1

EN EL SUEÑO DE DEVON estaban otra vez rastreando el estanque en busca de Robert. Era casi igual que como había sucedido la primera vez, cuando Valenzuela, el policía mejicano, les gritaba órdenes a sus hombres y los jóvenes buceadores esperaban, enfundados en los trajes de goma y con las botellas de aire comprimido atadas a la espalda.

En el sueño, silenciosa y desvalida, Devon miraba desde la vivienda del rancho. En la realidad, se había adelantado a protestar, diciéndole a Estivar, el capataz:

—¿Por qué lo están buscando ahí?

—Tienen que buscar en todas partes, señora Osborne.

—Pero el agua está sucia, y Robert es una persona muy pulcra.

—Sí, señora.

—Nunca se metería en ese agua tan sucia.

—Tal vez no le dejaron dar su opinión, señora.

El agua se usaba únicamente para riego y estaba demasiado fangosa para que los buceadores pudieran trabajar, de modo que la policía terminó por usar una enorme draga de cuchara. Estuvieron horas rastreando el fondo, pero lo único que encontraron fueron piezas metálicas herrumbrosas, neumáticos viejos, trozos de madera y los huesos llenos de barro de un recién nacido. Valenzuela, el policía, se había conmovido más al encontrar al niño sin rostro y sin nombre que si se hubiera tratado de una docena de Roberts. Era como si pensara que los Roberts de este mundo siempre habían hecho algo para merecer su destino, por más cruel, febril o desatinado que fuera. Pero el niño, el bebé…

—Maldito sea —farfulló Valenzuela. Después se persignó y se llevó la diminuta pila de huesos en una caja de zapatos.

Devon se despertó al oír que Dulzura golpeaba la puerta del dormitorio.

—¿Señora? ¿Está despierta? —La puerta se entreabrió un poco—. Es mejor que se levante. El desayuno está listo.

—Es temprano —objetó Devon—. No son más que las seis y media.

—Pero hoy es el día. ¿Lo ha olvidado?

—No —Devon había firmado personalmente el recurso mientras el abogado la observaba, al parecer tranquilizado porque se hubiera decidido. No era probable que lo olvidara.

La pequeña mano regordeta de Dulzura tembló sobre la puerta.

—Estoy asustada. Todo el mundo me estará mirando.

—No tienes más que decir la verdad.

—Y después de todo este tiempo, ¿cómo voy a estar segura de cuál es la verdad? Y Estivar dice que si miento después de jurar sobre la Biblia me meterán en la cárcel.

—Lo decía en broma.

—Pero no se reía.

—No te van a meter en la cárcel —le aseguró Devon—. Dentro de diez minutos bajaré a desayunar.

Pero se quedó inmóvil mientras escuchaba los pesados pasos de Dulzura en las escaleras y el rugir del viento, que daba vueltas y más vueltas alrededor de la casa como si tratara de entrar. La noche otoñal había sido calurosa, el corto cabello castaño de Devon estaba húmedo y el camisón se le pegaba al cuerpo como si a ella misma la hubieran pescado en el estanque y la hubieran puesto a secar sobre la cama como a una sirena semiahogada.

Claro que Dulzura diría la verdad. Era demasiado sencilla para deformarla: después de comer Robert había salido a buscar a su perro, pasando por la cocina para ver a Dulzura. Le había deseado feliz cumpleaños, le había gastado bromas diciéndole que ya era una muchacha mayor y se había dirigido al garaje, saliendo por la puerta del fondo.

El automóvil de Robert seguía allí, con la capota quitada y la llave puesta. Estivar decía que no era seguro dejar el automóvil así, que era demasiada tentación para los peones eventuales mejicanos que venían a cosechar limones en la primavera y a embalar tomates en verano, y que en otoño recogían los melones. Sin duda, todos los grupos de peones que habían llegado y habían vuelto a irse durante el año anterior se habían enterado de lo del automóvil, pero jamás habían intentado robarlo. Tal vez Estivar les había hecho alguna advertencia muy severa, o quizá pensaran que ese automóvil debía estar maldito. Sea como fuere, el hecho es que seguía allí, inmóvil y tranquilo bajo su manto de polvo.

