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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR

Ha sucedido lo que temía: el estado de Kamal ha empeorado dramáticamente. Su pulso es irregular y apenas se percibe. Si no consigo ayudarlo pronto, temo lo peor…

PALACIO DE CZERNY, MALÁ STRANA, PRAGA,

MAÑANA DEL 12 DE OCTUBRE DE 1884

No se apartó de su lado en toda la noche. Había escuchado atentamente y con espanto las palabras del doctor Cranston, pero no había entendido realmente lo que decía. Había hablado de un aumento de la temperatura corporal y de una disminución de los reflejos, que quizá provocaría que pronto fuera imposible continuar suministrando al paciente los líquidos y la alimentación que necesitaba tan imperiosamente para sobrevivir. Asimismo, las consecuencias de la alimentación artificial comenzaban a notarse. El paciente estaba débil y era propenso a coger infecciones de todo tipo…

—No puedes irte, ¿me oyes? Tienes que quedarte conmigo…

Sus labios formularon por enésima vez esas palabras, que se habían convertido en una especie de conjuro a lo largo de la noche. Cada vez que la desesperación y la pena amenazaban con vencerla, Sarah lo pronunciaba y, de ese modo, consiguió realmente mantener sus sentimientos a raya. Sus mejillas estaban pálidas y consumidas, y los ojos enrojecidos por las lágrimas.

Cogía continuamente un vaso de agua hervida que estaba sobre la mesilla de noche e intentaba verter unas gotas en la boca entreabierta de Kamal. Con suerte, eso lo mantendría con vida unos días, quizá incluso una o dos semanas, pero no lo curaría.

Porque no era el agua adecuada…

Aunque el estado de Kamal había empeorado (¿o precisamente por eso?), Sarah seguía dispuesta a emprender el viaje y comenzar la búsqueda del remedio. No podría llevarse con ella a Kamal, eso era incuestionable, y le rompería el corazón separarse de él. Pero, de no hacerlo, el enfermo se vería despojado de la última esperanza de curación.

Se inclinó sobre su amado y lo besó cariñosamente en la frente ardiente.

—Iré a buscar ayuda, amor mío —le susurró al oído—. Buscaré un remedio para ti y te liberaré de la oscuridad; no importa lo que tenga que hacer ni con qué poderes tenga que pactar. Te salvaré, cariño, ¿me oyes? ¡Juro que te salvaré!

Se incorporó un poco para ver si sus palabras habían causado algún efecto. Pero el semblante de Kamal, que ya no parecía ni joven ni enérgico como unos días atrás, sino consumido y demacrado, no mostró ninguna reacción.

Probablemente no podía oírla…

Pero no por eso su promesa era menos sincera…

Las lágrimas volvían a estar a punto de saltársele cuando se abrió la puerta de la habitación. Sarah se secó enseguida los ojos, puesto que supuso que serían Cranston o Hingis y no quería mostrarse tan débil y vulnerable ante ellos. Pero se equivocaba, ya que no fue ninguno de sus dos compañeros masculinos quien entró en la sala, se acercó a ella con pasos silenciosos y le puso la mano en el hombro para reconfortarla, sino la condesa de Czerny.

—Sé cuánto está sufriendo —le dijo con voz queda—. Yo también velé a mi esposo en el lecho de muerte durante muchos días y muchas noches. Luchas contra el destino y te preguntas por qué te lo quitan todo.

—Aún no tengo motivos para luchar contra el destino, condesa —replicó Sarah valerosamente—, porque aún hay esperanza y este no es un lecho de muerte.

—Por supuesto que no —se apresuró a decir la condesa, aunque se notó que lo hacía para tranquilizar a Sarah—. ¿Aún tiene intención de seguir su plan?

—Ahora más que antes.

La condesa asintió pensativa; luego se sentó junto a Sarah en el borde de la cama. Durante unos segundos, las dos mujeres se miraron profundamente a los ojos sin que pudiera saberse qué pensaban una de otra.

—Es usted una mujer asombrosa, lady Kincaid.

—Usted también, condesa.

—No había visto nunca a nadie con una voluntad tan inquebrantable.

—No se trata de voluntad inquebrantable —corrigió Sarah, sonriendo azorada—, sino de desesperación.

—Pues no parece desesperada.

—Tal vez porque he aprendido a ocultar lo que realmente siento.

—Igual que yo.

—Bueno —replicó Sarah quedamente—, entonces sí que parecemos realmente hermanas, ¿no?

