5

Sarah contuvo el aliento mientras la figura gigantesca, que ahora ya se veía perfectamente, se aproximaba a ella renqueando. La capucha seguía ocultando su rostro, pero Sarah jamás en la vida había visto a nadie que se moviera con semejante parsimonia. Por lo demás, una fuerza bruta, sin domar, se expresaba en cada paso que daba.

—¿Quién es usted y qué quiere? —exigió saber Sarah, empuñando el arma mientras el gigante se acercaba.

—¿No debería ser yo quien hiciera las preguntas? —Fue la respuesta que llegó desde la capucha. Era una voz sorda y lúgubre, como si saliera de las profundidades… o de un pasado lejano—. Al fin y al cabo, es usted la que ha entrado indebidamente en mi reino.

—Porque usted me ha atraído hasta aquí —replicó Sarah, imperturbable—. Y porque ha secuestrado a un amigo mío.

—Usted no sabía nada de su amigo. Solo trataba de adquirir conocimientos. De airear el secreto del Golem… —La voz del coloso se transformó en una risa cavernosa.

—¿Qué le parece tan gracioso? —inquirió Sarah.

—¿Qué le hace pensar que precisamente usted, lady Kincaid, sería digna de descubrir ese secreto?

—¿Sabe mi nombre?

—Sé quién es usted y conozco los motivos de su estancia en Praga…

—¿Quién es usted? —preguntó de nuevo Sarah—. ¡Quítese la capucha ahora mismo!

—¿Cree que entonces sabrá quién soy?

—Quítesela —ordenó Sarah duramente, y amartilló el Colt para dejar bien claro que estaba decidida a todo.

—Como quiera —replicó el gigante, cogió la capucha con la mano derecha, que llevaba enguantada, y se la echó hacia atrás.

Lo que apareció debajo horrorizó a Sarah, puesto que el gigante sin nombre no tenía facciones humanas. El semblante que la escrutaba era inerte, pétreo, el rostro de una escultura de barro a tamaño natural.

—El Golem —pronunció de nuevo—. Entonces, es verdad…

Las risas continuaron y Sarah se dio cuenta en aquel momento de que justo donde se encontraban la frente y la boca de la criatura de barro se abrían dos orificios oscuros. El gigante se cogió la piel con ambas manos y volvió a desenmascararse… Y lo que apareció entonces casi aterrorizó más a Sarah que la visión del supuesto Golem. Porque el gigante que estaba frente a ella, al otro lado de la reja, no tenía dos ojos, sino tan solo uno, situado en el centro de su frente despejada y que le prestaba un aspecto horripilante.

—Usted no es el Golem —masculló Sarah, retrocediendo hasta chocar contra la pared—. Es un cíclope…

—Es lo que intentaba decirle —apuntó Hingis quedamente.

—Bueno, lady Kincaid —preguntó el cíclope—, ¿qué opina ahora?

Sarah no supo qué contestar. Su mente se esforzaba en contener el espanto y, con una lentitud pasmosa, se dio cuenta de que había incurrido en un error. La suposición de que el cíclope con el que había tropezado en Alejandría era un ejemplar único, un grotesco capricho de la naturaleza, acababa de resultar claramente falsa. Pues claro, se dijo Sarah, y se tachó de estúpida, puesto que esa teoría había sido ante todo de Mortimer Laydon: otra mentira salida de la boca del traidor…

—¿Qué ocurre? —preguntó el cíclope mientras Sarah seguía mirándolo fijamente. Comparado con el de Alejandría, aquel parecía muchísimo más alto y fuerte, un auténtico coloso al que no sin razón habían tomado por el Golem que había regresado—. ¿Verme la ha dejado sin habla?

—En absoluto —replicó Sarah con un deje de aversión—. Solo intento entender…

—¿Qué intenta entender, lady Kincaid? ¿Por qué existo? ¿Qué hago en este lugar? ¿Por qué ha vuelto a toparse con alguien de mi especie?

—Algo parecido —confesó Sarah con voz temblorosa.

—¿No se lo dijo Caronte? ¿Tal vez olvidó mencionar que hay más ejemplares de nuestra especie? ¿Que una vez fuimos intermediarios entre los dioses y los hombres?

