11
FORD SE DIRIGIÓ al tribunal.
—Señoría, la declaración de este testigo, Ernest Valenzuela, presenta gran cantidad de problemas. Como ya no es empleado del departamento del comisario, no tiene acceso a los archivos del caso. Sin embargo, conseguí una autorización para que el señor Valenzuela confirmara sus recuerdos revisando los archivos en presencia de un policía y tomando las notas necesarias para presentarse hoy aquí. También conseguí que un agente trajera al tribunal ciertos informes y pruebas que me parecen fundamentales para esta audiencia.
—Esos informes y pruebas —puntualizó el juez Gallagher—, ¿se encuentran ahora en su poder?
—Sí, Señoría.
—De acuerdo, prosiga.
Valenzuela prestó juramento: el testimonio que iba a ofrecer en el caso sometido al tribunal sería la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—Su nombre, por favor —pidió Ford.
—Ernest Valenzuela.
—¿Dónde vive, señor Valenzuela?
—Calle Tres, 209, Boca del Río.
—¿Trabaja en la actualidad?
—Sí, señor.
—¿Dónde y qué tarea desempeña?
—Soy corredor de la America West Insurance Company.
—¿Cuánto hace que ocupa ese puesto?
—Seis meses.
—¿En qué trabajaba antes?
—Era agente, en Boca del Río, de la comisaría del Condado de San Diego.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Desde que salí del Ejército en 1955, hace poco más de doce años.
—Describa brevemente cuál era la situación en la comisaría de Boca del Río, el 13 de octubre de 1967.
—El jefe, el teniente Scotler, estaba dado de baja por enfermedad y yo estaba como interino.
—¿Qué pasó el viernes por la noche, señor Valenzuela?
—A las once menos cuarto hubo una llamada del rancho de los Osborne pidiendo ayuda para buscar al señor Osborne. Por la noche, un poco más temprano, había salido a buscar a su perro y no había vuelto. Fui a buscar a su casa a mi compañero Larry Bismarck y nos dirigimos al rancho. Para entonces ya hacía una hora que estaban buscando al señor Osborne, a las órdenes del señor Estivar, el capataz, y de su hijo Cruz. No habían podido localizar al señor Osborne, pero en el suelo del comedor de los peones había una cantidad considerable de sangre. Llamé inmediatamente al cuartel de San Diego para pedir refuerzos. Mientras tanto mi compañero encontró pequeños fragmentos de cristal en el suelo del comedor de los peones y un trozo de manga de camisa, que también tenía sangre, enganchado en la hoja de una yuca, junto a la puerta principal.
—¿Recogió usted muestras de sangre?
—No, señor. Eso se lo dejé a los expertos.
—¿Qué hicieron los expertos con las muestras de sangre que recogieron?
—Las enviaron al laboratorio de policía de Sacramento para analizarlas.
—¿Ese es el procedimiento habitual?
—Sí, señor.
—¿Y en fecha posterior recibió usted un informe de ese análisis?
—Sí, señor.
—Su Señoría —invocó Ford dirigiéndose hacia el tribunal—, le presento aquí una copia del informe completo para que usted pueda leerlo a conciencia. Como es natural, es detallado y técnico, y para ahorrar tiempo, sin hablar del dinero de los contribuyentes, sugiero que se permita al señor Valenzuela exponer con sus propias palabras los hechos que son esenciales para esta audiencia.
—Concedido.
—Le entregaré una copia del informe también al señor Valenzuela, para el caso de que necesite refrescarse la memoria.
Ford extrajo de su portafolios dos sobres de papel manila y le entregó uno a Valenzuela, que lo aceptó de mala gana, como si no necesitara o no quisiera refrescar la memoria.
—El informe del laboratorio de policía —explicó Ford— se ocupa de las muestras de sangre obtenidas en cuatro áreas principalmente: el suelo del comedor de los peones, el trozo de manga de camisa enganchado en la hoja de yuca, el cuchillo mariposa que Jaime encontró en el campo de calabazas y la boca del perro muerto. ¿Es así, señor Valenzuela?
—Sí, señor.