La condesa asintió con un movimiento de cabeza. Sus miradas se encontraron de nuevo y, por un momento, fue como si el tiempo se detuviera a su alrededor.

—Si me hace el favor de acompañarme al salón —dijo finalmente la condesa Ludmilla—. Los señores Cranston y Hingis se han reunido allí para que hablemos.

—Ahora mismo voy —prometió Sarah.

Antes de levantarse y seguir a la condesa, le dedicó de nuevo una mirada amorosa a Kamal y le acarició suavemente la mejilla y el mentón cubierto de barba.

Siguiendo el consejo del doctor Cranston, las cortinas de terciopelo de la habitación estaban corridas, de manera que allí imperaba una penumbra tranquilizadora que el médico consideraba beneficiosa para el paciente. Cuando Sarah salió de la habitación, la cegó la luz que entraba por los altos ventanales del corredor. Si bien se había enterado de que ya había despuntado el día, no le había dado más importancia. Entonces se dio cuenta de que había empezado a nevar bien entrada la noche y que tanto las calles como los tejados de las casas vecinas estaban cubiertos por una capa blanca.

La condesa de Czerny la acompañó personalmente al salón, donde, dado que el invierno había irrumpido, la chimenea estaba encendida desde primera hora de la mañana. El fuego chisporroteaba en el interior, enmarcado en estuco gris, y delante había una mesa baja de madera con unas patas elegantemente torneadas. Encima había un mapa desplegado. La mesa estaba flanqueada por unas butacas tapizadas con terciopelo, de las que dos estaban ocupadas. Los dos hombres que se sentaban en ellas interrumpieron la conversación y se levantaron cuando Sarah y la condesa entraron en la sala.

—Hola.

—Buenos días, Friedrich. Y también a usted, doctor.

—Sarah —contestó Cranston, y devolvió el saludo inclinando educadamente la cabeza y con una mirada de preocupación—. ¿Cómo se encuentra?

—Bien, gracias —mintió Sarah: en realidad se sentía consumida y miserable, no solo porque había pasado la noche en vela, sino también porque esa mañana sentía náuseas.

—Enseguida iré a ver a Kamal —prometió el médico—. Pero antes tenemos que hablar de algunas cosas. La condesa y el señor Hingis me han informado de lo que descubrieron en la biblioteca…

—Bueno —se limitó a decir Sarah mientras la condesa y ella se sentaban. Acto seguido, Cranston y Hingis también tomaron asiento—. Al menos hay un indicio que valdría la pena seguir.

—¿Incluso después de que el estado del paciente haya empeorado?

—Precisamente porque el estado del paciente ha empeorado —afirmó Sarah—. Ni usted ni ningún otro médico pueden curar a Kamal. El agua de la vida es su última posibilidad.

—No necesita convencerme, lady Kincaid. Si no confiara ciegamente en usted, jamás me habría declarado dispuesto a realizar este viaje. Ya sabía lo que se traía entre manos.

—¿Pero? —preguntó Sarah.

—Pero, teniendo en cuenta los recientes acontecimientos —prosiguió Friedrich Hingis en lugar de Cranston—, debemos disponerlo de otra manera. En su estado, es imposible que Kamal participe en el viaje…

—Eso es verdad —admitió Sarah.

—… pero también perderemos tiempo innecesariamente si lo dejamos en Praga —continuó Cranston, que, mirando a la condesa de Czerny, añadió—: Aunque no podría imaginar un lugar en el mundo donde nuestro paciente estuviera mejor atendido.

—Se lo agradezco, doctor —dijo la condesa.

—Entonces, ¿qué propone? —inquirió Sarah.

—Yo, nada —puntualizó Cranston—. La condesa ha hecho una propuesta que, en mi opinión, nos posibilita llevar a cabo nuestros planes.

—Comprendo —dijo Sarah—. ¿Y en qué consiste esa propuesta?

—¿Qué ruta tenía pensado elegir? —preguntó la condesa.

—La más corta —contestó Sarah sin vacilar—. De Praga a Viena, desde allí a Venecia y, luego, en barco hasta Grecia.

—Es lo que imaginaba. Sin embargo, debería considerar que cruzar los Alpes en invierno y después realizar una travesía marítima conlleva imponderables fatigas que nuestro paciente seguramente no soportaría.

—Soy muy consciente de ello, condesa —admitió Sarah—. Por eso había pensado en dejar a Kamal bajo su custodia, si usted lo permite.

