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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID, 2 DE OCTUBRE DE 1884
Hemos salido de la ciudad al amanecer, la única hora del día en que Londres, ese Moloch ruidoso, humeante y maloliente por todos sus poros, parece contener el aliento unos instantes antes de ponerse de nuevo a gritar, a pisotear y a amenazar.
La solicitud de libertad provisional para Kamal fue presentada con gran premura y, tal como sir Jeffrey había supuesto, el tribunal la aceptó. Ello se debió sin lugar a dudas a las influencias de sir Jeffrey, que continúa gozando de gran prestigio entre los jueces de la Corte Suprema y que ha garantizado personalmente el regreso de Kamal, pero también al hecho de que Horace Cranston, un médico de reputación intachable, se declarara dispuesto a tomar parte en el viaje en calidad de observador oficial.
No ha habido tiempo para realizar cuidadosamente los preparativos. La decisión de volver a emprender un viaje me fue impuesta tan de repente como los sucesos que me han llevado a tomarla. Bastaba con empaquetar y adquirir las cosas más imprescindibles, entre ellas un Colt Frontier 1878, el modelo que usaba mi padre y que en viajes anteriores siempre fue un acompañante de confianza. Habida cuenta de las palabras de sir Jeffrey respecto a que Praga podría ser una trampa, quiero tener al menos la posibilidad de defenderme de posibles atacantes.
Sin embargo, creo que lo más importante es estar armada interiormente contra lo que pueda esperarme en la lejana Bohemia…
3 DE OCTUBRE DE 1884
Hemos cruzado el canal de la Mancha con tormenta y el mar encrespado. No me atrevo a imaginar lo que esas fatigas adicionales pueden significar para el pobre Kamal, y me aferro a la idea de que es la única manera de salvarlo. Además del agua hervida que intentamos hacerle beber continuamente, una vez al día le suministramos alimento con medios artificiales, mediante un procedimiento que me hace estremecer. Si no conociera la naturaleza robusta de Kamal y su férrea voluntad, tal vez ya habría abandonado y lo habría dejado descansar en paz en vez de someterlo a estos avatares. Pero, como hijo del desierto que es, conoce la lucha por la supervivencia y sé que hará todo lo posible por volver conmigo…
El criado de Cranston, que nos acompañó una parte del viaje por deseo de su señor, nos ha dejado en Dover. Igual que en anteriores viajes, renuncio a llevar servidumbre conmigo, aunque no sea lo más adecuado para alguien de mi sexo y mi condición social. A mí me enseñaron que la obligación suprema de un señor hacia sus sirvientes es cuidar de ellos y soy incapaz de poner en peligro imprudentemente la vida de ninguno de mis criados.
Desde Calais viajamos en tren hacia la frontera belga, cuyos bosques de abetos ya están cubiertos de nieve. Esperamos llegar a Bruselas cuando oscurezca y hoy mismo cogeremos el tren que nos llevará a Alemania.
4 DE OCTUBRE
Lo que esperábamos no se ha cumplido. Después de que nos haya sorprendido una tormenta de nieve en las Ardenas y hayamos llegado a Bruselas bien entrada la noche, no nos ha quedado más remedio que pernoctar en la ciudad… No quiero imaginar las consecuencias que estas fatigas añadidas puedan tener para Kamal, y me alegro de tener conmigo al doctor Cranston, que se ocupa con todas sus fuerzas del bienestar del paciente.
Aunque el médico se esfuerza por ser un acompañante atento y por ocuparse de mi bienestar, no puedo evitar echar de menos con toda mi alma la compañía de Maurice du Gard, y las personas que oigo hablar en francés a mi alrededor no hacen más que aumentar mi melancolía. No dejo de prometerme que haré todo lo posible para que no me arrebaten a otro ser querido…
6 DE OCTUBRE
Hemos llegado a la frontera alemana. Una vez más, agradezco a mi padre que me hiciera tomar clases de idiomas. Dominar la lengua alemana parece ser un requisito constante para cruzar en tren este país. Una cantidad increíble de pequeñas y pequeñísimas líneas ferroviarias forman una red confusa que, a mi entender, expresa la agitada historia de estas tierras que, después de siglos de división y de desgarro interno, se unificaron tan solo hace unos años, y eso también se logró mediante una guerra encarnizada y sangrienta.
