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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
Estaba sola.
Abandonada por mis compañeros, me hallaba en el portal de la sinagoga y vi a aquella criatura legendaria y enigmática de la que me había hablado el rabino Oppenheim y de la que en aquel momento solo me separaban ocho pasos a través de una cortina de lluvia casi impenetrable. Y, sin poder evitarlo, me embargaron los viejos temores que creía desaparecidos hacía mucho tiempo…
Sarah no daba crédito a sus ojos.
Primero pensó que era víctima de una ilusión, porque cuando intentó volver a distinguir la silueta negruzca, esta pareció haberse desvanecido. Sin embargo, algo se movió de repente en la penumbra de aquel rincón, y todas las dudas desaparecieron.
Un verdadero espanto se apoderó de Sarah cuando aquella figura se incorporó con toda su altura gigantesca. Llevaba una capa holgada para protegerse de la lluvia, y una capucha le tapaba el rostro. No obstante, Sarah estaba convencida, aunque su intelecto se resistiera con vehemencia a creerlo, de que se trataba de aquella criatura legendaria de la que le había hablado el rabino Oppenheim…
Durante unos segundos, la joven fue incapaz de moverse. Sin embargo, luego recuperó la calma y actuó. Metió las manos temblorosas dentro del abrigo para sacar el Colt Frontier que llevaba en la pistolera: ya no era el que había heredado de su padre y que había perdido en la búsqueda del Libro de Thot, sino un arma prácticamente nueva del mismo tipo que le había comprado a un armero en Londres. Notó en la mano derecha la frialdad y el peso de la culata de nácar, que le transmitió una sensación de seguridad que resultó engañosa.
Sarah no llegó a sacar el arma, ya que la sombra gigantesca se movió en aquel momento. La capa le ondeó al viento al dar media vuelta y comenzar a caminar calle abajo sin haberle dedicado una sola mirada más a Sarah. Era como si la hubiera evaluado y hubiera decidido que ella no le suponía ninguna amenaza.
¿Quién era aquella criatura extraña?
Sarah tenía que averiguarlo. No podía quedarse a esperar el regreso de sus compañeros; tenía que aprovechar la oportunidad que se le presentaba. Aunque ello significara hacer caso omiso a todas las advertencias que la condesa de Czerny le había formulado con respecto a Josefov y la situación que imperaba en aquel barrio.
Sarah notó que se le hacía un nudo en la garganta. Sintió malestar, pero se obligó a salir del amparo del peristilo y se deslizó rápidamente bajo la lluvia tras aquel espectro. Pudo distinguir la silueta gigantesca un buen trecho por delante. El Golem caminaba por el centro de la calle desierta como si no existieran la noche ni la lluvia, dando grandes zancadas, aunque lentas y, en cierto modo, vacilantes.
La luz de los pocos faroles de gas que aún funcionaban luchaba en vano contra la oscuridad y la espesa cortina de agua; resultaba ineficaz y no aportaba más que manchas opacas y de color leonado a la triste penumbra, sin dispensar ni iluminación ni consuelo. Con la cabeza agachada entre los hombros, como si así pudiera protegerse de la lluvia, Sarah anduvo deprisa por unas cuantas callejuelas. Al principio se deslizaba del saliente de un muro a otro para que no la descubriera. Pero aquella criatura simplona caminaba en silencio sin mirar atrás, de manera que Sarah pronto abandonó las precauciones.
Al pasar bajo la marquesina de una tienda, que ya había cerrado puertas y ventanas con rejas, vio dos figuras harapientas en la penumbra: dos mujeres jóvenes, abrigadas con unas capas ajadas, que se estrechaban atemorizadas y miraron despavoridas a Sarah. Aceleró el paso y divisó a más gente sin hogar que intentaba resguardarse de la lluvia bajo algún portal angosto o en cualquier rincón; también en sus semblantes pálidos se reflejaba sin excepción el pavor.