Las mareas de peones que iban y venían se regían por el sol, del mismo modo que las mareas del océano se regían por la luna. Estaban en octubre, en el mes más activo del año, y el cobertizo estaba lleno. Devon no tenía ningún contacto personal con los peones eventuales, que no hablaban inglés, y Estivar la había disuadido de intentar comunicarse con ellos en su español de bachillerato. Devon no conocía sus nombres ni sabía de dónde venían. Menudos y hambrientos, pululaban por los campos como ratones. «Habrán sido un par de mojados —comentó uno de los agentes—. Debieron haberle asaltado, y después lo mataron y enterraron en alguna parte». «Aquí no tenemos mojados», interrumpió tajantemente Estivar. Y después le había explicado a Devon que el agente era un hombre muy ignorante porque el término mojado sólo era aplicable en Texas, donde el límite entre Méjico y Estados Unidos era el Río Grande; aquí en California, donde la línea divisoria eran kilómetros y kilómetros de alambre de espino, a los que entraban ilegalmente se les llamaba alambres.

Devon se levantó y se acercó a la ventana para apartar las cortinas. Hacía ya mucho tiempo que se había mudado del dormitorio que compartía con Robert al cuarto más pequeño que había en el segundo piso de la casa. Las habitaciones pequeñas eran menos solitarias, más fáciles de llenar. Esta daba al sur, tenía una espléndida vista del valle del río y a lo lejos se podían ver las ardientes colinas de Tijuana con sus cabañas de madera y la cúpula de la catedral, del mismo color de la mostaza que vendían para salchichas en la pista de carreras y en la plaza de toros. Tijuana se veía mejor de noche, cuando se convertía en un racimo de estrellas sobre el horizonte, o al amanecer cuando la cúpula de la catedral se teñía de rosa y las cabañas todavía se arrebujaban en la oscuridad.

A través de la ventana abierta Devon oyó el teléfono de la cocina y la voz de Dulzura, aguda como la de una cotorra porque los teléfonos la ponían nerviosa. Tardó un minuto en volver a la puerta del dormitorio, con la respiración alterada por la agitación y el fastidio.

—Es la madre de Robert y dice que es urgente.

—Dile que la llamaré.

—Es que no le gusta esperar.

No, pensó Devon, a la madre de Robert no le gustaba esperar. Pero había esperado, como todos, el sonido del timbre, el del teléfono, el ruido de un automóvil que se acercara o de unos pasos en el vestíbulo; había esperado una carta, un telegrama, una tarjeta, cualquier mensaje de amigos extraños.

—Dile que la llamaré —repitió.

Desde la ventana también podía ver las hileras de setos que habían plantado para contener el viento e impedir que la arena fuera anegando el estanque. Hacia el este, seco, se veía el lecho del río y al oeste se extendían los campos de tomates, ya cosechados. Los campos hervían de bandadas de pájaros. Se precipitaban entre las hileras de plantas, revoloteaban entre las hojas amarillentas, picoteaban los restos de fruta putrefacta y recorrían el suelo en busca de semillas e insectos. Estivar podía identificarlos uno por uno, con los nombres mejicanos que a Devon le parecían ajenos y exóticos hasta que se dio cuenta de que muchos de ellos eran pájaros que había conocido desde niña y que chupamirto, cardelina o golondrina eran viejos conocidos cuando los asociaba con sus nombres en inglés.

También había otras cosas que tenían nombres familiares, pero que no eran familiares. Para Devon, nacida y criada en la costa atlántica, la lluvia era algo que podía echar a perder una excursión o un paseo al zoológico, no una cosa que la gente medía en milímetros como hacen los avaros con el oro. Y un río era una cosa estable y permanente, como el Hudson, el Delaware o el Potomac. Pero este río que veía ahora desde la ventana de su cuarto estaba seco la mayor parte del año, aunque a veces se convertía en un torrente devastador capaz de llevarse un camión con la turbulencia de sus aguas. Tenía pocos puentes, porque por lo general se suponía que si llovía mucho la gente tenía el suficiente sentido común como para quedarse en su casa o seguir por la carretera principal; y cuando estaba seco simplemente lo atravesaban a pie o en automóvil, como si fuera un camino especial por el que no pagaban impuestos y que no exigía gastos de mantenimiento.

