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DIARIO PERSONAL DE SARAH KINCAID, ANOTACIÓN POSTERIOR
Regresé por segunda vez a Newgate en el carruaje Brougham de sir Jeffrey. Las avenidas principales estaban muy transitadas y casi me dio la impresión de que nuestro coche, tirado por dos caballos, tenía que enfrentarse con todas sus fuerzas a la multitud que acudía a la ciudad a esas horas tempranas: jornaleros y obreros, artesanos y comerciantes, señores de postín que preferían pernoctar fuera de la ciudad y partir por la mañana hacia Inns of Court o a la Bolsa para ejercer su poder. Algunos iban a caballo, pero la mayoría optaba por hacerse llevar en un Hansom, los coches de caballos más modernos y ligeros, con los que también se causaba buena impresión y que se disputaban las calles con carros macizos cargados hasta los topes. Carruajes abiertos, carromatos cargados de barriles de cerveza, carretas tiradas por bueyes que se dirigían a los mercados de Covent Garden o de Billingsgate, todos parecían impacientes por adentrarse en la gran ciudad.
En consecuencia, avanzábamos despacio, y el trayecto hasta Newgate se me hizo angustiosamente eterno. No dejaba de preguntarme qué significaba mi enigmático sueño, y cuanto más me acercaba a los adustos muros del presidio, más crecía mi inquietud. Estaba impaciente por ver a Kamal y asegurarme de que se encontraba bien. Intuía una desgracia inminente, y con razón, como pronto descubriría…
PRISIÓN DE NEWGATE, MAÑANA DEL 26 DE SEPTIEMBRE DE 1884
Los pasos de Sarah Kincaid y su acompañante resonaban sucesivamente en el techo abovedado de baja altura.
Era el mismo guardia que la había escoltado el día anterior, de modo que Sarah no tuvo que entretenerse dando largas explicaciones. Al enseñar de nuevo el escrito que Milton Fox había conseguido para ella en el Ministerio de Justicia, enseguida la autorizaron a acceder a la sección de las celdas, que esa mañana le pareció aún más adusta y ruinosa que el día anterior. Sarah intentó en vano grabar en su memoria la enmarañada sucesión de escaleras y corredores que iban dejando atrás de camino hacia las oscuras entrañas del presidio. Le daba la impresión de que el guardia la llevaba de nuevo por un camino distinto, ya fuera para impresionarla o bien para confundirla intencionadamente.
Pasaron por delante de un recinto que estaba separado del corredor por una reja de hierro. Detrás había media docena de hombres alineados, figuras encorvadas, demacradas y desnudas, tal como Dios las trajo al mundo. Les habían rapado la cabeza y tenían la piel blanquecina plagada de incontables cicatrices y heridas, que permitían entrever una vida dura y llena de privaciones. Dos carceleros uniformados cargaban con un recipiente metálico al que habían incorporado una bomba de manivela y un trozo de manguera. Y antes de que los presos entendieran qué les sucedía, los dos guardias ya los estaban rociando con un producto químico de color rojizo que, por la reacción de los hombres, debía de quemar como el fuego en la piel desnuda.
—Nuevos internos, madam —explicó el guardia, impasible—. Cuando llegan, hay que lavarlos y despiojarlos. Hace falta, créame.
Sarah no contestó. No tenía la menor duda de que la había llevado por allí para hacerle pasar un mal trago y ver cómo se ruborizaba al ver a los hombres desnudos. Sarah se sonrojó realmente, pero no de vergüenza sino de ira, pensando que Kamal también había tenido que pasar por aquella ceremonia humillante…
Por fin llegaron al pasillo al final del cual se hallaba la celda de Kamal. En los últimos metros, Sarah no pudo reprimirse más. Aceleró el paso, echó a correr y adelantó al guardia, que reaccionó soltando un gruñido de enfado.
—¿Kamal? Soy yo, Sarah…
La voz le tembló por culpa de la preocupación, que se esforzaba por contener y que no cedió hasta que su amado empezó a moverse.
—Tú, ¿no has oído? —bramó el guardia hacia el interior de la celda—. ¡Despierta!
Para enfatizar sus palabras, blandió la porra de madera y aporreó la puerta. El estruendo metálico no solo consiguió que se levantara Kamal, sino todos los internos de las celdas cercanas.
—Sir —protestó Sarah, enojada—, ¿le importaría no provocar semejante ruido infernal?
—Quería que se despertara, ¿no? —contestó el guardia encogiéndose de hombros—. Pues ya está despierto…
Eso era indiscutible.
Kamal se había incorporado y se frotaba los ojos para despertarse. Al ver a Sarah, se sobresaltó.
—Buenos días —lo saludó ella con cariño.
—¿Qué…, qué haces aquí? —preguntó Kamal, que saltó del catre y se acercó a la puerta—. Todavía es muy pronto…
—Ya lo sé —dijo Sarah—. Tenía que verte.
—¿Por qué? —preguntó con una leve sonrisa—. ¿Has vuelto a tener uno de tus sueños? ¿Hay que consolarte?
—No, claro que no —se apresuró a asegurar mientras volvía a asombrarse de lo bien que Kamal había llegado a conocerla en tan pocos meses.