Sarah no dudó de que la causa era el encuentro con el Golem y comprendió que aquella gente no veía en la legendaria criatura a un salvador, sino un mal presagio para la comunidad de Praga, igual que el rabino. A diferencia de trescientos años atrás, el hombre de barro sembraba miedo y pavor. Pero ¿por qué lo habían devuelto a la vida? ¿Qué siniestros propósitos ocultaba el regreso del Golem?
La arqueóloga no albergaba ninguna duda sobre la existencia de conexiones. No podía ser casual que el año 1565 señalara tanto la aparición del codicubus como la del Golem. Solo faltaba determinar el vínculo. Probablemente se trataba del «agua de la vida» de la que había hablado Oppenheim.
Le estaba muy agradecida al rabino por la información que le había dado. Mientras perseguía al Golem por las callejuelas, intentaba poner en orden y relacionar los conocimientos que había adquirido, aunque solo lo consiguió en parte. Aún quedaban demasiadas preguntas abiertas para que las numerosas piezas del rompecabezas pudieran componer un todo con sentido, pero Sarah estaba más que decidida a resolver el enigma con la misma precisión y tenacidad con que un arqueólogo se ocupaba de unir los fragmentos de una vasija antigua…
Un buen trecho por delante de ella, la figura gigantesca se dispuso a torcer por un callejón, y en ese momento se volvió por primera vez.
Sarah no estaba preparada para ello, pero reaccionó a la velocidad del rayo. Con gran presencia de ánimo, buscó cobijo detrás de una hilera de toneles llenos de agua de lluvia que alguien había abandonado allí. La mirada escrutadora que examinaba la callejuela desde la oscuridad de la capucha no alcanzó a verla. Sarah respiró tranquila. Sin embargo, cuando se disponía a abandonar su escondite, una mano descarnada y huesuda la agarró del brazo.
—¿Adónde vas tan deprisa, preciosa…?
Un grito ahogado escapó de su garganta al darse cuenta de que no estaba sola. En la tenebrosidad impenetrable que imperaba entre los toneles se agazapaba una figura andrajosa que por lo visto se había instalado a vivir allí. Sentado debajo de una lona impermeable que había extendido entre los toneles, se protegía de la lluvia y, como una araña en su red, parecía al acecho de cualquier víctima desprevenida que se extraviara por las proximidades…
—¿Qué? ¿No quieres quedarte conmigo?
La voz, terriblemente ronca y de la que era imposible decir si pertenecía a un hombre o a una mujer, estalló en una risita maliciosa, y Sarah creyó reconocer por un instante un rostro alargado, enmarcado entre unos pocos mechones de cabello que caían desde una cabeza por lo demás calva. Unos ojos grandes y con profundas ojeras, en los que brillaba el placer de matar, miraban desde la oscuridad, y Sarah hizo lo único que se le ocurrió: golpear.
Con el puño derecho cerrado aporreó el brazo que la agarraba, pero este siguió sujetándola con fuerza, como si de un tornillo de banco se tratara, e intentó arrastrarla hacia la oscuridad. Las risitas fueron a más y, de repente, otra mano salió de la penumbra, agarró a Sarah por el cuello y apretó.
—Ven, cariño. Ven…
Sarah seguía sin poder asegurar si su verdugo era hombre o mujer. No obstante, era incuestionable que aquella voz pertenecía a una persona lo suficientemente desesperada para asesinar a alguien a sangre fría. La joven intentó apartar aquella mano de su cuello, pero solo logró cosechar una carcajada burlona.
Entonces se acordó del revólver…
Intentó meter en el abrigo la mano que tenía libre, pero no pudo porque llevaba la ropa empapada a causa de la lluvia. El maleante, fuera quien fuese, soltó una risa aún más estentórea y apretó con más fuerza, de modo que Sarah apenas podía respirar. Sus movimientos se volvieron atolondrados e imprecisos, y procuró sin éxito asir la culata del arma.
