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—POR FAVOR, deme su nombre completo para que conste —pidió Ford.

—Segundo Alvino Juan Estivar.

—¿Dirección?

—Rancho Yerba Buena.

—¿Es el lugar señalado en el mapa que hay a su izquierda?

—Sí, señor.

—¿Está usted empleado allí?

—Sí.

—¿En qué condición?

—Capataz.

—¿Es el responsable del funcionamiento del rancho?

—El Tribunal decidió que la señora joven estuviera a cargo de todo durante la ausencia del señor Osborne, y yo recibo órdenes de ella. Si no hay órdenes, me arreglo sin ellas lo mejor que puedo —un tinte escarlata se extendió por las mejillas de Estivar y le invadió incluso el blanco de los ojos—. Cuando el rancho da beneficios no reclamo nada, y cuando hay un robo y un asesinato, la culpa no es mía.

—Nadie le está echando la culpa.

—Nadie lo dice. Pero lo huelo a un kilómetro y medio de distancia, así que me parece mejor aclararlo desde ahora. Contrato a la gente de buena fe, y si resulta que los nombres y direcciones son falsos y los papeles están falseados, no es cosa mía. No soy policía. ¿Cómo puedo decir si los papeles son falsos o no?

—Tenga la bondad de calmarse, señor Estivar.

—No es fácil calmarse cuando las patatas queman.

—Pues inténtelo —insistió Ford—. Hace un par de semanas, cuando hablamos de que usted comparecería aquí como testigo, le expliqué que esto es un procedimiento para establecer el hecho de que ha habido una muerte y no para hacer a nadie responsable de ella.

—Sí, me lo explicó. Pero…

—Entonces téngalo presente, ¿quiere?

—Sí.

—¿Cuándo llegó por primera vez al rancho de los Osborne, señor Estivar?

—En 1943.

—¿De dónde venía?

—De una pequeña aldea cerca de Empalme.

—¿Y dónde queda Empalme?

—En Sonora, Méjico.

—¿Tenía papeles que le permitieran cruzar la frontera?

—No.

—Al no tener papeles ¿tuvo alguna dificultad para encontrar empleo?

—No. Era la época de la guerra y los agricultores necesitaban ayuda, así que no podían permitirse el lujo de preocuparse por pequeñeces como las leyes de inmigración. Centenares de mejicanos como yo atravesaban la frontera todas las semanas y encontraban trabajo.

—Y muchos siguen haciéndolo, ¿no es así?

—Sí.

—En realidad, en Méjico hay un jugoso negocio clandestino que consiste en proporcionar transporte y documentos falsos a esa gente.

—Eso dicen.

—Este asunto lo veremos más a fondo un poco más adelante —anunció Ford—. En 1943, ¿quién le contrató para trabajar en el rancho de los Osborne?

—John Osborne, el padre de Robert.

—¿Y desde entonces trabajó allí sin interrupción?

—Sí, señor.

—De modo que su relación con Robert Osborne se remontaba a mucho tiempo atrás.

—Al día en que nació.

—¿Era una relación muy estrecha?

—Desde que aprendió a caminar me seguía como si fuera un cachorrito. Le veía más de lo que veía a mis propios hijos, y me llamaba «tío».

—¿Y esa relación se mantuvo durante toda su vida?

—No. Él tenía quince años cuando su padre se mató en un accidente, fue durante el verano y desde entonces las cosas cambiaron. Supongo que para todos, pero especialmente para el muchacho. En otoño le mandaron a una escuela de Arizona, porque la madre creía que necesitaba influencia masculina… claro que se refería a hombres blancos —Estivar echó una rápida mirada hacia donde estaba Agnes Osborne, como si esperara que ella le desmintiera públicamente, pero la anciana había girado la cabeza y miraba por la ventana un trozo de cielo—. Estuvo dos años en la escuela y cuando volvió ya no era un muchacho que anduviera pisándome los talones y haciéndome preguntas o que se diera una vuelta por mi casa a la hora de las comidas. Era el patrón y yo era el asalariado, y así siguieron las cosas hasta el día en que murió.

