9

—PARA QUE CONSTE —aclaró Ford—, ¿quiere darme su nombre, por favor?

—¿El de bautismo o el de la escuela?

—¿Hay diferencia?

—Sí, señor. Me bautizaron con cinco nombres, pero en la escuela no uso más que Jaime Estivar porque si no ocuparía demasiado espacio en el libro de notas y de asistencia y cosas así —Jaime había jurado decir la verdad, pero lo primero que articulaba era una mentira que, además, escapó de su lengua sin un instante de vacilación. Los muchachos a quienes admiraba en la escuela se llamaban Chris, Pete, Tim, o a veces Smith, McGregor o Jones; Jaime no podía permitir que descubrieran que se llamaba en realidad Jaime Ricardo Salvador Luis Hernando Estivar.

—Con tu nombre escolar es bastante —respondió Ford.

—Jaime Estivar.

—¿Qué edad tienes, Jaime?

—Catorce años.

—¿Y vives con tu familia en el rancho de los Osborne?

—Sí, señor.

—Háblanos de tu familia, Jaime.

—Bueno, hum…, no sé qué decir —Jaime echó una mirada hacia donde estaban sus padres, Dulzura y Lum Wing como si buscara inspiración, y no la encontró—. Quiero decir que no es más que una familia, nada en especial.

—¿Tienes hermanos y hermanas?

—Sí, señor. Tres de cada.

—¿Todos viven en tu casa?

—Sólo yo y mis dos hermanas menores que son mellizas. Mi hermano mayor, Cruz, está con el ejército en Corea. Rufo se casó y vive en Salinas y Felipe encontró un buen trabajo en una planta de aviones en Seattle. Para Navidad me mandó diez dólares y quince para mi cumpleaños.

—Cuando tus hermanos estaban en casa, todos tenían tareas que hacer en el rancho, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¿Y tú?

—Ayudo después de la escuela y durante los fines de semana.

—¿Y te pagan?

—Sí, señor.

—¿Cuánto?

—Mi papá me da el dinero y me dice que me vaya a comprar un Cadillac.

—Lo que quería decir es si te pagaban por hora o por tarea.

—Generalmente por tarea. Y durante los tres últimos años, parte del tiempo administré mi propio negocio. Calabazas.

—Eres bastante joven para tener tu propio negocio.

—Bueno, no gano mucho dinero —admitió Jaime con seriedad.

—¿Y cómo fue que te iniciaste en el negocio de las calabazas, Jaime? —interrogó Ford con una sonrisa.

—Lo recibí de Felipe, lo mismo que él de Rufo y Rufo de Cruz. Todo empezó cuando el viejo señor Osborne le prestó a Cruz un campo para que cultivara algo que le permitiera ahorrar dinero para su educación. Cruz y Rufo plantaron un montón de cosas distintas, y a Felipe se le ocurrió lo de las calabazas. Crecen rápido y no dan mucho trabajo y para comienzos de octubre se las cosecha todas juntas.

—¿Y eso fue lo que hiciste a comienzos de octubre de 1967?

—Sí, señor.

—Después de recoger y vender las calabazas, ¿enterraste los rastrojos?

—Cuando mi padre me dijo que más valía que lo hiciera.

—¿Qué día era?

—Un sábado por la mañana, el 4 de noviembre, tres semanas después de que desapareciera el señor Osborne. Para entonces los tallos se estaban secando y muchos estaban rotos, sabe, porque los pisoteaba la gente que andaba buscando pistas y cosas por el estilo.

—¿Y alguien encontró «pistas y cosas por el estilo»?

—No creo, por lo menos en el campo de calabazas.

—¿Y tú?

—Encontré el cuchillo —evocó Jaime—. El cuchillo mariposa.

—¿En qué parte del campo estaba?

—En el ángulo sudoeste.

—¿El que está más próximo al camino que sale del rancho?

—Sí, señor.

—¿Estaba enterrado?

—No, señor. Parecía como si alguien lo hubiese tirado desde la ventanilla de un automóvil para deshacerse de él y como si medio se hubiese clavado en uno de los tallos.

—Te voy a enseñar un cuchillo para que me digas si es el que encontraste —Ford sostuvo en alto el cuchillo, que llevaba ahora un rótulo de identificación—. ¿Es éste, Jaime?

—No estoy seguro.

—Cógelo y fíjate.