Empezaba a ver puntitos oscuros. Le dolían los pulmones y las fuerzas estaban a punto de abandonarla. Las carcajadas de su verdugo penetraban en sus oídos y, durante unos segundos que parecieron eternos, temió que aquello sería lo último que oiría en este mundo… Entonces, con su mano derecha temblorosa encontró por fin la pistolera, asió la culata del revólver y lo empuñó.
Las risotadas enmudecieron de golpe y se transformaron en un jadeo de espanto; simultáneamente, cesó la presión en el cuello de Sarah. La joven cogió aire con dificultad y notó que al instante recuperaba el ánimo, aunque seguía sin ver nada más que puntitos centelleantes que no paraban de moverse con desorden.
—¡Largo! ¡Esfúmate! —masculló, apuntando el cañón del revólver hacia donde suponía que estaba su enemigo.
Acto seguido, la segunda mano también desapareció y algo se replegó entre los toneles lanzando un gemido de terror: algo que no tenía piernas, sino que, como Sarah creyó distinguir a pesar de tener la visión mermada, se movía apoyándose sobre los brazos.
La pretensión de mandarle un balazo al canalla se esfumó al instante.
Estremecida, Sarah se puso en pie como buenamente pudo, reculó tambaleándose y se apoyó de espaldas en la pared de una casa. Permaneció allí arrimada, respirando con dificultad bajo la lluvia torrencial, y quedó calada hasta los huesos. Miró angustiada a su alrededor y constató agradecida que su vista mejoraba. Seguía sosteniendo con ambas manos el Colt cargado.
Cuando ya nada se movía en su entorno y estuvo segura de que no estaba expuesta a otro ataque, recordó el motivo de aquella excursión nocturna. Después de dar una vuelta sobre sí misma para asegurarse de que nadie la seguía, prosiguió su camino por la callejuela. Sin embargo, no se veía ni rastro del Golem por ninguna parte.
Sarah se acordó de que la misteriosa criatura se disponía a torcer por un callejón lateral y decidió seguir en esa dirección. La calleja, un pasaje corto y estrecho, pasaba por debajo de un arco de piedra y conducía a un patio trasero repleto de porquería. En el lado opuesto había otro pasaje que Sarah tomó y que desembocaba en una callejuela un poco más ancha.
Hasta allí parecía obvio cuál era el camino que había seguido el Golem. Pero ¿hacia dónde se había dirigido después?
Sarah miró en todas direcciones. No pasaba nadie a quien poder preguntar; por lo tanto, tendría que confiar en su instinto. Le vinieron a la mente las palabras del rabino, que había hablado de una «habitación sin entrada» donde el Golem se escondía y que nadie podía encontrar si no quería ser encontrada…
Se mordió los labios y ya empezaba a tacharse de necia por haber perdido de vista su objetivo y haber desaprovechado una ocasión única…
… cuando se dio cuenta de algo.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la escasa luz, le pareció distinguir, más allá de la oscuridad y de la cortina de agua, un muro en el lateral izquierdo del callejón.
Efectivamente.
El muro tenía la altura de un hombre y estaba desconchado en muchas partes, de manera que provocaba una impresión miserable. Al otro lado no se divisaba ninguna casa. Por lo tanto, seguramente no se trataba de un patio particular. Sarah recordó las palabras del joven Gustav Meyrink y pensó que más bien tenía delante los muros del cementerio judío.
¿Se habría retirado allí el Golem?
A Sarah le pareció que esa era la opción acertada. Con los brazos cruzados a la altura del pecho y la mano empuñando el revólver por debajo del abrigo para que la lluvia no estropeara el arma, siguió el trazado del muro hasta llegar a una verja oxidada. A esas horas debería estar cerrada, pero una de los dos alas estaba abierta y, en el camino de tierra lleno de pisadas que conducía al cementerio, Sarah distinguió unas huellas de un tamaño desmesurado y tan recientes que la lluvia aún no las había borrado.
