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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, 26 DE OCTUBRE DE 1884
La expedición ha comenzado. A primera hora de la mañana hemos salido de Salónica en dirección oeste. Además de Pericles, nuestro guía, la caravana se compone de cuatro muleros, que no solo se ocupan de transportar los bultos y de cuidar a las mulas, sino también de montar y desmontar las tiendas y el campamento, así como de un cocinero, un viejo griego llamado Alexis que nos recomendó Pericles y que es capaz de sacar auténticos aromas de un sencillo perol. Como armamento llevamos varios fusiles de retrocarga y dos revólveres. Los caballos que montamos son animales dóciles y resistentes, y los bultos van cargados en mulas, que aquí son tan habituales como las carretillas de los vendedores ambulantes en las calles de Londres.
El paisaje es de una belleza impresionante. Viniendo del este, cruzamos una tierra que casi podría calificarse de apacible, surcada por numerosos ríos y que limita al norte con la imponente cordillera del Pindo y, al sur, con las abruptas peñas del monte Olimpo, considerado por los antiguos griegos el hogar de los dioses. Los cipreses y los olivos crecen asilvestrados en los campos, donde también pacen rebaños de cabras: una imagen de paz que me gustaría que Kamal pudiera ver.
¡Cuánto lo echo de menos!
Jamás en la vida había sentido un desgarro interior tan grande ni había temido y ansiado tanto el comienzo de una expedición. Soy consciente de que solo el éxito de nuestra misión puede salvar a Kamal. Sin embargo, también sé que Friedrich Hingis tenía razón y que el agua de la vida en manos de viles criminales representa un peligro incalculable. Mientras mi corazón no desea nada más encarecidamente que curar a Kamal y retornarlo a la vida, mi juicio me aconseja prudencia. No obstante, a ambas cosas las supera la curiosidad que me aguijonea estos días y que quiere averiguar el secreto que entraña ese líquido misterioso. De momento, no puedo ni quiero pensar en las consecuencias, aunque la conciencia me impulse a hacerlo…
27 DE OCTUBRE DE 1884
Después de que el clima nos fuera bastante favorable durante los últimos días, esta mañana ha empezado a llover torrencialmente. Cabalgar no solo se ha hecho incómodo, sino también fatigoso, puesto que la lluvia ha ocasionado crecidas en riachuelos y arroyos, y ha provocado que los caminos, la mayoría de tierra, estén en un estado deplorable.
Preferimos pernoctar en albergues, que tanto abundan por aquí, para proteger los enseres. Con todo, no tenemos oportunidad de recuperarnos de las fatigas que nos causa cabalgar durante toda la jornada. Nuestro guía nos apremia sin compasión porque, con cada día que pasa, aumenta el riesgo de que el invierno irrumpa en las cumbres, lo cual tendría como consecuencia que los puertos de montaña estarían cerrados y no habría posibilidad de pasarlos.
No quiero ni imaginar qué significaría eso, y rezo por que el clima nos sea propicio…
28 DE OCTUBRE DE 1884
Hemos llegado a Siatista, una población antes turca que ha alcanzado prosperidad con el comercio de pieles.
Por consejo de Pericles, Hingis y yo hemos comprado ropa de abrigo en la ciudad. El otoño no se muestra tan crudo en Tesalia como en el lejano Londres y, a pesar de las bajas temperaturas nocturnas, el clima de día es suave; sin embargo, en los puertos de montaña que debemos cruzar reina un frío intenso. La pelliza que he adquirido está forrada por dentro con piel de marta cibelina, en tanto que la piel exterior es de piel de equino, tan resistente que parece estar a la altura de los requisitos de la expedición. Friedrich se ha decidido por un abrigo de piel de oso que lo hace parecer tan ancho como alto y que, junto con el fez que luce en la cabeza, completa una imagen sumamente chocante.
Siatista es también la última localidad de lo que mis compatriotas británicos definirían como mundo civilizado: las grandes manufacturas donde se elaboran las pieles y las lujosas mansiones en estilo otomano marcan la imagen de la ciudad; al sur y al oeste se extiende una región árida y montañosa que solo se ve interrumpida por aldeas minúsculas o monasterios aislados cuyos habitantes valoran la soledad.
