8

EL TRIBUNAL VOLVIÓ a reunirse con diez minutos de retraso porque el juez Gallagher se encontró bloqueado por un embotellamiento de tráfico cuando regresaba de su club, pero incluso con esa inesperada tolerancia de tiempo, Agnes Osborne, que debía ser el primer testigo de la tarde, todavía no se había presentado a la una y cuarenta y cinco. El tribunal deliberó y decidió no retrasar los procedimientos esperando a la anciana señora y llamar al testigo siguiente.

—Dulzura González.

Dulzura oyó su nombre, pero no respondió hasta que Jaime le dio un codazo en el costado, diciéndole:

—Oye, eres tú.

—Ya sé que soy yo.

—Bueno, date prisa.

Sofocada por el miedo, a Dulzura le costó ponerse de pie y salir al pasillo, pero una vez en movimiento caminó tan rápidamente que su enorme vestido se arremolinó a su alrededor como una carpa sacudida por una tormenta.

—¿Jura usted que el testimonio que va a dar en el asunto pendiente ante este tribunal será la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

Dulzura juró y su mano izquierda dejó húmedas huellas sobre la baranda de madera que rodeaba el asiento de los testigos.

—Su nombre completo, por favor —pidió Ford.

—Dulzura Inés María Amata González.

—¿Apellido de casado o de soltera?

—De soltera —la risita nerviosa que acompañó a la respuesta se expandió por la sala, despertando pequeños accesos de risa y una ráfaga de duda.

—¿Dónde vive usted, señorita González?

—En el mismo lugar que los demás…, ya sabe, en el rancho de los Osborne.

—¿Qué es lo que hace allí?

—Bueno, montones de cosas.

—Me refiero a qué es lo que le pagan por hacer, señorita González.

—En principio la cocina y el lavado. Y de vez en cuando un poco de limpieza.

—¿Cuánto hace que trabaja para los Osborne?

—Siete años.

—¿Quién la contrató?

—La señora mayor. En ese momento no había nadie más que ella. El señor Osborne había muerto y el muchacho estaba en la escuela. Estivar, que es primo mío, me dio una buena recomendación en un papel.

—Señorita González, quiero que intente recordar los sucesos del 13 de octubre del año pasado.

—No hace falta que lo intente. Me acuerdo.

—¿Hubo circunstancias especiales que grabaron ese día en su memoria?

—Sí, señor. Era mi cumpleaños. Por lo general lo tengo libre para celebrarlo y puede ser que me vaya a Boca con uno o dos de los muchachos después del trabajo. Pero ese día no se podía porque era viernes 13 y no me permiten salir de casa en viernes 13.

—¿No le permiten?

—Uno que lee las manos me dijo que no lo hiciera porque tengo unas líneas raras en las manos, así que me quedé en casa como si no fuera ningún día especial; preparé la cena y la serví.

—¿A qué hora?

—A eso de las siete y media, un poco más tarde que de costumbre porque el señor Osborne había estado en la ciudad.

—¿Vio al señor Osborne después de cenar?

—Sí, señor. Vino a la cocina mientras estaba lavando. Me dijo que se había olvidado de comprar mi regalo de cumpleaños, como le había dicho la señora, y me preguntó si aceptaría el dinero, y le dije que claro que sí.

—¿El señor Osborne llevaba las gafas puestas cuando entró en la cocina?

—No, señor. Pero veía bien, así que me imagino que tenía esos pedacitos de cristal sobre los globos de los ojos.

—Las lentes de contacto.

—Sí.

—¿Qué le dio como regalo de cumpleaños, señorita González?

—Un billete de veinte dólares.

—¿Lo sacó de la cartera en su presencia?

—Sí, señor.

—¿Le llamó la atención algo en la cartera?

—Estaba llena de dinero. Nunca había visto la cartera del señor Osborne y me sorprendió y hasta me preocupó. A los muchachos no les pagan mucho.

—¿Los muchachos?

—Los peones que van y vienen.

—¿Los eventuales?

—Sí. Para ellos sería una tentación descubrir cuánto dinero llevaba encima el señor Osborne.

—Gracias, señorita González. Puede…

—No digo que ninguno de ellos lo haya hecho, que lo hayan matado por el dinero. Lo único que digo es que un montón de dinero es una tentación muy grande para un pobre.

—Lo entendemos, señorita González. Gracias… Que pase el señor Lum Wing, por favor.

