19

EL PRÓXIMO PASO era preparar la casa para su llegada. No vendría antes del anochecer. Tenía miedo de andar por la ciudad a la luz del día, por más que le había dicho que nadie le buscaba, que nadie quería encontrarle. Estaba a salvo: el caso se había cerrado y Valenzuela había muerto. Era una suerte increíble que hubiera decidido comprar precisamente esa casa. El estilo misionero californiano se adecuaba a sus propósitos, con sus paredes de adobe de más de medio metro de espesor, su techo de pesadas tejas, el patio tapiado y, lo más importante de todo, las rejas de hierro que protegían las ventanas para que nadie pudiera entrar. O salir.

Volvió hacia el dormitorio de delante y continuó la interrumpida tarea de prepararlo. Casi todas las cajas donde se leía Ejército de Salvación, escrito con la menuda letra de imprenta de Devon, habían sido vaciadas. El viejo mapa estaba pegado sobre la puerta: MÁS ALLÁ HAY MONSTRUOS. La ropa de Robert estaba colgada en el armario, sus carteles de esquí acuático y los banderines del colegio adornaban las paredes, sus gafas sobre el escritorio, con los cristales minuciosamente limpios, y junto a la cama se veían sus botas, como si acabara de quitárselas. Aunque Robert jamás lo hubiera visto, ese cuarto le pertenecía.

Cuando terminó de desembalar las cajas, las arrastró hasta el fondo de la casa y las apiló en el porche de servicio. Después se hizo un poco de café y se lo llevó al salón, a esperar la puesta de sol. Se había olvidado de comer, y a la hora de la cena sintió la cabeza floja y un ligero mareo, pero así y todo no tenía hambre. Volvió a preparar café y durante mucho tiempo se quedó sentada, escuchando cómo los caballos de bronce danzaban en el viento y el bambú arañaba las rejas de hierro que protegían las ventanas. Llegado el crepúsculo, encendió todas las luces de la casa, para que si él estaba fuera esperando pudiera ver que estaba sola.

Eran casi las nueve cuando oyó golpear en la puerta delantera. Fue a abrir y allí estaba él, de pie, tal como lo había visto cien veces en su imaginación durante ese día. Estaba más delgado de lo que recordaba, casi consumido, como si algún parásito voraz se hubiera aposentado en su cuerpo y sé estuviera adueñando de su comida.

—Pensé que podrías haber cambiado de opinión —dijo ella.

—Necesito el dinero.

—Entra.

—Podemos hablar aquí fuera.

—Hace demasiado frío. Entra —repitió ella, y esta vez él la obedeció.

Parecía demasiado cansado para discutir. Bajo sus ojos se veían semicírculos azules, casi del color de la ropa de trabajo que usaba, y no dejaba de resoplar y de frotarse la nariz con la manga como un chico resfriado. Sospechó que en alguna parte se había acostumbrado a las drogas, tal vez en alguna cárcel mejicana, tal vez en alguno de los barrios de la zona. Pero no le iba a preguntar dónde había pasado ese año tan largo, ni qué había hecho para sobrevivir. No le haría más que preguntas importantes.

—¿Dónde está, Felipe?

Felipe se volvió y miró ansiosamente la puerta que se cerraba tras él, como si sintiera el impulso súbito de abrirla de un empujón y volver a perderse corriendo en la oscuridad.

—No te pongas nervioso —dijo ella—. Te prometí por teléfono que no voy a presentar ninguna acusación, ni siquiera voy a decir a nadie que te vi. Lo único que quiero es la verdad; la verdad a cambio del dinero. Es un pacto honesto, ¿no te parece?

—Creo que sí.

—¿Dónde está?

—En el mar, lo tiré al mar.

—Robert era un excelente nadador. Podría haber…

—No. Estaba muerto, envuelto en las mantas.

Las manos de ella se elevaron y se palparon la cara, como si Agnes Osborne sintiera que algo se le aflojaba.

—Tú lo mataste, Felipe.

—No fue culpa mía. Me atacó, iba a asesinarme como hizo…

—Después lo envolviste en las mantas.

—Sí.

—Robert era muy grande, no pudiste hacerlo tú solo —su voz era fría y tranquila—. Ven, siéntate tranquilamente y cuéntamelo todo.

—Podemos hablar aquí.

—Es mucho dinero el que pago por esta conversación. Mientras dura, quiero estar cómoda. Ven conmigo.

Después de un momento de vacilación, la siguió al salón. Había olvidado lo bajo que era, apenas un poco más alto de lo que había sido Robert a los quince, hasta el año en que de pronto había empezado a crecer. Felipe tenía veinte años y era demasiado tarde para empezar a crecer. Siempre parecería un chico, un pobre chico raro, enfermizo y triste, con un apetito de cuervo y mala digestión.