Nuestro destino es esa tierra inculta, que forma la frontera entre el Imperio Otomano y Tesalia, región que se independizó no hace muchos años y donde las escaramuzas entre soldados turcos y guerrilleros griegos siguen estando a la orden del día. Porque al otro lado, a unas cien millas plagadas de imponderables y peligros, se encuentra el Aqueronte…
PUERTO DE KATARA, MONTAÑAS DEL PINDO,
30 DE OCTUBRE DE 1884
El camino angosto que conducía a las laderas del Pindo desde los valles de Macedonia ascendía abruptamente. En el paisaje verde, surgió de repente una pared de piedra gris y escarpada que se alzaba formando elevaciones insospechadas y cuyas cumbres estaban teñidas de blanco. Los bosques situados debajo de los picos nevados presentaban matices rojos y marrones, salpicados por el verde perenne de las coníferas y de los matorrales, que crecían incluso en las escabrosas laderas de roca y en las cimas peladas.
Hasta entonces, Sarah y sus acompañantes habían tenido el gran macizo siempre a su derecha; sin embargo, ahora que habían dejado atrás el pueblo de montaña de Metsovon, veían alzarse la cordillera ante ellos, como una pared enorme casi inexpugnable que tenían que superar. La única vía de acceso en esa estación del año era el puerto de Katara, hacia el que ascendía el camino trazando curvas muy cerradas. Mientras que, a un lado, la roca subía casi en vertical, al otro seguía viéndose la impresionante panorámica de unos valles angostos y profundos, cubiertos por una espesa vegetación y sobre los cuales las águilas volaban majestuosamente en círculo.
Después de dormir varias noches al raso y de haber pasado un frío tremendo en las tiendas de campaña empapadas, Metsovon había vuelto a ofrecerles al menos un techo firme sobre sus cabezas, una comodidad de la que Sarah y los demás no podrían volver a disfrutar por un tiempo. La lluvia que los había acompañado durante unos días había cesado, pero el cielo estaba cubierto de nubes bajas y oscuras que, teniendo en cuenta que las temperaturas no paraban de bajar, podían descargar intensas nevadas en cualquier momento. El tiempo apremiaba y la caravana solo se permitía descansar lo imprescindible.
Sarah, que cabalgaba justo detrás de Pericles, guiaba por el estrecho camino a su montura, un caballo pío dócil y resistente. Las piedras sueltas y las irregularidades del terreo eran una fuente de peligro; las serpientes, otro. De repente se oyó un terrible aullido, y el animal echó hacia atrás la cabeza y relinchó espantado.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Hingis, que cabalgaba detrás de Sarah con el fez en la cabeza y el abrigo de piel tirado sobre los hombros a modo de capa para protegerse del viento frío e imprevisible.
—Solo ha sido un lobo —dijo Pericles con toda naturalidad por encima del hombro.
Durante los días anteriores habían ido conociendo a su guía, que había revelado ser un hombre de fiar y muy apegado a su tierra, y que no se cansaba de explicar que era del pueblecito de Vergina, donde tenía esposa y siete hijos. Aquel hombre fuerte y más bien recio, en cuyo rostro moreno crecía un auténtico monstruo de nariz, había nacido en Macedonia, como tantos paisanos suyos, pero estaba marcado por las costumbres otomanas, algo que se reflejaba en su vestimenta: además de unas botas de montar rústicas de ante, llevaba bombachos turcos y la típica faja ceñida a las caderas, donde guardaba un puñal curvo de aire oriental y un revólver. Encima, una camisa a rayas de tonos azules, cortada según la moda griega, y un chaleco de piel de borrego que abrigaba lo suyo. En la cabeza lucía un fez envuelto en un turbante blanco. Los porteadores y el cocinero vestían de manera similar y con ello atestiguaban hasta qué punto los usos y las costumbres de los turcos habían marcado la vida griega durante los últimos más de cuatrocientos años.
—¿Un lobo? —repitió el suizo no demasiado contento.
—Evet, en el Pindo hay muchos, ¿no sabía? —preguntó Pericles, que hablaba un inglés aceptable y de vez en cuando lo salpicaba con palabras en dimotiki[6] o turco.
