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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR

Debo confesar que la observación de Friedrich Hingis despertó mi curiosidad. ¿A qué se refería nuestro amigo suizo cuando dijo que la condesa se parecía a mí en algunos aspectos?

¿La observación apuntaba a los rasgos físicos? ¿O tal vez, después de tantos años afirmándome en una disciplina científica dominada por los hombres, en ese viaje encontraría a una correligionaria? ¿A una mujer que, como yo, se había consagrado a la investigación del pasado y no se sometía a las limitaciones que la sociedad pretendía imponer a las personas de nuestro sexo?

Me sorprendí pensando que me gustaba la idea y confieso que le presté más atención de lo debido teniendo en cuenta la situación. Mi amor se encontraba en peligro de muerte y yo no tenía derecho a ensimismarme en mi propio bienestar ni en cosas que me resultaran gratas. Aun así, me sentía impaciente por conocer a nuestra anfitriona…

El carruaje ligero, tirado por un solo caballo, se dirigió hacia la ciudad, cuyas altas cúpulas y torres, dotadas de incontables saledizos y agujas, se perfilaban en el horizonte rojizo, acompañadas por miríadas de finas columnas de humo que ascendían por el cielo crepuscular y se diluían en él tiñéndose de violeta y azul. Se abrieron claros entre las nubes, como si el sol quisiera dar la bienvenida con sus últimos rayos a los recién llegados. El astro rey sumergía los tejados y las torres en la luz dorada que había dado su sobrenombre a la ciudad situada a orillas del Moldava.

El camino que seguía el carruaje pasaba junto a la Corte Real y cruzaba la aledaña torre de la Pólvora, cuya decoración gótica brillaba con nuevo esplendor después de que, según explicó Hingis, la hubieran restaurado hacía unos años. A continuación se abría una calle ancha y espléndida, que no tenía nada que envidiar al Mall de Londres: grandes mansiones y palacios con altos ventanales y muchos ornamentos, las fachadas barrocas alternaban con casas de entramado de madera de aspecto medieval, que proclamaban la larga historia de tradiciones de la ciudad. Al final, la calle desembocaba en una plaza amplia, dominada por una gran torre cuadrangular, en cuyos ángulos se elevaban otras cuatro torres pequeñas hacia el cielo. Por la plaza transitaban personas, carruajes e incluso un tranvía tirado por caballos, y semejante ajetreo volvió a recordarle a Sarah la capital del Imperio británico.

—La plaza Mayor de la Ciudad Vieja —comentó Hingis, que realmente parecía estar muy versado y adoptaba de buena gana el papel de cicerone—. Ese impresionante edificio de la derecha es la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, debajo de esas torres puntiagudas están enterrados los restos mortales de Tycho Brahe, el célebre astrónomo danés. Y aquella torre que abarca en gran medida la plaza es la del Ayuntamiento de la Ciudad Vieja.

—¿Y aquel extraño artefacto? —preguntó Sarah cuando el carruaje pasó por la cara sur del edificio, que presentaba una curiosa mezcla de ornamentos italianos y góticos.

—El reloj del Ayuntamiento —explicó Hingis señalando el extraño dispositivo, compuesto por diversos círculos excéntricos y decorado con cifras doradas, cuerpos celestes y signos del zodíaco—. Cuentan que lo construyó en el año 1490 un relojero llamado Hanuš y que luego los concejales de la ciudad lo dejaron ciego para impedir que jamás volviera a construir una obra maestra similar.

—¿En serio? —preguntó Sarah, y no pudo reprimir un escalofrío, que también podía deberse al viento frío que soplaba entre las casas.