Una sonrisa triunfal se dibujó en su semblante. Había recuperado el rastro del Golem…
Sarah cruzó la verja y entró en el viejo cementerio que, bajo la espesa lluvia, se presentaba como un mar de lápidas de distintas formas, estrechas y anchas, altas y bajas, unas sin adornos y otras ornamentadas, pero todas antiguas y resquebrajadas, que se extendía por el oscuro horizonte. Avanzó poniendo con cautela un pie delante de otro, y habría dado cualquier cosa por tener un farol a mano. Fuera del cementerio, el alumbrado de las calles procuraba al menos una luz mortecina, pero dentro de los muros imperaba una negrura casi absoluta.
Sarah tuvo que esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad para poder distinguir algo. Luego se apresuró a seguir el rastro. Había que darse prisa o la lluvia eliminaría las huellas. Inclinada hacia delante para no perder de vista el rastro a pesar de la mala visibilidad, Sarah se deslizó por el cementerio en plena noche. Se detuvo varias veces, allí donde la lluvia había hecho ilegibles las huellas, pero consiguió volver a encontrarlas y pudo seguirlas.
Y, súbitamente, el rastro cambió.
En vez de avanzar como había hecho hasta entonces, el encapuchado parecía haberse quedado quieto y, a juzgar por la profundidad de las huellas, había permanecido allí un buen rato. Sarah se incorporó y se quedó petrificada al ver en la oscuridad el contorno de una gran lápida.
Entonces recordó que llevaba cerillas en el bolsillo del abrigo. Suponiendo que la lluvia no las hubiera empapado, le proporcionarían claridad al menos durante un momento. Guardó el revólver en la pistolera. Sacó unas cuantas cerillas y probó suerte, con éxito. Saltaron unas chispas azuladas y consiguió mantener una pequeña llama que irradió suficiente luz para arrancar de la oscuridad la lápida y la inscripción.
El sepulcro estaba muy trabajado, lo cual indicaba que allí yacía una personalidad importante. Las piedrecitas que alguien había colocado encima en señal de estima también sugerían esa conclusión. Aunque Sarah no supo descifrar los caracteres hebreos de la lápida, intuyó de qué tumba se trataba: la de Judah Löw, el rabino que, según la leyenda, había dado vida al Golem hacía más de trescientos años.
¿Había ido allí la criatura para permanecer unos instantes junto a la tumba de su creador?
En aquel preciso momento se apagó la cerilla y Sarah volvió a estar rodeada de oscuridad. Sintió un ligero escalofrío y, a pesar de que había que darse prisa, no pudo evitar agacharse, coger una piedra del suelo y depositarla también sobre la tumba. Mientras lo hacía, deseó encarecidamente que el milagro del Golem pudiera ayudar también a Kamal.
Un crujido la arrancó súbitamente de sus pensamientos.
—¿Quién anda ahí?
Se volvió rápidamente, empuñando de nuevo el revólver. No tenía tiempo de encender otra cerilla. Sarah se quedó allí, sin aliento y con el corazón en un puño, viendo las tumbas que se perfilaban como bocetos amenazadores bajo la lluvia y, por primera vez desde que se había adentrado en el viejo cementerio, sintió miedo.
—¿Hay alguien ahí?
Tragó saliva, notaba la boca seca. Miró aquí y allá, angustiada, casi esperando que una sombra gigantesca se abalanzara sobre ella, pero no ocurrió nada parecido. Al contrario, de repente se encendió una luz en la oscuridad.
Sarah se sobresaltó al vislumbrar a unos cincuenta metros de distancia un brillo macilento que traspasaba débilmente la lluvia: la luz de una lámpara de petróleo que salía por la ventana cuadrada de una cabaña que se encontraba en un extremo del camposanto.
La casa del guarda…
La claridad se atenuó de repente, pero no porque la lámpara se hubiera apagado, sino porque una gran sombra se había puesto delante y la había oscurecido un momento.