—No —confesó Hingis, agriamente—, no lo sabía…
—No son peligrosos —dijo el guía intentado tranquilizarlo—. Osos, mucho peor.
—¿Osos? —gimió Hingis.
—Nai —confirmó Pericles mientras levantaba receloso la vista hacia las rocas que los rodeaban y refrenaba el caballo—. Por ellos, yo tampoco preocupado…
—Entonces, ¿por qué? —inquirió Sarah, llevando a su caballo junto al del guía—. ¿Ha descubierto algo?
—Chist —indicó el guía, que se tapó la boca con la mano para darle a entender que callara. Luego echó atrás la cabeza como un animal husmeando y escuchó atentamente en el viento—. Ya no oye nada —señaló entonces—. Tamam.
Sarah miró a los demás, que también habían detenido las cabalgaduras, incluidas las mulas que llevaban los bultos. En los semblantes de los porteadores podía leerse el desánimo, tal vez incluso un poco de miedo…
—¿De qué tienen miedo? —preguntó Sarah en voz baja.
—Kleftes —contestó Pericles, conciso—. O turcos. No diferencia.
—¿Kleftes? —preguntó Sarah.
—Así llaman a luchadores griegos que se esconden en montañas. Han liberado el sur, pero quieren más. Turcos no quieren dar.
—La misma canción de siempre —ratificó Sarah—. Pero ¿en qué nos afecta a nosotros?
La mirada que le dedicó el macedonio, que normalmente se mostraba despreocupado, fue sombría.
—Turcos ocupan puerto montaña —explicó—. Kleftes atacan a veces. Si hay lucha, mejor no en medio, o thánatos.
—Comprendo —dijo Sarah, cuyos conocimientos de griego clásico bastaban para entender al menos aquella palabra.
No sabía demasiadas cosas sobre la lucha por la libertad de los griegos, exceptuando que había empezado hacía más de sesenta años y que se había dirimido con una dureza atroz por ambas partes. En el año 1821, el arzobispo de Patras había urdido la revuelta y, en sus inicios, los rebeldes griegos masacraron a muchos turcos en la ciudad de Trípoli. Los gobernantes otomanos se vengaron cruelmente y, un año más tarde, mataron a decenas de miles de griegos en la isla de Quíos para escarmiento de los cabecillas, lo cual avivó la llama de la resistencia, sobre todo también porque los helenos comenzaron a recibir ayuda del extranjero a partir de ese momento.
En octubre del año 1827 se libró una batalla en la bahía de Navarino, en la que buques franceses, rusos y también británicos se enfrentaron a la flota de Ibrahim Pachá y, aun siendo esta muy superior en número, se alzaron con la victoria. El Peloponeso y partes de Grecia central se separaron de la unión de reinos que formaban el Imperio otomano y consiguieron la independencia, aunque con ello se desató una lucha pertinaz por hacerse con la frontera norte de la recién fundada nación. La contienda aún persistía y no tenía un vencedor claro. No obstante, una cosa podía afirmarse sobre ese y sobre cualquier otro conflicto en torno al poder político y unos objetivos ideológicos abstractos.
Los ideales eran la primera víctima en el campo de batalla…
—Jefe de los kleftes se llama Anasthatos —continuó explicando Pericles—. Muchas historias de él, pero pocos han visto, y yo no quiero ser uno.
—Yo tampoco —comentó Sarah, que no sentía el más mínimo deseo de conocer a un bandido. Ya tenía bastantes problemas.
La caravana prosiguió su camino. A medida que ascendían, cada vez más hacía frío y Sarah estaba helada a pesar de la pelliza que llevaba. Poco después de mediodía se puso a nevar. Empezaron a caer en silencio copos pequeños de nieve, que cubrieron el camino y los árboles de los márgenes con una capa blanca que amortiguaba cualquier ruido y brindaba un aspecto menos peligroso al paisaje agreste y escabroso, aunque esa percepción habría sido errónea.