La joven levantó la vista hacia la impresionante fachada y se asustó al ver que un esqueleto situado sobre un saledizo, a la derecha de la enorme esfera, ¡se movía! Con una de sus manos huesudas tiraba de una cuerda y, con la otra, levantaba un reloj de arena y le daba la vuelta. A una hora más temprana, el espectáculo, que se ejecutaba cada hora desde que el relojero Jan Táborks había renovado el mecanismo en 1572, habría provocado admiración en Sarah. Sin embargo, en aquel momento, iluminado como estaba por la claridad postrera del día y la luz mortecina de los faroles de gas que se habían encendido a lo largo de la calle, y cubierto por la niebla que se levantaba desde el río cercano, le pareció un mal presagio, lúgubre y siniestro.

—¿Le ocurre algo? —preguntó Hingis mientras las campanas comenzaban a sonar en la torre y recibían por respuesta las campanadas de las iglesias circundantes, con lo cual el sonido pareció repetirse como un eco por todas partes—. ¿Va todo bien?

—Por supuesto —replicó Sarah, estremeciéndose de nuevo—. Todo va bien, amigo mío…

El carruaje dejó atrás la plaza y giró por la calle de Carlos: un paseo flanqueado por majestuosos edificios de viviendas y de oficinas que, contradiciendo su modesto nombre, parecía ser la avenida principal de la Ciudad Vieja. Jinetes, carros y carruajes se apiñaban todavía a esas horas sobre el pavimento y, a pesar del frío y de la niebla, las aceras estaban llenas de transeúntes.

—Aquel impresionante edificio —explicó Hingis señalando a la derecha, donde se alzaba una iglesia en medio de una fachada románica—, es el Clementinum. Fue fundado por los jesuitas, pero actualmente alberga parte de la Universidad de Praga y también su extensa biblioteca. Puedo afirmar que ahí pasé ratos de una gran iluminación.

A pesar de la tensión interior que sentía, Sarah no pudo evitar una sonrisa. Tener de guía turístico a Friedrich Hingis, que antes fue un erudito reservado que solo pensaba en su carrera, no era algo habitual y mostraba una cara totalmente nueva de él. Sarah nunca había visto al suizo tan romántico y soñador, con una manifiesta tendencia al sentimentalismo. Deseaba de todo corazón compartir sus sensaciones, pero no dejaba de tener la impresión de que aquella ciudad era amenazadora a pesar de toda su opulencia y de su glorioso pasado.

Volvió instintivamente la cabeza para mirar la ambulancia de campaña. En medio de la confusión que imperaba en la calle de Carlos, el carruaje tirado por dos caballos había quedado un poco atrás, pero Sarah pudo distinguir claramente el vehículo de caja alta. Más tranquila, volvió la vista hacia delante y vio otro edificio con una torre alta perfilarse en la oscuridad que caía y en la niebla, cada vez más espesa. En ella se abría una enorme puerta que parecía engullir la calle como las fauces de una bestia voraz; detrás, en la amenazadora negrura, se distinguían las formas arqueadas de un puente flanqueado por esculturas de piedra y farolas de gas.

—El puente de Carlos —explicó Hingis—. La primera piedra se colocó en el año 1357 y, desde entonces, se extiende sobre el río con una longitud de más de 500 metros. Hasta finales del siglo pasado, el puente de Carlos era la única posibilidad de cruzar el Moldava sin necesidad de recurrir a un trasbordador. Se dice que el mortero con que se construyó el puente está compuesto por una mezcla secreta, entre cuyos ingredientes principales, ver para creer, había huevos crudos. Increíble, ¿verdad?

Sarah ya no escuchaba.

Cuando el carruaje cruzó la puerta y entró en el puente, que estaba flanqueado por estatuas de santos talladas en piedra, tuvo la sensación de adentrarse en un reino desconocido, en el futuro que, como Shakespeare habría expresado, se alzaba ante ella como tierras lejanas aún por descubrir.

Con la mirada clavada al otro lado del río, donde podía distinguirse vagamente la silueta del Castillo de Praga y los edificios del barrio de Malá Strana que parecían crecer a sus pies, Sarah se preguntó qué la esperaría allí… y, por un breve instante, la embargaron las dudas sobre su misión.

