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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
Han vuelto a apresarnos. Sin embargo, esta vez no nos encontramos en poder de los turcos, sino de mi viejo enemigo, al que he subestimado una vez más. Los tentáculos de la Hermandad llegan más lejos de lo que jamás supuse, ni siquiera el ejército otomano puede escapar a su influencia. A los soldados que nos vigilan no parece importarles a quién sirven mientras la paga sea conforme. Y el dinero no parece ser el problema de la Hermandad…
Hemos cabalgado durante toda la noche. Me he dormido más de una vez, y de no ser porque las cuerdas lo han impedido, seguramente me habría caído de la silla. Todavía me duelen las sienes y las náuseas aún no han cesado, pero no me quejo porque, comparado con la suerte que corren mis compañeros, la mía es una ventura benigna.
Durante unas horas, Friedrich Hingis ha caminado estoicamente, luego se ha derrumbado sin fuerzas una primera vez. A pesar de mis protestas, los esbirros de Cranston lo han obligado a avanzar golpeándolo con la hoja de sus sables, hasta que se ha desplomado inconsciente. Cranston lo ha examinado y, para regocijo de sus hombres, ha ordenado que lo pusieran de través sobre uno de los caballos de carga, igual que una alfombra comprada en un bazar.
Polifemo no les ha concedido ese triunfo a sus enemigos. Desplegando una fuerza interior inexplicable, ha soportado con valentía todas las fatigas, incluso cuando el sendero subía trazando curvas empinadas por las estribaciones meridionales del monte Tomaros.
Hemos dejado atrás las montañas y hemos cruzado el valle del Louros, y me pregunto adónde nos conduce el viaje. Al principio pensé que nos entregarían a las autoridades turcas, que probablemente nos condenarían a muerte o al menos a cadena perpetua por la masacre acontecida en el bosque. Sin embargo, nuestros enemigos parecen tener otros planes, porque al despuntar el día el sol ilumina la franja reluciente del río Arachthos, que forma la frontera entre el Epiro turco y la Tesalia griega.
Está claro que se proponen sacarnos del país…
ARACHTHOS, EPIRO, AMANECER DEL 8 DE NOVIEMBRE DE 1884
—Quiero bajar —exigió Sarah cuando la comitiva se detuvo por fin.
—¿Para qué? —preguntó Cranston.
—¿Usted qué cree? —resopló ella.
Se había controlado estoicamente durante toda la cabalgada. Pero ahora la naturaleza reclamaba sus derechos irrevocables.
Cranston se rio suntuosamente. Luego ordenó a dos de sus hombres que hicieran lo que Sarah pedía.
Cuando soltaron las cuerdas con que la habían atado, Sarah estuvo a punto de caer del caballo, pues tenía el cuerpo entumecido y helado, y estaba agotadísima después de tantas horas cabalgando. Se deslizó con cuidado a un lado para bajar de la silla y se vio rodeada por un pelotón de hombres medio desnudos que se cambiaban los uniformes azules otomanos por ropas de civil: pantalones y túnicas de lino suave, capas anchas o jubones de piel de oveja. La mayoría conservaron el indispensable fez o lo envolvieron con ropa clara para convertirlo en un turbante. También conservaron las armas. Mientras no hablaran, cualquiera podría tomarlos por un grupo de guerrilleros griegos, lo cual, en opinión de Sarah, ilustraba una vez más la absurdidad de aquel conflicto.
Cranston, que se había quitado la barba postiza y se había borrado el color de la tez, se ocupó personalmente de alejarla un trecho de los demás empuñando un revólver.
—¿Tanto me teme? —preguntó Sarah burlándose abiertamente.
—Nada de miedo, querida. Pero me han avisado de que le gusta dar sorpresas. Y, después de lo que he visto, no puedo sino confirmarlo.
Sarah se detuvo en un pequeño claro que estaba rodeado de espesos matorrales.
—Dese la vuelta —exigió.
—Soy médico, querida. No tiene nada que no haya visto antes.
Sarah lo fulminó con la mirada. No obstante, al ver que Cranston no daba muestras de comportase como un caballero, se dio la vuelta ella e hizo lo que la naturaleza le exigía. Notar la mirada de Cranston en la nuca y oír sus risitas maliciosas fue humillante.
—¿Recuerda el juramento que le hice? —preguntó la joven después de volver a vestirse.
—Por supuesto: que me pediría cuentas si a Kamal le ocurría algo malo.
—Erróneo. —Sarah meneó la cabeza—. Se las pediré de todos modos. Es usted un cerdo y un vulgar asesino, y pagará por ello.
—¿Otro juramento? —preguntó el médico, en absoluto impresionado.
—Llámelo promesa —dijo Sarah, lo dejó allí plantado y volvió a la zona de descanso sin darse la vuelta en ningún momento.
La transformación de los hombres se había completado entretanto. A una orden de Cranston, montaron a caballo. Condujeron a los prisioneros terraplén abajo a través del bosque y llegaron a un pedregal que flanqueaba el cauce de río en ambas riberas y que había formado un vado.
