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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR

El inesperado encuentro con el monje me ha dejado una sensación extraña. Si el anciano solo ha existido en mi imaginación, ¿cómo pudo señalarme el camino? ¿Cómo pudo enseñarme algo que yo desconocía? Esas cuestiones me preocupan, pero no tengo tiempo para dedicarme a ellas. Porque he llegado al destino del viaje y enseguida se decidirá si he perseguido un sueño o el elixir de la vida existe realmente.

El miedo amenaza con apoderarse de mí cuando miro hacia el oscuro abismo, pero mi amor por Kamal me mantiene entera y me permitirá enfrentarme valerosamente a lo que pueda aguardarme en las profundidades…

—¿Baja ahí sola?

Pericles no disimuló que aquel pozo le daba miedo. En cambio, Sarah hizo todo lo posible por ocultar lo que realmente sentía.

—Efectivamente —confirmó mientras comenzaba a fabricarse una improvisada antorcha con una rama de dos codos de largo, la manga que se arrancó de la blusa y un poco de aceite que recuperó de una vieja lámpara hecha añicos.

—¿Y gente vienen de verdad a hablar con muertos? —continuó preguntando Pericles.

—No lo sé —reconoció la joven.

—Pero cree.

—Creo que ahí abajo hay algo —puntualizó Sarah—. Y voy a averiguar de qué se trata.

—Mujer valiente, lady Kincaid —la alabó el macedonio.

—¿Valiente? —Sarah enarcó las cejas—. Creí que era extraña.

—Perdón que yo dicho eso.

—Ya está olvidado. Y ahora ponte en marcha.

—¿Seguro que queda aquí?

—Seguro —confirmó—. Ve a buscar a Hingis, pero no tomes riesgos innecesarios. Si averiguas que lo han apresado, regresas y me informas. Pero no intentes liberarlo por tu cuenta, ¿entendido?

—¿Y qué podrá usted?

—Conozco a personas muy influyentes —contestó Sarah.

—¿Amigos?

Sarah meneó la cabeza.

—No, para nada.

—¿Y si señor… muerto?

Sarah no dudó con la respuesta.

—Entiérralo —contestó con firmeza— y señala el lugar.

—De acuerdo —asintió el macedonio—. Usted promete tiene cuidado.

Endáxei —dijo Sarah forzando una sonrisa—. Ningún salario del mundo podrá resarcirte de lo que ha ocurrido, pero si regresamos sanos y salvos a Salónica, te pagaré tres veces la suma que acordamos.

Endáxei. —Pericles sonrió satisfecho—. Mujer mía contenta.

—Lo que ella quiere es que regreses con vida, ¿me oyes? —insistió Sarah.

—Usted también, lady Kincaid. ¿No mejor que yo quede…?

—No.

Sarah meneó la cabeza. De manera inexplicable, cada vez tenía más claro que debía recorrer el camino sola. O encontraba lo que buscaba y regresaba con un remedio para Kamal o el tenebroso Hades la engulliría y no la liberaría nunca más. El castigo le pareció razonable porque, como antaño Prometeo, ella también había jugado con el fuego de los dioses sin pensar en las consecuencias…

—Entonces tiene cuidado —comentó Pericles—. Eso —dijo señalando el pozo—, no hay que tomar a ligera.

—Lo sé —replicó simplemente Sarah—. Adiós, Pericles.

Hosca kalin, lady Kincaid.

En un gesto espontáneo, en absoluto adecuado a sus distintas posiciones sociales, pero probablemente sí a la situación, se dieron un abrazo. Al separarse, Sarah creyó ver un brillo húmedo en los ojos del guía. Estaba claro que Pericles no contaba con que volvieran a verse con vida.

La joven volvió a despedirse de él con un movimiento de cabeza, cogió la improvisada antorcha y se dirigió al pozo, en cuyo muro había peldaños labrados a intervalos regulares en la roca. Solo vaciló un momento. Luego, la oscuridad la engulló.

Pericles esperó hasta que la luz de la antorcha se desvaneció y se dispuso a irse. Se resistía a dejar sola a la inglesa, a la que había aprendido a respetar y a estimar a pesar de sus recelos. Pero las instrucciones eran claras y el salario que le había prometido si encontraba a Friedrich Hingis no era baladí. Así pues, ¿qué podía hacer?