—Siéntate, Felipe.

—No.

—Como quieras.

Pálido y tenso, se quedó de pie frente a la chimenea. Sobre la mesa de chaquete que había entre los dos sillones, el juego seguía planteado sin que nadie hubiera hecho una jugada en mucho tiempo. El polvo cubría el tablero, los dados echados y las piezas de plástico.

La anciana vio cómo miraba el tablero.

—¿Juegas al chaquete?

—No.

—Enseñé a jugar a Robert cuando tenía quince años.

El chaquete no era el único juego que Robert había aprendido a los quince años, pero los otros no eran tan inocentes. Los jugadores eran de verdad y cada golpe de dados era irrevocable. Durante el último año, ella se había pasado días enteros pensando en la forma tan diferente en que manejaría las cosas si tuviera otra oportunidad; le protegería, le mantendría alejado de las corruptoras como Ruth, aunque tuviera que encerrarlo con llave en su cuarto.

—¿Dónde has estado viviendo? —preguntó.

—En Tijuana.

—¿Y has visto mi oferta en el periódico?

—Sí.

—¿No tenías miedo de meterte en una trampa al venir aquí esta noche?

—Un poco. Pero me imaginé que usted tenía tan poco interés como yo en andar con la policía.

—¿Estás drogado, Felipe?

No hubo respuesta.

—¿Anfetaminas?

Sus ojos habían empezado a humedecerse y parecía como si la mirara a través de diminutas bolas de cristal. Ninguno de los dos tenía futuro.

—No es asunto suyo. Lo único que quiero es ganarme el dinero y salir de aquí.

—No grites, por favor. Me espanta el ruido de la cólera. He tenido que taparlo muchas veces. Sí, sí, todavía toco el piano —explicó, como si le hubiera preguntado, como si a él le importara—. Cometo bastantes errores, pero no importa porque nadie me oye, y las paredes son tan gruesas… ¿Por qué le mataste, Felipe?

—No fue culpa mía, nada fue culpa mía. Ni siquiera vivía en el rancho cuando sucedió. Únicamente había vuelto ésa noche para pedirle dinero a mi padre. Estaba un poco caliente por una pelea que había tenido; en Boca del Río me encontré con Luis López en un bar, y eso puso de mal humor a mi padre. No quiso darme un céntimo, así que decidí ir hasta el comedor de los peones y pedirle un préstamo a Lum Wing. Si mi padre me hubiera dado algún dinero como debía, jamás me habría acercado siquiera a ese comedor de peones, jamás…

—No me interesan tus excusas. Cuéntame lo que pasó, nada más.

—Rob… el señor Osborne vio luz en el comedor de los peones y vino a ver qué pasaba. Me preguntó qué hacía allí y se lo dije. Me dijo que Lum Wing estaba durmiendo y que no tenía que molestarle, y le contesté que por qué no, que a un viejo como él el dinero no le sirve para nada y lo único que hace es andar paseándolo, y al final empezamos a discutir los dos.

—¿Le pediste dinero a Robert?

—Únicamente lo que me debía.

—¿Robert te había pedido dinero prestado?

—No, pero me lo debía por mi lealtad. Nunca dije a nadie una palabra de que le vi volver del campo, justo después del accidente de su padre. Llevaba en la mano un grueso tirante, y sobre él se veía sangre. Había trepado a una de las palmeras datileras a buscar nidos de ratas y vi cómo lo arrojaba en el estanque. Yo no era más que un chico, tenía diez años, pero era bastante vivo como para callarme la boca —parpadeó al recordar—. Siempre andaba trepando a lugares raros donde a nadie se le ocurriría mirar. Así me enteré de lo de él y la señora Bishop; los veía cuando se encontraban. Y la cosa siguió durante años, hasta que se cansó de ella, y ella se tiró al río. No fue un accidente, como dijo la policía… Bueno, nunca le dije nada a nadie de esas cosas, y me imaginé que me debía algo por mi lealtad.

—En otras palabras, intentaste hacerle chantaje.

—Le pedí que me pagara una deuda.

—Y se negó.

—Se me echó encima y me hirió. Me habría matado, si no fuera por el cuchillo que le había quitado a Luis López. Apenas me acuerdo de la pelea, salvo que de repente cayó al suelo y todo estaba lleno de sangre. Sabía que estaba muerto. No supe qué hacer, salvo irme de allí lo más pronto posible. Salí corriendo, pero me enganché la manga con una hoja de yuca que estaba junto a la puerta. Cuando estaba tratando de soltarme miré a mi alrededor y vi a mi padre, que miraba el cuchillo que yo tenía en la mano. «¿Qué has hecho?», me preguntó, y le dije que me había metido en una pelea entre el señor Osborne y uno de los peones eventuales.