¡El Golem!
Sarah renunció a la idea de encender otra cerilla. A paso ligero, tan deprisa como le permitía el terreno accidentado y ablandado por la lluvia, bajó a toda prisa por el camino que llevaba a la cabaña. La inquietante sombra había vuelto a desaparecer, pero Sarah estaba segura de haber encontrado por fin lo que buscaba. El miedo había pasado a un segundo plano en beneficio del espíritu investigador que una vez más se había apoderado de ella y al que la esperanza de salvar a Kamal daba alas…
Corrió velozmente bajo la lluvia torrencial. Teniendo en cuenta las bajas temperaturas, debería haber estado helada, pero no notaba ni el frío ni la ropa empapada. Mientras avanzaba, sacó el revólver. Un instante después llegaba a la cabaña, construida junto al muro del cementerio.
Se metió debajo del alero del tejado. Con la espalda pegada a la pared, se acercó a una ventana y miró dentro con cautela.
Había una mesa sencilla, encima de la cual estaba el farol, y dos sillas. En el suelo, un arca con una jofaina de hojalata abollada encima; enfrente, un austero catre. Finalmente, una estufa de hierro fundido con un tubo de hojalata que atravesaba el techo.
Del gigante, ni rastro.
¿Se había escondido adrede?
¿Sospechaba que lo había seguido?
Para combatir el nerviosismo se obligó a respirar pausada y regularmente. Agazapada debajo de la ventana, se deslizó hacia la entrada. La puerta solo estaba entornada, un calor reconfortante salía por ella…
Sarah dudó un momento, luego hizo de tripas corazón. Se oyó un ligero clic cuando amartilló el revólver para poder abrir fuego si hacía falta, y luego se acercó a la puerta carcomida, que se abrió ruidosamente y le dejó vía libre. Sarah tuvo que agachar la cabeza para cruzar el umbral de poca altura y entró en la cabaña. Examinó los cuatro rincones de aquella mísera morada apuntando con el cañón del arma, hasta que estuvo segura de que realmente no había nadie dentro. Pero ¿dónde diantre se había metido el gigante? ¿No había visto su sombra hacía un momento?
Sarah miró extrañada a su alrededor, examinó las paredes sin adornos y el frágil entablado que gemía con sus pisadas. Su mirada se posó en un pequeño charco que se había formado en el suelo delante del arca. Lo primero que pensó fue que el tejado probablemente tenía goteras por donde entraba el agua de la lluvia, pero una mirada al techo no corroboró esa suposición. Por muy vieja que fuera la cabaña, la cubierta de madera cumplía diligentemente su función. ¿De dónde salía pues el agua?
Sarah pasó a la siguiente idea y echó un vistazo a la jofaina de hojalata que había encima del arca y cuyo esmalte había saltado en algunos puntos. El interior del recipiente estaba mojado, lo cual permitía concluir que el agua del suelo había estado antes allí, pero ¿cómo había ido a parar al entarimado?
En el fondo, solo había una respuesta posible: alguien había abierto el arca y había hecho caer la jofaina.
Sarah agarró la tapa con una mano e intentó levantarla, pero no se movió ni un dedo. Se vio obligada a dejar el revólver y a intentarlo con las dos manos, pero la tapa del arca siguió sin moverse. El hecho de que no se viera ningún cerrojo ni nada semejante tenía que significar que había un mecanismo oculto.
Examinó la tapa y, luego, las distintas caras del arca, pero no logró descubrir nada sospechoso. Después de buscar en vano y de empezar a tacharse de necia por haber tenido una idea tan desacertada, su mirada se posó de nuevo en la jofaina… y tiró de ella en un último intento poco entusiasta.
El resultado fue asombroso.