—Da igual —comentó—, me alegro de que hayas venido. Cuando apareces delante de mi celda, es como si la luz clara del sol penetrara en estos miserables muros.
—Vaya, veo que conservas tu encanto —constató Sarah esbozando también una sonrisa que, sin embargo, se borró enseguida—. ¿Has pensado en lo que te dije? —preguntó.
—Por supuesto.
—¿Y? —Sarah abrigó una súbita esperanza—. ¿Tienes alguna sospecha sobre quién pudo enviar la nota a Scotland Yard?
—No —reconoció Kamal con sinceridad, para decepción de Sarah—. Pero he llegado a una conclusión.
—¿Cuál?
—Quiero que eximas a sir Jeffrey de su tarea.
—¿Qué?
—Le agradezco la ayuda —se ratificó Kamal—, pero no voy a requerirla más. Dale saludos de mi parte. Dile que le estoy muy agradecido por sus servicios, pero que ya no los necesito.
—¿No? ¿Y quién va a defenderte?
—Nadie —contestó, y su respuesta fue tan simple como escalofriante.
—¿Nadie? —Sarah abrió mucho los ojos, sin comprender—. Pero si no te defiende nadie no tendrás ninguna posibilidad en el juicio. Has confesado los hechos. El fiscal hará todo lo posible por enviarte a la horca.
—Lo sé, Sarah.
—Entonces, también sabrás que sin una defensa experta no tienes perspectivas de eludir al verdugo —dijo Sarah con una franqueza brutal.
—Eso también lo tengo claro.
—Pe… pero… entonces… —balbuceó Sarah antes de enmudecer. Tenía muy claro qué significaba la decisión de Kamal, pero no tuvo el valor de expresarlo.
—Como tú bien has dicho, Sarah —prosiguió Kamal en su lugar—, soy un asesino confeso. Y, puesto que el delito se cometió contra dos miembros del ejército, el fiscal pedirá la pena capital. Si renuncio a la defensa, el tribunal aceptará la petición. Pero si sir Jeffrey me representa como abogado, tal vez solo me condenarán por homicidio y pasaré los próximos veinte años entre estos muros. ¿Te imaginas lo que eso significaría?
Sarah lo miraba fijamente, sin decir nada, incapaz de asentir o de llevarle la contraria.
—Soy un hijo del desierto, Sarah. Amo el mar infinito de las dunas, el viento en mis cabellos y la arena entre los dientes. Y aquí no hay nada de todo eso, solo penumbra y suciedad, y una muerte lenta.
—Quieres decir que…
—Prefiero que la soga del verdugo ponga fin rápidamente a mi existencia a seguir encerrado aquí. No lo soportaría, Sarah, y moriría de una manera atroz.
Ella seguía mirándolo fijamente, y sus miradas se encontraron de nuevo durante una breve eternidad. Solo fue capaz de asentir convulsivamente mientras reprimía con todas sus fuerzas las lágrimas… Kamal no tenía que verla llorar. Cuando la pena estaba a punto de vencerla, Sarah se dio la vuelta.
—Sarah —susurró Kamal, que malinterpretó su reacción—. Intenta comprenderme…
—Te comprendo —dijo ella, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Te comprendo perfectamente. Es solo que… —dijo meneando la cabeza.
Mentalmente podía comprender que Kamal prefiriera la muerte a largos años de presidio, pero su corazón hablaba otro idioma. Sarah no quería perder a su amado y se aferraba a él con todas sus fuerzas. Pero ¿qué sentido tenía luchar por la vida de Kamal si él no quería? ¿Qué sentido tenía todo aquello?
De nuevo aparecía la cuestión del destino, de una fuerza que ponía orden en medio del caos, y Sarah, en su desesperación, no podía más que negarlo. ¿Por qué, se preguntó, una y otra vez solo le quedaban instantes fugaces de felicidad? ¿Por qué su destino era perder siempre a quien amaba de todo corazón? La obstinación se apoderó de ella, la voluntad irrefrenable de no permitir que volvieran a arrebatarle la felicidad.
De pronto sopesó la opción de un plan tan audaz como desesperado, que hasta entonces había descartado por peligroso y desatinado, y decidió hacer todo lo que estuviera en su mano para llevarlo a la práctica.
—Acompáñeme fuera —le indicó al guardia—, pero por el mismo camino que ayer. ¿Puede ser?
—Pues claro —contestó el carcelero, enseñando unos dientes amarillos y descuidados—. Hay un montón de caminos para entrar en Newgate, y otro montón para salir…, a no ser que hayas hecho algo malo.
Soltó una carcajada estruendosa al reírse de su propio chiste y se puso lentamente en camino. Sarah lo siguió sin volverse de nuevo hacia Kamal. Por un lado, no quería que viera sus lágrimas; por otro, temía que sospechara lo que se proponía hacer. Era muy importante que Kamal no conociera los planes de Sarah. Era mejor que no supiera nada de ellos por si su liberación fracasaba.
—¡Sarah! —le gritó Kamal—. ¡No te vayas, por favor! ¡Quédate…!