Lum Wing, a quien la hora de sol que había pasado en el parque le había levantado el ánimo, dio su nombre en voz alta y clara, con rastros de acento sureño.

—¿Dónde vive usted, señor Wing?

—A veces en un lado, a veces en otro. Donde hay trabajo.

—Pero tiene una dirección fija, ¿no?

—Cuando no tengo nada mejor que hacer me quedo en casa de mi hija, en Boca del Río. Tiene seis críos y comparto la habitación con dos de mis nietos, así que lo evito todo lo posible.

—¿Cuál es su profesión, señor Wing?

—Solía ser cocinero de un circo, pero me jubilé, como les dice mi hija a los vecinos. En realidad, el circo se deshizo.

—Y en su condición de jubilado, ¿hace chapuzas de vez en cuando?

—Sí, señor, para salir de casa.

—¿Ha estado en diversas ocasiones en el rancho de los Osborne por razones de trabajo?

—Sí.

—En este momento trabaja allí, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Y hace un año, el 13 de octubre, ¿estaba allí también?

—Sí.

—¿Qué alojamiento tiene cuando trabaja en el rancho?

Lum Wing describió su vivienda en el encortinado rincón del antiguo granero que servía como comedor de los peones. Al atardecer del 13 de octubre había preparado la comida como de costumbre. Cuando los hombres se fueron a celebrar el día de pago en Boca del Río, Lum Wing había corrido la cortina, preparado el tablero de ajedrez y abierto una botella de vino. Cuando el vino le dio sueño, se había echado en su catre y debía haber dormitado, porque su recuerdo siguiente era haber oído voces que hablaban en español, alto y rápido, al otro lado de la cortina. A veces las mesas del comedor servían para satisfacer otras necesidades básicas, aparte de la comida, y Lum Wing se había habituado a ignorar lo que sucedía. Se movió silenciosamente en la oscuridad para comprobar qué pasaba con su estuche de cuchillos, su reloj de bolsillo y su juego de ajedrez; también se fijó en el resto de la botella de vino y en el cinturón en que guardaba su dinero y que no se quitaba ni para dormir. Como todo estaba en orden, se volvió a su catre. Las voces seguían oyéndose.

—¿Reconoció usted alguna de ellas? —preguntó Ford.

Después de un momento de vacilación, Lum Wing sacudió la cabeza.

—¿Logró oír lo que decían?

—Hablaban demasiado rápido, y además yo no escuchaba.

—¿Entiende usted español, señor Wing?

—Cuatro o cinco palabras.

—Y me imagino que en esa ocasión no llegó a oír ninguna de esas cuatro o cinco palabras.

—Soy un anciano. Me ocupo de mis cosas. No escucho, no oigo, no me meto en líos.

—Pero esa noche hubo mucho lío, señor Wing. Escuchara o no escuchara, usted tiene que haber oído algo. Aparentemente tiene la audición normal para una persona de su edad.

—A veces no tan normal —Lum Wing enseñó al Tribunal cómo se hacía tapones para los oídos con trocitos de papel—. Y además de los tapones estaba el vino que me había dado sueño. Estaba cansado. Trabajo mucho, de pie desde antes de las cinco, todas las mañanas, haciendo esto y aquello.

—Está bien, señor Wing, le creo… Usted ha trabajado varias veces en el rancho de los Osborne, ¿no es así?

—Seis o siete.

—¿Robert Osborne hablaba español?

—Conmigo, no —Lum Wing miró al cielorraso con aire ausente.

—Bueno, ¿alguna vez le oyó hablar en español con los hombres?

—Quizá dos o tres veces.

—¿Y tal vez con más frecuencia? ¿Con bastante más frecuencia?

—Quizá.

—En realidad, ¿no habría sido muy posible que usted reconociera la voz del señor Osborne aunque estuviera hablando una lengua extranjera?

—No quisiera decir eso. No quiero liar las cosas.

—Las cosas ya están liadas, señor Wing.

—Podría ser peor.

—Para Robert Osborne, no.

—Había otros —acotó el anciano, parpadeando—. Otra gente. El señor Osborne no hablaba solo. ¿Por qué iba a estar solo hablando en español?

—Entonces, ¿usted reconoció la voz del señor Osborne esa noche?

—Tal vez. Pero no lo juro.

—Señor Wing, tenemos razones para creer que ésa no, en el mismo cuarto donde usted dice haber estado durmiendo, tuvo lugar una pelea que terminó con un asesinato. ¿Se da cuenta de eso?