¿Y si sir Jeffrey tenía razón? ¿Y si sus enemigos invisibles le habían tendido una trampa hacia la que ahora avanzaba a ciegas? ¿Actuaba realmente solo por el bienestar de Kamal? ¿O habían sido la curiosidad y la vanidad lo que la había empujado hasta allí?

Las dudas duraron el tiempo que el carruaje tardó en cruzar el río. Cuando la torre del otro extremo del puente apareció a la vista y el carruaje franqueó la puerta, la razón se impuso a los miedos irracionales y, poco después, Sarah se preguntaba qué le había ocurrido. Durante unos instantes había tenido la sensación de que cruzar el puente lo cambiaba todo, como si las aguas que rumoreaban perezosas y oscuras por debajo de aquel puente fueran las del legendario río Estigia y no existiera ninguna posibilidad de retorno…

A Hingis no le pasó por alto el ánimo sombrío que embargaba a su amiga.

—Ya falta poco —dijo, intentando animarla mientras el carruaje pasaba de nuevo por delante de edificios barrocos y construcciones medievales cuyas fachadas estaban provistas de escudos de armas y emblemas de gremios.

La calle, bordeada por faroles de gas, subía empinada por la ladera, y el carruaje aminoró la marcha. En un momento dado, Hingis indicó al cochero que girara a la izquierda y se detuviera poco después.

—El palacio Czerny —anunció con orgullo—, el final del trayecto.

Sarah esperó a que el cochero bajara y pudiera ayudarla a salir del vehículo. Luego miró la imponente mansión, cuya fachada rebosaba de suntuosidad barroca y cuyos ventanales, tan altos como estrechos, estaban tapados con cortinajes. Encima del amplio portal había un escudo de armas que mostraba un paladín medieval a lomos de un caballo y con armadura negra.

—Estoy impresionada —tuvo que admitir Sarah.

—Espere a verlo por dentro —replicó Hingis sonriendo—. La familia Czerny es conocida en gran medida por su colección privada de arte.

Antes de que Sarah pudiera contestar, se abrió un ala de la puerta de entrada y salió un hombre delgado con un aspecto que podría calificarse, en el buen sentido de la palabra, de chapado a la antigua. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y recogido en una pequeña trenza en la nuca, y vestía una librea de color verde oscuro y pantalón hasta la rodilla al estilo bohemio. Por lo visto, pensó Sarah, la condesa Czerny concede valor a las tradiciones…

—Buenas noches —dijo el criado en buen inglés, solo con un leve acento eslavo—. Bienvenida a Praga, lady Kincaid. Espero que haya tenido un viaje agradable.

—Gracias —replicó Sarah, inclinando ligeramente la cabeza: no estaba familiarizada con las costumbres continentales, pero ningún criado inglés, aunque se tratara de un mayordomo, habría esperado recibir una respuesta más detallada.

—Me llamo Antonín —se presentó el hombre con la librea—. Si hace el favor de seguirme. La condesa la está esperando.

—Por supuesto —contestó Sarah, que no quería parecer maleducada, pero echó una mirada calle abajo para interesarse por la ambulancia de campaña.

—Le aseguro que nos ocuparemos del equipaje —prometió el criado, dando a entender que no estaba informado de la naturaleza del viaje de Sarah. Por lo visto, la discreción también era una cualidad de la condesa.

Sarah dedicó una mirada interrogativa a Hingis, cosechó una sonrisa de ánimo y decidió aceptar la invitación. Subió los empinados escalones del portal, cruzó la alta puerta y entró en el vestíbulo bien iluminado, de cuyo techo colgaba una lámpara de araña deslumbrante. A diferencia del vestíbulo de Kincaid Manor, que tenía un aire gótico que a Sarah le resultaba familiar pero que debería de parecer oscuro y sombrío a las visitas desprevenidas, las paredes estaban sumergidas en un blanco radiante y el techo estaba revestido con un estuco fastuoso. La sala estaba decorada con cuadros de marcos dorados, en los que predominaban los colores cálidos y oscuros y que mostraban escenas de la historia de Praga.