Pero ella no vaciló y siguió sin pestañear al carcelero. Los gritos desesperados de Kamal resonaron a sus espaldas:
—Me lo prometiste, ¿recuerdas? Prometiste que no me abandonarías.
Aunque todo en ella la empujaba a dar media vuelta, Sarah se mantuvo firme y continuó sin reaccionar. Por supuesto que recordaba la promesa que había hecho y, precisamente porque se proponía cumplirla, no podía ceder.
Si Sarah hubiera sospechado que con ello desperdiciaba un tiempo precioso, su decisión habría sido otra.
Sarah fue haciendo inventario mentalmente. Cada celda, cada recoveco, cada escalera y cada cruce quedaron anotados en el plan que esbozaba en su mente. Tenía a su favor su experiencia como arqueóloga, puesto que en más de una ocasión su padre y ella se habían adentrado en cámaras funerarias profundas y en catacumbas subterráneas, y recordar el camino exacto había sido imprescindible para sobrevivir. En los recorridos anteriores a través de las entrañas lúgubres y malolientes de la prisión, Sarah iba distraída y, por lo tanto, se había desorientado, pero esta vez se concentraba en grabar el camino en su memoria.
El camino hacia la libertad…
Pasaron por delante de algunas celdas cuyos internos le dedicaron comentarios indecentes que el guardia castigó al instante con su porra. Poco después encontraron compañía: cuatro carceleros se cruzaron con ellos en el pasillo escasamente iluminado. Aquellos hombres pasaron en silencio por su lado y Sarah, concentrada como estaba, probablemente no se habría percatado de nada si no la hubiera embargado de repente una sensación.
¡Una sensación de amenaza!
¡El mismo halo funesto que había notado en Yorkshire cuando aquella silueta tenebrosa la había perseguido en la niebla! ¿Había sido, por tanto, algo más que la sombra recurrente de antiguos temores?
—¿Pasa algo, madam? —preguntó el guardia cuando Sarah se detuvo en seco.
—No, es solo que… —dudó, no estaba segura de si debía comentarlo—. Esos hombres, los que acabamos de cruzarnos, ¿también son guardias?
—Eso parece.
—¿Eso parece? ¿No los conoce?
—No, madam, pero eso no quiere decir nada. Aquí hay muchos guardias. No es un trabajo fácil, sabe. No todo el mundo puede hacerlo…
—Comprendo —dijo Sarah, pensativa, y se dispuso a reemprender la marcha, pero no pudo, porque todos sus temores y malos presentimientos regresaron repentinamente. Irrumpieron como una marea viva en su conciencia y anegaron su el sentido común.
—Volvamos —dijo—. Tengo que volver.
—¿Adónde?
—A la celda de mister Ben Nara.
—Pero…
Sarah no tenía tiempo para entretenerse en explicaciones. Dio media vuelta, se arremangó el vestido para poder correr más deprisa y se puso en marcha siguiendo el camino que había grabado en su memoria. No le importó que con ello pudiera desvelar sus propósitos de liberar a Kamal. El ansia por regresar de inmediato con su amado y verlo era tan imperiosa que Sarah no pudo resistirla.
La asaltaron los recuerdos de su padre. Entonces también había errado por un laberinto oscuro, buscando desesperada a Gardiner Kincaid, y al final lo había encontrado yaciendo sobre un charco de sangre. Esperaba encarecidamente encontrar a Kamal sano y salvo en su celda y que sus temores resultaran ser simples proyecciones de sus recuerdos sombríos, pero esa esperanza se truncó enseguida.
—¡Kamal! —gritó Sarah desde lejos, para alegría de algunos presos, que replicaron con obscenidades—. ¡Kamal!
No obtuvo respuesta de su amado.
Seguida por el guardia, que le pisaba los talones jadeando, Sarah giró hacia el estrecho corredor en el que se encontraba la celda de Kamal y vio, aterrada, que la puerta estaba abierta.
—¿Kamal…?
El hombre yacía de espaldas en el suelo, pero no como si lo hubieran derribado o se hubiera desplomado, sino echado de una manera poco natural y con los brazos cruzados sobre el pecho.
En su frente se distinguían unos caracteres.
Tres letras escritas con hollín.
A, M y T…
—¡Kamal!
A Sarah le falló la voz. Sin pedir permiso al guardia, entró en la celda y se precipitó junto a su amado, que yacía inmóvil.
Su rostro continuaba mostrando orgullo y dignidad, ni las privaciones ni la falta de luz del sol habían logrado cambiarlo. Tenía las mejillas de un tono ceniciento y los ojos cerrados. Su boca, en cambio, estaba entreabierta, pero Sarah no pudo detectar que respirara…
—¡Kamal! ¡Kamal…!
No dejaba de repetir su nombre mientras lo sacudía por los hombros, pero Kamal no despertó. Los gritos de Sarah se ahogaron. Un sudor frío le cubrió la frente mientras, presa del pánico, buscaba algún signo de vida. Con manos temblorosas, le buscó el pulso, pero no lo encontró.