—¿Había mala voluntad entre usted y el señor Osborne?

—De vez en cuando discrepábamos en cuestiones de trabajo, nada personal. Entre nosotros no quedaba nada personal, sólo estaba el rancho. Los dos queríamos llevarlo de la manera más provechosa posible, y eso significaba que a veces tenía que recibir órdenes que no me gustaban, y el señor Osborne tenía que aceptar consejos contra su voluntad.

—¿Diría usted que entre ambos había respeto mutuo?

—No, señor. Interés, sí. El señor Osborne no sentía respeto alguno por mí, ni por ninguno de los de mi raza. Fue esa escuela donde ella…, donde lo mandaron. Eso le cambió. Le llenaron de prejuicios. Estoy acostumbrado a los prejuicios, y aprendí a vivir con ellos, pero ¿cómo podía explicarles a mis hijos que su amigo Robbie ya no existía? Y no sabía la razón. Muchas veces pensé preguntárselo a su madre, pero nunca lo hice. Y cuando murió me perturbaba la idea de no haberme esforzado más por descubrir por qué había cambiado; tal vez hubiera podido hablarlo con él como en los viejos tiempos. Era como si muy en lo profundo esperara que él terminaría por decírmelo por su cuenta y yo no tuviera que acelerar las cosas porque, total, había tanto tiempo… Pero no lo había.

Estivar se detuvo a secarse el sudor que le perlaba la frente. Un extraño silencio pesaba sobre la sala de audiencias, como si cada uno de los presentes se esforzara por oír el rumor del tiempo que pasa, el lento arrastrarse de los minutos, el rápido latido de los años.

—La mañana del 13 de octubre de 1967 —prosiguió Ford—, ¿vio usted a Robert Osborne?

—Sí, señor.

—¿En qué circunstancias?

—Muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, había oído que andaba silbándole a su perro, Maxie. Una media hora más tarde mi mujer y yo estábamos tomando el desayuno cuando el señor Osborne se acercó a la puerta del fondo y me ordenó que saliera. Por la voz se notaba que estaba alterado y furioso, así que salí lo más rápido que pude. El perro estaba echado en el suelo con la boca llena de espuma y los ojos un poco nublados, como si le hubieran dado un golpe en la cabeza o algo así.

—Usted ha dicho que el señor Osborne estaba «alterado y furioso».

—Sí, señor. Y dijo que alguno de esos roñosos del diablo le había envenenado el perro. Sólo que no dijo «del diablo», sino que usó un término muy insultante y despectivo para un mejicano. No es que me asusten las palabrotas, pero mi familia lo oyó, porque mi mujer y los chicos menores todavía estaban desayunando. Le ordené al señor Osborne que se fuera y no volviera hasta que no hubiera dominado su mal genio.

—¿Y le hizo caso?

—Sí, señor. Levantó al perro en brazos y se fue.

—¿Volvió usted a verle más tarde?

Estivar se frotó la boca con el dorso de la mano.

—No —respondió.

—¿Quiere hablar más fuerte, por favor?

—Esa fue la última vez que le vi, cuando se dirigía hacia la casa con el perro en brazos. Las últimas palabras que nos dijimos fueron bruscas, y me pesa que la despedida haya sido así.

—Me lo imagino. Pero no era culpa suya.

—Un poco sí. Sabía cuánto significaba el perro para él. Era un regalo que le había hecho años antes alguien que…, un amigo.

En parte por hábito, en parte por impaciencia, Ford empezó a pasearse frente al vacío recinto de los miembros del jurado.

