15

TAN PRONTO COMO ESTIVAR detuvo el jeep se encendieron las luces exteriores de la casa, como si la anciana señora Osborne hubiera estado esperando en la oscuridad con la paciencia implacable de un animal de presa. La niebla había avanzado desde el mar y la calesita que el viento hacía tintinear en lo alto de la arcada se mantenía silenciosa. Los caballos de bronce que durante toda la tarde habían saltado y galopado al sonido de su propia música guardaban silencio ahora, a no ser por la humedad que goteaba desde sus cascos para ir a caer sobre las lajas de abajo.

—Así que ha venido —articuló la anciana, como si le sorprendiera un poco el hecho de que mantuviera su palabra.

—Por lo general obedezco las órdenes, señora.

—No era una orden. Por favor, me parece que no ha entendido la situación.

Con su peluca rubia y su vestido de terciopelo rojo cereza, parecía que la señora Osborne fuera a ir a una fiesta, o que estuviera esperando a sus invitados. Estivar no sentía de ninguna manera que la situación fuera una fiesta. La niebla le hacía sentirse incómodo; parecía que le separara del resto del mundo para dejarle en ese cuartucho frío y gris, a solas con esa mujer que le daba mucho miedo.

—Usted me mandó llamar —dijo.

—Claro. He pensado que era hora de que tuviéramos una conversación amistosa, que podría ser la última… Ahora, no se imagine que estoy deprimida ni nada por el estilo. Soy realista, nada más. Usted sabe que pasan cosas… La gente se va, se muere, a veces se convierte en alguien diferente. Pasan cosas —repitió—. ¿Quiere que entremos en la casa?

—De acuerdo —Estivar prefería salir de la niebla. Por lo menos la casa era cálida, las luces estaban encendidas y en la chimenea ardía un fuego de oro y coral.

La anciana se sentó en uno de los sillones que flanqueaban la chimenea, indicándole a Estivar que ocupara el otro. Entre ellos había una mesa de chaquete. Los dados estaban echados y las piezas blancas y negras dispuestas como si alguien se hubiera levantado en medio de una partida. Ella y Robbie solían jugar al chaquete, recordó Estivar. Ella siempre le dejaba ganar, aunque para eso tuviera que engañarle, de modo que cuando perdía al jugar con Rufo o con Cruz, el chico se encontraba perplejo, sin poder entender el súbito fracaso conjunto de su habilidad y de su suerte.

—Parece nervioso, Estivar —atacó la señora—, y culpable. ¿Se siente culpable por algo?

—Por nada que pueda interesarle a usted, señora.

—Esta mañana cuando prestó declaración hizo algunas referencias no muy halagüeñas para mi familia. Por mí no me importa, pero dio a la gente una impresión equivocada de mi hijo.

—No fue mi intención. Quería dar la impresión acertada.

A ella se le escapó la ironía, o hizo como que se le escapaba.

—No importa cuáles hayan sido sus intenciones, el efecto fue el mismo; que mi hijo era un hombre con prejuicios, que no se llevaba bien con su capataz, por no hablar de los peones eventuales. Ahora todo eso consta en acta y no hay más que una forma de anularlo.

—¿Qué forma?

—Toda la audiencia quedaría invalidada si Robert volviera a aparecer vivo.

Estivar recordó la sangre en el comedor de los peones, la sangre que se colaba entre las rendijas que separaban las tablas del suelo y empapaba la madera de pino quedándose estancada como si hubiera goteado de alguna filtración del techo.

—Señora Osborne, Robert no va a…

—Basta. No quiero escucharlo. ¿Qué sabe de eso, de todos modos?

—Nada —respondió Estivar, deseando que eso fuera cierto—. Nada.

La mujer miraba fijamente hacia abajo, observando la mesa de chaquete con el ceño fruncido, como si el juego hubiera vuelto a empezar y le tocara jugar a ella.

—De ahora en adelante la policía ya no servirá para nada. La audiencia les da la excusa que esperaban para abandonar completamente el caso, de manera que ahora es cosa de usted y mía.

—¿Cómo mía, señora?

—Usted tiene muchos amigos.

—Algunos.

—Y parientes.

—Unos pocos.

—Quería que se ocupara de que el mensaje les llegue lo antes posible.