—¿Y te creyó?

—Sí, pero dijo que nadie más me creería. Tenía mala reputación por pendenciero, y el señor Osborne era un anglo y las cosas se iban a poner feas para mí.

—Y entonces te ayudó.

—Sí. Pensó que lo mejor era hacerlo pasar por un robo, así que me dio la cartera del señor Osborne y me dijo que la tirara por ahí, lo mismo que el cuchillo. Trajo algunas mantas del cobertizo, lo envolvimos con ellas y lo pusimos en la parte de atrás de la vieja camioneta roja. Mi padre dijo que nadie la echaría de menos. Entonces fue cuando de pronto apareció el perro. Le pegué una patada para que se fuera y me mordió, me mordió en la pierna. Cuando arranqué salió detrás de la camioneta, pero no me acuerdo de haberlo atropellado.

—¿Te fuiste del rancho antes de que volvieran los peones de Boca del Río?

—Sí.

—Y a Estivar le resultaba muy sencillo manejarlos. Los había contratado, les pagaba y les daba órdenes. Hablaba su idioma y era de su misma raza. No tenía más que decirles que habían asesinado al patrón y que lo mejor que podían hacer, si no querían meterse en líos, era irse de allí lo más rápido posible. Como los papeles que tenían eran falsos no podían permitirse el lujo de discutir y se fueron.

—Sí.

—¿Y tú, Felipe, qué hiciste?

—Dejé caer el cuerpo en el extremo de una escollera y después atravesé la frontera, sin ninguna dificultad porque era el comienzo de un fin de semana y había centenares de personas esperando cruzar. Nadie me buscaba y en el rancho nadie se dio cuenta de que faltaba la camioneta. Y en todo caso, mi padre me habría protegido.

—Seguro que sí. Sí, Estivar está muy apegado a sus hijos. Se le nota en la voz cuando dice mis hijos. Mis hijos, como si fuera el único que ha tenido un hijo… —la voz había empezado a temblarle y la anciana hizo una pausa para dominarse—. ¿Y ésa es toda la historia, Felipe?

—Sí.

—No parece que valga el dinero que ofrecí por ella, especialmente porque hay dos errores graves.

—Le dije la verdad. Quiero mi dinero.

—Son dos errores que se refieren a Robert. No se cansó de Ruth Bishop. Al contrario, estaban haciendo planes para escaparse juntos. Claro que yo no podía permitirlo. Vamos, si tenía edad como para ser su madre. La saqué corriendo, como una perra insaciable… El otro error es sobre el tirante que le viste arrojar al estanque. Es cierto que allí había sangre y que era la sangre de Su padre, pero Robert no tenía nada que ver con eso. Me estaba protegiendo. Tenemos que decir las cosas como son.

—Quiero mi dinero —insistió él—. Me lo gané.

—Lo tendrás.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. La caja fuerte está en el dormitorio de delante. Tú mismo puedes abrirla.

—No sé cómo se hace. Nunca…

—No tienes más que hacer girar el dial siguiendo mis instrucciones. Ven conmigo.

La caja estaba empotrada en el suelo del armario, oculta por un rectángulo de alfombra. Apartó la alfombra y se hizo a un lado, mientras Felipe se arrodillaba delante de la caja.

—Izquierda hasta el tres —indicó ella—. Derecha hasta el cinco. Izquierda hasta…

—No puedo ver los números.

—¿Eres corto de vista?

—No, está muy oscuro, necesito una linterna.

—Creo que eres corto de vista —tomó del escritorio las gafas de Robert—. Mira, con esto vas a ver mejor.

—No, no las necesito.

—Pruébatelas, que te va a sorprender la diferencia.

—Tengo buena vista. Siempre he tenido buena vista.

Pero mientras seguía protestando, le puso las gafas. Se le deslizaron sobre la nariz y volvió a ponérselas en su sitio.

—Ahí está. ¿No es mejor? Empecemos de nuevo. Izquierda al tres. Derecha al cinco. Izquierda al ocho. Derecha al dos.

—Qué gracioso, espero no haberme olvidado de la combinación. Tal vez sea primero izquierda hasta el cinco. Prueba otra vez. No tengas prisa, que de todos modos no puedo dejar que te vayas tan rápidamente —estiró la mano y muy suavemente, le acarició la cabeza—. Hace muchísimo tiempo que no nos vemos, hijo.

Durante la noche, uno de los vecinos se despertó al oír el sonido de un piano y al cabo de un momento volvió a dormirse.

— FIN —