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DIARIO DE VIAJE DE SARAH KINCAID
Recuerdo haber leído noticias sobre el Orient-Express en los periódicos: hablaban de una «maravilla extraordinaria», de un «milagro de la técnica moderna». Teniendo en cuenta todo lo que veo y experimento, no puedo estar más de acuerdo.
Antes de nuestra llegada a Praga, los vagones de la CIWL (o de la ISG, como la llaman aquí, en el Imperio austrohúngaro) nos habían prestado un buen servicio, pero, comparados con los que cubren la ruta oriental, aquellos ofrecen una imagen antediluviana. Acero, cristal y madera de teca forman una unidad que no solo resulta preciosa, sino también sumamente práctica, y el ambiente a bordo solo puede compararse con el de un baile o una recepción solemne. Después de lo acontecido en Praga, me siento como si nos hubieran apartado de la cruda realidad, pues a bordo todo parece girar alrededor del bienestar de los viajeros y su esparcimiento. Sin embargo, solo necesito mirar el rostro consumido y marcado por la enfermedad de Kamal para saber que este no es un viaje de placer.
El tren está compuesto por un total de seis vagones que, según me han comentado, se corresponden con la distribución típica del Orient-Express. La locomotora, una vigorosa bestia de carga negra como el azabache, que parece respirar vapor por todos los poros de su cuerpo acerado, va seguida por un ténder cargado de carbón que, a su vez, está conectado a un primer furgón de equipajes que sirve de almacén de víveres y de bebidas, así como de alojamiento para el personal. Este conecta con un primer coche cama, uno de esos vagones enormes y espaciosos, en cuyos comodísimos compartimientos hay sitio para veinte personas, y en cuyos extremos se han instalado excusados separados para hombres y mujeres. Los compartimientos son amplios y están bellamente decorados, con bancos que se transforman en camas cuando hace falta.
El centro, y a la vez la joya del tren, lo conforma el vagón restaurante: un salón sobre ruedas, recubierto con gobelinos de piel y terciopelo genovés, en cuya minúscula cocina un chef francés se ocupa de preparar especialidades de lo más selecto; incluso han pensado en una pequeña biblioteca y un saloncito para las señoras, y yo me siento infinitamente más como en casa en la primera. El vagón restaurante está unido a un segundo coche cama, que va seguido por el vagón de la condesa, en el que, gracias a la generosidad de Ludmilla de Czerny, podemos viajar todos muy confortablemente. El final del tren lo forma un vagón de equipajes donde no solo se guardan los voluminosos efectos que los pasajeros no necesitan durante el viaje, sino que también incluye (un lujo casi inimaginable) cabinas de ducha con agua caliente que hacen posible que los viajeros se aseen periódicamente.
Instalados en semejante lujo, avanzamos a buen ritmo.
Ya hemos dejado atrás Viena y viajamos hacia Budapest, pasando junto a árboles cubiertos de nieve y llanuras salpicadas de escarcha. En tanto que en el exterior hace un frío de nieve, la temperatura en los vagones es agradable. El aroma a café y a pan y pastelillos recién hechos flota en el aire y se mezcla con los olores a cera y a cuero que parecen omnipresentes.
Casi lamento no poder viajar hasta Estambul en compañía de mi amado Kamal. Me imagino que es nuestro viaje de bodas, del que tantas veces hablamos en broma, y la pena me embarga súbitamente. Porque el viaje que hemos emprendido es muy distinto y, mientras que en el vagón restaurante corre el champán a raudales y sirven coq au vin, a nosotros se nos escapa el tiempo entre las manos…
ORIENT-EXPRESS, MEDIODÍA DEL 14 DE OCTUBRE DE 1884
La letra con que Sarah Kincaid había escrito en las páginas de su diario parecía un poco torpe comparada con la de las anotaciones de días anteriores. Si bien los vagones de la CIWL, con cuatro ejes y montados sobre modernos bojes, se correspondían con el nivel más actual de la técnica, no lo hacían tanto las vías por las que circulaba el tren y que pertenecían a la privilegiada red de los ferrocarriles del Imperio austríaco. Cada vez que un raíl se unía al siguiente, el vagón sufría una sacudida que se plasmaba en la escritura de Sarah.
La joven echó de nuevo una ojeada a la anotación, cerró el diario y lo dejó sobre la mesilla, que estaba situada debajo de la ventanilla y podía plegarse si era necesario, junto con los mapas que había encima y el enigmático objeto en forma de cubo.
El codicubus…
Sarah lo cogió por enésima vez y lo giró en sus manos, examinándolo por todas las caras. Había creído que el cubo que antaño la había llevado a Alejandría era único y que no había ningún otro en el mundo, pero era obvio que se había equivocado. La pieza que sostenía en sus manos, que ni siquiera la destreza de un artista había conseguido abrir, era buena prueba de ello.