El recipiente de hojalata, que no estaba colocado sobre el arca como parecía a simple vista, sino que estaba fijado en ella, se inclinó hacia delante con un ruido seco mecánico y, al cabo de un instante, la tapa del arca se abrió dejando oír el roce de las cadenas de un polispasto oculto. Desconcertada, Sarah dio un paso atrás antes de inclinarse con curiosidad para echar un vistazo al interior de la misteriosa caja. Y se llevó otra sorpresa.
El arca no tenía fondo ni era lo que parecía; se trataba más bien de la entrada a un pozo rectangular que penetraba verticalmente en una oscuridad insondable de la que emergían unos vapores malolientes que le hicieron arrugar la nariz.
¡Por allí había desaparecido el gigante!
Sopesó por un instante la idea de ir a buscar ayuda. Pero ¿a quién podía dirigirse a esas horas y con semejante tiempo de perros? Habría dado cualquier cosa por tener a su lado a Hingis o a Cranston, pero sus compañeros no estaban allí y no le quedaba más remedio que arriesgarse y explorar el terreno desconocido…
Empuñó el revólver con decisión y se acercó a la mesa para coger la lámpara. Equipada de este modo, entró en el arca y descendió por la escalera de mano hacia el misterioso fondo.
El hedor aumentaba con cada peldaño que bajaba. Asimismo, Sarah oyó un rumor lejano. Llegó al fondo del pozo, que debía de tener cinco metros de profundidad y tenía las paredes recubiertas con tablas de madera carcomida. Abajo había una galería estrecha que, por lo que pudo juzgar la joven, pasaba por debajo de los muros del cementerio.
Con la lámpara en una mano y el revólver en la otra, Sarah avanzó por la galería, que debía de medir unos tres pies de ancho y era lo bastante alta para poder caminar de pie. A Sarah le resultaba un misterio que el gigante encapuchado pudiera pasar por allí. En una de las vigas de madera que sostenían el techo a tramos regulares, encontró un jirón de lana negro: un trocito de capa, sin duda, y un nuevo indicio de que el coloso había tomado aquel camino.
Sarah contuvo la respiración. Las emanaciones malolientes que impregnaban el aire aumentaban a medida que se adentraba en la galería, y el rumor también se hacía más fuerte. Era imposible saber cuánto tiempo llevaba recorriendo el pasadizo cuando este desembocó en un gran conducto de piedra, pero Sarah calculó que hacía un buen rato que no se encontraba ya debajo del barrio de Josefov, puesto que el río apestoso y de un metro y medio de anchura que corría a sus pies era sin duda ¡una alcantarilla!
—Así que esta es la solución al enigma —musitó—. Me encuentro en el alcantarillado.
Aunque solo había susurrado, su voz resonó una y mil veces por la bóveda, deambuló como un eco susurrante y finalmente reverberó en lo más hondo del conducto. A juzgar por las piedras toscamente labradas que componían el túnel, que tenía la altura y la anchura justa para que pasara una persona, existía desde hacía mucho tiempo. En cambio, la galería que llevaba allí desde el cementerio daba la impresión de haber sido construida mucho después, y Sarah dudó que formara parte del alcantarillado oficial de Praga. A juzgar por el mal estado del conducto, plagado de grietas y de cuyo techo colgaban retazos de musgo y raíces, la última inspección realizada en el túnel se remontaba a mucho tiempo atrás. Una circunstancia favorable para alguien que no quería que lo molestaran allá abajo…
Volvió a pensar en las palabras del rabino y en el escondrijo que había comentado. Una «habitación sin entrada», había dicho.
—Bueno —gruñó Sarah—, por lo visto, he encontrado la entrada.
A pesar del hedor, continuó avanzando siguiendo la corriente de la alcantarilla y fue a parar a un conducto más grande en el que se vertía el contenido de varios canales. El rumor aumentó y el hedor se hizo tan insoportable que Sarah se tapó la cara con el chal empapado por la lluvia para filtrar un poco el aire. Continuó caminando con la lámpara delante y teniendo cuidado de no resbalar en el estrecho saliente repleto de porquería y cieno. En aquellas tinieblas vio brillar un sinfín de ojos amarillos cuyos propietarios se escabullían chillando cuando la luz de la lámpara los alcanzaba: ratas, que seguramente poblaban a millares aquel siniestro lugar.