Dos criadas se apresuraron en ayudar a Sarah y a Hingis a quitarse los sombreros y los abrigos. Después, Antonín los guio hasta el primer piso por una escalinata ancha y empinada. Un pasillo corto conducía a un salón espacioso, cuyas dimensiones y suntuosidad barroca dejaron de nuevo profundamente impresionada a Sarah. Unas arañas de gas proporcionaban una luz clara, y el olor penetrante de la cera para pulir el suelo colmaba el aire.

Los altos ventanales estaban tapados con terciopelo oscuro; las paredes frontales del salón estaban adornadas con tapices enormes que mostraban escenas de una batalla de la guerra de los Treinta Años. Unos rosetones de estuco embellecían el techo y el parquet estaba pulido a la perfección. El único mobiliario lo formaban una mesa alargada con sillas forradas de terciopelo y una estufa de hierro que desprendía un agradable calor. Delante había una mujer de pie que tendría la misma edad que Sarah y que a esta, curiosamente, le pareció extraña y familiar a la vez.

Tanto su figura esbelta y erguida como su porte orgulloso, su semblante pálido y sus pómulos marcados revelaban nobleza. El rostro, alargado y enmarcado entre cabellos rubios rojizos, era de una belleza extraña y distante. Unos labios finos formaban una boca pequeña, debajo de la cual se extendía una barbilla que reflejaba determinación. Tenía la nariz fina y quizá un poco demasiado larga, pero los ojos, brillantes y de un enigmático color verde esmeralda, borraban ese insignificante defecto. A diferencia de Sarah, que iba vestida con ropa oscura y sencilla, práctica para viajar, aquella mujer llevaba un vestido de seda con encajes, de un color beige que hacía que su rostro pareciera aún más pálido y noble, y con un gran cuello y falda abombada que casi causaban la impresión de realeza. Eso y el hecho de que llevara joyas ostentosas de oro indicaba claramente que concedía más importancia a aquel encuentro de la que Sarah había considerado hasta ese momento.

—La condesa de Czerny —anunció Antonín innecesariamente.

Acto seguido, Hingis hizo una profunda reverencia y Sarah, en reconocimiento al título nobiliario más alto y antiguo de la condesa, inclinó la cabeza e hizo una ligera genuflexión.

—Lady Kincaid —dijo la condesa mientras se le acercaba extendiendo las manos para saludarla. En Inglaterra, ese gesto se consideraba un signo de gran confianza y, aunque Sarah no sabía qué significaba en aquel lugar, se sintió aliviada al ver que su anfitriona parecía conceder tan poca importancia como ella a la etiqueta—. Es un placer darle la bienvenida a mi casa.

La condesa había hablado en alemán, con un marcado acento eslavo. Puesto que Sarah no dominaba el checo, el alemán parecía ser la lengua de entendimiento común.

—Se lo agradezco, condesa —replicó por tanto en alemán, mientras ambas se estrechaban las manos y se miraban a los ojos. Una vez más, Sarah tuvo la sensación de vislumbrar en ella algo muy familiar, aunque estaba segura de que nunca había visto a la condesa antes. ¿Se refería a eso Hingis al hablar del parecido entre las dos?—. Aunque no sé a qué debo el inesperado honor de ser acogida como huésped en su casa —añadió Sarah educadamente.

—Es usted demasiado modesta —contestó la condesa sonriendo—. Su fama la precede, querida, y eso desde antes de que nuestro amigo suizo —añadió saludando a Hingis con un amable movimiento de cabeza, a lo que él contestó con una nueva reverencia— viniera a hablar conmigo en su nombre. Mi difunto esposo seguía con mucho interés los trabajos de su padre. Y, por lo que he oído, usted sigue sus pasos.