Por otro lado, aquel cubo no se diferenciaba en nada del que le habían entregado una vez en París: las caras estaban ligeramente cubiertas de óxido, aunque eso no perjudicaba la solidez del objeto, y tenía grabados, igual que el otro, los caracteres del sello de Alejandro y el símbolo del Uniojo. De hecho, los dos cubos se parecían tanto que un pensamiento audaz se apoderó de Sarah.
¿Podía ser que en realidad no existieran dos cubos? ¿Que en verdad volviera a sostener en sus manos el mismo artefacto que su padre le había dejado y cuya posesión había costado una muerte atroz a tanta gente?
Sarah se estremeció.
De hecho, ella solo había visto cómo se destruía el contenido del codicubus, los pinakes[4] secretos de Alejandría. Siempre había supuesto que el cubo había sufrido el mismo destino, pero no tenía pruebas de ello.
¿Qué significaría que el cubo hubiera regresado realmente a ella después de tanto tiempo? Ni más ni menos, que el cíclope que le había arrebatado el codicubus y el cíclope que se lo había devuelto se conocían. ¿Cuántos seres con un solo ojo habría? ¿Y estaban de parte de Sarah, como siempre afirmaban? Pero entonces ¿por qué la acosaban y sembraban miedo y terror?
Sarah recordó horrorizada los dramáticos acontecimientos en las alcantarillas de Praga, y también la figura gigantesca que la había seguido en la espesa niebla de Yorkshire, hacía muchísimo tiempo o, al menos, eso le parecía. Ahora estaba convencida de que aquella criatura siniestra también era un cíclope, un agente del Uniojo que no la había perdido de vista durante todo el tiempo en que, erróneamente, se creyó protegida y a salvo.
Llamaron educadamente a la puerta de su compartimiento y la joven aguzó el oído.
—¿Sí?
—Soy yo, Friedrich —se oyó al otro lado de la puerta, decorada con taracea y barnizada.
—Pase —contestó Sarah, y volvió a dejar el codicubus sobre la mesa.
La estrecha puerta se abrió y apareció en ella el suizo, con el cabello alborotado como siempre. En tanto que Sarah disponía de un compartimiento doble para ella sola, Hingis y Cranston tenían que compartir el suyo. La condesa de Czerny ocupaba con su doncella un espacioso compartimiento de cuatro plazas, y los dos criados que la acompañaban en el viaje pernoctaban también en uno doble.
El quinto y último compartimiento del vagón estaba reservado a Kamal; habían convertido la amplia litera en un lecho de enfermo, junto al cual alguien hacia guardia constantemente para avisar a Sarah o al doctor Cranston en caso necesario.
—Que aproveche —la saludó Hingis campechanamente. Por las salpicaduras de salsa oscura en su camisa blanca y por la mezcla del aroma a carne y humo de tabaco que inundó el compartimiento, Sarah dedujo que venía del vagón restaurante—. ¿Dónde se mete? La hemos echado de menos en la comida.
—Lo dudo —replicó Sarah, esbozando una sonrisa escueta—. Me temo que, en estos momentos, mi presencia en la mesa no es muy edificante —prosiguió, y señaló los libros y los mapas que había sobre la mesa—. Prefiero prepararme para la misión.
—De eso precisamente quería hablar con usted —contestó Hingis, que de repente parecía nervioso—. ¿Me permite entrar?
—Por supuesto —afirmó Sarah, indicándole que tomara asiento al otro extremo del largo banco—. Siéntese.
—Gracias.
El suizo entró en el compartimiento después de mirar a ambos lados y asegurarse de que no había nadie observándolo en el pasillo. Cerró la puerta con cuidado y tomó asiento.
—¿Puedo preguntarle una cosa, Sarah? —dijo—. No espero confidencias ni jamás supondría que…
—¿Qué quiere saber? —Sarah fue al grano. No había tiempo para rodeos y formalidades.
—¿Tiene miedo? —preguntó el suizo a bocajarro, y pareció aliviado por haber expresado por fin lo que le preocupaba.
—¿A qué se refiere?
—Solo quiero una respuesta, eso es todo.
La mirada de Sarah reveló inseguridad y también una leve ira. ¿A qué diantre venía aquella tontería? Para ocultar lo mucho que la pregunta de Hingis la incomodaba, desvió la mirada y la posó en la ventanilla, por donde se veían pasar postes de telégrafos y árboles sin hojas.
—Pues claro que tengo miedo —reconoció—. La vida del hombre al que amo pende de un hilo de seda. Hay momentos en los que abrigo esperanzas y tengo la sensación de que todo irá bien. Pero luego miro al doctor Cranston, veo en su rostro la preocupación y me embarga el desencanto. —Suspiró y volvió a desviar la mirada para dirigirla a su compañero—. Miedo a fracasar, igual que en Alejandría.