—Muy bien, señor Estivar —continuó—. No tengo intención de que en el curso de esta audiencia estudiemos el complicado asunto de la mano de obra eventual en la agricultura californiana. Sin embargo, debemos establecer ciertos hechos que afectan al caso, teniendo en cuenta que usted, en su condición de capataz, está en el centro mismo del problema. Por una parte usted representa a los agricultores, cuyo negocio consiste en obtener beneficio de la venta de las cosechas. Por otro lado usted sabe bien que el sistema (o la falta de sistema) actual estimula a los mejicanos a violar las leyes y, al mismo tiempo, hace que los mismos mejicanos sean explotados por los agricultores. ¿Enuncio correctamente su situación, señor Estivar?

—Muy correctamente.

—De acuerdo. Prosigamos. A finales del verano y comienzos del otoño de 1967, ¿quién estaba empleado en el rancho de los Osborne, aparte de usted?

—En agosto estaban allí mis tres hijos mayores, Cruz, Rufo y Felipe. Mi prima Dulzura González era el ama de llaves de los Osborne y mi hijo menor, Jaime, trabajaba varias horas al día. Empleábamos a media docena de border-crossers, que son ciudadanos mejicanos con permisos que les autorizan a atravesar la frontera todos los días para trabajar en los ranchos más próximos. También teníamos un mecánico que venía por horas desde Boca del Río para atender las máquinas.

—En agosto, dice usted.

—Eso mismo.

—¿En ese momento trabajaban con mano de obra eventual?

—No. Era imposible conseguirla. En Delano había huelga de vendimiadores y usaban a los mejicanos como rompehuelgas. A muchos les habían engatusado con la promesa de mayores salarios en los viñedos del norte y otros estaban trabajando con los grandes agricultores. El rancho de los Osborne es un negocio familiar relativamente pequeño.

—¿Qué pasó en septiembre con respecto al negocio?

—Muchas cosas y todas malas. Rufo, mi segundo hijo, se casó y se fue a vivir a Salinas para que la mujer estuviera cerca de su familia. El tercero, Felipe, se fue a buscar otro tipo de empleo y hasta me quedé sin Jaime, porque empezaron las clases y sólo podía ayudarme los sábados. A los border-crossers les robaron su pequeño autobús en una calle de Tijuana y como no tenían transporte no podían venir a trabajar. A finales de mes el único que estaba conmigo trabajando de sol a sol era Cruz, mi hijo mayor. Estábamos haciendo jornadas de dieciséis horas hasta que llegó el viejo camión G.M. con los hombres.

—Se refiere a los hombres que después contrató usted para la cosecha de tomates y de dátiles.

—Al decir «después» parece como si primero me hubiera quedado sentado pensándolo, lo que no es cierto. Los contraté tan pronto como bajaron del camión. Después llamé por teléfono a Lum Wing a casa de su hija en Boca del Río y le dije que había trabajo de cocina para una nueva cuadrilla de peones.

—¿Cuántos hombres había en la cuadrilla, señor Estivar?

—Diez.

—¿Todos forasteros?

—Sí.

—Por lo que usted sabía, ¿no había entre ellos mojados o alambres?

—No. Eran viseros, que son mejicanos registrados como trabajadores de granja y tienen visados que les permiten trabajar en este país. Los suelen llamar tarjetas verdes porque los visados tienen la forma de una tarjeta verde.

—¿Los hombres le presentaron sus visados a usted?

—Sí.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Les dije que estaban contratados y anoté los nombres y direcciones en mi registro. Mi hijo Cruz les enseñó dónde iban a comer, dormir y guardar sus cosas.

—¿Llevaban muchas cosas?

—Esa gente viaja con poco —observó Estivar—. Y vive con poco.

—¿Examinó usted atentamente los visados que le presentaron?

—Les di un vistazo. Ya le dije antes que no soy policía; no puedo mirar un visado y decir si es auténtico o no. Si no contrataba a esos hombres, se habrían ido al rancho del señor Bishop, al otro lado del río, o al de Polks, más al este. Todos los pequeños agricultores estaban desesperados por conseguir ayuda, por la huelga de vendimiadores y porque era el momento más duro de la cosecha.

