9
Cuando Sarah abrió los ojos se creyó en otro mundo. Pero el semblante de Friedrich Hingis, pálido como la cera, enmarcado en unos cabellos revuelos y que la miraba con incredulidad, desvaneció esa ilusión.
La mirada del erudito suizo estaba cargada de preocupación. Las lentes, que tenían el cristal derecho roto, temblaban sobre su nariz como siempre que estaba nervioso.
—¿Puede oírme, Sarah? —preguntó en voz alta y exageradamente marcada. Las palabras retumbaron en la cabeza de Sarah como los martillazos en un yunque—. ¿Entiende lo que le digo?
—Por… supuesto —contestó la joven con voz ronca.
Le quemaba la garganta y tenía la lengua hinchada, con lo cual le costaba hablar, aunque estaba en condiciones de decir algo.
—¡Está bien! —exclamó Hingis, y en un gesto que solo podía disculparse por la desbordante alegría, se inclinó sobre ella y le dio un beso en la mejilla—. ¡Está bien…!
Sarah cerró los ojos.
Fue volviendo en sí paulatinamente y los recuerdos regresaron poco a poco a su mente. El oráculo de Éfira…, el pozo hacia las profundidades…, la entrada al otro mundo…
—He… he visto a Cerbero —murmuró, y en el semblante de Hingis volvió a reflejarse la preocupación.
—¿A Cerbero? —preguntó, temiendo que Sarah hubiera perdido el juicio.
—Un espejismo —afirmó la joven, y entonces se le iluminó el rostro—. He encontrado la fuente de la vida…
—Lo sé —aseguró el suizo.
—El agua, ¿dónde…?
—Aquí —la tranquilizó Hingis señalando la cantimplora que estaba junto al camastro—. No se preocupe, todo está en orden.
—Pero… ¿cómo he llegado hasta aquí?
Sarah miró asombrada a su alrededor y vio unas paredes toscas de piedra y un techo sencillo. La puerta y las contraventanas estaban cerradas. Un farol emitía una luz macilenta.
Lo último que Sarah recordaba era el lago subterráneo. Se acordaba de que se había arrodillado para llenar la cantimplora; luego, sus recuerdos se tornaban imprecisos y vagos. Sabía que, probablemente a consecuencia de los vapores tóxicos que impregnaban el aire, había tenido visiones y había sido incapaz de distinguir lo real de lo irreal. Pero si intentaba evocar detalles, el martilleo aumentaba en su cabeza hasta el punto de interrumpir cualquier razonamiento. Era como si su conciencia se defendiera con todas sus fuerzas para no volver a ver aquellas ilusiones ópticas. Sarah gimió y se tocó las sienes.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Hingis.
Sarah asintió y el suizo le acercó a los labios una cantimplora con agua fresca.
—Beba —le ordenó—. Tiene que eliminar el veneno de su cuerpo.
Sarah obedeció y, aunque no le apetecía, bebió. Sin embargo, los ánimos parecieron despertar un poco con aquel trago. Seguro que se había desmayado a causa de los vapores y Hingis la había salvado.
—Gracias —susurró.
—De nada —contestó el suizo sonriendo.
De pronto se dio cuenta de que la presencia de Hingis debería sorprenderla tanto como el hecho de seguir viva. Al fin y al cabo, lo habían perdido en la huida y, si era sincera consigo misma, no había albergado muchas esperanzas de volver a verlo con vida.
—Y usted ¿cómo…? Quiero decir…
—Aquella noche, me rozó una bala cuando huíamos —explicó Hingis, señalando una venda improvisada que llevaba en el brazo derecho—. Una bala perdida.
—¿Por qué no dijo nada? —murmuró Sarah—. O gritó al menos…
—Porque quería que usted se pusiera a salvo —contestó simplemente el suizo.
—Muy noble por su parte.