—No quiero…, sí, está bien.

—¿Es el cuchillo que encontraste?

—Creo que sí, sólo que ahora parece más limpio.

—En el laboratorio de la policía le sacaron algunas manchas de sangre para analizarlas. Salvo esa diferencia, ¿dirías que es el cuchillo que encontraste en el campo de calabazas?

—Sí, señor.

—¿Estaba abierto y la hoja funcionaba como ahora?

—Sí, señor, estaba abierto.

—¿Antes de entonces habías visto un cuchillo como éste?

—Hay un par de chicos que llevan cuchillos mariposa a la escuela.

—¿Para presumir? ¿En broma?

—No, señor, en serio.

El cuchillo fue presentado como prueba, numerado y vuelto a colocar sobre la mesa del empleado del tribunal. Dos de las muchachas del instituto que había entre el público se pusieron de pie para ver mejor el arma, pero el ujier no tardó en ordenarles que se sentaran.

—Ahora, Jaime —prosiguió Ford—, quiero que vayas hasta el mapa que está sobre el tablero y que con uno de los indicadores de color señales la situación del campo de calabazas.

—¿Cómo?

—Dibujas un rectángulo y junto a él pones las palabras «campo de calabazas».

Jaime hizo lo que se le indicaba. Le temblaba la mano y los límites del campo de calabazas salieron desiguales, como si el viejo señor Osborne los hubiera trazado personalmente en uno de sus días de borrachera y nadie se hubiera preocupado de rectificarlos. Jaime señaló la zona donde había encontrado el cuchillo con un círculo dentro del cual trazó una letra C. Después volvió al sitio de los testigos y Ford siguió interrogándole.

—Jaime, entiendo que el negocio de las calabazas sólo te tenía ocupado durante un par de meses del año.

—Sí, señor. A fines del verano y comienzos del otoño.

—Y durante el resto del año tenías otras tareas en el rancho, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Y esas tareas te ponían en contacto con las distintas cuadrillas de peones eventuales?

—No mucho. Trabajo sobre todo después de la escuela y durante los días de fiesta y los fines de semana. Y mi padre me ordenaba mantenerme lejos del comedor y del cobertizo de los peones.

—¿Así que no conocías personalmente a ninguno de los hombres?

—No, señor. Por lo menos, no era frecuente.

—Ahora, respecto de la cuadrilla que fue contratada durante la primera mitad de octubre de 1967, quisiera saber si conocías por su nombre a alguno de los hombres.

—No, señor.

—¿Recuerdas algo en especial sobre esa cuadrilla?

—Únicamente el viejo camión en que vinieron. Estaba pintado de color rojo oscuro y me fijé porque era el mismo rojo de la camioneta que usaba Felipe para enseñarme a conducir. Ya no está, así que me imagino que el señor Osborne la vendió porque muchas veces se le estropeaba la caja. Los chicos que aprenden a conducir en la escuela usan automóviles con cambio automático —concluyó Jaime, con aire entre despectivo y envidioso.

—No tengo más preguntas que hacerte, Jaime. Gracias.

El muchacho volvió a su sitio con tanta prisa como si temiera que el abogado cambiara de parecer, pero la atención de Ford se dirigía a otra cosa: el asiento vacío que había junto a Devon.

—Mi testigo no se ha presentado aún —le explicó al juez Gallagher—. Es la madre de Robert Osborne.

—¿Dónde está?

—Lo ignoro.

—Bueno, averígüelo.

—Lo intentaré. Necesito un breve descanso.

—¿Diez minutos?

—Media hora sería mejor.

—Señor Ford, en algún lugar del condado de San Diego hay en este mismo momento por lo menos un contribuyente enfurecido que está calculando exactamente cuánto le cuesta cada minuto de este caso. ¿Sé da cuenta de eso?

—Sí, Señoría.

—El tribunal hace un descanso de diez minutos.

Mientras la sala empezaba a vaciarse. Ford se dirigió al lugar donde estaba sentada Devon. Le habría gustado sentarse junto a ella. Notaba las piernas cansadas y en la parte superior del cuerpo tenía la sensación de que las vértebras se le hubieran ablandado y se le hubieran aflojado los discos que las unían.

—¿Dónde está la señora Osborne? —preguntó.

—Se fue a su casa a descansar al mediodía, pero iba a volver a la una y media.