—No —reconoció Sarah—, me habló de todo eso…

—Pero usted no le creyó, ¿verdad? Prefirió prestar atención a su asesino.

—En aquel momento no podía saber que Mortimer Laydon era un traidor.

—¿De verdad? —El único ojo se cerró en señal de reproche mudo—. Si hubiera escuchado a su corazón, habría conocido la verdad mucho antes.

—Eso no es cierto —objetó Sarah con vehemencia, sobre todo porque con aquel reproche había hurgado una herida. Cuántas veces se había preguntado si habría podido impedir la muerte de su padre…

—¿Por qué nos ha hecho prisioneros? —preguntó Hingis, que se había liberado por completo de sus ataduras y se acercó arrastrando los pies a la reja. Le había atado las cuerdas tan fuerte que la sangre había circulado mal por sus piernas y ahora solo le obedecían con titubeos.

—Porque hay ciertas cosas que debo comunicarles —respondió el cíclope en voz baja.

—¿Eso es todo? —Sarah resopló despectivamente—. ¿Y por eso nos ha encerrado?

—Me pareció el camino más fácil.

—Para usted, quizá —afirmó Sarah con rabia—. Pero se ha olvidado de un pequeño detalle: que sigo teniendo un arma.

Levantó el revólver de manera ostensiva para recordárselo. No obstante, la criatura con un solo ojo se limitó a echarse a reír.

—¿Qué le parece tan divertido?

—Usted, lady Kincaid, porque sigue sin comprender la gravedad de la situación. ¿Qué ganaría disparándome? Yo me desplomaría y moriría desangrado, y ustedes se verían obligados a pasar el resto de sus días en esta jaula. Créame, nadie oiría sus gritos aquí abajo.

—Nos buscarían —replicó Sarah, convencidísima.

—¿Aquí? —Una sonrisa triste se deslizó por el semblante lúgubre del cíclope—. Lo dudo. Además, si me dispara, ¿quién le revelará cómo puede salvar a su querido Kamal?

—¿Sabe lo de Kamal? —preguntó Hingis, asombrado.

—Naturalmente —gruñó Sarah con furia—. Lo sabe todo, porque se lo ha oído a los que envenenaron a Kamal. ¿Qué sabe usted de Kamal? ¡Hable!

—Está usted sobre la pista correcta, lady Kincaid —contestó solícito el gigante—. En de todos los mitos de tiempos remotos hay un fondo real: yo mismo soy buena prueba de ello. ¿O habrían creído que los cíclopes de la mitología habían existido realmente y que aún existían?

—Eso no es exacto —objetó Hingis—. Los cíclopes de la leyenda homérica eran gigantes que vivían en islas remotas. El héroe griego Ulises se encontró a uno de ellos en su odisea, y lo cegó.

—Exageraciones creadas por los que nos envidiaban por nuestra fuerza. Fuimos perseguidos y acosados hasta que quedamos pocos. Para sobrevivir, tuvimos que escondernos en lo alto de las montañas, en el lugar más apartado de este mundo.

—Bonita historia —replicó Sarah fríamente—. Pero no explica por qué nos ha apresado ni qué quiere de nosotros.

—Quiero ayudarlos.

—No le creo.

—Pues debería, porque soy el único amigo que le queda.

—Ya sé que ni usted ni los suyos son responsables de la muerte de mi padre —contestó Sarah—. Pero que usted no sea el asesino de mi padre no lo convierte necesariamente en mi aliado, y mucho menos en un amigo.

—Se deja cegar por mi aspecto —señaló el gigante—. Debo confesarle que eso no lo esperaba. No de usted, lady Kincaid.

—¿Y qué esperaba? —intervino Hingis para ayudarla—. La amistad es un privilegio que hay que ganarse.

—¿Y cree usted que no me corresponde ese mérito, señor Hingis? ¿Que no arriesgo nada hablando con ustedes? ¿Que no tendrían motivos para confiar en mí?

—Denos un motivo —exigió Sarah—. Déjenos en libertad y escucharemos lo que tiene que decirnos.