—Tal vez, pero probablemente también bastante estúpido. —En su semblante pálido se dibujó una sonrisa—. Pasé el resto de la noche en la oquedad de un árbol muerto, donde estuve a punto de morir de frío. Gracias a Dios, pronto recibí ayuda.
—Pericles, ¿verdad? —preguntó Sarah.
—No —dijo Hingis meneando la cabeza, y una sombra se deslizó por su semblante y le borró la sonrisa—. Pericles está muerto.
—¿Qué? —Se sobresaltó Sarah.
—Encontramos su cadáver al regresar del oráculo. Tenía la cara y el cuerpo plagado de quemaduras. Alguien lo torturó atrozmente antes de pegarle un tiro.
Sarah cerró los ojos y evocó mentalmente la imagen del valiente macedonio que la había ayudado tan lealmente. Sarah le había ordenado regresar para no poner en peligro su vida y, por lo visto, con ello había sellado su destino. Su esposa y sus hijos lo esperarían en vano…
Tenía ganas de llorar, pero no podía. Era como si se le hubieran secado las lágrimas por todas las atrocidades de las que habían sido testigos y las penalidades que habían sufrido. En cambio, la invadió una ira indescriptible.
—¿Quién? —inquirió—. ¿Quién lo ha hecho? ¿Turcos o griegos?
—Turcos —contestó Hingis—. Por eso hemos decidido escondernos en este mísero cobijo hasta que caiga la noche. Nos pisan los talones.
Sarah se dio cuenta de que Hingis hablaba en plural.
—¿Hemos?… —preguntó enarcando las cejas.
—No estaba solo —reconoció Hingis con franqueza—. Ni cuando encontré a Pericles ni al salvarla a usted. El mérito de sacarla de aquella gruta sombría y de salvarle la vida le corresponde a otro.
—¿A quién?
—Fui yo.
La respuesta llegó desde el otro lado del farol. Una silueta oscura y robusta se acercó al lecho de Sarah, que de improviso vio el rostro desfigurado por las quemaduras de su misterioso aliado con un solo ojo.
—Está vivo —constató aliviada—. Ha sobrevivido al salto del tren.
—Así es —asintió el cíclope, que tenía que agachar la cabeza para poder estar de pie en la cabaña—. Sin embargo, no es fácil seguirle el rastro, lady Kincaid. Más de una vez pensé que le había perdido la pista. Pero finalmente he llegado hasta usted.
—Gracias —dijo Sarah sonriendo.
—No se precipite en dármelas. No la seguía únicamente para salvarla, sino también para hacer algo que usted no hubiera querido o no hubiera podido hacer.
—¿A qué se refiere?
—Me he encargado de secar para siempre la fuente de la vida, lady Kincaid —contestó el cíclope quedamente—. He volado el pozo.
—¿Qué? —Sarah lo miró aterrorizada—. ¡Pero si acababa de descubrirla! Escondía una gran fuerza, grandes secretos…
—… que el otro bando podía usar en su provecho —añadió Hingis, que parecía aliviado con aquel desenlace—. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en el tren?
—Pues claro que la recuerdo —aseguró Sarah—. Pero si destruimos todos los logros del pasado, no seremos mejores que la condesa y sus compinches.
—La Hermandad trata de apoderarse del saber de tiempos antiguos para su propio beneficio —explicó el cíclope—. Nosotros, en cambio, nos encargamos de que no caiga en las manos equivocadas.
—Pero Kamal…
—Hay suficiente para que Kamal se restablezca —aseguró Hingis señalando la cantimplora que estaba junto al lecho de Sarah—. Nunca quisimos más, ¿o ya lo ha olvidado? ¿Se ha apoderado de usted también la ambición?
Sarah negó con la cabeza.
Sus compañeros tenían razón. Era mejor cerrar para siempre el acceso a la fuente de la vida que arriesgarse a que se convirtiera en un medio de destrucción en manos de la Hermandad…
—Entonces —dijo dirigiéndose de nuevo a su misterioso protector—, me ha salvado la vida por segunda vez. Y ni siquiera sé cómo se llama.