Por la tarde llegaron al puerto de montaña. Las rocas y los árboles estaban cubiertos de nieve, igual que los tejados de los gruesos edificios de muros toscos que flanqueaban el camino. No obstante, como comentó Pericles, podían franquearlo. Sarah lo miró con sentimientos dispares, puesto que se preguntaba cómo regresarían con esas condiciones meteorológicas…
Tal como había anunciado el guía, el puerto, situado en las proximidades inmediatas de la frontera, estaba controlado por soldados turcos. Mirara donde mirara, Sarah veía combatientes vestidos con uniformes de color azul oscuro, y cuya imagen se completaba con el fez rojo y la típica faja. Los oficiales llevaban casacas cortas con galones dorados y arabescos bordados, que denotaban un tradicionalismo otomano, igual que los bigotes que brotaban en los rostros de los soldados.
Tal como Sarah esperaba, los pararon y los sometieron a control. Apuntándolos con fusiles Remington y las bayonetas caladas, obligaron a los viajeros a desmontar y un pelotón de soldados empezó a registrarles el equipaje. Lo que les parecía de utilidad, se lo requisaron de inmediato, entre otras cosas, calcetines gruesos de fabricación suiza y una lata de petróleo. Sarah los dejó hacer, aunque seguramente ambas cosas les habrían resultado útiles a ellos. Era muchísimo más importante cruzar el puerto lo antes posible…
El capitán de la tropa no hablaba inglés. Con Pericles haciendo las veces de intérprete, Sarah le explicó que era una británica rica y excéntrica, a la que se le había metido en la cabeza visitar algunos lugares de la Grecia clásica. El guía seguramente añadió algo más, ya que el capitán, que antes los miraba con recelo, de pronto pareció relajado, incluso divertido. Tomó el salvoconducto, lo examinó y luego indicó a sus hombres que los dejaran pasar.
Sarah, en cierto modo asombrada, volvió a montar, para divertimento de los soldados que, al parecer, nunca habían visto a una mujer a lomos de un caballo y aún menos cabalgando sobre la silla como un hombre. Sarah aguantó también eso: lo esencial era que podían proseguir el viaje y llegar lo antes posible al otro lado.
Un angosto camino abierto entre rocas descendía desde el puerto trazando una curva muy cerrada. La nevada arreció y apenas permitía ver nada a treinta metros de distancia.
—Kakó —comentó Pericles, preocupado—. Tendríamos que haber quedado en el puerto y dormir allí.
—¿En compañía de los soldados? —preguntó Sarah, que podía imaginar cosas más agradables que pasar la noche entre una caterva de individuos que no habían visto a una mujer en semanas o, seguramente, en meses—. No, gracias.
—Se ha portado inteligente —la alabó el macedonio.
—¿Por qué lo dice?
—No intentado sobornar a capitán. No es efendi, es oficial. Hombre de honor. Jamás ofenderlo.
Sarah comprendió a qué se refería el guía. Por lo visto, entre los militares otomanos, al menos seguía habiendo algunos que se mantenían leales a su imperio y a su sultán.
—¿Qué le ha dicho realmente al capitán? —preguntó—. Parecía tan divertido de repente…
—No importa —contestó Pericles con evasivas.
—Pues claro que importa —insistió Sarah severamente, y refrenó su caballo para dejar bien claro que hablaba en serio—. Quiero saberlo, ¿me oyes?
—¿De verdad? —Pericles también detuvo a su caballo, aunque en su semblante se leía que no quería decir la verdad.
—Por supuesto.
—Endáxei… Pero usted promete no regaña al pobre Pericles.
—¿Por qué iba a regañarte?
—Porque yo dicho que…
Miró a Hingis y pareció no atreverse a decirlo en voz alta. Entonces le hizo un gesto a Sarah para que se le acercara y él pudiera comentárselo al oído. La joven hizo lo que le pedía, se inclinó en la silla hacia él, escuchó atentamente… y se llevó una sorpresa.
—¿Le… le has dicho que el señor Hingis y yo estábamos casados? —preguntó Sarah abriendo los ojos como platos—. ¿Y que lo trato como a un calzonazos?
—Más o menos —admitió el guía tímidamente.
—Es… es inaudito —exclamó Sarah—. ¿Cómo has podido afirmar que…?
—Sarah —intervino Hingis de repente.
—¿Qué? —resolló la joven.
—Creo que Pericles ha hecho bien recurriendo a una pequeña mentira… No siento el menor deseo de acabar como esos de ahí.