Dio media vuelta suspirando, salió de la vieja iglesia y volvió hacia la laguna, en cuya orilla se encontraba la barca. El viento acariciaba la cima de la colina, hacía murmurar a los árboles cercanos y arrastraba hojas secas sobre las ruinas. Dio rienda suelta a sus pensamientos y le pasó de todo por la cabeza. Pensó sobre todo en Hanna, su mujer, y en sus hijos, que lo esperaban en casa. Se dijo que quizá ya iba siendo hora de buscar un trabajo menos peligroso y que no lo obligara a alejarse tanto de su hogar.

Llegó hasta la barca y la empujó desde la orilla. La embarcación se deslizó tambaleándose al alcanzar la laguna y Pericles subió. Remó con fuerza para surcar las aguas mansas, de vuelta hacia la desembocadura del río.

El pozo no era muy hondo. Acababa al cabo de pocos metros y se transformaba en un pasadizo que descendía a través de muchos escalones, hundiéndose cada vez más en el interior de la colina. Las paredes de la galería eran de obra y en algunos puntos mostraban caracteres griegos que alguien había grabado. Sarah comprendió que nadie había utilizado aquel pasadizo desde hacía mucho, muchísimo tiempo, y automáticamente se preguntó qué habrían encontrado quienes lo habían recorrido antes que ella.

Como ella, aquellas personas también habían ido en busca de respuestas; igual que ella, no se habían asustado por acercarse a los límites e incluso superarlos; y, como ella, no se habían arredrado por tratar con las sombras del más allá.

Quienes buscaban el consejo de los muertos en la Antigüedad, llevaban ofrendas en vasijas de barro: principalmente leche, vino, agua o sangre de animales que se habían sacrificado antes de que empezara la ceremonia. Sarah se había fijado en que todas esas ofrendas eran líquidos: ¿casualidad?

En la Antigüedad, los que buscaban consejo solían prepararse para su visita a Éfira con largos días de ayuno y, naturalmente, sus relatos sobre sus encuentros en el más allá podían considerarse alucinaciones provocadas por la falta de alimentación, como hacían muchos eruditos. Sin embargo, Sarah sospechaba que había algo más.

Mucho más…

La escalera iba a parar a una cámara en la que desembocaba otra galería: el recinto del templo donde antiguamente eran conducidos los que buscaban consejo. En el centro había una pila de piedra en la que Sarah supuso que se vertían las ofrendas. Los muros de la cámara eran de mampostería.

Avanzó con la antorcha en la mano y dio golpes sistemáticos en la pared tal como el viejo Gardiner le había enseñado. Sin embargo, no encontró ningún indicio de que hubiera un escondrijo o una entrada secreta en ella. «¿Esto es todo?», se preguntó Sarah angustiada. Tras el oráculo de Éfira, ¿realmente no existía más que aquella sala subterránea? ¿Había buscado y había mantenido la esperanza para nada? ¿No guardaba ningún secreto que hubiera que descifrar?

Cada vez más desesperada, pensó si quizá no debería haber llevado una ofrenda, igual que hacían en la Antigüedad…

Haciendo caso de una intuición, se sacó la cantimplora del cinto, la abrió y vertió el contenido en la pila de los sacrificios, que estaba plagada de grietas. Como era de esperar, el agua se escurrió al momento, pero no cayó debajo de la pila. Al contrario, se oyó un ligero murmullo que sugería que el agua chorreaba por debajo de la taza de piedra hasta una profundidad insospechada…

Sarah no vaciló un momento. Con una piedra que arrancó de la pared, golpeó la pila. Las grietas se agrandaron y la pieza se partió en dos con un fuerte chasquido. Las dos mitades se desprendieron hacia los lados y dejaron ver otro pozo que descendía en vertical hacia las profundidades.

Sarah tuvo que reprimir un grito triunfal. ¡Seguro que aquello era la verdadera entrada a los infiernos!

Se metió sin vacilar en el pozo, que también disponía de peldaños labrados en la pared, y comenzó el descenso. Calculó que aquel pozo era unas dos veces más profundo que el primero. Desembocaba en un pasadizo que bajaba en diagonal. La mano del hombre había colaborado solo en parte en arrancarlo de la roca; básicamente parecía de origen natural.

Sujetando la antorcha con cuidado para que la luz no la cegara, Sarah recorrió la galería, que solo en algunos puntos era lo bastante alta para caminar de pie. Incluso agachada debía tener cuidado para no chocar con la cabeza contra las numerosas irregularidades del techo.