—Entonces no fracasó, Sarah. La engañó una persona en la que confiaba.
—En efecto —resolló la joven—. Y ¿sabe usted qué me dijo esa persona cuando la visité en la cárcel?
—¿Qué?
—Dijo que este viaje me llevaría directamente a las tinieblas —contestó Sarah, sombría—. Y a veces tengo la impresión de que estaba en lo cierto.
—Igual que yo —corroboró Hingis frunciendo el ceño y enarcando las cejas, lleno de preocupación, por encima de la montura de sus lentes metálicas.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno —contestó el erudito removiéndose inquieto en el banco mientras parecía buscar las palabras adecuadas—, después de lo que ocurrió en Praga, no consigo librarme de la sensación de que detrás de esas aparentes casualidades y conexiones, de esa maraña de insinuaciones enigmáticas y de indicios ocultos, realmente podría esconderse algo. Algo grande, Sarah. Algo muy grande, frente a lo cual la Biblioteca de Alejandría es tan insignificante como un puñado de polvo.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—Inmortalidad —contestó Hingis con una sola palabra—. De eso, y solo de eso, se trata. Todos los textos que hemos examinado, independientemente de la época o de la lengua en que fueron escritos, tratan de eso, de borrar adrede los límites entre la vida y la muerte o incluso de transgredirlos… Un sueño de la humanidad, tan antiguo como la propia Historia.
—Tiene usted razón, sin lugar a dudas —admitió Sarah—. Pero no veo qué tiene que ver eso con nosotros…
—Todos nosotros —prosiguió Hingis—, y no me excluyo a mí, ni a usted ni al doctor Cranston, estábamos tan concentrados en ayudar a Kamal que hemos perdido de vista otras cuestiones importantes…
—¿Otras cuestiones importantes? —Sarah lo miró asombrada—. Friedrich, el hombre al que amo se está muriendo. ¿Qué podría ser más importante que…?
—Todos queremos ayudar a Kamal —aseguró el suizo—, pero estábamos tan ocupados preguntándonos si podríamos que no hemos pensado si debíamos.
—¿Qué insinúa?
—Sarah —dijo Hingis, y de nuevo se notó que le costaba pronunciar las palabras—, sé que Kamal es más importante para usted que su propia vida, y también sé que cree que tiene que reparar con él lo que no pudo hacer con su padre…
—¡Eso no es verdad!
—Lo es, y usted lo sabe tan bien como yo. Usted no podía hacer nada por su padre, pero sigue culpándose y se prometió que jamás se repetiría nada igual.
Sarah iba a contestar, pero se abstuvo y meditó un momento las palabras de Hingis. El resultado fue que tenía que darle al menos una parte de razón.
—Quizá —reconoció entonces a disgusto.
—Por ese motivo —prosiguió Hingis—, ha perdido de vista lo esencial, la gran totalidad.
—¿En serio? —Sarah enarcó las cejas—. ¿Y qué es esa gran totalidad, si me permite preguntárselo?
—Si fuera usted sincera consigo misma durante unos segundos y abriera los ojos en vez de cerrarlos ante la realidad, no necesitaría hacerme esa pregunta —arguyó Hingis—. Pero probablemente conoce la respuesta tan bien como yo, aunque no quiera admitirla.
—¡Cállese! —lo interrumpió Sarah—. ¡No diga nada más!
—¿Por qué no? ¿Porque le digo la verdad? ¿Porque le pongo delante un espejo y no le gusta lo que ve reflejado en él? ¿Porque en el fondo de su corazón sabe perfectamente que está a punto de volver a cometer el mismo error que ya fue su perdición en Alejandría?
—¿Qué error?
—Por salvar a un ser querido, entra en un juego peligroso. Sigue los indicios y procura interpretarlos a conveniencia, aunque es más que evidente quién se los ha dado. Cuando nos capturaron y nos hallábamos en poder del cíclope, dijo usted algo que me hizo meditar: que daba igual lo que sus enemigos le exigieran o qué objetivos persiguieran, puesto que su único objetivo era salvar a su amado.
—¿Y?
—Al principio pensé que solo había elegido esas palabras para provocar a nuestro verdugo. Sin embargo, ahora estoy convencido de que hablaba en serio, y esa idea, Sarah, casi me atemoriza más que cualquier otra cosa. Porque significa que se ha entregado al enemigo y hará todo lo que le exijan sin rechistar… Y que no le importan en absoluto las consecuencias de sus actos, por muy tremendas que sean.
—¿Qué consecuencias?