—En cierto modo, sí —confirmó Sarah—. Aunque no de manera tan voluntaria como me gustaría.

—Estoy enterada del terrible asunto —replicó la condesa—, y le aseguro que haré todo lo posible por ayudarla a que su estancia en Praga sea un éxito.

—Se lo agradezco, condesa. Es usted muy amable.

—Por favor. No sé qué pensará usted, pero cuando el señor Hingis me contó el apuro en que se encuentra, tomé la firme decisión de ayudarla puesto que, en cierto modo, somos hermanas.

—¿Hermanas?

—Hijas de los mismos padres, que no son otros que el ansia de saber y el luto —explicó la condesa—. Yo también he perdido a un ser querido, que para mí significaba más que nada en el mundo y que solo me legó dos cosas: su pasión por el pasado y las herramientas para tratarlo. ¡Mire a su alrededor! Los pasillos y las salas de este palacio están repletos de reliquias de la historia que reunió mi esposo. Cuando me dejó, no pude sino continuar su trabajo, siguiendo sus objetivos, y dedicarme al estudio del pasado.

—¿Es… es usted arqueóloga? —preguntó Sarah albergando ciertas dudas.

—¡Querida! Cuánto me gustaría responder afirmativamente a esa pregunta, pero, a diferencia de usted, a mí no se me ha concedido la posibilidad de superar los límites marcados por mi procedencia y de viajar a tierras lejanas en compañía de un hombre que fuera para mí padre y maestro a un tiempo. Así pues, por desgracia solo me queda el estudio de los libros. Sin embargo, en ellos también he hallado consuelo y esperanza, no sé si me entiende.

—Creo que sí —afirmó Sarah.

—La familia Czerny —explicó la condesa sin que nadie se lo pidiera— es una de las más antiguas y con mayor tradición nobiliaria de Praga. Mis antepasados estuvieron presentes cuando la ciudad recibió los fueros en el año 1257; también cuando se fundó la universidad y el emperador hizo su entrada en el Castillo; estuvieron cuando quemaron a Jan Hus por hereje y tuvieron que presenciar cómo sus seguidores hundían el reino en una guerra cruenta; vivieron la época de esplendor del reinado de Rodolfo II y vieron cómo Bohemia perdía la libertad en la batalla de la Montaña Blanca, luchando contra sajones y franceses. Pero todo eso me resulta insignificante desde que mi esposo no se encuentra entre los vivos. Me dejan disfrutar de títulos y propiedades, pero, a diferencia de los años en que mi marido enseñaba en la universidad, no toleran mi presencia en ella. Han quedado olvidados los generosos donativos que mi familia entregó al Consejo Científico, se acabaron los tiempos en que alababan a Ludmilla de Czerny por su inteligencia y su erudición —añadió asqueada—. Ahora, a esos intrigantes tiralevitas solo les interesa saber cuándo volveré a casarme y quién heredará algún día todo esto. Puesto que no nos fue dado tener hijos, el terreno está abonado para todo tipo de especulaciones, como bien podrá imaginarse.

—Ya lo creo que puedo —afirmó Sarah, sorprendida no solo por la franqueza de su anfitriona, sino también por su valor, y empezó a entender a qué parecido se refería Friedrich Hingis.

Igual que ella misma, Ludmilla de Czerny parecía una mujer con un interés por el mundo mucho mayor y más amplio de lo que la sociedad quería permitirle. Si bien su posición social y sus propiedades le brindaban ciertas posibilidades, parecía estar muy lejos de encontrar el reconocimiento público. Realmente, aquella injusticia las convertía en cierto modo en hermanas, pero sobre todo en aliadas, y Sarah admitió que se reconocía un poco en aquella mujer. La comprendía como si las uniera una amistad de hacía años, y eso que acababan de conocerse…

—¿Me permite invitarla a una taza de té? —preguntó la condesa señalando la mesa, donde habían un servicio de plata—. Soy consciente —prosiguió en tono de disculpa— de que ya es muy tarde para las costumbres británicas. Pero, desgraciadamente, como no sabía la hora exacta de su llegada, no me ha sido posible ordenar a tiempo que prepararan la cena…

—Es usted muy amable —contestó Sarah sonriendo—. Una taza de té me iría de maravilla.