Hingis señaló al otro lado del camino; Sarah miró hacia allí y se le cortó la respiración. En el margen del sendero había cuatro árboles… de los que colgaban cuatro cuerpos sin vida.
Por la vestimenta que llevaban, eran griegos, guerrilleros a los que habían atrapado y ejecutado. A juzgar por el estado de los cadáveres, los habían colgado hacía unos días, puesto que tenían la piel extrañamente blanca y helada.
Habían prescindido de vendarles los ojos a aquellos hombres o de taparles la cabeza con un saco, y Sarah pudo ver sus semblantes inertes, petrificados por un terror infinito, que parecían observarla llenos de reproches mudos.
—Esto es una barbarie —se acaloró—, totalmente indigno de gente civilizada.
—Nai —admitió Pericles—. Guerra en las montañas.
—Es evidente —asintió Sarah, que apartó la mirada de aquella imagen del horror y arreó de nuevo a su caballo.
—Entonces, no enfadada conmigo —preguntó el guía avanzando hacia ella.
—¿Por qué habría de estarlo?
—Por decir cosas que no verdad.
—No —contestó Sarah con voz apagada—. Seguramente nos has salvado la vida…
Sin volver a mirar a los ahorcados, agitó las riendas y continuó cabalgando, todavía conmocionada por lo que acababa de ver. Un enfrentamiento abstracto, que hasta entonces solo conocía a través de noticias en los periódicos, se había concretado de repente, había adquirido un rostro, literalmente, cuatro.
Durante toda la tarde, mientras cabalgaban hacia el oeste por el angosto paso de montaña, Sarah recordó los rostros inertes y rígidos de los rebeldes que habían sido ejecutados por los ocupantes turcos y, aunque ella no estaba implicada en el conflicto y hasta entonces le había resultado indiferente su desenlace, se sorprendió al descubrir que sus simpatías recaían en el bando de los griegos.
Debido a la nieve que empezaba a cubrir también el camino, la caravana avanzaba lentamente; la temperatura aumentaba a medida que descendían y, finalmente, la nieve se transformó en lluvia. Al caer la noche, los viajeros buscaron cobijo en una casa de labranza en ruinas que se encontraba en un claro a unos cincuenta metros del camino.
Sarah supuso que hacía mucho tiempo que el edificio estaba vacío. No había puertas ni ventanas, las paredes estaban agrietadas, la madera carcomida y parte del tejado, hundido. Sin embargo, encontraron una habitación amplia con el techo aún intacto y que les ofrecía suficiente resguardo de la lluvia torrencial. Hingis y Pericles propusieron que Sarah se alojara allí, en tanto que ellos se contentarían con un cuarto menos seco. Sarah rechazó la propuesta con determinación. No quería tratos especiales y estaba dispuesta a compartir todos los infortunios con sus camaradas. Así pues, eligieron aquella habitación como alojamiento comunitario, donde la joven y sus acompañantes extendieron las mantas y encendieron un fuego en la chimenea, que aún funcionaba a pesar de su ruinoso estado. Alexis, el cocinero, consiguió preparar una sabrosa comida al fuego. En el fondo, no contenía más que alubias blancas y aceite de oliva, pero no solo reconfortaba y saciaba, sino que también tenía un sabor exquisito.
Sarah dejó que Pericles asignara las guardias. Cada turno lo cubrirían dos hombres, y en cada uno solo ponía a un mulero. Era evidente que el macedonio no se fiaba demasiado de los hombres de Valaquia, que hablaban entre ellos en un extraño dialecto. Cuando, una vez más, quiso prescindir de Sarah en la planificación, ella insistió también en participar como los demás.
—¿Podrá? —preguntó el guía con franco escepticismo.
—Confía en mí —contestó Sarah mirando el Sam Browne, en el que no solo llevaba una cantimplora, sino también un puñal Bowie de fabricación estadounidense y la pistolera con el Colt Frontier—. Sé defenderme.
—No dudo sabe disparar —admitió Pericles mientras cargaba su arma, una pistola de aspecto anticuado y con ornamentos árabes, que después volvió a meter en la faja—. Pero ¿disparado contra alguien?