El otro lado del río era el límite del rancho vecino, que pertenecía a Leo Bishop. Cuando Robert había traído a su novia a casa, un año y medio atrás, Leo Bishop había sido el primer vecino que conoció Devon, y su marido le había pedido que fuera especialmente cordial con él, porque durante el invierno había perdido a su mujer de forma tan inesperada como trágica. Había hecho todo lo posible, pero todavía había veces en que Leo resultaba tan ajeno como cualquiera de los alambres.

Devon se duchó y empezó a vestirse. Hacía una semana que tenía preparada la ropa que iba a usar. Había ido hasta San Diego a encontrarse con la madre de Robert y ella le había elegido el conjunto, un traje de piel de tiburón tostado, algo más claro que el pelo de Devon y algo más oscuro que su piel dorada por el sol. Parecía como si ella y el traje hubieran salido juntos de la tintorería, pero Devon no objetó la elección. Era un color tan adecuado como cualquier otro color para una muchacha joven a quien iban a declarar viuda en un soleado día de otoño.

Bajó por las escaleras del fondo, que iban directamente a la cocina.

Dulzura estaba junto al fuego, removiendo algo en una sartén con la mano izquierda y abanicándose con la derecha. Tenía menos de treinta años, pero su juventud, como el banco en el cual estaba sentada, estaba escondida bajo innumerables pliegues de grasa.

—Estoy preparando unos huevos revueltos para acompañar al chorizo —anunció sin volverse.

—Gracias, no voy a tomar más que zumo de naranja y café.

—Al señor Osborne le enloquecía el chorizo. Él sí tenía estómago mejicano… De todos modos tendría que probar los huevos. Mire qué buen aspecto tienen.

Devon echó un vistazo a la húmeda pasta amarilla herrumbrosa de chile en polvo y se dio la vuelta.

—Muy bueno.

—Pero no los quiere.

—No, hoy no.

—La señora Osborne no, el perrito no, me lo voy a tener que comer todo yo. Obalz.

Era la expresión favorita de Dulzura y durante mucho tiempo Devon supuso que era alguna palabra española que indicaba disgusto, hasta que terminó por preguntárselo a Estivar, el capataz.

—Esa palabra no es de mi idioma —había respondido Estivar.

—Pero algo debe querer decir. Dulzura la usa todo el tiempo.

—Claro que quiere decir algo, seguro.

—Ya veo, es inglés.

—Sí, señora.

Dulzura era una de las supuestas primas de Estivar. El capataz tenía montones de primos. Si hablaban inglés, decía que eran de la rama familiar que había en San Diego o en Los Ángeles; si no hablaban más que el español, venían de la rama de Sonora o de la de Sinaloa, aunque también podían ser de Jalisco o de Chihuahua, según lo que mejor se acomodara a su fantasía, ya que no a los hechos. En épocas de mucho trabajo los primos de Estivar acudían en enjambres al valle, como un ejército de ocupación. Plantaban, cultivaban y regaban; podaban, raleaban, recogían y fumigaban; seleccionaban, envasaban y expedían. Y de pronto desaparecían como si la tierra de que habían extraído tal abundancia de productos hubiera absorbido a los mismos peones como fertilizante.

Dulzura pasó los huevos de la sartén a un bol.

—La madre me dijo por teléfono que era mejor que me pusiera medias. El único par que tengo es el que estoy guardando para la boda de mi hermano.

—Pero seguramente te las puedes poner más de una vez.

—Si me hacen arrodillar cuando tenga que jurar sobre la Biblia, no.