—Polifemo.
—¿Bromea?
—Yo nunca bromeo, lady Kincaid —respondió el cíclope.
Sarah pudo examinar por primera vez detalladamente el rostro del titán. En su semblante creyó vislumbrar cierta tristeza, la mirada de su único ojo revelaba un dolor muy profundo…
—Entonces, Polifemo, le doy las gracias de todo corazón —dijo Sarah quedamente—. Y también le pido perdón por lo que le hice.
—No importa.
—¿Cómo puede decir eso? Yo soy la responsable de esas cicatrices y, en vez de guardarme rencor, me salva varias veces la vida y me protege.
—Es mi misión —se limitó a contestar el cíclope—. Nací para eso.
—¿Para protegerme? —Sarah frunció el ceño.
—A usted y a los suyos —confirmó Polifemo.
—Pero… ¿quién le ha encargado esa misión? —preguntó Sarah con asombro.
—¿De verdad no lo sabe?
—¿Lo preguntaría si lo supiera?
—Lady Kincaid —contestó el cíclope, acercándose más a ella para que solo le hiciera falta susurrar la respuesta—. Fue usted misma.
—¿Yo?
—Así es.
—Pero ¿cómo…? Quiero decir…
Las miradas de Sarah oscilaban confusas entre el cíclope y Friedrich Hingis, que parecía tan sorprendido como ella por aquella revelación. ¿Decía la verdad el titán? Al fin y al cabo le había salvado la vida dos veces, con lo que no había motivo para dudar de sus palabras. Pero, si era como él decía, ¿por qué ella no sabía nada?
Solo existía una respuesta posible.
La época oscura…
—¿Cuántos años tenía entonces? —preguntó Sarah con cautela.
—No muchos —contestó Polifemo, confirmando con ello su suposición—. Aún era una niña.
—Pero, entonces… ¿Cómo…?
Sarah no sabía qué decir. Millones de preguntas se agolparon en su mente. Toda la vida había intentado descorrer la cortina del olvido y averiguar qué había ocurrido en su pasado. Ahora estaba por primera vez ante alguien que había sido testigo de aquellos primeros años.
Aunque el viejo Gardiner le había hablado de su niñez, ella siempre había tenido la sensación de que le ocultaba algo. Ahora le surgía la oportunidad de obtener respuestas a algunas preguntas que, en su fuero interno, siempre se había hecho, sobre todo la que Mortimer Laydon también le había planteado en Newgate. Incluso arrastrado por la locura, Laydon había sabido que esa era la cuestión que más conmocionaba a Sarah.
La cuestión de su identidad…
—¿De verdad no lo recuerda? —preguntó Polifemo, y en su voz se percibía el desencanto, como si se acabara de frustrar una esperanza que había albergado hasta el final.
—No —admitió Sarah en un susurro.
—Entonces es cierto lo que dicen.
—¿Quién dice qué? —preguntó Sarah—. ¿De quién habla? ¿Qué significa todo esto?
—Descanse un poco más —dijo el cíclope cambiando de tema—. Partiremos tan pronto como se haga de noche. ¿Se siente con fuerzas para proseguir el viaje?
—Por supuesto —aseguró Sarah, que se incorporó en su lecho provisional, que consistía en una manta de lana y un jergón de paja. Silenció a propósito el hecho de que se sentía completamente agotada y que le daba la impresión de que la cabeza le estallaría—. Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué significa todo esto?
—¿Usted qué cree?
Sarah soltó un resoplido.
—Como si importara algo lo que yo crea o deje de creer…
—Las creencias siempre importan, lady Kincaid. Junto con el amor, forman el poder más fuerte sobre la Tierra. Sus enemigos lo saben y han sacado partido de ese conocimiento. Se ha orquestado una conspiración cuyas raíces se remontan a milenios atrás y, sin quererlo o incluso sin saberlo, usted se ha convertido en el centro de interés.