—Le avisé que después del descanso de la comida la iba a presentar como testigo. Puede_ que se haya olvidado.

—Yo no diría eso. Es una persona muy meticulosa para esas cosas, y muy puntual.

—Entonces tal vez sea mejor que alguno de nosotros vaya a ver por qué de repente ha dejado de ser meticulosa y puntual.

—Pero le pone enferma que la anden buscando. Le hace sentirse vieja.

—Es hora de que se vaya acostumbrando —interrumpió Ford—. Al final de la galería hay teléfonos públicos.

—Tal vez no se lo tome tan a mal si la llama usted.

—No lo creo. Yo soy el hombre malo que le hace preguntas desagradables, y usted es su nuera que la quiere.

—¿De veras?

—Hasta que termine este juicio, sí.

Cinco de los seis teléfonos públicos que había en la galería estaban ocupados y las cabinas parecían ataúdes puestos en posición vertical, sin que sus ocupantes estuvieran muertos en realidad, sino que hubieran sido puestos en un estado de animación suspendida, a la espera de un mundo mejor. La sexta cabina tenía la puerta abierta, como si invitara a Devon a que también entrara a esperar. La joven cerró la puerta de cristal y, como había hecho cincuenta o cien veces en el curso del último año, empezó a marcar el número de la casa de Agnes Osborne, pero la mano se le quedó inmovilizada sobre el disco. No podía recordar más que las dos primeras cifras y tuvo que buscar el número en la guía como si hubiera sido el de algún extraño. «Usted es su nuera que la quiere… Hasta que termine este juicio, sí».

El timbre del teléfono se oía, alto y agudo, y Devon apartó el receptor de la oreja hasta que el ruido pareció un poco más impersonal y remoto. Seis llamadas, ocho, diez. La casa de Agnes Osborne era pequeña y desde cualquier habitación donde estuviera, o desde el patio de atrás, la anciana podía llegar hasta el teléfono en menos de diez timbrazos, en menos de cinco si se daba prisa. Y durante el último año, cuando cualquier llamada podía referirse a Robert, siempre se daba prisa.

En la cabina hacía calor y el aire olía a tabaco rancio, comida y gente. Devon abrió unos cuantos centímetros la puerta, y con la pequeña corriente de aire fresco le llegó el sonido de las voces de dos personas que hablaban en el nicho adyacente a la hilera de cabinas telefónicas. Una era una voz de hombre, áspera y baja:

—Te juro que no sabía nada de eso hasta hace unos minutos.

—Mentiroso. Lo has sabido siempre y no querías decírmelo, igual que ellos. Sois todos unos mentirosos.

—Escucha, Carla, por tu bien te advierto que te mantengas lejos del rancho.

—No tengo miedo a los Estivar, ni tampoco a los Osborne. Mis hermanos se van a ocupar de que nadie me manosee.

—Esto no es juego de niños. Quédate fuera.

—Mira quién está dando órdenes otra vez, como si llevara su viejo traje de policía con chapa y todo.

—Lo único que me has traído, desde que se me ocurrió ponerte los ojos encima, son líos.

—Algo más que los ojos me pusiste encima, chicano.

Devon esperó medio minuto más, seis llamadas, sin que hubiera respuesta de la señora Osborne ni se oyeran más voces en el nicho. Abrió la puerta y salió al vestíbulo.

La chica se había ido. Valenzuela estaba solo, de pie junto a la ventana enrejada del nicho, con los ojos sombríos y enrojecidos. Cuando vio a Devon movió ligeramente la boca, como si estuviera dando forma a palabras que no quería pronunciar. Cuando habló, lo hizo con una voz completamente diferente de la que había usado para dirigirse a Carla, una voz suave y triste, sin rastros de autoritarismo.

—Lo lamento, señora Osborne.

—¿Qué?

—Todo, la forma en que ocurrieron las cosas.

—Gracias.

—Quería decirle que esperaba que las cosas fueran diferentes y que a estas horas el caso estuviera resuelto. Aquella primera noche, cuando me llamaron al rancho para buscar al señor Osborne, estaba seguro de que aparecería. A cada paso que daba, a cada puerta que abría, a cada esquina que doblaba esperaba encontrarlo…, tal vez con una paliza o enfermo o hasta herido. Lamento que las cosas resultaran así.