—¿Había un jefe en la cuadrilla?

—No sé si se le puede llamar jefe, pero el que habló fue el hombre que conducía el camión.

—Usted dijo que era un camión viejo.

—Sí.

—¿Muy viejo?

—Sí. Quemaba tanto aceite que parecía una chimenea.

—¿Quién era el dueño del camión?

—No sé.

—¿No comprobó la matrícula?

—No.

—¿Por qué?

—No se me ocurrió. ¿Para qué? Si usted fuera en automóvil al rancho y pidiera trabajo como cosechador de tomates, no comprobaría la matrícula de su automóvil.

—¿Me daría trabajo, señor Estivar? —interrogó Ford, levantando una ceja con aire zumbón.

—Es posible. Pero no duraría mucho —Estivar no se unió a la carcajada de los espectadores. Su rostro había vuelto a sonrojarse, salvo una delgada línea blanca alrededor de la boca—. Es usted muy alto, y a los hombres altos les resulta pesado un trabajo en que hay que agacharse.

—¿Qué día era cuando llegó esa cuadrilla al rancho en el viejo camión G.M.?

—El 28 de septiembre, un jueves.

—Así que el 13 de octubre, cuando desapareció Robert Osborne, los hombres llevaban dos semanas trabajando en el rancho.

—Sí, señor.

—¿Llegó usted a conocer personalmente alguno de ellos?

—El rancho no es un club social.

—Así y todo es posible que alguno le haya hablado de su mujer y su familia, o algo así.

—Tal vez sea posible, pero no sucedió. No se les pagaba en efectivo y tenían tantas ganas de hablar como yo de escuchar.

—¿Cuándo se les pagaba, señor Estivar?

—Una vez por semana, como a todas las cuadrillas.

—¿Qué día?

—El viernes. El jueves por la noche el señor Osborne preparaba los cheques y yo se los entregaba en el comedor mientras los hombres desayunaban.

—Los días de pago, ¿qué hacían una vez terminado el trabajo?

—No estoy seguro.

—Bueno, ¿qué es lo que hacen por lo general?

—Van a Boca del Río a cobrar los cheques. Como el banco cierra los sábados, el viernes por la tarde está abierto hasta las seis. Los hombres arreglan sus cuentas entre ellos y algunos mandan giros a su casa. Después van a la lavandería a llevar su ropa, al almacén, al cine o a algún bar. Generalmente se organiza una partida de dados en alguna parte. Algunos se emborrachan y se ponen pendencieros, pero por lo común son bastante tranquilos porque no quieren llamar la atención de la policía fronteriza.

—¿Qué tipo de pelea buscan?

—Generalmente a cuchillo. Necesitan el cuchillo para el trabajo. Es una herramienta, no sólo un arma.

—Muy bien, señor Estivar. El trece de octubre de 1967, ¿la cuadrilla que trabajaba con usted salió del rancho después de terminar el trabajo?

—Sí, señor.

—¿En el camión?

—Sí.

—¿Regresaron esa noche?

—Cuando estaba acostándome, poco después de las nueve, oí que llegaba el camión y aparcaba al lado del cobertizo de los peones.

—¿Cómo sabe que era el viejo G.M.?

—Porque los frenos tenían un chirrido especial. Además, ¿qué otro vehículo iba a aparcar en ese lugar?

—Pero las nueve de la noche es muy temprano para terminar una farra en la ciudad, ¿no es así?

—Al día siguiente tenían que trabajar, y eso significa estar en el campo antes de las siete. En un rancho no hay horario de ejecutivos.

—Y a la mañana siguiente antes de las siete, ¿los hombres estaban en el campo, señor Estivar?

—No.

—¿Por qué no?

—No tuve ocasión de preguntárselo —respondió Estivar—. Jamás volví a ver a ninguno de ellos.