—¿Yo? —preguntó Sarah, que había dejado de poner en duda las palabras del cíclope. No obtendría respuestas si no estaba dispuesta a darles crédito—. ¿Por qué yo precisamente?
—Porque era la única capaz de encontrar la fuente de la vida y conseguir el elixir.
—Tonterías —descartó Sarah—. Tampoco ha sido tan difícil.
—Porque la intuición le ha señalado el camino —afirmó convencido Polifemo—. Hubo otros que buscaron la fuente de la vida y no la encontraron nunca porque no tenían sus conocimientos ni su experiencia.
Sarah meditó. ¿Había sabido realmente en su fuero interno dónde se encontraba el pozo oculto? Al menos, eso explicaría la aparición de aquel enigmático monje que le había señalado el camino.
—Pero eso significaría que… que yo ya había estado en la fuente de la vida —concluyó.
—¿Conoce la historia de Inanna y Tammuz? —preguntó el cíclope.
—No mucho —admitió Sarah—. Sé que eran dioses del panteón sumerio, pero…
—Tammuz era el amante de Inanna —intervino Hingis, a ojos vista más experto que ella en mitología oriental—. Inanna era la diosa de la fertilidad y de la guerra, y Tammuz, dios de la tierra y de la naturaleza, velaba los bosques y los campos. Por motivos que no recuerdo, Inanna emprendió un viaje a los infiernos del que estuvo a punto de no regresar. Tammuz ocupó su lugar para salvarla.
—Cierto —confirmó Polifemo. Mientras Hingis hablaba, había mantenido el ojo cerrado como si pudiera verlo todo mentalmente—. Para salvar a Inanna, Tammuz le dio el agua de la vida y la diosa pudo regresar a su mundo.
—Una bonita historia —afirmó Sarah—. ¿Y qué tiene que ver conmigo?
—Esa historia —contestó el cíclope— es la respuesta a su pregunta. El raciocinio y sus conocimientos le han indicado el camino hacia la fuente de la vida. Pero el último paso, el decisivo, lo han dado por usted sus recuerdos.
—¿Y eso significa…? —preguntó Sarah, aunque intuía que la respuesta la aterraría.
—Hace mucho que lo sabe —dijo el cíclope quedamente, y le dirigió una mirada penetrante desde su único ojo—. Usted es Inanna.
Sarah no tuvo tiempo de alterarse por esa revelación, irracional a más no poder, ni siquiera de sorprenderse, porque, cuando Polifemo acababa de pronunciarla, los acontecimientos se precipitaron.
La tranca carcomida que cerraba la cabaña se partió estrepitosamente y la puerta se abrió con violencia. Irrumpieron varios hombres que llevaban el fez rojo y el uniforme azul de las tropas otomanas y les apuntaron con sus fusiles Remington.
—¡Quietos!
A pesar de la advertencia, Sarah se incorporó, y Polifemo y Hingis se volvieron. El cíclope se llevó la mano a la capa, debajo de la cual guardaba el puñal en forma de hoz, pero desistió al verse encañonado por los fusiles, que parecían ansiosos por escupir su plomo. Lo desarmaron rápidamente, prendieron a sus compañeros y los empujaron fuera de la cabaña, también a Sarah, a la que habían obligado a levantarse y a quien le costó lo suyo mantenerse en pie al dar los primeros pasos.
Fuera hacía un frío atroz. A juzgar por el rumor que se oía, estaban cerca del río. Por lo visto, Polifemo había cargado un buen trecho a Sarah mientras estaba inconsciente.