La idea no le hizo ninguna gracia, pero Sarah se obligó a seguir por el túnel. De repente notó que al rumor del agua se le había sumado un nuevo ruido que no encajaba en aquel lugar: un martilleo sordo y metálico, como si un herrero trabajara en el yunque.
El sonido estridente llegaba desde el fondo del conducto y, si quería descubrir su origen, Sarah tenía que seguir avanzando por las buenas o por las malas. Y hacía rato que no era por las buenas. Si bien estaba tan decidida como antes a proseguir, pocas veces se había sentido tan perdida y sola como entonces. No sabía ni dónde se encontraba ni adónde conducía aquel viaje. Aún sujetaba con fuerza el revólver en su mano derecha, pero se sentía como alguien que se está ahogando y se aferra a un clavo ardiendo. Si se extraviaba en aquel laberinto subterráneo, el Colt Frontier no le serviría de mucho.
Sarah se dio cuenta de que no se había extraviado cuando reanudó la marcha por un ligero recodo del conducto y vio una abertura que estaba claro que había sido esculpida en el muro curvo mucho después de la construcción del túnel. La galería con la que conectaba, cuyo final no podía verse a la luz de la lámpara, se parecía en el tipo de construcción a la que Sarah había cruzado para llegar al alcantarillado, y la reja que normalmente la cerraba estaba solo entornada.
La curiosidad la impelía a entrar de inmediato a explorar la galería, pero la prudencia, que según Shakespeare era la mejor parte de la valentía, la detuvo.
¿Estaba a punto de caer en una trampa?
Las palabras de advertencia de sir Jeffrey resonaron en sus oídos, igual que las de la condesa. Sarah suponía que el gigante no la había visto cuando lo seguía por el cementerio, aunque le quedaba un resto de duda. Pero las dudas no salvarían a Kamal, solo el valor y la determinación. Así pues, hizo de tripas corazón, abrió la verja y entró.
El pasadizo era de techo bajo, el aire era tan denso y olía tan mal que a Sarah casi se le revolvió el estómago. No obstante, avanzó intrépida, con el revólver en la mano preparado para disparar. La galería descendía empinada por unos escalones. Allí las paredes ya no eran de madera carcomida, sino de piedra maciza, y a medida que Sarah descendía, el frío aumentaba y el aire mejoraba. La galería describía una curva y Sarah pudo divisar de pronto el final, de donde llegaba una luz débil y trémula.
De nuevo se le aceleró el pulso y la palma de la mano con que sostenía la empuñadura del Colt se le humedeció. Sarah contuvo el aliento. ¿Se airearía por fin el secreto de aquel siniestro lugar?
Avanzó deslizándose sin hacer ruido. Envuelta en su abrigo negro, empapado de agua y pesado, la joven apenas se distinguía de su propia sombra, proyectada en la pared por la luz de la lámpara de petróleo. Finalmente llegó al final del pasadizo que, al parecer, se transformaba en una especie de gruta o cámara.
Cautelosa, Sarah aminoró el paso y echó un primer vistazo dentro.
La estancia, probablemente creada por un capricho de la naturaleza en tiempos remotos, tenía forma alargada. Dos antorchas situadas en unos soportes fijados en la pared a ambos lados de la entrada eran el origen de la luz trémula.
Saltaba a la vista que se trataba de una especie de gruta de sacrificios o de templo, quizá también de un laboratorio secreto; de otro modo no se explicaban las mesas de piedra excavadas en la roca a lo largo de las paredes. Esparcidos por encima se encontraban todo tipo de objetos que habrían hecho honor a un alquimista; entre estos se apilaban libros encuadernados en piel envejecida y mapas. El techo de la cámara subterránea estaba pulido, igual que el suelo, en el centro del cual destacaba un símbolo harto conocido.