—Nadie se arrodilla en un tribunal —Devon jamás había estado en un tribunal, pero hablaba con seguridad porque sabía que Dulzura estaba a la pesca de cualquier signo de vacilación, mirándola con sus ojos oscuros y húmedos como aceitunas maduras—. Las mujeres van a ir con medias y los hombres con chaqueta y corbata.

—¿Estivar y el señor Bishop también?

—Sí.

El teléfono volvió a sonar y Devon se dirigió al vestíbulo para hablar por el aparato del estudio.

El estudio había sido el cuarto de Robert y durante mucho tiempo había quedado, como su automóvil en el garaje, exactamente como él lo dejó. A Devon le resultaba demasiado doloroso entrar allí y hasta pasar junto a la puerta cerrada. Ahora la habitación había cambiado. Tan pronto como se había fijado la fecha de la audiencia. Devon empezó a embalar las cosas de Robert en cajas de cartón, con la idea de guardarlas en el desván; las raquetas de tenis y los trofeos que había ganado, la colección de monedas de plata, los mapas de los lugares donde quería ir y los libros que había pensado leer.

Devon había llorado tan amargamente cuando se embarcó en esa tarea que también Dulzura se había puesto a llorar y ambas se habían lamentado juntas como un par de viejas irlandesas en un velatorio. Después, cuando Devon pudo volver a abrir sus ojos hinchados, cogió un rotulador y empezó a escribir «Ejército de Salvación» en cada una de las cajas. Cuando Estivar estaba llevando la última de ellas al vestíbulo de delante llegó la madre de Robert, sin avisar, como a veces hacía.

Devon se imaginaba que la anciana señora Osborne se iba a emocionar al ver las cajas, o por lo menos que se opondría a deshacerse de ellas. En cambio, se ofreció con toda tranquilidad a entregarlas personalmente al Ejército de Salvación y hasta ayudó a Estivar a cargar con ellas el portaequipajes y el asiento trasero de su automóvil. Era media cabeza más alta que Estivar y casi tan fuerte como él y los dos trabajaron con rapidez y eficacia, sin decir una palabra, como si en el pasado hubieran hecho muchas veces, juntos, tareas como ésa. La anciana estaba sentada al volante y dispuesta a partir cuando se dio la vuelta hacia Devon para decirle con voz suave pero firme: «Hace tiempo que Robert quería limpiar el estudio. Se va a alegrar de que le hayamos ahorrado el trabajo».

Devon cerró la puerta del estudio y descolgó el teléfono.

—¿Sí?

—¿Por qué no me has llamado, Devon?

—No había prisa. Todavía es muy temprano.

—Eso ya lo sé. He pasado la noche mirando el reloj.

—Lamento que no haya podido dormir.

—No quería —expresó la anciana—. Estuve intentando pensar bien las cosas y decidir si está bien dar este paso.

—Tenemos que hacerlo. Es lo que le dijeron el señor Ford y los otros abogados.

—No tengo por qué creer lo que me dice la gente.

—El señor Ford es un experto.

—En asuntos legales sí. Pero cuando se trata de Robert, la experta soy yo. Y lo que vas a hacer hoy está mal. Tendrías que haberte negado a firmar esos papeles. Tal vez todavía estemos a tiempo. Podrías llamar a Ford y decirle que consiga un aplazamiento porque necesitas más tiempo para pensarlo.

—He tenido un año entero para pensarlo y nada ha cambiado.

—Hasta ahora. Pero en cualquier momento puede sonar el teléfono o pueden llamar a la puerta y ahí estará él, perfectamente, como nuevo. Tal vez lo secuestraron y lo tienen cautivo en alguna parte, al otro lado de la frontera. O puede que le hayan dado un golpe en la cabeza y tenga amnesia. O que…

Devon apartó el receptor de la oreja. No quería volver a oír ninguno de los quizá que la señora Osborne había soñado durante largas noches y elaborado durante larguísimos días.

—¿Devon? Devon —era lo más parecido a un grito que la anciana se permitía, salvo cuando estaba sola—. ¿Me estás escuchando?

—La audiencia está fijada para hoy y no la puedo detener y si pudiera lo haría.

—Pero y si…

—Nadie llamará a la puerta ni telefoneará. No pasará nada.