—Siéntense —invitó la condesa a Sarah y a Hingis, mientras Antonín hacía señas a dos criados para que les llevaran té recién hecho y se lo sirvieran.

Cuando empezaron a beber, a Sarah le llamó la atención la joya que la condesa lucía en el dedo índice de la mano derecha. Era un anillo dorado con un sello ovalado que mostraba un motivo nada común.

Un obelisco egipcio…

Teniendo en cuenta la marcada tendencia por las joyas extravagantes que podía apreciarse en la condesa, el anillo no habría llamado la atención a un observador atento. Pero Sarah recordó que ya había visto una joya como aquella… en la mano del hombre que algún día heredaría la corona británica…

—Veo que admira mi anillo —dijo la condesa, a quien no pasó desapercibida la mirada curiosa de Sarah—. ¿A usted también le gustan estos chismes?

—A decir verdad, no —replicó Sarah—. Nunca he sabido que hacer con ellas. Siempre he preferido un libro interesante al oro y las alhajas…

—Bueno, hemos encontrado algo que nos diferencia —comentó la condesa con una sonrisa comedida.

—… Sin embargo —prosiguió Sarah, imperturbable—, creo que esa alhaja es especial.

—¿Esta alhaja? —La condesa posó una mirada de desdén en su mano derecha—. No, que yo sepa. Encontré este anillo en el legado de mi esposo y, si he de serle sincera, lo he escogido por motivos sentimentales.

—Comprendo —se limitó a decir Sarah.

—Los recuerdos son algo curioso, ¿no es cierto? —añadió la condesa—. Unos días pueden procurar consuelo y la esperanza de un futuro mejor, y otros nos precipitan a abismos que ni siquiera sospechábamos.

—Cierto —afirmó Sarah—. El anillo representa un obelisco, ¿verdad?

—En efecto. El antiguo Egipto y sus secretos siempre me han fascinado.

—Igual que a mí —afirmó Sarah.

—Sin embargo, si he entendido bien al señor Hingis, no ha viajado usted a Praga debido a su interés por la arqueología. Sobre todo teniendo en cuenta que hay lugares seguramente más apropiados…

—Eso también es cierto —admitió Sarah—. He venido a Praga porque tengo motivos para suponer que aquí, y solo aquí, podré obtener cierta información.

—¿Y de qué información se trata, si me permite la pregunta? Naturalmente, no querría parecerle indiscreta, pero si tengo que ayudarla me sería muy útil saber exactamente qué busca. El señor Hingis solo aludió a una medicina para su esposo enfermo…

—No estamos casados —explicó Sarah, y le dedicó una mirada divertida a su acompañante: era evidente que Hingis había considerado necesario encubrir un poco la chocante verdad. Sin embargo, después de que la condesa Czerny se hubiera mostrado tan abierta y sincera con ella, Sarah no vio motivos para continuar manteniendo esa táctica—. Kamal es el hombre al que amo y al que no querría perder en ningún caso.

—Tiene usted toda mi comprensión y mi entera simpatía —aseguró la condesa—. Pero ¿qué espera encontrar exactamente en nuestra ciudad?

Sarah tomó pensativa un sorbo de té.

—Si pudiera contestar a su pregunta, condesa, ya habría hecho un gran progreso. En lo que respecta al objetivo exacto de mi viaje, de momento aún ando a ciegas.

—Así pues, ¿no sabe lo que busca?

—Sinceramente, no.

—¿Y aun así ha emprendido un viaje hasta tan lejos? ¿Ha sometido a su amado enfermo a las fatigas de un trayecto tan largo?