—No —sollozó Sarah suplicante—, otra vez no, por favor…
En su desesperación, se inclinó sobre Kamal y apoyó la cabeza en su pecho para ver si oía algo. Lo abrazó como si así pudiera mantenerlo con vida. Las lágrimas brotaron en sus ojos mientras escuchaba.
De repente, un latido.
Débil y contenido, pero era un signo de vida.
—¿Ka… Kamal?
Sarah volvió a escuchar y oyó un segundo latido. Este también era débil, y la frecuencia era pavorosamente baja. Sarah vio entonces unas minúsculas perlas de sudor en la frente de su amado. Las secó con ternura y notó una piel ardiente bajo sus manos.
«Fiebre», pensó.
Kamal tenía fiebre…
—¡Un médico! —gritó Sarah bien alto—. ¡Necesitamos un médico! Es cuestión de vida o muerte…
El guardia simplón replicó algo incomprensible, cogió el silbato que llevaba colgado al cuello con una cinta corta y sopló varias veces dando pitidos breves. Los silbidos que resonaron en la bóveda fueron tan estridentes y penetrantes que tenían que haberlos oído, y pronto obtendrían respuesta.
—Acabo de dar la señal de alarma. El doctor Billings ya está en camino.
—¿Billings? ¿Quién es?
—El médico de la prisión —contestó el guardia, lo cual infundió un poco de esperanza a Sarah, aunque dudaba de que el médico de una prisión pudiera ayudar a Kamal. Lo que le había ocurrido a su amado, lo que se había adueñado de él, parecía mucho más profundo que cualquier sueño o desmayo.
—Todo irá bien, Kamal —le susurró—. ¿Me oyes? Todo irá bien…
Temblando, le tocó la mano derecha para estrechársela y consolarlo, igual que él le había hecho tantas veces. Su mirada se posó entonces en la boca entreabierta de Kamal y se dio cuenta de que la lengua estaba extrañamente doblada, como si tuviera algo debajo…
Sarah fue consciente al instante de que ya había vivido esa situación, en un sueño que parecía hacerse extrañamente realidad. Un escalofrío como nunca antes había sentido le recorrió la espalda. Con manos temblorosas abrió la boca de su amado y metió los dedos dentro.
¡No se había engañado!
Realmente había algo debajo de la lengua de Kamal, aunque no se trataba de monedas, como Sarah había temido, sino de un trocito de papel. Sarah lo cogió, lo desplegó… y casi se quedó sin aire cuando vio lo que contenía.
Se trataba de un simple dibujo, pero para aquellos que sabían interpretarlo equivalía a una amenaza de muerte: una elipse con numerosos ornamentos en forma de haz.
—El ojo del cíclope —dijo Sarah sin aliento, y tiró la nota como si estuviera impregnada de veneno.
No se podía concebir de golpe lo que aquel hallazgo, aquel simple dibujo, significaba. Sarah solo tenía clara una cosa: que las sospechas de Kamal habían resultado ser ciertas.
Aquel poder inquietante y oscuro, con el que ya se había topado dos veces a lo largo de su vida y que había sido el responsable de la muerte de Maurice du Gard y del asesinato de su padre, no había sido vencido ni desarticulado, sino que seguía existiendo.
Y se había vengado cruelmente…
ENFERMERÍA DE NEWGATE, LONDRES,
NOCHE DEL 26 DE SEPTIEMBRE DE 1884
—No sé —dijo el médico por enésima vez mientras observaba desconcertado el semblante inmóvil de Kamal Ben Nara.
—¿Qué es lo que no sabe, doctor? —preguntó Sarah, que estaba a punto de perder al paciencia.
Cuatro médicos se ocupaban de examinar a Kamal desde hacía horas. Intercambiaban miradas elocuentes y hacían malabarismos con palabras en latín, igual que hacían los golfillos en las calles con manzanas podridas, pero no llegaban a un resultado definitivo.
Norman Sykes, el director de la prisión, se había negado a trasladar a Kamal desde Newgate mientras no le presentaran un diagnóstico claro sobre su estado. Por lo tanto, a Sarah no le había quedado más remedio que consultar con unos cuantos especialistas externos y pedirles que fueran a Newgate. Además de James Billings, el médico de la prisión, que tenía la nariz demasiado roja para el gusto de Sarah y que parecía mucho más entendido en tabernuchas del barrio londinense de East End que en la anatomía de sus pacientes, también estaban presentes el doctor Raymond Markin, un exmédico de la Armada Real y especialista en enfermedades tropicales, así como el doctor Lionel Teague, un médico de Mayfair amigo de sir Jeffrey que, por amistad, se había mostrado enseguida dispuesto a acudir presto a Newgate con él.
El cuarto médico era Horace Cranston, un hombre delgado de unos cuarenta años, que llevaba una elegante levita y el cabello rubio bien peinado con raya. El bigote, perfectamente recortado, la tez pálida, los pómulos marcados y unos rasgos delicados completaban la imagen del caballero perfecto. Sarah no habría adivinado que tras aquellos ojos grises había un psiquiatra. A diferencia de sus colegas, Cranston no se dedicaba a examinar dolencias físicas, sino mentales, y formaba parte del equipo médico del hospital Saint Mary of Bethlehem, cosa que a Sarah no le hizo ninguna gracia. Aun así, debía estarle agradecida al doctor, que había ido a Newgate por otros motivos pero, a instancias de Sykes, se había declarado enseguida dispuesto a examinar a Kamal…
—Como ya he dicho, caballeros —dijo Cranston, tomando la palabra—, no creo que esto tenga nada que ver con un fenómeno físico. Las causas parecen encontrarse más bien en la cabeza del paciente.