Desde Colonia partimos hacia Coblenza. Un coche cama del ISG[3] que cubre ese trayecto nos ofrece un agradable confort que hasta ahora no habíamos hallado, y una vez más lamento no haber optado por el recorrido París-Viena, que ofrece muchísima mayor comodidad, pero para el que fue imposible conseguir pasajes en el último momento.
Desde Coblenza, el viaje continúa hacia Francfort, donde esperamos enlazar lo antes posible con un tren que se dirija hacia el este…
8 DE OCTUBRE
Eisenach. Gotha. Erfurt. Jena.
Las ciudades impregnadas de cultura se alinean como perlas en el corazón del Imperio alemán y despiertan en mí recuerdos de viajes que emprendí en otra época con mi padre. Sin embargo, para reavivarlos me falta la calma, pues el destino de nuestro viaje se va acercando y confieso que noto una creciente inquietud.
El estado de Kamal no parece haber cambiado… ¿O quizá el doctor Cranston solo quiere tranquilizarme? A veces creo ver dudas en su semblante, pero no tengo valor para preguntarle. Mientras haya esperanza, querría aferrarme a ella, por muy pequeña que sea…
9 DE OCTUBRE
En Leipzig hemos subido al tren expreso que nos llevará a Praga, vía Dresde. El paisaje que se ve desde las ventanillas de nuestro vagón ha cambiado y me da la impresión de que se ha tornado enigmático, casi lúgubre.
En esta época otoñal, por los extensos bosques parece haberse extendido una sombra, que se manifiesta en forma de nubarrones grises y niebla espesa. Solo de vez en cuando se distinguen huellas de civilización: granjas solitarias que se arriman a las colinas oscuras y, aquí y allá, las ruinas de castillos antes orgullosos que se elevan solitarias hacia el cielo encapotado.
No para de llover, y me da la impresión de que la tristeza del tiempo es un reflejo de mi interior. Paso las horas sentada junto a Kamal, cogiéndole la mano inerte y caliente, y secándole las perlas de sudor de la frente mientras oigo el traqueteo monótono del tren. Y aunque una parte de mí lo teme, estoy ansiosa por llegar a Praga y comenzar de una vez la búsqueda que ha de devolverme a mi amor…
MASARYKOVO NÁDRAŽÍ, PRAGA, TARDE DEL 9 DE OCTUBRE DE 1884
Como si se tratara de un ser vivo al que hubieran pasado factura las fatigas del largo camino, la locomotora de vapor negra dejó oír un bufido ronco al detenerse en la vía principal de la estación. El vapor brotaba silbando por las válvulas y se depositaba cual vaho blanco sobre el andén, donde al cabo de un instante se perfilaron numerosas siluetas: obreros del ferrocarril e interventores, portamaletas y guías turísticos, vendedores ambulantes y cocheros, niños con periódicos y limpiabotas, gente que esperaba a alguien y curiosos. Todos se apiñaban bajo la marquesina de cristal, sostenida por columnas de hierro del andén, donde resonó la voz fuerte del revisor anunciando la llegada del tren expreso.
Las puertas de los vagones se abrieron. Decenas de pasajeros se desparramaron por el andén y se mezclaron con los que allí esperaban, formando una multitud impenetrable. Algunos contrataban portamaletas y cocheros, o pedían a los empleados del ferrocarril información del lugar; otros tomaban el camino hacia la cantina, de donde llegaba un delicioso aroma a gulasch y a cerveza Pilsener que se mezclaba con el olor acre del vapor y el hollín. Entretanto, algunos muchachos se afanaban por ganarse las simpatías de los recién llegados y entusiasmarlos para que fueran a este o a aquel hotel.
Sarah Kincaid se encontraba en el andén, en medio de ese caos, buscando un rostro conocido en aquel mar de caras de alivio y de agotamiento, sonrientes y malhumoradas, hambrientas y hartas, sudorosas y heladas, silenciosas y vociferantes. En varias ocasiones la empujaron con brusquedad y otras tantas veces le pidieron disculpas no muy sentidas, hasta que el gentío se despejó por fin en el andén y pudo distinguir un semblante que le resultaba conocido y familiar.
Pertenecía a un hombre que no tenía muchos más años que ella, pero parecía muy serio y solemne, lo cual podía deberse, por un lado, a su manera formal de vestir, con abrigo y sombrero de copa, y, por otro, a las gafas de montura de níquel que se apoyaban en su nariz y le prestaban cierto aspecto de sabelotodo. El tiempo que había transcurrido desde la última vez que se vieron lo había fortalecido un poco, según lo recordaba Sarah, pero su cabello negro y rizado continuaba revuelto como si se resistiera deliberadamente a la doma por parte de cualquier peine o cepillo.