—¿Qué mensaje?

—Respecto de la nueva recompensa. He decidido ocuparme personalmente de los detalles, sin ningún intermediario como el señor Ford —en realidad, Ford se había negado a participar en el proyecto e incluso a discutirlo con ella—. Muchas veces se me ocurrió que la primera recompensa fue una cosa bastante torpe. Se refería a demasiadas cosas. Esta vez ofrezco diez mil dólares por cualquier información referente a mi hijo desde que salió de casa esa noche.

—Usted se está buscando demasiadas complicaciones.

—¿Y qué es lo que tengo ahora? ¿O le parece que no es complicación esto de no saber si el único hijo que tengo está vivo o muerto? Claro que no lo entendería. Si algo le pasara a Cruz, le quedarían Rufo y Felipe, y Jaime y las mellizas. Yo no tenía más que a Robert —se dirigió al escritorio de madera de cerezo y abrió uno de los cajones—. Esta noche estuve mirando algunas viejas fotos y encontré esta… ¿Se acuerda?

Era una fotografía en color, ampliada y enmarcada, de un muchacho alto y pelirrojo, de unos quince años, que sonreía. Sostenía un cachorro de spaniel apenas más grande que su mano, y que también parecía estar sonriendo. Era un cuadro de juventud, juventud encarnada en el chico y en el cachorro.

—Se la hice el día que trajo a Maxie a casa —recordó ella—. Ni al señor Osborne ni a mí nos gustaban mucho los perros, pero Robert insistió tanto e hizo tal alboroto que tuvimos que permitirle que se quedara con él. Adoraba a Maxie, y pensaba que era el chico más afortunado del mundo por haberse encontrado en la carretera un cachorro como ése.

—No lo encontró en la carretera.

—Debió caerse de algún automóvil que pasaba.

—Se lo dio la señora Bishop.

—Robert encontró el cachorro en la carretera —repitió ella— y se lo trajo a casa. Parece que los años no le mejoran la memoria, Estivar.

—No —respondió el capataz, pero sabía que no se la empeoraban tampoco.

En su memoria, la escena era nítida y clara. A la caída de la tarde se había dirigido hacia la casa para revisar unas cuentas con el señor Osborne. No había llegado todavía al garaje cuando llegó a sus oídos el escándalo de una pelea. O la señora no había tenido oportunidad de cerrar puertas y ventanas como solía hacerlo, o ya no le importaba si alguien les oía, ni qué era lo que se oía.

«—Tiene que devolvérselo —decía Osborne—. Ahora mismo.

»—¿Por qué?

»—Evidentemente el perro es de raza y hasta puede que tenga pedigree. Es posible que a ella le haya costado cien dólares o más.

»—Pensará que Robbie es un excelente chico y no hace más que demostrárselo.

»—Siempre te pones de su lado, ¿no?

»—Es mi hijo.

»—Es mío también, aunque nadie lo creería; el ser debilucho que has hecho de él… Tiene quince años, y a esa edad yo me ganaba la vida, tenía un par de amiguitas…

»—¿Pero en serio dices que quieres que Robert sea como ?

»—¿Y qué tengo yo de malo?

»—Si tienes tiempo te lo diré».

Entonces había empezado el piano, con la «Marcha del torero» y «Adelante, soldados cristianos», las piezas que ella tocaba mejor y más fuerte. Cuando Estivar se volvía a su casa se había encontrado con Robert, sentado en el porche delantero con el cachorro en los brazos. Para ser un animalito tan pequeño, estaba muy tranquilo y silencioso, como si percibiera que su presencia estaba causando un problema.

«—¿Se están peleando? —preguntó el chico.

»—Sí.

»—Los Bishop nunca se pelean.

»—¿Cómo lo sabes?

»—Ella me lo ha dicho. Es muy simpática. A los dos nos gustan mucho los animales.

»—Mira, Robbie. Ahora ya eres un muchacho mayor y…

»—Es lo mismo que me, ha dicho ella».

La pelea se prolongó intermitentemente durante semanas. En la medida de lo posible, Estivar evitaba la casa, y Robbie también. Se levantaba mucho antes de la aurora para hacer sus tareas temprano, y después se echaba a vagar por el campo con el cachorro, que le pisaba los talones. Volvió de uno de esos paseos a contar que su padre se había caído del tractor y estaba tendido en el campo, inconsciente. El señor Osborne murió cinco días después. Tuvo un funeral imponente, pero nadie le lloró…

—Ahora no importa de dónde sacó el perro —reflexionó Estivar—. Ha pasado mucho tiempo.