—¿En la cabeza? —preguntó Sarah—. ¿Qué insinúa?
—Nada. Solo digo que deberíamos buscar el motivo de su estado en su mente.
—¿Y? ¿Qué pretende? ¿Abrirle el cráneo?
—Eso podría contribuir a la solución del enigma, efectivamente —asintió Cranston, que por lo visto no había captado el sarcasmo en la voz de Sarah.
—¡Abominable matasanos! —masculló Sarah—. ¡No se atreva a ponerle un solo dedo encima!
—Sarah, por favor —intervino sir Jeffrey, tranquilizador—. Estoy seguro de que el doctor Cranston solo quiere lo mejor para su paciente.
—Y a mí me gustaría remarcar que el doctor Cranston no solo es un gran experto en su campo, sino que también tiene buen corazón. Cuando es necesario, realiza dictámenes médicos a los presos de Newgate y se ocupa de que los trasladen a Bedlam; de este modo evita que los ejecuten. Hoy también ha venido por ese motivo.
—Está bien, director —comentó Cranston visiblemente azorado—, pero eso ahora no viene a cuento.
—Tal vez —admitió Sykes—. Solo quería asegurarme de que lady Kincaid lo apreciara como es debido.
—Yo… probablemente me he precipitado al juzgar —reconoció Sarah—, y le pido disculpas si lo he ofendido. Es solo que… Llevan horas discutiendo, señores, sin resultados concretos.
—Eso no es del todo cierto —objetó el doctor Teague, un hombre de aspecto robusto y avejentado, de la edad de sir Jeffrey—. Hemos podido constatar que el estado del paciente no se debe a un acto de violencia. En el examen, ni mis colegas ni yo mismo hemos podido descubrir ningún indicio que apuntara en esa dirección.
—¿No era usted especialista en enfermedades raras?
—Debo de serlo; al fin y al cabo, he escrito dos trabajos importantes sobre el tema. Pero nunca me había topado con un caso como este. Las funciones corporales del paciente se han reducido a la mínima expresión, seguramente a consecuencia de la fiebre, pero parecen bastar para mantenerlo con vida.
—¿No es eso habitual en los pacientes que pierden el conocimiento debido a una fiebre alta? —Peguntó Sarah.
—A veces sí —admitió Markin—. El cuerpo reduce la actividad con el fin de ahorrar fuerzas para luchar contra la enfermedad. Sin embargo, en esos casos hay un precedente, una infección provocada por un germen, por ejemplo, o una intoxicación de la sangre. Pero, aquí, ambas posibilidades quedan excluidas, puesto que el paciente se encontraba bien y en plena forma unos minutos antes.
—Cierto —confirmó Sarah—. Kamal parecía completamente despierto y sano. Su estado actual tiene que estar relacionado con algo que le han hecho esos extraños…
—Ya que habla de ellos —dijo el director Sykes carraspeando como si le resultara poco agradable lo que iba a decir—, no estamos seguros de que se tratara de extraños como usted supone.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Lady Kincaid —Sykes sonrió tímidamente—, comprendo que todo esto le resulte extraño y agobiante. Teniendo en cuenta lo que ha sufrido, no sería de extrañar que viera usted enemigos…
—Escúcheme bien, señor director —dijo Sarah enérgicamente—, ni estoy histérica ni he perdido la razón. Pero algo me dice que esos hombres han tenido algo que ver con lo que le ha ocurrido a Kamal.
—¿Aunque fueran simples carceleros? —Sykes meneó la cabeza—. En Newgate trabaja mucha gente, lady Kincaid. Ni siquiera yo los conozco a todos. Por lo tanto, es muy posible que usted se haya encontrado con una simple patrulla de guardias camino del relevo.
—No lo creo —replicó Sarah—. ¿Qué dice el guardia que me acompañaba?
—Él tampoco está seguro de nada en lo tocante a esos supuestos intrusos.
—¿Y los demás presos?
—Nadie ha notado nada sospechoso que permita concluir una entrada no autorizada en la sección de las celdas.
—¿Y quién ha dibujado esas letras en la frente de Kamal? —preguntó Sarah—. ¿Quién le ha puesto el trozo de papel en la boca?
—Seamos francos, lady Kincaid, hablando en rigor, podría haberlo hecho el propio mister Ben Nara.
—Tonterías —insistió Sarah categóricamente—. Esa gente era tan real como usted y yo… ¡Y aquel halo! Pude sentir que… —Se interrumpió como si notara las miradas de incomprensión que le dedicaban tanto el director de la cárcel como los médicos y sir Jeffrey. Sarah comprendió que lo mejor era callarse si quería que continuaran tomándola en serio, y recibió ayuda por un lado que no esperaba.