—Por supuesto que lo permito, pero creo que hay otra posibilidad. ¿Por qué no toma la ruta terrestre y utiliza aquel tren que, desde su viaje inaugural en octubre del año pasado, proporciona constantemente titulares y rompe un récord de velocidad tras otro?

—¿Se refiere al Orient-Express? —Conjeturó Sarah.

—En efecto —asintió la condesa—. Ese nombre, seguramente demasiado opulento, encierra una posibilidad de viajar que realmente lo hace merecedor de que lo tilden de avanzado. En circunstancias favorables, el tren supera la distancia entre París y Constantinopla en tan solo ocho días.

—Eso es notable —reconoció Sarah, que aún recordaba vívidamente el viaje a través del Imperio alemán, aburrido y muy fatigoso para Kamal—. Por eso intenté conseguir plazas para cubrir el trayecto entre París y Viena al venir hacia aquí, pero era totalmente imposible conseguir billetes a tan corto plazo.

—No para mí —replicó la condesa sin ninguna modestia—. Me he permitido cuidarme de organizar un viaje rápido y sin dificultades que garantice que su querido Kamal pueda realizarlo y, además, no sufra más trastornos de los que sufriría en este palacio.

—¿Cómo? —inquirió Sarah.

—He alquilado un vagón de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits, en el que Kamal y también nosotros encontraremos el mejor acomodo.

—¿Se refiere a un coche cama? —preguntó Sarah.

—Efectivamente —confirmó Cranston—, y no uno de aquellos modelos tradicionales que cubren otros recorridos y en los que el placer de viajar es cuestionable, sino el más moderno de los que existen.

—Ya está todo organizado —añadió la condesa—. A lo largo del día de hoy, nos prepararán un vagón de la CIWL y esta noche partiremos de la estación de Praga. El destino es Viena, donde desengancharán el vagón y lo acoplarán al Orient-Express. En Budapest, donde el tren llegará poco después, volverán a desenganchar nuestro vagón y lo unirán al tren que se dirige a Belgrado.

—La línea ferroviaria acaba en Semlin, un suburbio situado en el norte de la capital serbia —prosiguió Cranston—, con lo cual nuestra excursión conjunta acabará allí. La condesa y yo nos quedaremos en Belgrado, mientras el señor Hingis y usted prosiguen el viaje. Pasarán por Niš, Vranje y Uskub, y llegarán a Salónica.

—¿Y Kamal? —preguntó Sarah.

—La condesa y el doctor Cranston están dispuestos a ocuparse de él en Belgrado durante nuestra ausencia —explicó Hingis.

—Creo que es el único camino viable —añadió la condesa rápidamente—. Los vagones de la CIWL ofrecen la posibilidad de acercar un buen trecho a Kamal hasta donde se encuentra la medicina. Sin embargo, someterlo a las fatigas de una travesía en barco no me parece muy responsable.

—Desde un punto de vista médico, no puedo estar más de acuerdo —la secundó el doctor Cranston—. De todos modos, es sorprendente que el paciente aún siga con vida.

—Es fuerte —afirmó Sarah.

—En efecto. Pero eso no puede ni debe hacernos olvidar que se encuentra en una fase extremadamente inestable. El más mínimo cambio podría tener efectos catastróficos.

—Creo que sería una solución idónea —insistió la condesa—. En cualquier caso, Kamal estaría más cerca de la curación que en Praga.

—Eso es verdad —aceptó Sarah, echando un vistazo al mapa—. Desde Salónica podríamos proseguir el viaje a caballo o con camellos en dirección oeste, siguiendo las huellas de Alejandro.

—Y de Heracles —añadió Hingis sonriendo—. Lo que le pareció bien a un semidiós, tiene que ser de recibo para mí.

Tally-ho —dijo Cranston lacónicamente.

—En cualquier caso, debemos apresurarnos —reflexionó Sarah—. Si los puertos de montaña están cerrados…

—Yo no he afirmado que este plan no entrañara riesgos —dijo la condesa de Czerny—, pero creo que supone una buena alternativa. Entonces, ¿qué? ¿Quiere arriesgarse y emprender la aventura con nosotros? Debo confesar que yo no tengo demasiada experiencia en…

—Eso no importa —dijo Sarah meneando la cabeza—. Le doy las gracias, condesa, por todo lo que ha hecho por nosotros y por lo que quiere hacer, y acepto su oferta agradecida, aunque no comprendo por qué se toma tantas molestias por una desconocida.