—Y le falla la memoria.

—Si usted lo dice, señora.

Ella volvió a colocar la fotografía del muchacho y el perro en el cajón del escritorio, manejándola con tanto cuidado como si todavía fuera un negativo que pudiera desvanecerse con la luz.

—Siempre andaba haciendo cosas así —comentó—, rescatando pájaros que se habían caído del nido y trayendo perros perdidos a casa. En realidad, ésa será la peor parte.

—¿Cuál?

—Cuando vuelva, decirle que Maxie ha muerto. Eso me espanta, de veras que me espanta. ¿No querría hacerlo por mí, Estivar?

—Pero, escúcheme…

—Se lo pido como un favor personal.

Durante un minuto, el silencio en la habitación fue tal que Estivar podía oír cómo la humedad caía de los aleros.

—Está bien —respondió al fin—. Cuando vuelva le diré que Maxie está muerto.

—Gracias. Me quita un peso de encima.

—Pero ahora tiene que tratar de pensar en su futuro, señora Osborne.

—Sí, ya sé. En realidad, estoy planeando hacer un viaje a Oriente.

—Ah, me alegro.

—A Robert siempre le ha gustado la comida china, y naturalmente no querrá volver al rancho. No es como para criticarle. Se pasó allí atado tantos años, que es hora de que vea un poco más de la vida y conozca otros países y otras gentes.

—Se olvida usted de su mujer.

—Robert no tiene mujer. Ella se ha deshecho de sus cosas. Es lo mismo que un divorcio. A los ojos de Dios es un divorcio. Ella le ha repudiado y se ha desprendido de casi todo lo que él tenía, hasta de sus gafas. Por una casualidad he logrado rescatarlas.

La anciana se dirigió a la ventana y se quedó de pie frente a ella, aunque las cortinas estaban corridas y no se podía ver nada. Estivar observó que una de las cortinas estaba sucia y ajada en la parte media, como si la hubieran apartado docenas, tal vez centenares de veces, para poder mirar hacia la calle. La tremenda inutilidad del acto le encolerizó y le forzó a discutir con la anciana.

—Usted ha sido siempre una mujer muy práctica —empezó.

—Si es un cumplido, se lo agradezco.

—¿Qué cree usted que pasó la noche de la desaparición de Robert, señora?

—Pueden haber pasado muchas cosas.

—Pero ¿cuál de ellas, en su opinión?

—¿Mi opinión particular, que no le repetirá a nadie?

—Su opinión particular que no le repetiré a nadie.

Siempre desde la ventana, ella se dio la vuelta para mirarle.

—Creo que se pelearon, él y Devon, y que él simplemente se fue de casa.

—Eso no concuerda con los testimonios.

—¿Qué testimonios? No es más que charla. La gente miente, miente para protegerse o para salvar las apariencias o por dinero o por cincuenta razones más. Que haya un juez y una Biblia no quiere decir nada.

—Usted ha estado en el tribunal esta mañana, señora Osborne.

—Claro que sí. Usted me ha visto.

—Entonces usted habrá oído declarar a la mujer de Robert que esa noche, cuando salió de casa, llevaba las lentes de contacto, que después aparecieron rotas en el suelo del comedor de los peones:

—La oí.

—También dijo que las gafas de sol graduadas que usaba Robert seguían en la guantera del automóvil.

—Sí.

—Y las que usaba habitualmente las tiene usted.

—Sí.

—Así que usted debe saber que Robert no se fue de casa. No podía haber ido a ninguna parte sin algún tipo de gafas.

Una oleada de sangre ascendió desde el cuello de la anciana, manchándole todo el rostro de escarlata hasta inyectarle los ojos.

—Está de parte de ella.

—No.

—Está en mi contra.

—No. Sólo con que usted…

—Váyase de mi casa.

—Está bien.

Ninguno de los dos volvió a hablar, y sólo se oyó en la habitación el ruido de un tronco que se movió en la chimenea como si lo hubieran golpeado.