—Sé que tiene que parecer sumamente insólito —reconoció Sarah—, y no le reprocharé que me tome por loca. Pero le aseguro que mi presencia en esta ciudad se debe a motivos fundados.

—No tengo por qué dudar de su palabra, querida amiga —replicó la condesa sin vacilar—. Usted dígame dónde quiere empezar la búsqueda y yo me ocuparé de que disponga de toda la ayuda imaginable.

—En el barrio judío —dijo Sarah abiertamente.

—¿En el…? —El semblante pálido de la condesa se desfiguró y dio la impresión de que no quería pronunciar el nombre—. ¿Qué piensa hacer en ese terrible lugar?

A diferencia de Sarah, que no conseguía explicarse la reacción negativa de la condesa, Hingis parecía conocer los motivos.

—Ha oído bien, condesa —intervino Hingis—, y puedo asegurarle que he intentado convencer a lady Kincaid de que abandonara ese proyecto. Pero está convencida de que allí podrá encontrar los indicios ocultos por los que ha venido a Praga.

—De acuerdo. —Ludmilla de Czerny parecía un poco más tranquila—. En ese caso, probablemente no tenemos otra elección…

—¿Por qué? —preguntó Sarah con ingenuidad—. ¿Qué tiene de malo ese lugar?

—Josefov —explicó la condesa lúgubremente— forma un poblado aparte dentro de los límites de Praga. Hace mucho que no está habitada solo por judíos, sino también por obreros, jornaleros, mendigos, vagabundos… Y por allí callejea también chusma de todo tipo. Por no hablar de la suciedad, la porquería y el hedor que cubre el barrio.

—Es innegable que tiene cierto parecido con el East End de Londres —añadió Hingis ilustrativamente.

—Eso parece —dijo Sarah con voz queda.

—De día, ya es peligroso caminar por la judería —prosiguió indignada la condesa—, pero visitar el barrio cuando cae la noche equivale a un intento de suicidio. No pasa una noche sin que alguien acabe degollado en el arroyo.

—¿Si es tan grave, por qué no se toman medidas? —preguntó Sarah—. ¿No hay policía?

—Por supuesto —musitó la condesa—, y han hecho tentativas, pero es como intentar quitarle las pulgas a un perro sarnoso. Inútil, ¿comprende?

—Perfectamente —aseguró Sarah.

La comparación que había utilizado la condesa había sido algo impropia de una dama y, por eso mismo, mucho más gráfica. Igual que ella, Ludmilla de Czerny parecía ser partidaria de hablar sin remilgos.

—En las incontables callejuelas y rincones del barrio se esconde más chusma de la se podría expulsar —continuó la condesa—. Y no solo el crimen encuentra allí un terreno abonado, sino también las epidemias de todo tipo. Según los cálculos más recientes, en la judería se hacinan entre diez y quince mil personas, y allí no hay suficientes instalaciones sanitarias ni un alcantarillado en condiciones… Dejo a su imaginación lo que eso significa.

—Gracias —dijo Sarah secamente.

—No obstante —añadió tranquilizadora la condesa—, hay planes para acabar de una vez por todas con esa penosa situación.

—¿De verdad?

—El barrio judío será demolido y en su lugar se construirá un barrio con grandes edificios nuevos que satisfarán las exigencias de la época moderna.

—Con ello se destruirán las tradiciones —objetó Sarah.

—Y se allanará el camino hacia el futuro —argumentó la condesa serenamente—. Sin el fin de lo antiguo no hay inicio de lo nuevo.

—Yo no estoy tan segura.

—¿Discrepa usted, lady Kincaid?

—Bueno —respondió Sarah—, en mis viajes he aprendido que a veces el pasado alberga las claves del futuro. Y, si he de serle sincera, todas mis esperanzas se cimientan en que esta vez también sea así.

—¿Se refiere a la medicina que busca?

Sarah asintió con la cabeza.