—Vamos, Sarah —dijo Hingis meneando la cabeza—. No me diga que no ha pensado en ello. Usted sabe que fue la hermandad quien envenenó a Kamal y tuvo muy claro desde el principio que todas las pistas que encontraba se las habían dejado cuidadosamente. Incluso el Golem resultó ser un truco, un medio para echarle el cebo.
—¿Y?
—Sus enemigos quieren algo de usted, Sarah, eso es evidente. Y supongo que tiene que ver con el agua de la vida. Ambos sabemos que esa gente no tiene escrúpulos, Sarah, y que su ansia de poder y conocimiento es insaciable. ¿No ha pensado que tal vez quieran descifrar el secreto de la inmortalidad? ¿Que es eso lo que esperan de usted y que está usted a punto de entregar el mayor misterio del cosmos a una panda de criminales?
—¿Y eso lo afirma precisamente usted? —preguntó a su vez Sarah.
—¿Por qué lo dice?
—Me acuerdo muy bien de Alejandría. —Sarah soltó una risa amarga—. Ningún esfuerzo ni ningún despliegue económico le parecían exagerados para alcanzar un logro arqueológico sensacional. Usted quería un descubrimiento, quería encontrar sin falta la biblioteca desaparecida, incluso sabiendo que había varias partes interesadas y que se trataba de mucho más que de la gloria de la ciencia.
—Cierto —admitió Hingis abiertamente—. Yo era realmente así, pero eso se acabó. He cambiado —dijo mirando la prótesis de su brazo izquierdo—. La pérdida me ha cambiado —añadió quedamente.
—Igual que a mí —replicó Sarah, de nuevo tranquila y controlada—. Y por eso no soportaría perder de nuevo a un ser amado. ¿Puede comprenderme, Friedrich?
Le dedicó una mirada tan penetrante que el suizo se sintió desarmado y no pudo por menos que asentir prudentemente.
—Bien —dijo Sarah—. Por lo demás, tiene usted razón con sus objeciones.
—¿Me… me da la razón?
—Por supuesto. Nuestros enemigos intentan manipularnos, igual que antaño en Alejandría, y no dudo de que, igual que antes, están informados de todos y cada uno de nuestros pasos.
—Pero entonces ¿por qué les sigue el juego? —gimió Hingis, desconcertado.
—Por dos motivos. En primer lugar, porque creo que es la única esperanza para Kamal. Y, en segundo lugar, porque hay una diferencia sustancial respecto a Alejandría.
—¿Cuál?
—Esta vez vamos sobre aviso —contestó Sarah, y en su semblante se dibujó una sonrisa amarga y audaz a la vez—. Y no me encontrarán desprevenida, créame. En todo lo que hacemos, debemos estar alerta y ser extremadamente cautelosos… Usted también, amigo mío.
—Oh, Sarah. —El suizo lanzó un silbido de alivio que sonó como una tetera llena de agua hirviendo al retirarla del fuego—. Y yo que pensaba que había perdido de vista la realidad…
—Como ve, sigo teniendo los pies en el suelo.
—Es evidente —asintió Hingis—. Pero ¿por qué ha discutido tan airadamente conmigo?
—Tal vez porque quería saber hasta dónde llegaría defendiendo sus convicciones —contestó Sarah.
—¿Y? ¿He llegado lo bastante lejos?
—Por supuesto —asintió Sarah—. Acabo de constatar lo que ya intuía: tiene usted buen corazón y un alma valiente.
—Igual que usted —dijo Hingis, devolviéndole el cumplido.
—¿De verdad lo cree? —Sarah meneó la cabeza—. Antes me ha preguntado si tenía miedo. Le diré la verdad, Friedrich: últimamente casi todo me da miedo. Temo al futuro, pero aún más al pasado. Tengo miedo de lo que pueda pasar y me aterra lo que ya ha ocurrido. Y tengo miedo de perder la única familia que me queda.
—La comprendo —aseguró el erudito—. ¿Y qué ocurrirá si llega el momento de tomar una decisión? ¿Si nuestros enemigos amenazan con apropiarse del misterio de la vida y usted tiene que definirse entre el bienestar de Kamal y el del resto de la humanidad?
—Dios no lo quiera —dijo Sarah, palideciendo.
—Amén —replicó Hingis, y se levantó del banco para irse—. Una cosa más —dijo cuando ya tenía el picaporte en la mano—: supongamos que su teoría se confirma y todas esas leyendas tienen un fondo real, que el río existe realmente, igual que el barquero Caronte, que cruza a los muertos al otro lado…
—¿Sí?
—… Entonces ¿qué se oculta detrás de Cerbero, el can de tres cabezas que supuestamente vigila la entrada a los infiernos y se ocupa de que nadie entre y de que nadie salga del Hades? ¿Tendrá también una correspondencia real?
—No lo sé, Friedrich —respondió Sarah con voz queda y total sinceridad—. Pero probablemente pronto lo descubriremos…