Durante un instante interminable, el ojo la miró fijamente, sin que Sarah pudiera decir qué pasaba por la mente del cíclope.

—No —manifestó finalmente—, no lo haré. En vez de eso, como signo de que soy de fiar, le revelaré qué encierra el hydor bíou.

—¿El agua de la vida? —dijo Sarah con voz ahogada—. Entonces, ¿existe realmente?

—Eso usted ya lo sabe. De otro modo, no estaría aquí.

—Entonces, ¿es cierto? ¿Laydon me curó usando el agua de la vida?

—Sí y no.

—¿Qué significa eso? Debería expresarse con mayor precisión, porque para ganarse mi confianza hace falta algo más que insinuaciones veladas.

—Las respuestas, lady Kincaid, las obtuvo usted hace mucho tiempo, pero aún no lo sabe.

—¿Y eso qué significa?

—Usted, igual que su padre, ha rastreado las huellas de Alejandro Magno. Sabe que él emprendió la búsqueda del fuego de Ra y sabe que estaba al servicio de los que también son mis señores.

—Eso me dijeron —confirmó impaciente Sarah—. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con el agua de la vida?

—Cuando los dioses llegaron a este mundo en tiempos inmemoriales, nos trajeron los misterios del cosmos: tres secretos para los que nos escogieron como guardianes, los elegidos que se señalan por tener un solo ojo.

—¿Qué secretos eran? —inquirió Sarah.

—Secretos de un poder inmenso y terrible, demasiado abrumador para que pudieran acabar en manos de los hombres. Por un lado, el misterio de la luz, capaz de desatar una energía y un poder de destrucción inimaginables…

—El fuego de Ra —murmuró Sarah, que en aquel momento comprendió que ella ya había aireado al menos uno de esos secretos.

—… Por otro —prosiguió el cíclope—, el misterio de la creación, oculto en el agua de la vida. ¿Sabe qué significa eso, lady Kincaid? Conocer el secreto de la creación significa poseer la clave de la inmortalidad.

—La inmortalidad —repitió Hingis, en cuyos ojos se reflejó un extraño brillo.

—¿Y el tercer misterio? —preguntó Sarah sin inmutarse—. ¿En qué consiste el tercer misterio?

—No me está permitido desvelárselo. Probablemente lo descubrirá usted misma algún día. Sin embargo, hasta entonces debería limitarse a lo que puede salvar la vida de su amado.

—Comprendo. —Sarah asintió de mala gana—. ¿Y de qué se trata exactamente? ¿Dónde encontraré el agua de la vida?

—Muchos la han buscado antes que usted, también Alejandro. En su juventud, cuando su padre, Filipo, agonizaba abatido por el acero de un traidor, Alejandro pidió ayuda a los dioses. Y, aunque sus ruegos no deberían haber sido escuchados nunca, uno de aquellos dioses le prometió auxiliarlo.

—¿Por qué motivo? —inquirió Sarah.

—Porque aquella divinidad —contestó el cíclope con voz sombría— se había apartado de la senda de la virtud y ansiaba imponerse como amo del mundo. Y eso sucedería si le confiaba los secretos del cosmos a un mortal.

—Prometeo —murmuró Hingis sin aliento—. Robó a los dioses el secreto del fuego y se lo entregó a los hombres…

—Cada cultura tiene su propia versión de los hechos —aclaró el coloso—, pero todas esas historias entrañan un mismo fondo. Aquel renegado ya había intentado antes legar a los hombres los secretos del poder, pero los dioses estaban alerta. Consiguieron desbaratar el complot y se enfrentaron al dilema de condenar a muerte al renegado o dejarlo con vida. Se decidieron por lo último y fueron duramente castigados por su bondad, puesto que el traidor hizo todo lo posible por seguir adelante con sus planes. Empezó a congregar seguidores leales, que se dieron el nombre de la «Hermandad del Uniojo». Acto seguido se desataron violentas disputas entre los inmortales, que se enemistaron unos con otros y entablaron guerras entre ellos. El Libro de Thot, que contenía el secreto del fuego, fue llevado a un lugar seguro donde perduró durante milenios. Sin embargo, el secreto de la inmortalidad le fue revelado a Alejandro, quien a cambio declaró ceremoniosamente su voluntad de entrar al servicio de la hermandad y fundar un gran imperio en su nombre. Pero el agua de la vida no surtió efecto. Filipo murió y, si bien Alejandro utilizó el poder que le había prestado la organización, al cabo de un tiempo se apartó de sus enseñanzas y tomó otros derroteros.