¡El símbolo del único ojo!
Sarah no tuvo tiempo de reaccionar ante ese descubrimiento porque oyó un ruido procedente del lado opuesto del laboratorio. Empuñando el Colt, se dio la vuelta y constató que al otro extremo de la cámara longitudinal había un paso de techo bajo que parecía conducir a otra estancia. El ruido, que en ese momento se repitió, procedía de allí.
Un ruido de algo restregando y, luego, un bufido sordo o un gemido. Al parecer, había alguien en aquella sala…
Sarah decidió echar un vistazo.
Dejó la lámpara en el suelo de manera que la luz penetrara en la otra habitación. Luego sujetó el revólver con ambas manos y se acercó con cautela al pasadizo. Casi contaba con que se le abalanzaría encima el gigante encapuchado de negro, pero sus expectativas se vieron defraudadas de nuevo. Porque lo que encontró más allá del paso no era un gigante, sino un suizo no demasiado corpulento al que conocía muy bien.
—¡Friedrich! —exclamó espantada al descubrir a su amigo.
Hingis tenía las manos atadas a la espalda, y también le habían atado los pies. Una mordaza en la boca le impedía hablar y tenía las lentes torcidas sobre la nariz.
Su reacción al ver a Sarah fue contradictoria. En su mirada se reflejó esperanza, pero de su faringe salían sonidos inarticulados que sonaban a verdadero espanto.
—¿Qué ha ocurrido? —inquirió Sarah precipitándose hacia él—. Ha desaparecido…
Le quitó la mordaza, pero cuando se dispuso a desatarle las manos y los pies, el suizo se lo impidió.
—Tiene que huir, Sarah —musitó—, es una trampa y yo soy el ceb…
No consiguió acabar la frase.
Antes de que llegara al final, se oyó un ruido metálico y una reja de barrotes macizos cayó desde el techo del pasadizo justo detrás de Sarah y golpeó en el suelo con gran estrépito.
—¡No!
Sarah, que en ese momento se dio cuenta de que había cometido un error fatal, se dio la vuelta. En un gesto espontáneo, pero bastante absurdo, se agarró a los hierros oxidados e intentó levantarlos en vano. Había caído en la trampa como un ratón al que echan de cebo un pedazo de tocino, y se tachó de necia por haber picado.
—Era lo que quería decirle —comentó Hingis, compungido mientras Sarah empezaba a liberarlo de sus ataduras—. Poco después de que usted entrara en la sinagoga, apareció de repente. Cranston y yo decidimos seguirlo, pero él ha sido más astuto. Nosotros nos hemos perdido de vista en la maraña de callejuelas. Recuerdo que estaba llamando a Cranston y entonces he visto una sombra oscura en la pared; luego, todo se ha vuelto negro.
—¿Lo ha dejado inconsciente?
—No, me ha metido en un saco como si fuera un niño rebelde y me ha traído directamente aquí —dijo indignado el suizo.
—¿Quién? —preguntó Sarah—. ¿A quién se refiere?
En ese mismo instante se oyeron pasos en la galería situada más allá del laboratorio. Unos pasos pesados que producían crujidos sobre la piedra desnuda y se acercaban.
—¿Quién? —volvió a preguntar Sarah.
Hingis levantó el brazo izquierdo tullido.
—No me creería —murmuró con los ojos vidriosos.
Sarah se dio la vuelta y se acercó a la reja. La pieza no era lo suficientemente alta para poder estar de pie, por eso se agachó delante de los barrotes, empuñando con ambas manos el Colt cargado mientras los pasos parsimoniosos se aproximaban. De repente apareció una sombra en la pared, la silueta de un ser gigantesco que iba encogido, llevaba una capa holgada y caminaba lenta y torpemente.
—El Golem —prorrumpió Sarah, y, un instante después, el gigante entró en el laboratorio.