—Si es cierto lo que supongo, en ese lugar que usted ha descrito tan lúgubremente se oculta el saber que necesito para salvar la vida de mi amado.

—¿Y si no es así? —inquirió la condesa.

—De momento, no quiero ni pensarlo —contestó Sarah con voz queda, y de repente tuvo que combatir las lágrimas de desesperación que estaban a punto de brotar en sus ojos.

¿Tal vez tenía razón su anfitriona?

¿Se había precipitado al emprender aquel viaje? Cegada por el dolor y la pena, ¿había emprendido una cruzada insensata y absurda, al final de la cual solo la esperaba la perdición? Laydon la había advertido: «El viaje te llevará directamente a las tinieblas».

Si las objeciones hubieran procedido de otra persona, Sarah se habría limitado a no tenerlas en cuenta. Sin embargo, en boca de aquella mujer que parecía asemejarse a ella en tantos aspectos, tenían mucho más peso. Sarah no podía pasarlas por alto sin más, pero había recorrido aquel camino hasta demasiado lejos para poder regresar.

—No hay otro modo —dijo Sarah con voz apagada—. O encuentro ayuda para Kamal en ese lugar o no existe ninguna ayuda.

—Comprendo. —Ludmilla de Czerny asintió. Su semblante pálido y estático no dejó traslucir lo que pensaba sobre la decisión de Sarah—. ¿Existe algún indicio? ¿Un punto de partida donde pueda usted comenzar la búsqueda?

—En un periódico londinense —explicó Hingis en lugar de Sarah— mencionaban a un rabino llamado Oppenheim. A lady Kincaid le gustaría hablar con él.

—¿Oppenheim? —La condesa enarcó las cejas, finas y de color rojizo.

—¿Lo conoce?

—Personalmente, no. Pero últimamente ha dado mucho que hablar porque asegura haber visto un monstruo en la judería…

—El Golem —dijo Sarah quedamente.

—¿Lo sabía usted?

—No solo eso, sino que el Golem es el verdadero motivo de nuestro viaje a Praga.

—¿Qué quiere decir?

—Es difícil de explicar —contestó Sarah—, pero tengo motivos para suponer que las fuerzas secretas que están tras el Golem también podrían contribuir a devolverle la vida a Kamal.

—Entonces, ¿da usted crédito a lo que afirma el rabino? —Los ojos verde esmeralda de la anfitriona reflejaban un asombro desmesurado—. ¿Cree que esa historia del Golem es algo más que una simple historia de fantasmas?

—No sé qué debo creer y qué no, condesa —reconoció Sarah abiertamente—. En los últimos meses, mi visión del mundo se ha visto sacudida en tantas ocasiones, son tantas las cosas que estaba segura de saber y que han resultado falsas… Si quiero descubrir la verdad, solo hay un modo.

—Comprendo. —La condesa asintió con un movimiento de cabeza—. Pero permítame darle un consejo.

—Por supuesto.

—¡Tenga mucho cuidado! Con todo lo que diga y aún más con lo que oiga. Los rabinos son gente extraña. Suelen hablar con acertijos y algunas personas se han extraviado en el embrollo de sus palabras.

—Le agradezco la advertencia, condesa —replicó Sarah—. Pero, créame, no tengo nada que perder.

—Eso nunca se sabe —contestó la condesa enigmáticamente—. Por otro lado, necesitará un guía que conozca bien el lugar.

—¿Conoce usted a alguno? —preguntó Hingis.

—Creo que sí: a un muchacho que ha estado a mi servicio como traductor en varias ocasiones. Todavía va a la escuela, pero su interés por la Historia y sus conocimientos del barrio judío son extraordinarios. Además, es de toda confianza. Mandaré a Antonín a buscarlo.

—Es usted muy amable, condesa —dijo Sarah—. Muchas gracias por su ayuda.

—No me dé las gracias, lady Kincaid. Considero un deber personal apoyarla. En cierto modo, de hermana a hermana…