—No cometí ningún asesinato ni intervine en ninguna pelea. Dormía tan inocentemente como un niño con mis tapones en los oídos, hasta que el señor Estivar me despertó sacudiéndome por el brazo y alumbrándome la cara con una linterna. Le pregunté qué pasaba y me dijo lo que pasaba, que no encontraban al señor Osborne y que había sangre por todo el suelo y la policía estaba en camino.

—¿Y qué hizo usted entonces, señor Wing?

—Me puse los pantalones.

—Se vistió.

—Es lo mismo.

—Me imagino que para entonces se había sacado los tapones de los oídos.

—Sí, señor.

—¿Y podía oír perfectamente?

—Sí, señor.

—¿Qué oyó, señor Wing?

—Nada. Pensé, qué raro tanto silencio, ¿dónde estarán todos?, y miré por la ventana. Y vi luces por todo el rancho, en la vivienda principal, en la casa de Estivar, el garaje donde guardan la maquinaria pesada, el cobertizo, hasta en algunos tamariscos cerca del estanque. Pensé de nuevo qué pasaría, con tantas luces y sin ruido, y entonces vi que el camión grande donde vinieron los hombres no estaba y que el cobertizo estaba vacío.

—¿A qué hora fue eso, señor Wing?

—No lo sé.

—Pero usted dijo antes que tenía un reloj de bolsillo.

—Ni se me ocurrió mirarlo. Estaba asustado, quería irme de allí.

—¿Se fue?

—Abrí la puerta…, hay dos puertas en el edificio, la de delante, que usan todos los hombres, y la de atrás, que es la mía. Salí fuera y ahí estaba Cruz, el hijo mayor de Estivar, entre el cobertizo y yo y con un rifle al hombro.

—¿Habló con él?

—Él me habló. Me dijo que me volviera dentro y me quedara allí porque la policía estaba en camino y que cuando me preguntaran si había tocado algo era mejor que pudiera decirles que no. Entonces me senté en el borde del catre y cinco o diez minutos después llegó la policía.

En la sala de audiencias se oyó un movimiento repentino, como si la llegada de la policía marcara el final de un período de tensión y diera a la gente libertad para cambiar de postura. Tosieron, se movieron, hablaron en voz baja con sus vecinos, suspiraron, bostezaron, se estiraron.

Ford esperó que los ruidos se apagaran. Sin tener que darse la vuelta hasta situarse frente al público, lograba ver que el lugar que había ocupado durante la mañana Agnes Osborne seguía vacío. La incomodidad que le producía su ausencia estaba teñida de culpa; quizá le había hablado con demasiada aspereza. Las mujeres bruscas como la anciana señora, que parecían provocar la brusquedad de los otros, eran a veces las menos capaces de tolerarla.

—¿Qué sucedió después de la llegada de la policía, señor Wing? —preguntó Ford.

—Mucho, mucho ruido, automóviles por todos lados, portazos, gente que hablaba y gritaba. En seguida uno de los agentes vino a hacerme preguntas como las que me hizo usted, si vi algo, si oí algo, pero sobre todo sobre mis cuchillos.

—¿Cuchillos?

—Llevo conmigo mis cuchillos de cocina: la cuchilla, cuchillos de picar, de pelar, de trinchar… siempre limpios y afilados, en un estuche cerrado, y la llave la tengo en el cinturón del dinero. Abrí el estuche y le mostré que estaban todos, nada había sido robado.

—¿Alguna vez oyó hablar de un cuchillo mariposa?

—¿Un cuchillo para matar mariposas? —El rostro impasible de Lum Wing mostró toda la sorpresa de que era capaz.

—No, uno que cuando la hoja está abierta se parece a una mariposa.

—Esas tonterías son para los mejicanos. Por aquí todos andan con cuchillos, cuanto más raros mejor, como si fueran alhajas.

—Cuando el agente le interrogó esa noche, ¿no pudo darle más información que la presentada esta tarde al tribunal?

—No, nada más.

—Gracias, señor Wing. Puede volver a su asiento… Que se presente Jaime Estivar, por favor.

Cuando se encontraron en el pasillo, el viejo y el muchacho cambiaron una mirada de perplejidad y resignación: se encontraban en un mundo en que imperaba una edad que Lum Wing ya había pasado y que Jaime no había alcanzado aún, un mundo que a ninguno de los dos le importaba y que no comprendían.