—Qué cruel es, Devon, qué cruel es destruir así las esperanzas de alguien.

—Más cruel sería que la animara a esperar algo que no puede suceder.

—¿Qué no puede? Es una palabra muy fuerte. Ni siquiera Ford la usa. Todos los días hay milagros. Mira los trasplantes de órganos que están haciendo en todo el país. Imagínate que a Robert le hubieran encontrado muriéndose y le hubieran puesto su corazón a alguien. Sería mejor que nada, ¿no es cierto?, saber que su corazón está vivo. ¿No te parece?

Y la madre de Robert siguió repitiendo las mismas cosas que había estado diciendo durante todo el año, sin molestarse siquiera en procurar que pareciesen nuevas cambiando una palabra aquí, una frase allá.

Los dos relojes de la casa empezaron a dar la hora: el reloj de pie que estaba en la sala de estar, y en la cocina el cucú que Dulzura tenía en la pared, encima del fogón. Dulzura sostenía que era un regalo de su marido, pero nadie creía que jamás hubiera tenido marido, ni menos uno capaz de hacerle regalos. El reloj de pie era de la anciana señora Osborne. En la base tenía grabadas unas palabras que acompañaban su repique:

God is with you.

Doubt Him never,

While the hours

Leave forever[1].

Cuando la anciana señora se fue del rancho para permitir que Devon y Robert tuvieran la casa para ellos solos, se llevó su antiguo escritorio de madera de cerezo y el piano de caoba, el servicio de té de plata y el juego de porcelana inglesa, pero les había dejado el reloj. Ya no creía que Dios estuviera con ella, ni le gustaba que le recordaran que las horas se van para siempre.

Las siete.

Los peones mejicanos salían del cobertizo y del antiguo edificio de madera que antes había sido establo y que ahora estaba arreglado como comedor de los obreros. Rápida y silenciosa, se apelotonaron en la caja del gran camión que iría dejándolos en los campos que esperaban los cosechadores. No tenían mucho en la vida, salvo el trabajo duro y la comida necesaria para trabajar.

A mediodía se sentaron en los bancos de madera que los hijos de Estivar habían construido junto al estanque y allí almorzaron a la sombra de los tamariscos. A las cinco volvían a comer tortillas y alubias en el comedor de los peones y para las nueve y media todas las luces del cobertizo tenían que estar apagadas. Las horas que para siempre se van eran una buena evasión.

Agnes Osborne seguía hablando. Desde que Devon había dejado de escucharla hasta que volvió a prestarle atención, la anciana se había reconciliado de algún modo con el hecho de que la audiencia se llevaría a cabo a la hora convenida y empezaría a las diez de la mañana.

—Probablemente sea mejor que nos citemos directamente en la sala de audiencias para no perdernos —dijo—. ¿Te acuerdas del número?

—Cinco.

—¿Vas a ir en tu automóvil?

—Leo Bishop me pidió que fuera con él.

—¿Y aceptaste?

—Sí.

—Será mejor que le llames y le digas que has cambiado de idea. No querrás que desde hoy la gente empiece a murmurar sobre ti y Leo.

—No tiene por qué murmurar.

—Si estás demasiado nerviosa para conducir, ve con Estivar en el jeep. Ah, y fíjate que Dulzura se ponga medias, ¿quieres?

—¿Por qué? No es un proceso, ni para Dulzura ni para nosotros.

—No seas ingenua —dijo ásperamente la señora Osborne—. Claro que es un proceso para todos. Es natural que Ford haya tratado de hacer todo con la mayor discreción posible, pero hubo que citar testigos y a mucha gente se le notificó legalmente la hora y el lugar de la audiencia, de modo que no es un secreto. Ni tampoco va a ser una excursión. Firmar unos papeles es una cosa, pero ir a una sala de audiencias y tener que volver a vivir en público aquellos días espantosos es otra. Claro que tú tienes que decidir, ya que eres la mujer de Robert.

—No soy la mujer de Robert —concluyó Devon—. Soy su viuda.