Al entrar en aquella construcción subterránea, Sarah se había desorientado y no sabía qué dirección seguía la galería. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la brújula que había recogido en el campamento y esperó a que la aguja se estabilizara. Si el indicador era fiable y la roca circundante no contenía vetas de hierro, la galería conducía hacia el norte, lo cual significaba que pasaba por debajo de la laguna que se nutría del Aqueronte. Sarah no sabía si aquello significaba algo, pero ardía en deseos de averiguar el misterio que en aquellos momentos estaba más cerca de ella que nunca.

Continuó adentrándose en la galería, que describía una ligera curva hacia la izquierda y cuyo final seguía sin verse a la luz trémula de la antorcha. Prosiguió valerosa la marcha hasta que, de repente, oyó un ruido. Sarah no alcanzó a distinguir de qué se trataba, pero sonaba a chirridos y rozaduras, acompañados por ligeros chasquidos.

Siguió avanzando con cautela y de pronto tuvo la sensación de que las paredes de la galería se movían. La luz de la antorcha alumbró algo tornasolado que pululaba por allí a miles y no solo cubría las paredes, sino también el techo y el suelo.

Eran bichos de unos cinco centímetros de largo, que se movían sobre ocho patas, tenían unas pinzas de aspecto amenazador y una cola encorvada en cuyo extremo destacaba un peligroso aguijón.

Escorpiones.

No unos cuantos, sino cientos.

Sarah reprimió el asco que la embargó. Cuanto más se acercaba, más claramente podía ver los pequeños cuerpos de coraza negra que se arrastraban a diestro y siniestro y parecían salir de una hendidura que había en la roca y las escupía a centenares. No paraban de caer bichos del techo, que luego se disolvían en el nutrido ejército que pululaba por el suelo y volvían a trepar por las paredes a modo extravagante telón que subía y bajaba sin cesar: un cortinaje macabro…

Pericles avanzaba lentamente a causa de la corriente. Cerca del lugar donde el Aqueronte confluía en la laguna, puso rumbo hacia la orilla y saltó a tierra. Escondió el bote debajo de unas ramas que colgaban bajas, subió por el terraplén y se dirigió hacia el noroeste a través del bosque. Si seguía el curso del río, regresaría a la zona donde se había perdido el rastro del suizo.

Estaba pensando de nuevo en su casa cuando los chillidos y el aleteo de algunos pájaros lo arrancaron súbitamente de sus pensamientos. Pericles se detuvo en seco y vio que los animales levantaban el vuelo nerviosos por encima de los árboles. Algo los había espantado…

El macedonio permaneció inmóvil y aguzó el oído un momento. Al no oír ningún ruido sospechoso, continuó avanzando lentamente y mirando atento a su alrededor.

De repente, una rotura de ramas por encima de él, un gruñido y una sombra fugaz. Pericles se volvió rápidamente y se vio frente a un personaje con uniforme azul que lo apuntaba con un fusil. Con una maldición en los labios, el macedonio se dispuso a dar media vuelta para huir, pero no consumó el movimiento porque de pronto salieron más hombres uniformados de la espesura, que lo amenazaban con sus armas cargadas y hacían que cualquier tentativa de huida fuera absurda. Levantó las manos para indicar que no ofrecería resistencia.

La maleza volvió a abrirse y apareció un hombre alto vestido con el uniforme lleno de adornos de un coronel turco. Con el ceño fruncido, examinó a Pericles de la cabeza a los pies.

—¿Dónde está? —preguntó en mal turco.

—¿Quién? —preguntó a su vez Pericles.

—Sarah Kincaid —contestó el oficial, y el macedonio supo que nunca más volvería a ver a su esposa y a sus hijos.

Sarah se preguntó estremecida si también había habido escorpiones allí en la época clásica.

Probablemente los habían llevado para espantar a cualquiera que se hubiera adentrado en la galería sin mucho entusiasmo. La joven tenía muy claro que debía superar aquella barrera si quería descubrir el misterio y se consoló pensando en las botas resistentes y en la pelliza de piel de equino con que iba equipada. No quiso ni imaginarse lo que aquello había significado para los habitantes de la antigua Grecia, que raras veces llevaban algo más que una túnica y sandalias. Por el momento, procuró no pensar en el veneno de los escorpiones.

Intentó apartar los escorpiones sosteniendo la antorcha muy cerca del suelo, pero los bichos ni se inmutaron. Así pues, no le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón, encoger la cabeza entre los hombros y correr.