—No veo motivos para dudar de las afirmaciones de lady Kincaid, caballeros —dijo el doctor Cranston, que no le guardaba rencor—. Puesto que, por un lado, hemos constatado que el estado del paciente no se debe a un acto violento y, por otro, sabemos que se ha declarado en un tiempo muy breve, solo nos queda suponer la posibilidad de una manipulación intencionada.
—¿Qué insinúa, estimado colega? —La voz del doctor Teague sonó acre, casi enojada—. A este paciente no lo han narcotizado sin más, sino que se le han reducido las funciones corporales. ¿Pretende hacernos creer que hay alguien capaz de llevar a alguien a ese estado instantáneamente?
—Creo que es posible, suponiendo que se utilicen los medios adecuados.
—¿Y cuáles serían? —inquirió el doctor Markin, que parecía compartir tan poco como su colega la opinión de Cranston.
—Caballeros —replicó el médico de Bedlam—, me recuerdan ustedes a los cazadores en la caza del zorro.
—¿A qué se refiere? —preguntó Sarah.
—¿Ha participado usted alguna vez en la caza del zorro?
—No —negó Sarah meneando la cabeza—. Francamente, nunca he comprendido qué le encuentra la gente a todo ese jaleo de perros ladrando y gente gritando «tally-ho». Además, tiendo a simpatizar con el zorro.
—Eso nos diferencia —replicó el doctor—. Yo soy un apasionado cazador y ansío que empiece la temporada la semana que viene. Pero tiene usted razón al adjudicarle al zorro un papel esencial, puesto que sin él no existiría el deporte ni el acontecimiento social, ¿no es así?
—Cierto —admitió Sarah—, pero sigo sin ver…
—La mayoría de la gente que participa en la caza del zorro ha perdido de vista el verdadero sentido de la cacería. Para ellos solo se trata de pasear al aire libre, de exhibir sus caballos y sus dotes como jinetes o, simplemente, de dejarse ver. Para ellos, el zorro es una parte tan obvia de la cacería que ya no le dan importancia, aunque realmente sea el elemento principal. Lo mismo ocurre con el cerebro humano. Si bien es cierto que acabamos de empezar a investigar esa fascinante zona del cuerpo humano, sabemos que es el órgano de control principal. Y aunque pueda parecernos insignificante en comparación con otros órganos, considero posible que, manipulando el cerebro, se pueda provocar un estado febril en un tiempo brevísimo.
—Qué disparate —se acaloró el doctor Markin—. En todos mis años ejerciendo de médico de la Armada Real jamás me he encontrado con nada parecido, y tenga por seguro que he visto más mundo que usted, estimado colega.
—No se lo discuto —aseguró Cranston con serenidad—. Pero si partimos de la base de que el cerebro no solo controla la circulación sanguínea, la respiración, el aparato motor y el digestivo, sino también funciones como el aumento y el descenso de la temperatura corporal…
—Eso es una teoría arbitraria que no se puede corroborar —espetó Markin.
—Al contrario, querido colega. En Bedlam he tratado en repetidas ocasiones a pacientes cuyas funciones cerebrales habían resultado dañadas por la aparición de coágulos de sangre causados por una herida en la cabeza. Los ataques de fiebre descontrolados solían ser la consecuencia.
—Pero aquí no nos enfrentamos ni a un ataque de fiebre ni a una herida en la cabeza —señaló el doctor Teague.
—Cierto —admitió Cranston—, pero eso no cambia que mi teoría sea en principio correcta. La diferencia entre este caso y otros que he examinado es únicamente que el estado febril no se ha producido a causa de una agresión violenta ni del trauma craneal resultante, sino por una manipulación de otro género.
—Comprendo —dijo Sarah, a quien convencían los argumentos de Cranston, a pesar de no entender mucho de medicina, o quizá por eso—. ¿Y en qué consistiría esa manipulación?
—Veneno —dijo Cranston, y un murmullo se extendió entre sus colegas. Nadie se mostró de acuerdo, pero, a diferencia de antes, el médico de Bedlam no cosechó ninguna objeción.
—¿Veneno? ¿Cree que esa gente le ha administrado un suero a Kamal?
—O eso o lo han infectado con un germen que ha afectado las regiones más externas del cerebro y es el responsable de esta fiebre misteriosa.
—Cranston —masculló el doctor Markin—, ¿es consciente de lo que está diciendo? En los últimos años, lady Kincaid, la investigación médica ha realizado progresos importantes en ese campo, pero no estamos en condiciones de comprobar la validez de las hipótesis del doctor Cranston y, aunque tuviera razón, no podríamos hacer nada.
—¿Y qué propone usted, doctor? —preguntó Sarah con acritud—. ¿Que me adhiera a una teoría más cómoda? No creo que eso le hiciera ningún favor a Kamal —afirmó, y paseó una mirada llena de pesar y compasión por el cuerpo inmóvil de su amado, que yacía cubierto con un trapo sobre una litera. Soltó un leve suspiro y recuperó el dominio—. De tratarse de un suero, o de un germen, habría tenido que hacer efecto muy deprisa —prosiguió—. Los autores solo dispusieron de unos minutos.