Los primeros ya hacían avanzar a sus caballos por el agua helada, en la que los animales se hundieron hasta el abdomen. Sin embargo, el fondo del río no era tan profundo más adelante y llegaron sin esfuerzo al otro lado. Un soldado tras otro cruzaron el vado y también la montura negra de Sarah fue conducida por las riendas hasta el río. La joven estaba de nuevo atada a la silla y a los estribos, con lo cual se habría ahogado miserablemente si el caballo se caía o el agua lo arrastraba, pero renunció a protestar. Solo habría conseguido que Cranston y sus esbirros se rieran de ella.
Sarah notó el agua fría que le entró en las botas y le subió por las perneras, y sintió la presión de la corriente en las pantorrillas. El semental echó la cabeza atrás con nerviosismo y, puesto que la joven no podía guiarlo con las riendas ni tranquilizarlo con caricias, le habló en voz baja e intentó gobernarlo lo mejor posible haciendo presión con los muslos. Un trecho a su derecha, los soldados obligaron a Polifemo a entrar en el río. El cíclope descollaba como una estatua en medio de las aguas de color turquesa, resistiendo la corriente.
El caballo de Sarah llegó por fin a la otra orilla y la joven volvió la cabeza para buscar a Hingis con la mirada. Descubrió a su amigo en medio del río, todavía inconsciente y colgando de través sobre la grupa del caballo de carga. Los soldados que tiraban del animal se encargaron de que Hingis sumergiera la cabeza y los pies en el agua helada. El suizo se despertó al instante y lanzó un alarido ronco y pataleó como un loco, y recibió por respuesta las estentóreas carcajadas que soltaron los hombres a ambas orillas.
—¿Queréis parar de una vez, brutos? —Sarah salió en defensa de su amigo, que continuaba agitándose torpemente.
Los soldados se limitaron a reír aún más fuerte, y todavía se carcajearon más cuando Hingis resbaló del caballo y se precipitó de cabeza al agua. La corriente lo arrastró y lo alejó de allí.
—¡Auxilio! —rugió el suizo con todas sus fuerzas—. ¡Me ahogo…! —Las últimas sílabas no se oyeron a causa del terrible gorgoteo que produjo al hundirse.
—¡Cranston! —gritó enfurecida Sarah—. ¿A qué espera? ¡Haga el favor de sacarlo de una vez, no sabe nadar!
—Mala suerte —contestó Cranston indiferente mientras Hingis seguía siendo arrastrado por la corriente entre gimoteos, alaridos de pavor y agitando los brazos torpemente.
Sarah intentó en vano deshacer los nudos de las ataduras con que la habían maniatado. El resultado fue que las cuerdas le constriñeron aún más las muñecas.
—Haga algo, maldita sea —exigió furiosa—. Se va a ahogar…
—Eso parece —confirmó Cranston sonriendo burlón.
El médico esperó todavía unos segundos, durante los cuales les llegaban los gritos y los gorgoteos de Friedrich Hingis. Luego ordenó a sus hombres que cogieran una cuerda y sacaran del agua al quejumbroso erudito.
Sarah respiró hondo y se dispuso a gritarle a Hingis que la ayuda estaba en camino, pero no consiguió ver a su compañero por ningún lado. Unos segundos antes, aún se divisaba claramente su cabellera mojada, pero ahora había desaparecido. Y peor aún: los gritos de Hingis habían enmudecido súbitamente.
—No —murmuró Sarah suplicante, y obligó al caballo a girarse ejerciendo presión con los muslos. Sin embargo, mirara donde mirara, no descubrió ni rastro de Friedrich Hingis. Sarah buscó en vano burbujas o cualquier otra señal de vida. La conclusión que se imponía era tan simple como tremenda: la corriente había arrastrado a Hingis y se lo había tragado.
Se había ahogado…
—Montad —ordenó Cranston—. ¡Reemprendemos la marcha!
—¿Quiere reemprender la marcha? —preguntó Sarah—. ¿No piensa buscarlo?
—¿Para qué? —Cranston se encogió de hombros—. Si hasta ahora no ha conseguido salir a la superficie es que está muerto. Y no voy a pescar su cadáver en el río para luego sepultarlo en la tierra. No tenemos tiempo para esas tonterías.
—¿Tonterías? —preguntó Sarah—. ¿Llama tontería a enterrar a una persona que usted ha empujado a la muerte?
—Cuando se quiere llegar a ser algo, hay que establecer prioridades, lady Kincaid. La condesa de Czerny nos espera lo antes posible.
—Y usted hace todo lo que ella dice, ¿verdad? —masculló enfurecida Sarah, que intentaba disimular su consternación y su pena por Friedrich Hingis con un arranque de ira—. Como un buen perrito faldero.
—En absoluto —negó el médico meneando la cabeza—. Pero he comprendido algo de lo que usted no parece ser consciente a pesar de su célebre sagacidad.
—¿Y qué es? —preguntó Sarah resollando.
—Que esa gente tiene mucho más poder del que podamos imaginar. Muy pronto dominarán el orbe entero, Sarah, y no se puede regatear con los futuros amos del mundo.
Dicho esto, hizo girar a su caballo y lo espoleó.
Sarah se quedó atrás en silencio. Y dio las gracias porque en ese momento se puso a llover y las gotas que le caían en la cara disimularon las lágrimas amargas que le rodaban por las mejillas formando un reguero zigzagueante.