Si unos años atrás alguien le hubiera dicho que algún día se alegraría de ver a ese hombre y daría gracias por ello, se habría echado a reír con sarcasmo. Pero desde entonces habían cambiado muchas cosas y el hecho de que realmente se encontrara en el andén para recogerla a la hora que le había comunicado telegráficamente suponía una prueba más de que Friedrich Hingis ya no era un rival, sino un estimado amigo.
Aliviada, Sarah le hizo señas y cuando el suizo se percató se acercó a ella deprisa con una amplia sonrisa de alegría en el semblante por el reencuentro. Saltaba a la vista que la mano que asomaba por la manga izquierda de su abrigo estaba especialmente rígida y, a diferencia de la derecha, iba cubierta con un guante de cuero negro: el triste recuerdo de los momentos más oscuros en la vida de Friedrich Hingis.
—Friedrich —dijo Sarah mientras se cogían de las manos y se saludaban—. Ha venido.
—Por supuesto, mi querida amiga, ¿qué esperaba?
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Dos años y cuatro meses. —La respuesta fue como un pistoletazo—. Sin embargo, tengo la sensación de que nuestra aventura no ha acabado hasta ahora.
—A mí me ocurre lo mismo, amigo mío —replicó Sarah, y a pesar de la tensión que acumulaba, la leve sonrisa que se deslizó por su semblante no fue forzada—. Pero han ocurrido tantas cosas desde Alejandría.
—Lo sé. —Hingis adoptó un ademán serio—. Me enteré de lo de Du Gard. Lo siento muchísimo…
—Gracias. Aprecio sus condolencias.
—Aunque durante mucho tiempo él y yo no estuvimos de acuerdo, fue un camarada fiel… y un buen amigo.
—Lo fue —confirmó Sarah, que no pudo evitar que una tristeza taciturna la embargara por un instante. Sin embargo, volvió a pensar en el presente y se concienció de que no estaba en absoluto sola—. Disculpen, soy una maleducada —dijo, y se dio la vuelta para dirigirse a Cranston que, educadamente, se había quedado unos pasos atrás y esperaba ser presentado—. Friedrich, el doctor Horace Cranston, del hospital Saint Mary of Bethlehem, que ha tenido la amabilidad de acompañarme en este viaje. Doctor, este es el señor Friedrich Hingis, doctor por la Universidad de Ginebra, un buen y estimado amigo.
—Encantado, señor Hingis.
—Es un placer conocerlo, doctor Cranston.
—El señor Hingis y mi padre fueron rivales acérrimos, enemigos en disputas académicas —explicó Sarah—. Pero luego…
—… llegué a la conclusión de que yo era un ignorante pagado de sí mismo —prosiguió Hingis en tono distendido—. Por desgracia, pagué ese conocimiento con la pérdida de la mano izquierda.
Lo dijo sin amargura, y Sarah no podía ni imaginar que tiempo atrás hubiera despreciado con toda su alma y más que a nadie al erudito que se había encontrado a sí mismo en las profundidades de Alejandría. En el primer telegrama que Sarah le había enviado desde Londres, solo le pedía que efectuara algunos preparativos para ella en el continente. El hecho de que Hingis se hubiera empeñado en ir a Praga para ayudarla in situ en su búsqueda demostraba una vez más cuánto había cambiado. La intrigante rata de biblioteca se había convertido en un hombre de honor…
—No sé cómo darle las gracias, Friedrich. Cuando leí en su telegrama de respuesta que vendría personalmente a Praga no podía creerlo.
—Para mí es un placer —aseguró el suizo—. Además, era una buena ocasión para escapar una vez más de los muros del campus.
—Increíble. —Sarah volvió a sonreír—. Esas palabras en su boca…
—Cuando me enteré del motivo de su viaje, ninguna fuerza terrenal podría haberme impedido venir aquí y ayudarla, querida amiga. Lamento mucho lo ocurrido y espero que encontremos la medicina.
—Yo también lo espero, Friedrich —convino Sarah—, pero sería una mala amiga si le ocultara que puede ser peligroso.
—¿Peligroso? —Hingis arrugó la nariz, señal de que se había puesto nervioso.
