibió un movimiento por el rabillo del ojo, una silueta oscura que saltaba al vacío desde la plataforma del vagón y desaparecía en la oscuridad. Atrás solo quedó la capa del gigante. Sarah levantó la vista y, a través de los restos del cristal hecho añicos que quedaban en la puerta, vio a una mujer vestida de color beige claro empuñando una pistola Derringer todavía humeante en la mano derecha.

La condesa de Czerny…