Aún no había caído la noche, pero ya oscurecía. En el cielo se divisaban algunas franjas rojizas y violáceas que amenazaban lluvia inminente. Una espesa arboleda rodeaba la sencilla morada de pastores que había hecho las veces de refugio a Sarah y sus compañeros. Delante se habían apostado dos docenas de soldados turcos, todos a caballo. Su visión descorazonó a la joven. No tenían la menor posibilidad frente a semejante superioridad numérica…
Les ordenaron alinearse delante de la cabaña y Sarah temió que quisieran establecer ejemplo con ellos y los fusilaran aplicando la ley marcial. Sin embargo, los soldados se hicieron entonces a un lado y abrieron paso a su oficial, un coronel otomano que llevaba una casaca azul que no solo mostraba los típicos arabescos, sino que también lucía unas charreteras doradas.
—Tally-ho! Por fin hemos dado caza al zorro…
Sarah se quedó pasmada al oír aquella voz, que no hablaba en turco, sino en un inglés sin acento y que le resultaba muy familiar. Llena de incredulidad, levantó la vista y, detrás de la barba postiza y del falso color de aquella tez, reconoció el conocidísimo rostro de…
—Cranston —masculló.
—Muy bien —asintió el médico—. Me ha reconocido a pesar del disfraz.
—El hedor a podrido le ha delatado.
—Qué encantadora —dijo él, sonriendo con ironía.
—¿Por qué ha venido? —le preguntó Hingis, airado—. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está cuidando a su paciente en vez de montar estúpidas mascaradas?
—Esta mascarada, como usted la llama, puede significar la diferencia entre un extranjero muerto o vivo en estos tiempos revueltos —respondió Cranston, impertérrito—. Y, por lo que respecta a mi paciente, yo puedo hacer poca cosa. ¿No es cierto, lady Kincaid?
Sarah respiraba entrecortadamente, su pecho subía y bajaba a causa de la ira, pero no contestó.
—Venga, sé que ha encontrado el agua de la vida. De lo contrario, ¿cómo se explica que nosotros hayamos encontrado cerrada la entrada y el pozo cegado?
—No sé de qué me habla —afirmó Sarah.
—No mienta. Sé que ha estado en la vieja iglesia. Me lo ha dicho su valeroso guía.
—¿Pericles? —preguntó Sarah prestando toda su atención.
—Al principio se negó a hablar, pero luego lo hizo a borbotones. Demasiado tarde, por desgracia. No pudo salvarse.
—¡Mentiroso! —se sublevó Sarah—. ¡Usted le pegó un tiro!
—En el estado en que estaba, era lo único que podía hacer por él —explicó Cranston esbozando una cruel sonrisa—. Lamentablemente, su cabezonería duró demasiado y no hemos llegado a tiempo para evitar que usted cometiera el cobarde atentado.
—Así es la vida —señaló Hingis, impasible—. Donde las dan las toman.
—No exactamente. A la condesa no le hará ninguna gracia que se haya destruido la fuente de la vida. Pero, puesto que tenemos la muestra que recogió lady Kincaid y podemos someterla a un análisis químico…
—Se equivoca —dijo Sarah.
—¿En qué?
—No tenemos ninguna muestra.
—¿Pretende hacerme creer que no ha conseguido el elixir de la vida? ¿Después del largo y peligroso viaje que ha acometido? ¿Después de estar tan cerca de salvar a su querido Kamal?
—No había ningún elixir —afirmó Sarah—, y el derrumbe de la galería fue accidental.
—Una bonita historia —afirmó Cranston—. Y ahora, la verdad: usted bajó al pozo y se aprovisionó de agua de la vida. Después bloqueó la entrada con la ayuda de sus compañeros.
—Imaginaciones suyas —dijo simplemente Sarah.
—Tal vez sí. Tal vez no.
Ordenó a dos de sus hombres que entraran en la cabaña y la registraran. Poco después regresaron con la cantimplora de Sarah en las manos y, sonriendo burlones, se la entregaron al médico.
—Mira por dónde —comentó el médico—. ¿Podría ser lo que buscamos?
—No —contestó Sarah sin pestañear—. Es agua de una fuente normal.