—En efecto, porque tengo motivos más que suficientes para suponer que la gente que ordenó envenenar a Kamal es la misma que asesinó a mi padre…
—Bromea…
—No suelo bromear con esas cosas —aseguró Sarah con voz seria y firme—. Al parecer, aquel poder misterioso al que nos enfrentamos en Alejandría ha regresado.
—Bueno —replicó Hingis, que solo necesitó unos instantes para superar la sorpresa—, entonces es lógico que volvamos a encontrarnos, ¿no? Además —añadió en un tono más ligero—, será una buena ocasión para refrescar viejos recuerdos.
—Sí —contestó la joven sonriendo débilmente—. Viejos recuerdos…
Sarah volvió la cabeza hacia el vagón de tren, donde los portamaletas ya se ocupaban de descargar tanto su equipaje como el del doctor Cranston. A continuación, bajaron la litera en la que Kamal yacía inconsciente y atado. Sarah se cuidó de que los hombres procedieran con el máximo cuidado y no chocaran en ningún sitio.
—Delante de la estación nos espera un vehículo adecuado para transportarlo —explicó Hingis, esforzándose a todas luces por no dejar que se le notara cuánto lo consternaba el estado de Kamal—. Me he permitido solicitar ayuda a los militares y les he pedido una ambulancia de campaña.
—¿A los militares? —preguntó Sarah con asombro—. ¿Tiene contactos aquí?
—Personalmente, no —respondió el suizo con picardía—. A veces basta con conocer a gente con contactos…
Dejaron el andén y entraron en el amplio vestíbulo de la estación, plagado de puestos y quioscos de periódicos. Sarah no pudo evitar pensar en Londres, ya que los vendedores de pastelillos, las floristas y los limpiabotas no se diferenciaban en nada de los que andaban en busca de clientes por la estación de King’s Cross. Y allí, igual que en Londres, también parecía haber personajes sospechosos que se agazapaban en rincones oscuros y se ganaban la vida despojando literalmente de sus bienes a los demás.
A Sarah le hizo gracia ver que, sin que fuera necesario, sus acompañantes masculinos asumían el papel de protectores y se apostaban a su lado como una Guardia de Corps. Protegida de esa manera, cruzó el vestíbulo y salió por unas enormes puertas de madera al exterior, donde había muchísimos carruajes y coches de plaza a la espera de clientes, y también la ambulancia de campaña.
El doctor Cranston controló que cargaran correctamente la litera e insistió en permanecer junto al paciente durante el viaje. Puesto que el carro no ofrecía sitio para nadie más, a Sarah no le quedó más remedio que subir al coche tirado por un solo caballo que Hingis había alquilado. El vehículo era parecido a un Hansom cab inglés, lo cual significaba que el pescante del cochero estaba detrás de los pasajeros y que estos tenían visión directa sobre las calles y el entorno.
Hingis indicó en alemán al cochero que fuera despacio para que la ambulancia de campaña pudiera seguir al carruaje, mucho más ágil y veloz. Este se puso en marcha y giró hacia la calle ancha que conducía hacia la ciudad.
—¿Había estado alguna vez en Praga? —preguntó Hingis a Sarah.
—No, nunca.
—No sabe lo que se ha perdido. Es una de las ciudades más bellas del mundo.
—¿Lo dice por experiencia?
—Ya lo creo. ¿Nunca le he explicado que estuve unos cuantos años en Praga estudiando Historia?
Sarah meneó la cabeza.
—No, que yo recuerde…
—No le habría ofrecido mi apoyo si no hubiera estado convencido de que realmente podía ayudarla, Sarah —aseguró Hingis, levantando su remedo de mano izquierda—. Al fin y al cabo, con esto suelo ser más un estorbo que una ayuda. Pero puedo afirmar que conozco esta ciudad mejor que algunos praguenses y me he permitido realizar algunos preparativos.
—Y yo le estoy muy agradecida por ello —afirmó Sarah—. ¿En qué hotel nos alojaremos?
—Nada de hoteles —rehusó el suizo—. Tendrá usted el honor de alojarse en la mansión de la condesa de Czerny como invitada.
—¿La condesa de Czerny?
—Una mecenas de la cultura y la ciencia conocida en toda la ciudad, que me fue recomendada a través de uno de mis contactos —explicó el suizo—. Su marido, que murió hace unos años, fue profesor mío en la Universidad de Praga. Y, si me permite la observación, la condesa se parece a usted en algunos aspectos.
—¿Se parece a mí? —Sarah enarcó las cejas—. ¿Cómo debo interpretarlo?
—Espere y verá, amiga mía. Espere y verá…