—Lo sé —admitió Sarah, que empezaba a intuir alguna que otra relación—. Pero ¿por qué no surtió efecto el agua de la vida?

—Eso —contestó el cíclope esbozando una sonrisa, cosa que resultó extraña debido a la deformidad de su semblante— sigue siendo un misterio aún hoy en día, lady Kincaid. Pero si es cierto lo que se supone, usted desvelará ese misterio gracias a su carácter y a su vocación.

—Vuelve a hablar usted con enigmas —criticó Sarah—. No entiendo una palabra de lo que dice.

—Tal vez —replicó el cíclope, metiendo la mano por debajo de los pliegues de su capa—, esto la ayudará a contestar algunas de sus preguntas.

Sarah pensó que el coloso empuñaría un arma y volvió a apuntarlo con el revólver, que había ido bajando lentamente. Entonces vio que el cíclope no sacaba un arma, sino un objeto metálico cúbico cuya visión la abrumó aún más.

—¡Un codicubus! —exclamaron Hingis y ella casi al unísono al vislumbrar el curioso artefacto.

Las aristas del cubo medían diez centímetros de longitud; cinco de las seis caras estaban ornadas con caracteres griegos, los del sello de Alejandro, como Sarah ya sabía; y en la sexta cara resaltaba el emblema del único ojo que Sarah había aprendido a odiar y a temer…

—Exacto —confirmó el cíclope.

—¿Qué contiene?

—Antes de revelárselo, debo advertirla, lady Kincaid.

—¿De qué?

—Está rodeada de traidores.

—¿De verdad? —preguntó Sarah, lanzando a Hingis una mirada de espanto, aunque solo fingido—. ¿Espera que me lo crea? —le espetó al titán—. ¿Que por una insinuación malintencionada dé la espalda a personas a las que debo la vida? ¿Que lo considere algo más que un nuevo intento de sembrar dudas en mi corazón y manipularme?

—Lady Kincaid, malinterpreta usted mis intenciones.

—¿Qué malinterpreto? Está buscando otro medio de presión para influenciarme, pero no le hace falta. Esta vez, usted y los suyos pueden ahorrarse las intrigas, porque haré cualquier cosa por salvar a Kamal, ¿me oye? ¡Cualquier cosa! Dígaselo a su gente y a esa hermandad criminal cuyo nombre por fin conozco.

Si Sarah esperaba que su interlocutor se contentara con eso, se había equivocado totalmente, puesto que el cíclope se horrorizó ante esas palabras.

—¡No diga eso! —protestó—. ¡Ni siquiera lo piense!

—¿Por qué no?

—Porque con ello lo pone todo en peligro y tal vez pierda todo aquello por lo que tanto ha luchado en la vida.

—Pero eso es lo que quiere, ¿no? Que me someta a la voluntad de la organización…

—No, lady Kincaid, se equivoca usted…

Friedrich Hingis se preguntaba asombrado de dónde sacaba Sarah Kincaid las agallas para actuar con tanto aplomo ante aquel siniestro esbirro. Recibió la respuesta cuando percibió una sombra que, agazapada, se deslizaba al otro lado del laboratorio de mesa en mesa, y en la que reconoció aliviado al doctor Cranston. Al parecer, Sarah también había descubierto al amigo, porque estaba haciendo todo lo posible para atraer hacia ella la atención del guardián, a diferencia de Hingis, que desvió la vista del cíclope durante un instante demasiado largo.

—¿Qué diantre…?

Alarmado, el gigante se dio la vuelta y vio a Cranston correr hacia él con los puños cerrados. Dispuesto a defenderse, levantó sus garras para derribar de un golpe fulminante al médico, a quien casi sacaba un metro de altura.

Entonces el Colt Frontier alzó su estruendosa voz.