—En efecto —la secundó Markin—. Esa es otra de las razones por las que no comparto la teoría del doctor Cranston.
—¿Por qué no, doctor? —preguntó Cranston—. Conocemos venenos que provocan la muerte en pocos segundos. ¿Por qué no pueden influir también masivamente en la actividad cerebral?
—Porque nunca se ha descrito un caso semejante —objetó Markin torpemente.
—Eso no significa que no sea posible, ¿verdad? —inquirió Sarah escrutando al grupo—. Caballeros, si alguno de ustedes puede ofrecer una explicación mejor o más plausible sobre lo que le ha ocurrido a mister Ben Nara, me gustaría oírla. De lo contrario, debo considerar únicamente la teoría del doctor Cranston.
Los médicos dieron la callada por respuesta. A Markin le temblaba el labio superior de franca indignación, pero guardó silencio. Y, por lo visto, Billings y Teague también preferían mirar fijamente al suelo, avergonzados, a presentar una contrapropuesta.
—Aclarado, pues —dijo Sarah, y volvió a dirigirse a Cranston—. ¿Qué tipo de veneno podría ser? ¿Tiene alguna idea, doctor?
—No —reconoció Cranston abiertamente—. Además, como ya he comentado, no estoy seguro de que se trate realmente de un veneno. Naturalmente, la fiebre elevada podría ser una especie de reacción de defensa frente a una sustancia dañina, pero también podría ser el resultado de una infección. Por lo tanto, no sabemos qué le han administrado al paciente. Podría tratarse tanto de una sustancia extraída de plantas como de un veneno de origen animal. Puesto que, como ha señalado el doctor Markin, nunca se ha descrito un caso como este, buscamos a ciegas.
—No obstante, si realmente se trata de un veneno, con toda probabilidad existirá un antídoto —interrumpió la conversación el doctor Teague.
—Eso es mucho decir —objetó Cranston—. Y considero que es una irresponsabilidad prometerle algo así a lady Kincaid.
—¿Prometerme qué? —Sarah enarcó sus finas cejas—. ¿De qué está hablando?
—Me refiero a la teoría de que hay un antídoto para cualquier veneno que exista en la naturaleza —respondió el médico de Mayfair.
—Una teoría sumamente cuestionable, que aún no cuenta con pruebas concluyentes —criticó Cranston.
—Nunca habrá una prueba definitiva —resopló Teague con desdén—, la cantidad de venenos que se encuentra en la naturaleza es demasiado grande. No obstante, ciertos puntos corroboran la certeza de la teoría…
—… y otros tantos la rebaten —objetó Cranston.
—Eso no viene al caso.
—Pues claro que sí…
La discusión entre los dos médicos continuó, y Sarah tuvo que respirar hondo para tranquilizarse. En vez de hacer algo por salvar a Kamal, se veía obligada a presenciar la rivalidad entre unos pavos reales que se hinchaban y desplegaban la cola con vanidad, y a perder un tiempo precioso con ello. Aquella feria de las vanidades duraba demasiado para su gusto.
Ella necesitaba resultados…
—Caballeros, ¿cómo describirían el estado de Kamal en estos momentos? —Se hizo oír con energía.
Los dos hombres interrumpieron la disputa y la miraron con los ojos muy abiertos.
—Bueno —comentó el doctor Markin, tras recuperarse de la sorpresa que le provocó haber sido interrumpido por una mujer—, puesto que el corazón, la circulación de la sangre y los pulmones parecen funcionar correctamente, de momento no cabe temer por su vida… Eso suponiendo que consigamos suministrarle suficiente alimento y, aún más importante, líquidos.
—¿Y cómo lo logrará? —preguntó Teague.
—Hay maneras —dijo Billings, convencido—. En Newgate, a menudo tenemos presos que creen que deben protestar contra las condiciones de su arresto, que ellos consideran inhumanas, y se declaran en huelga de hambre. En esos casos utilizamos un método simple, pero eficaz, que también podríamos aplicar aquí: mediante una bomba de vacío, compuesta por dos cilindros de vidrio y una manguera de caucho, introducimos una papilla directamente en el estómago del presidiario sin que él pueda hacer nada por evitarlo.
—Un procedimiento cruel y humillante —no pudo por menos que censurar sir Jeffrey.
La idea de que tuvieran que alimentar por la fuerza a su amado también le produjo escalofríos a Sarah.
—Si ese es el único medio para mantener con vida a Kamal, lo aplicaremos —dijo, sin embargo, con voz firme.
—Bien, pero la alimentación del paciente no es el único problema —objetó el doctor Cranston—. Si, como supongo, debemos atribuir su estado a una actividad cerebral reducida, su situación es sumamente inestable y puede cambiar en poco tiempo.
—¿En cuánto tiempo? —inquirió Sarah, aunque temía la respuesta—. ¿De qué estamos hablando? ¿De semanas? ¿Días?
—Probablemente… Tal vez horas —respondió Cranston, y a Sarah no le pasó por alto la mirada severa que sir Jeffrey dedicaba al médico.