—No es ninguna molestia —aseguró la condesa—, y usted tampoco es una extraña, Sarah. Además, he esperado durante años una oportunidad como esta. Por fin podré escapar de estos muros y hacer lo que siempre he deseado. Por fin estoy a punto de librarme de las cadenas que me ha impuesto la sociedad y de ser una persona libre… Y tengo que agradecérselo a usted. Por lo tanto, no me dé las gracias, puesto que en realidad soy yo la que tiene que dárselas.

—Me avergüenza usted, condesa.

—Ludmilla —la corrigió.

Ambas se estrecharon las manos y la condesa selló la alianza inclinándose hacia Sarah y dándole un beso, pero no en la mejilla, sino en los labios. Fue un contacto cálido y húmedo, pero no desagradable, de manera que Sarah no se apartó aunque hubo algo en aquel beso que le pareció sumamente extraño, ya que por un momento le dio la impresión de que eran realmente los labios de su hermana los que la tocaban suave y tiernamente.

Se separaron y Ludmilla de Czerny se echó a reír de muy buen humor. Dio unas palmadas y apareció un criado vestido con librea, que llevaba en las manos una bandeja con cuatro copas llenas a rebosar de un líquido transparente.

—Slibovitz —aclaró la condesa mientras se levantaba—, un agua de la vida muy distinta. Brindemos por nuestra decisión y por el comienzo de nuestra aventura.

—Por el comienzo de nuestra aventura —repitieron Cranston y Hingis al unísono, mientras cogían sus copas.

—Y por Sarah —añadió Ludmilla—. Por que encuentre lo que busca.

—Por que encuentre lo que busca —repitieron.

—Salud —dijo la condesa.

Cheers —replicó Sarah.

Sarah percibió un aroma intenso a ciruelas maduras y el olor acre del alcohol, y de repente sintió náuseas. Sin que pudiera explicarse el porqué, todo en ella se resistía a probar aquel licor. Indecisa, sostenía la pequeña copa entre sus manos.

—¿Y eso? —preguntó Hingis, que ya había apurado la suya y tenía las mejillas enrojecidas—. ¿Duda? Si no recuerdo mal, nunca ha rechazado usted unas buenas gotas…

—Es verdad —contestó Sarah, cuya renuencia iba en aumento—. Pero, en este caso, preferiría abstenerme. Discúlpeme, Ludmilla.

—Por supuesto. —La condesa sonrió y tendió la mano—. Si me lo permite, me lo beberé yo en su lugar.

Sarah le dio la copa y la condesa la vació sin que sus pálidas mejillas cambiaran siquiera ligeramente de color. Solo el brillo de sus ojos verde esmeralda pareció intensificarse un poco.

—Bien —comentó Cranston—, creo que todos tenemos cosas que hacer. Iré a ver al paciente y luego me prepararé para el viaje.

—Yo también —afirmó Sarah—. Además, aún tengo que realizar algunas compras antes de partir.

—Hágalo —dijo la condesa—. Antonín volverá ahora mismo a la estación a confirmar la reserva del coche cama y a arreglar las cuestiones económicas. No podemos perder tiempo, ¿verdad? Propongo que nos volvamos a encontrar aquí, en el salón…, ¿dentro de tres horas?

—De acuerdo —dijo Sarah, y puesto que Hingis y Cranston asintieron con sendos gestos de cabeza, ya estaba todo dicho.

Sarah Kincaid y los dos hombres se despidieron para dedicarse a sus propios asuntos, y la condesa se quedó. Cuando sus nuevos aliados habían salido del salón, la sonrisa solícita y dulce desapareció del semblante de Ludmilla de Czerny como si nunca hubiera estado allí.

La condesa volvió a sentarse y, absorta en sus pensamientos, se quedó contemplando el fuego que ardía en la chimenea incluso cuando uno de los paneles de la pared se abrió, deslizándose a un lado con un leve rumor, y pudo verse un pasadizo que hasta entonces había permanecido oculto. La condesa no se dignó mirar a la figura gigantesca y cubierta con una capa que salió por él y se le acercó.

—¿Y bien? —preguntó el gigante.

—No cabe duda —contestó la condesa, permitiéndose una risa contenida y sarcástica—. Ya es nuestro.

El gigante la miró y por fin la condesa se dignó levantar la vista y fijarla en un rostro con una frente despejada, desde donde la observaba un único ojo.