—Por supuesto —confirmó Sarah quedamente, puesto que no estaba orgullosa de ello.
—Usted, mujer extraña.
Sarah se echó a reír.
—Si he de serle sincera, me han hecho cumplidos más placenteros —replicó—. Pero, si no hay más remedio, también acepto este.
—¿Por qué todo? —preguntó el guía—. ¿Por qué hace esto?
—Para salvar al hombre que amo —explicó Sarah sin dudarlo—. ¿Me comprende?
—Nai —aseguró el guía, golpeándose el pecho—. Yo, griego. Griegos entienden siempre el amor, sobre todo mujeres. Electra, ¡Penélope! ¡Veinte años espera regreso Ulises!
—Cierto —asintió Sarah.
—¿También su amor está de odisea?
—En cierto modo —confirmó Sarah con melancolía.
Sin saberlo, Pericles había dado en el clavo. Kamal estaba atrapado en una lejana odisea que le impedía regresar a casa, pero también ella lo estaba… Y en medio de aquel frío gélido y de la tormenta que bramaba fuera y enviaba los aullidos del viento a través de las ruinas de la vieja casa de labranza, a Sarah le pareció de repente imposible que volvieran a encontrarse jamás.
Las probabilidades eran mínimas…
MONTAÑAS DEL PINDO, EPIRO, 31 DE OCTUBRE DE 1884
Rompía el alba cuando despertaron a Sarah. La joven estaba totalmente somnolienta porque había cubierto la guardia de después de medianoche y hacía pocas horas que Alexis la había relevado.
Lo primero que vio al abrir los ojos fue el rostro de Pericles, que estaba sobre ella y le pedía que guardara silencio, y Sarah reconoció enseguida en las profundas arrugas que se habían formado en su frente que algo iba mal.
Se incorporó rápidamente y se despertó de golpe. En la penumbra de la habitación vio a Hingis agachado. Para estupor de Sarah, el suizo se dedicaba a cargar los fusiles.
—¿Qué…? —Quiso preguntar en un susurro, pero Pericles se llevó un dedo a los labios y le indicó que lo siguiera.
Cautelosamente, para que no se rompieran las tablas carcomidas con sus pasos, se deslizaron hacia la parte delantera del edificio pasando junto a los muleros que estaban con los animales, acariciándolos para tranquilizarlos y que no hicieran ruido. El fuego de la chimenea se había apagado hacía rato. Un frío gélido reinaba dentro de los muros agrietados y el viento aullaba arrastrando aquí y allá algún que otro copo de nieve. Por lo visto, había nevado en el valle durante la noche…
Sarah notó que el pulso se le aceleraba mientras se deslizaba detrás de Pericles, seguida por Hingis, que llevaba los fusiles cargados. La joven se estaba preguntando atemorizada que habría pasado, cuando encontraron a Alexis. El cocinero se había atrincherado debajo de una ventana sin cristales que estaba empotrada en la fachada de la casa de labranza y daba al camino. Con una mirada de advertencia dio a entender a sus compañeros que debían ser cautelosos y Sarah creyó distinguir temor en sus ojos.
Más aún, un miedo cerval…
Agachados para que no pudieran verlos desde fuera, se acercaron a la ventana y se sentaron a derecha e izquierda. Luego, Sarah se arriesgó a echar un vistazo al exterior.
Comprobó que no se había equivocado en sus suposiciones. La temperatura había vuelto a caer y, hacia el amanecer, el chubasco se había transformado en una nevada. Una capa de dos palmos de grosor cubría el claro y el camino, que a cierta distancia se perdía un buen trecho por el valle entre árboles y rocas nevadas. Delante, sin embargo, vislumbró unas siluetas espectrales.
Puesto que llevaban capas de color claro, no se las distinguía de inmediato en aquel fondo blanco y a la escasa luz del amanecer, cosa que parecía intencionada. Los hombres —Sarah contó cinco— iban armados con fusiles de avancarga y habían envuelto los cañones con cuero para protegerlos de la lluvia y la nieve.