—En cualquier caso, el tiempo trabaja en nuestra contra, ¿cierto? —preguntó Sarah mientras acariciaba cariñosamente la frente de Kamal y le secaba las perlas de sudor. De nuevo recordó que pocos días antes había estado en sus brazos, que se habían amado y habían deseado que la noche no acabara jamás y que el nuevo día no llegara nunca.
Un deseo que se había frustrado súbitamente…
Las lágrimas volvían a estar a punto de brotar en sus ojos, y esta vez no pudo evitarlo del todo. Una lágrima se deslizó por su mejilla derecha mientras sujetaba la mano inerte de su amado y recordaba el juramento que le había prestado, la promesa de no abandonarlo jamás.
—Jamás —dijo en voz baja.
Por ínfimas que fueran las perspectivas de éxito y por muy vagas que fueran las tesis que el doctor Cranston y sus colegas habían formulado, había algo que reforzaba su creencia de que los médicos podían estar en lo cierto. Porque, aunque nadie creía en su teoría de los cuatro intrusos, Sarah sabía lo que había visto y lo que había sentido, y no albergaba la menor duda de que ellos eran los causantes del estado de Kamal, ni se hacía ilusiones en lo tocante al motivo de tal acto. Si aquellos hombres hubieran querido matar a Kamal, podrían haberlo hecho. Pero seguía con vida, y no por casualidad, sino porque sus verdugos así lo habían querido. Estaba clarísimo que perseguían un objetivo determinado, y ese objetivo no era Kamal, sino ella…
Sarah recordó que se había defendido con uñas y dientes contra la sospecha que había apuntado Kamal de que su detención podía haber sido instigada por aquel poder ominoso al que él solía llamar «herederos de Meheret» y que ya había aparecido dos veces en la vida de la joven y había causado estragos en ella. Lo ocurrido llevaba la firma de la organización, que era experta en conseguir de manera extraordinariamente artera que sus objetivos se convirtieran en los objetivos de otros y en obligar a Sarah a hacer cosas que no quería hacer, igual que le ocurrió a su padre. Fuera quien fuera el que tiraba de los hilos en la sombra, una vez más demostraba ser un verdadero maestro de la manipulación y de la intriga, y Sarah tuvo la inefable sensación de haber caído en sus redes.
Partiendo de esa conclusión, solo cabían dos posibilidades. O bien se retiraba, abandonaba a Kamal a su suerte y de ese modo evitaba volver a convertirse en el juguete de aquella organización, cuya ansia de poder y de influencia habría eclipsado incluso a Bonaparte, o bien emprendía la búsqueda de una medicina para Kamal y, con ello, aun en contra de sus propias convicciones, volvía a convertirse en cómplice de los conspiradores, fuera cual fuese su siniestro objetivo.
Sarah sabía perfectamente qué le habría aconsejado Kamal. Su amado habría considerado sin duda insoportable que, por su causa, ella volviera a enfrentarse a su Némesis, a la pesadilla que la perseguía desde la muerte de su padre. Pero Kamal no estaba allí para convencerla. Vagaba en tierra de nadie, en algún lugar entre la vida y la muerte, y Sarah tenía que decidir sola. Sin embargo, la decisión estaba más que madurada, la había tomado en el momento en que le dio a Kamal su palabra de no abandonarlo.
La idea de que se movía en un terreno peligroso, de que la esperaban horrores aún peores que los que había dejado atrás, de que estaría trabajando para el enemigo desconocido y probablemente haría lo que se esperaba de ella, de que tal vez causaría aún más desgracia… Todos esos pensamientos le vinieron a la mente, pero ella los apartó. Ningún reparo, por importante que fuera, podía contrarrestar su amor por Kamal. Esta vez, y no sería ni la única ni la última vez en su vida, decidiría con el corazón.
Sarah era arqueóloga y científica, pero también era una mujer y haría todo lo posible por salvar la vida del hombre al que amaba, fueran cuales fueran las consecuencias. Durante los dos años anteriores había renunciado a muchas cosas y había sufrido muchas pérdidas… Esta vez solo pensaría en ella y en su felicidad…
—Está decidido —anunció con voz queda.
—¿Está decidido? —Sir Jeffrey la miró interrogativo—. ¿Había algo que decidir?
—Por supuesto —confirmó Sarah—. Haré todo lo posible por salvar a Kamal y emprenderé la búsqueda del antídoto.
—¿El antídoto? —Cranston abrió mucho los ojos—. Pero ya le he dicho que no sé si hay…
—Lo hay, créame —lo interrumpió Sarah con voz firme—. Y espera a ser descubierto.
—¿Dónde? —preguntó sir Jeffrey, asombrado.
En el semblante de los otros hombres también se reflejaba la sorpresa.
—No lo sé —respondió Sarah con sinceridad—, pero lo encontraré.
—Querida —intervino el doctor Teague con cierta displicencia—, si no sabe si tal remedio existe realmente ni dónde debe buscar…, ¿cómo puede estar tan segura?
—Porque se lo preguntaré a alguien que me dará información —contestó Sarah.
—¿A quién? —preguntó sir Jeffrey, cuyo semblante preocupado daba a entender que intuía la respuesta.
—Caballeros, ya me disculparán —replicó Sarah mirándolos—, pero no he consultado al médico adecuado…