—¿Ah, sí? —Cranston sonrió con malicia—. Entonces no le importará que vacíe la cantimplora aquí mismo, ¿verdad?
—¿Por qué iba a importarme?
Sarah no movió un solo músculo, aunque habría preferido gritar. Estaba ocurriendo lo que había temido durante tanto tiempo: tenía que sopesar distintas vidas.
¿Qué tenía más peso?
¿El bienestar del hombre al que amaba más que a nada y por el que había soportado todo aquello? ¿O el de las personas inocentes que resultarían perjudicadas si la hermandad hacía realidad sus descabellados planes?
Sarah tenía que decidir y se odiaba por ello. No quería perder a Kamal, pero sabía que el orgulloso hijo de tuareg jamás habría querido que compraran su vida con la sangre de otros. Aunque Sarah hubiera podido optar por ello, Kamal no se lo habría perdonado nunca…
La joven vio aturdida cómo Cranston desenroscaba el tapón de la cantimplora y la inclinaba. En cualquier momento se vertería el valioso contenido y se filtraría en el barro… Pero no llegó a hacerlo, porque Polifemo lanzó un grito ronco.
—¡No! —clamó a voz de grito, y Sarah se sintió aliviada y espantada a partes iguales—. ¡No lo haga!
—Vaya. —Esbozando una amplia sonrisa, Cranston volvió a tapar la cantimplora—. El traidor se ha arrepentido.
—En absoluto —aseguró el cíclope—. Pero el agua aún no ha hecho su efecto. La profecía aún no se ha cumplido.
—Yo no creo en esas paparruchas —aclaró Cranston—. Mi misión consiste en llevar este chisme intacto a la condesa de Czerny, ni más ni menos.
—Eso vulnera el trato —dijo Sarah—. Yo tenía que llevar personalmente el elixir a Salónica.
—El trato ha cambiado —explicó el médico—, y usted tiene la culpa. No debería haber destruido la fuente de la vida.
—Será que eso habría cambiado algo —dijo Hingis con retintín—. Su presencia y este ridículo despliegue son prueba más que suficiente de que no pensaban ceñirse al acuerdo.
—Igual que ustedes —comentó Cranston sonriendo—. Por lo tanto, estamos empatados.
Hizo una señal a uno de sus hombres para que se acercara, le entregó la cantimplora y este la introdujo para protegerla en una aljaba metálica que llevaba colgado al hombro con una correa. Acto seguido, el hombre montó en su silla y espoleó al caballo, que relinchó encabritado y se lanzó al galope haciendo retumbar sus cascos.
—¿Adónde va? —inquirió Sarah, que no veía desaparecer en la oscuridad de la noche tan solo a un jinete, sino también todas sus esperanzas por Kamal.
—Lo sabrá a su debido tiempo —respondió Cranston con aspereza.
Luego, el médico ordenó a sus hombres que maniataran a Sarah y a sus compañeros. Cuando Polifemo empezó a bufar de ira y amenazó con ofrecer resistencia, los soldados levantaron los fusiles con intención de disparar.
—¡No, Polifemo! —lo llamó Sarah.
—Prometí protegerla…
—No me protegerá si se sacrifica. Si quiere ayudarme, siga con vida, ¿entendido?
El cíclope pareció indeciso unos instantes. Luego asintió con un movimiento de cabeza y bajó las manos para permitir que se las ataran.
Los soldados no perdieron tiempo y se prepararon para iniciar la marcha. A Sarah la subieron a un caballo y la ataron a la silla y a los estribos para que no pudiera huir. Hingis y Polifemo tendrían que ir a pie. Dos soldados marcharían detrás de ellos, sujetando las largas cuerdas con que les habían atado las muñecas.
Sarah abogó en vano por sus amigos. Solo consiguió que Cranston se echara a reír y murmurara algo sobre traición y castigo antes de subirse a la silla y dar la orden de marcha.