No le hizo falta preguntar quiénes eran aquellos hombres. Sarah no tenía la menor duda de que se trataba de kleftes, aquellos intrépidos luchadores que habían conquistado la independencia de Grecia en el campo de batalla y que continuaban manteniendo una desmoralizadora guerra de guerrillas contra los turcos para arrancarles más territorio y más concesiones.
Sarah pensó involuntariamente en los ahorcados que habían visto junto al camino y no pudo sino tributar respeto a esa gente que luchaba por una causa jugándose la vida. Cuando iba a preguntarle en voz baja a Pericles por qué se escondían de los guerrilleros, algo se movió en el exterior.
Por lo visto, los cinco hombres formaban la vanguardia de una unidad mayor, pues inmediatamente salieron más siluetas vestidas de blanco de la espesura cubierta de nieve, algunas a caballo, otras a pie. En medio iban dos hombres de aspecto miserable, maniatados y a los que llevaban a rastras. Por sus uniformes de color azul oscuro, Sarah supo enseguida que se trataba de soldados turcos.
Prisioneros…
La comitiva, que debía componerse de diez o doce hombres, se detuvo y obligaron a los dos turcos a arrodillarse sobre la nieve. Un kleftis alto y fuerte, que parecía ser el cabecilla del grupo, desmontó de su silla, se plantó delante de los prisioneros e intercambió unas palabras con ellos. Lo que se dijeron no pudo oírse a causa de la distancia y de los aullidos del viento.
La conversación acabo súbitamente. El jefe de los guerrilleros se llevó la mano al cinto y sacó el puñal corvo que guardaba allí. Luego, todo ocurrió muy deprisa.
Sarah vio desplomarse a uno de los turcos, aterrada. El acero del cabecilla se levantó por segunda vez y el segundo prisionero también cayó hacia atrás, acompañado por una fontana de sangre que salpicó y tiñó la nieve de un rojo intenso. El kleftis les había rebanado el cuello a sus enemigos sin pensárselo dos veces. Sin vacilar y, eso parecía, también sin remordimientos.
El hombre dio media vuelta bruscamente, sin dignarse mirar a los dos heridos de muerte, uno de los cuales todavía se estremecía entre fuertes convulsiones. Los dejaría allí a modo de advertencia para sus enemigos, igual que habían hecho los turcos en el puerto con los rebeldes.
Sarah comprendió que esas eran las reglas de aquel espantoso juego, la lógica del terror. Y supo que las partes enfrentadas en aquel conflicto no entraban en las categorías de bien y mal, sino que no se iban a la zaga en crueldad y resolución. Habría gritado de horror y furia ante semejante atrocidad, pero eso habría significado el fin de todos ellos, puesto que el guerrillero seguramente no habría dejado con vida a ningún testigo. Por lo tanto, se obligó con todas sus fuerzas a callar y pronto divisó, aliviada, que los kleftes se retiraban.
Los jinetes montaron de nuevo en sus caballos y se dispusieron a partir; pero entonces sucedió algo inesperado.
Friedrich Hingis estaba agazapado en el suelo, sosteniendo los cuatro fusiles listos para disparar, un peso que las tablas de madera carcomidas no soportaron por más tiempo. Con un crujido terrible, primero cedió una, luego otra, y el suizo se hundió. Cayó de una altura de no más de medio metro, pero el susto fue tan grande que Hingis soltó un grito agudo que no pasó desapercibido a los kleftes.
Se dieron la vuelta, alarmados, y miraron en dirección a la casa. Sarah y sus compañeros se pusieron a cubierto de inmediato. Pero ya habían despertado el recelo de los guerrilleros.
—Maldita sea —masculló Pericles.
Oyeron cómo el jefe de los kleftes gritaba algo a sus hombres y, luego, se hizo de nuevo el silencio.
—¿Qué ocurre ahí fuera? —preguntó Sarah susurrando, y Pericles se atrevió a mirar con cautela por encima del alféizar.
—Se acercan a casa —informó.
—¿Cuántos?
—Dos.
Sarah sopesó las posibilidades. Acabar con dos hombres no supondría ningún problema. Pero entonces alertarían a los demás y se desencadenaría una dura lucha que exigiría numerosas vidas humanas y también requeriría tiempo, un tiempo cada vez más escaso…
Hingis, de pie en el agujero, repartió los fusiles. En su mirada se reflejaba el sentimiento de culpa, puesto que tenía muy claro que él era el causante de aquella situación. Sin embargo, nadie pronunció una sola palabra de reproche.