Sarah había reaccionado muy deprisa, apuntando y apretando el gatillo. El pesado revólver trepidó en sus manos y envió una bala que perforó el hombro derecho del gigante. Brotó un hilo de sangre y el coloso se estremeció. Un instante después, Cranston lo había alcanzado.

Tally-ho! —gritó el médico, seguramente para darse coraje; luego, se lanzó con todo el ímpetu de la carrera sobre el gigante herido y cayó al suelo con él.

Sarah se abstuvo de abrir fuego de nuevo porque no podía distinguir qué parte de aquel ovillo de carne y huesos que rodaba pertenecía a quién, y el peligro de darle a Cranston por error era demasiado grande.

Sin embargo, el médico no se proponía enzarzarse en una pelea cuerpo a cuerpo con el gigante, puesto que el cíclope continuaba siendo un temible rival a pesar de la herida que tenía en el hombro. Justo después de derribarlo, Cranston rodó para alejarse del alcance del coloso que, enfurecido, no dejaba de dar golpes por doquier; se levantó y cogió la lámpara de petróleo, que seguía estando donde Sarah la había dejado en el suelo. Dio una vuelta sobre sí mismo, como un lanzador de disco de la Antigüedad clásica, y lanzó la lámpara contra su rival.

El ojo que el cíclope tenía en la frente se abrió con espanto cuando la lámpara se estrelló justo delante de él y quedó hecha añicos con un ruido de cristales rotos. El petróleo salpicó por todas partes y, un instante después, no solo estaban en llamas el suelo mojado de petróleo y la capa del gigante, sino también sus botas y sus piernas.

Los gritos del coloso se transformaron en chillidos agudos. Daba golpes como un poseso sobre el fuego que ascendía por su cuerpo. Sin embargo, lo único que consiguió fue avivar las llamas, que devoraban con un ansia salvaje la tela de su capa y ya casi le lamían la nuca. Intentó en vano quitarse la capa de encima y saltó como una antorcha viviente por toda la gruta.

Entretanto, Cranston no había perdido el tiempo. Sin dignarse mirar a su rival en llamas, se había acercado a toda prisa a la reja y había accionado el cabrestante que se encontraba a un lado, fijado a la pared de roca. Se oyó el ruido de un mecanismo oculto y por fin se alzó la reja.

—¡Salgan! —gritó el médico innecesariamente, puesto que Sarah y Hingis ya estaban preparados para huir.

Cuando el espacio entre la reja y el suelo fue lo bastante amplio, se deslizaron por debajo y se liberaron.

La primera reacción de Sarah fue ayudar al coloso, que se tambaleaba ardiendo en llamas entre gritos. Pero Cranston y Hingis la detuvieron.

—¡Vámonos de aquí! —la urgieron, y Sarah obedeció, hasta que su mirada se posó en el codicubus, que estaba en el suelo.

El cíclope había dicho que tal vez aquello la ayudaría a contestar algunas de sus preguntas. Resuelta, se soltó de sus compañeros, recorrió a toda prisa los pocos pasos que la separaban del artefacto sin dueño y lo cogió.

—¡Sarah Kincaid! —Se oyó decir en aquel momento al coloso agonizante con una voz terriblemente chillona—. ¡Sarah Kincaid!

Sarah se quedó de piedra y miró aterrada al coloso, que se desplomó entre gritos horripilantes. De nuevo se dispuso a ayudarlo, pero sus compañeros la agarraron y se la llevaron a rastras fuera del laboratorio, de vuelta al alcantarillado a través de la galería larga y estrecha.

Los gritos del titán resonaban detrás de ellos.

Ninguno vio que el cíclope, presa del pánico, se revolcaba en el suelo y extinguía las llamas; ninguno vio que quedaba tendido sobre las ascuas de su propia ropa y rodeado del hedor de cabellos chamuscados y piel quemada; ninguno vio que su poderoso pecho subía y bajaba al ritmo de los jadeos.

Y ninguno vio que una mano derecha, ennegrecida por el fuego y el tizne, se aferraba al suelo de piedra y una figura gigantesca y desfigurada por las quemaduras se incorporaba tambaleándose pesadamente…