—No es culpa suya, señor Valenzuela. Estoy segura de que usted hizo todo lo posible —Devon no estaba segura, ni lo estaría nunca, pero ya era demasiado tarde para decir otra cosa.

—Tal vez podría haber hecho algo más si me hubieran dado más dinero. No más salario. Dinero extra.

—¿Dinero extra?

—No se escandalice, señora. En un país pobre todo se vende, hasta la verdad. Creo que alguien vio el viejo camión rojo en la frontera, o en la carretera que va al sur, hacia Ensenada, o al este, a Tecate; alguien se fijó en los hombres que iban en él y tal vez hasta reconoció a uno o dos de ellos; quizás alguien haya visto cómo enterraban el cuerpo en el desierto o lo arrojaban al mar.

—La señora Osborne ofreció una excelente recompensa.

—Las recompensas son demasiado oficiales, interviene mucha gente, hay demasiado papeleo. Un arreglo es otra cosa, es algo familiar y sencillo.

—¿Por qué no me dijo esto hace un año?

—Un policía no puede pedir dinero extra a un particular. No quedaría bien si saliera en los diarios, y hasta podría provocar un escándalo internacional. Después de todo, a ningún país le gusta admitir que buena parte de su policía, de sus jueces y sus políticos son gente corrompida… En fin, ya ha pasado todo. Lo único que le digo ahora es que lo lamento, señora.

—Sí, claro. Yo también.

Devon giró sobre sí misma y se dirigió a la sala de audiencias, manteniéndose muy erguida para contrarrestar la sensación íntima de que había en ella cosas vitales que se habían aflojado y sangraban. Alguien vio el camión, se fijó en los hombres, vio cómo enterraban el cuerpo o lo arrojaban al mar. Devon pensó en las docenas de veces que había observado a los hombres inclinados sobre los campos, siempre lejanos, siempre anónimos. Hubiera querido conocerlos un poco, hablar con ellos, llamarlos por su nombre y preguntarles por su hogar y su familia, pero Estivar no se lo permitió. Decía que no era seguro y que los hombres interpretarían mal cualquier signo de amistad de su parte. Era evidente que también los peones habían recibido órdenes. Cuando pasaba en su automóvil por alguno de los campos que estaban cosechando, solían inclinarse más sobre la tarea, con el rostro oculto por el enorme sombrero de paja que no se quitaban desde la aurora hasta el crepúsculo.

Una luz encendida iluminaba el cartel que había sobre la puerta: Silencio. El tribunal está reunido. Cuando Devon entró la sala estaba casi llena, como antes del descanso, pero ahora, además de la anciana señora Osborne, faltaba Carla López.

En el pasillo, junto al asiento que Devon había ocupado desde que empezó la audiencia, estaba Ford hablando con Leo Bishop. Los dos hombres la miraron con impaciencia, como si hubieran estado esperándola con la expectativa de que volviera antes.

—¿Y bien…? —preguntó Ford.

—No contesta.

—Pero ¿lo ha dejado sonar unos minutos, por si hubiera salido o se estuviese duchando o algo así?

—Sí.

—Entonces me parece mejor que vaya hasta su casa a buscarla. El señor Bishop se ha ofrecido a llevarla o a prestarle el automóvil, como quiera.

—¿Y qué es exactamente lo que tengo que hacer?

—Averiguar si se encuentra bien y cuándo piensa venir a prestar declaración.

—¿Por qué la obliga a declarar?

—No la obligo; cuando saqué el tema parecía perfectamente dispuesta a ser testigo.

—No era más que apariencia —afirmó Devon—. Usted no debió dejarse engañar.

—De acuerdo, no distingo apariencia y realidad. Soy una persona sencilla y cuando la gente me dice algo lo creo, y no llego en seguida a la conclusión de que lo que quieren decir es lo contrario.

—Es que… no está dispuesta a admitir la muerte de Robert.

—Pues ha tenido un año para acostumbrarse. A lo mejor es que no se empeña mucho.

—Su actitud parece bastante cínica.

—Será mejor que se fije —le advirtió Ford con una sonrisita perversa—. Está empezando a parecer una encantadora y amante nuera.

La puerta que daba a la cámara del juez acababa de abrirse y el empleado con voz monótona decía:

—Permanezcan sentados y en orden. El Tribunal Superior vuelve a reunirse.

—Llame a Ernest Valenzuela.

—Ernest Valenzuela, a declarar, por favor.