Sarah cogió el arma que le alcanzaba mientras pensaba febrilmente qué podían hacer. ¿Esperar? ¿Dejar que se acercaran los dos exploradores?
No.
La única posibilidad para acabar con aquel asunto lo antes posible era golpear sin aviso y con total dureza, aunque Sarah se odiara por ello. Sin querer, de un momento a otro se convertiría en parte de aquel terrible conflicto…
—¿Qué hacemos? —preguntó Pericles en tono apremiante—. Soldados no muy lejos…
—Nos anticiparemos a ellos —ordenó Sarah, cuyo semblante se había transformado en una máscara rígida—. Friedrich, usted se encargará de los dos exploradores. Los demás nos concentraremos en los kleftes y procuraremos abatir a tantos como podamos.
—Pero con este viento y a esta distancia… —empezó a objetar Hingis, aunque la mirada que Sarah le dedicó lo hizo callar.
—¿Tiene una propuesta mejor? —preguntó la joven.
El suizo meneó la cabeza.
—Entonces, lo haremos así —murmuró Sarah mientras se deslizaba agazapada hasta la siguiente ventana—. Yo intentaré abatir al cabecilla. Tal vez luego los demás emprenderán la huida.
—¿Y si no?
—Entonces nuestra expedición acabará aquí —vaticinó lúgubremente Sarah.
Empuñaron los fusiles y ocuparon sus puestos, esperando no ser descubiertos antes de tiempo.
—A la de tres —ordenó Sarah mientras ponía en el punto de mira a la figura vestida de blanco que montaba erguida en su caballo.
Sarah se sentía miserable por disparar sin aviso a una persona, pero si era necesario para salvar a Kamal, lo haría…
—Uno.
Amartillaron las armas.
—Dos.
Sus compañeros contuvieron el aliento y apuntaron a los guerrilleros, que no se imaginaban la emboscada. Decidida a arriesgarlo todo, Sarah se dispuso a pronunciar el último número, pero entonces se armó un gran alboroto fuera.
Uno de los kleftes que hacían guardia junto al camino lanzó un grito ronco y se desató una actividad frenética entre los hombres. Los dos exploradores que el cabecilla había mandado a la casa dieron media vuelta y regresaron corriendo, en tanto que sus camaradas se apresuraban hacia el bosque cercano. El caballo del cabecilla se encabritó entre relinchos y salió disparado camino abajo, hacia el valle. Al cabo de un instante, Sarah descubrió el motivo: súbitamente se oyó un ruido apagado de cascos de caballo y un escuadrón de jinetes con uniformes azules comenzó a bajar a galope tendido por el camino del puerto de montaña, blandiendo sables corvos por encima de sus cabezas.
¡La caballería otomana!
Los jinetes se abrieron enseguida en abanico, cruzaron el claro y emprendieron la persecución de los rebeldes. Los caballos hacían saltar la nieve con sus cascos y echaban vaho caliente por los ollares. Dos guerrilleros que no habían conseguido llegar a tiempo al bosque cayeron decapitados cuando los jinetes les dieron alcance al galope trazando círculos con sus sables. Se oyeron disparos procedentes del bosque y un soldado de la caballería fue derribado de la silla. Luego, los perseguidores llegaron a la espesura nevada y siguieron a los rebeldes. El ruido de disparos y el griterío de los hombres resonaban en el viento gélido.
Casi podría pensarse que todo lo que había ocurrido en el claro había sido una pesadilla si no fuera por los cinco cuerpos sin vida que yacían en la nieve y prestaban testimonio de los espeluznantes acontecimientos que acababan de suceder…
—Por poco —comentó Hingis, y Sarah fue consciente entonces de que habían escapado de la delicada situación.
Permanecieron quietos durante unos instantes más para asegurarse de que ninguno de los dos bandos volvía. Cuando vieron que todo seguía tranquilo, recogieron a toda prisa sus cosas, ensillaron los caballos y se pusieron en marcha.
Les esperaba un largo camino y todos ardían en deseos de dejar atrás la región fronteriza.