Le costó horrores. Se obligó a pensar en Kamal y en los errores que había cometido y que no quería repetir de ningún modo, y echó a correr.

Fue terrible.

Durante unos instantes no vio más que bichos arrastrándose y oyó cómo algunos acababan aplastados por las suelas de sus botas. Un escorpión cayó del techo y fue a parar al cuello de su pelliza; Sarah lo agarró con un rápido movimiento de mano y lo arrojó lejos.

Un instante después, todo había pasado.

Estremecida por el miedo y el asco, Sarah corrió unos pasos más mientras daba manotazos a su alrededor. Se descubrió dos escorpiones en la pernera derecha, se los sacudió y los pisó. Cuando estuvo segura de que no tenía más bichos encima, se tranquilizó y su respiración entrecortada volvió a normalizarse.

Echando una última ojeada a aquella barrera, que Sarah se vio obligada a reconocer que había sido más mental que física, siguió su camino a través de la galería. Mientras se preguntaba con temor qué sería lo próximo que la esperaba, sus pies toparon con un obstáculo. Se detuvo y sujetó la antorcha de modo que iluminara el suelo.

Sarah tuvo que controlarse para no proferir un grito. Ya había visto restos mortales humanos en muchas ocasiones, pero aquellos presentaban un estado terrorífico. El esqueleto, que Sarah identificó como el de un hombre por el tamaño y la corpulencia, se había conservado entero y yacía boca abajo en el suelo, con la cabeza mirando hacia la salida: teniendo en cuenta la postura de las extremidades, se habría podido conjeturar que aquel hombre había intentado salir de la galería arrastrándose a gatas. ¿Qué le habría ocurrido? Sarah pensó que tal vez se había herido. O tal vez había encontrado al final de la galería algo que…

Un sonido sordo le llegó de repente desde la oscuridad incierta que reinaba más allá de la luz de la antorcha.

Sonaba como los gruñidos de los chuchos que rondaban por el barrio londinense de East End y que, hambrientos como estaban, incluso atacaban a la gente: mendigos, borrachos o niños, a los que consideraban presas fáciles. Un instante después, Sarah creyó ver realmente un par de ojos amarillentos y brillantes en la oscuridad.

¿Era posible? ¡Pues claro que no! Solo podía ser una ilusión óptica, un reflejo de la luz de la antorcha, un…

¡Los ojos se movían!

Oscilaban a un lado y a otro, se abrían como platos por un momento y, al momento siguiente, se entornaban hasta casi cerrarse. Súbitamente se les añadió otro par de ojos, acompañado por un nuevo gruñido hostil y, luego, ¡un tercero!

Sarah ralentizó el paso. La visión de aquellos ojos brillantes y los sonidos amenazadores desataron en ella el miedo y, aunque no estaba dispuesta a dejarse vencer por el temor, no pudo evitar que la impresionaran. Fuera lo que fuera lo que la acechaba en la galería, parecía realmente tener vida…

Se oyó un bufido y le llegó un olor penetrante a azufre, que despertaba horrendas asociaciones. Se apoderó de ella un miedo irracional, al que no cabía enfrentarse con argumentos, y Sarah vio con horror que los pares de ojos que no paraban de escudriñarla no eran de tamaño normal, ¡sino enormes!

Sarah siguió caminando como si estuviera en trance y se obligó a avanzar. La galería se ampliaba y se transformaba en una cueva de cuyo techo colgaban numerosas estalactitas, cual puntas de lanza funestas. Y justo debajo se agazapaba la criatura más terrorífica y peligrosa con la que jamás en la vida se había topado.

Un cuerpo enorme y cubierto de pelaje negro, apoyado sobre cuatro patas gruesas como pilares y con una cola de escamas negra que restallaba de un lado a otro. El pescuezo, fuerte como una columna, se dividía en el medio y sostenía no una cabeza, sino tres: unos cráneos de aspecto espeluznante, cubiertos por un pelaje oscuro y del diámetro de una rueda de carro. De sus hocicos salía un hálito sulfuroso, enseñaban los dientes y sus ojos amarillos miraban fijamente con un odio desmedido e insondable.

Aunque Sarah jamás se había topado con una criatura como aquella, sabía perfectamente a que se enfrentaba.

Era la bestia que vigilaba la entrada del Hades.

Cerbero…