—Vamos a cogerlas en el orden mencionado. Primero, la sangre que había en el suelo del comedor de los peones.
—Se encontraron dos grupos en cantidad considerable, grupos B positivo y grupo AB negativo. Ambos grupos son raros, ya que el AB negativo, por ejemplo, sólo se encuentra en un cinco por ciento de la población.
—¿Qué hay de la sangre que se encontró en el trozo de manga de camisa?
—También había dos grupos. La cantidad menor pertenecía al grupo B, como parte de la sangre que hacia en el suelo, y el resto era del grupo O. Es el grupo más común, que se encuentra aproximadamente en un cuarenta y cinco por ciento de la población.
—¿Qué grupo sanguíneo se encontró en el cuchillo?
—AB negativo.
—¿Y en la boca del perro?
—Grupo B positivo.
—La cantidad de sangre que se encontró y el hecho de que perteneciera a tres grupos diferentes, ¿le permitió llegar a alguna conclusión?
—Sí, señor.
—¿Por ejemplo?
—Que tres personas intervinieron en una pelea. Dos de ellas resultaron gravemente heridas, y una tercera en menor grado.
—La sangre del grupo O que se encontró en la manga de la camisa, ¿pertenecía a ese tercer hombre?
—Sí, señor.
Ford extrajo de su portafolios una bolsa de plástico transparente que contenía un trozo de tela escocesa azul y verde.
—¿Es ésta la manga a la que se refiere usted? —interrogó.
—Sí, señor.
—La presento como prueba.
Algunos de los espectadores se inclinaron hacia delante para ver mejor, pero no tardaron en volver a recostarse en sus asientos. La sangre del año pasado no era mucho más interesante que las manchas de café del año pasado.
—Ahora, señor Valenzuela, dígame qué hechos se pudieron establecer gracias al contenido de esta bolsa de plástico.
—La manga pertenece a una de las miles de camisas similares que Sears y Roebuck venden por catálogo o en sus sucursales al por menor. La camisa es de algodón puro y existe en cuatro combinaciones de colores y en tamaño pequeño, mediano y grande. El precio de catálogo es de tres dólares y noventa y cinco centavos. Los números de modelo y de lote figuran en el informe de mi investigación.
—¿Cuántas camisas de ese modelo, color y tamaño cree usted, señor Valenzuela, que vendieron Sears y Roebuck durante el año pasado y el anterior?
—Miles.
—¿Trató usted de individualizar la venta de esa camisa en particular a una persona determinada?
—Sí, señor, pero fue imposible.
—Pero se pudieron establecer algunos hechos referentes al hombre que usó la camisa, ¿no es así?
—Sí, señor. Por un lado, era pequeño; medía tal vez menos de un metro sesenta y siete y pesaría alrededor de los cincuenta y ocho kilos. Algunos pelos que estaban adheridos al interior del puño de la camisa indican que era de piel oscura, pero no de raza negroide.
—Dada la proximidad de la frontera mejicana y el hecho de que un gran porcentaje de la población de la zona es mejicana o tiene ascendencia mejicana, ¿hay una considerable probabilidad de que el dueño de la camisa fuera de esa nacionalidad?
—Sí, señor.
—¿Examinó usted mismo el puño de la camisa, señor Valenzuela?
—Sólo superficialmente. El verdadero examen lo hicieron en el laboratorio de policía de Sacramento.
—¿Se descubrió alguna otra cosa significativa además de los pelos?
—Bastante suciedad y aceite.
—¿Qué clase de suciedad?
—Partículas de tierra arenosa y alcalina, del tipo que se encuentra en los sectores desérticos irrigados del Estado, como es el nuestro. En la muestra había un elevado contenido de nitrógeno que indicaba que recientemente se le había adicionado un fertilizante comercial que se usa en la mayoría de los ranchos de la zona.
—¿Y el aceite mezclado con la suciedad?
—Era sebo, la secreción de las glándulas sebáceas humanas. Por lo común es una secreción abundante en la gente más joven y más activa, y disminuye con la edad.
—De manera que empezamos a tener una imagen del hombre que usó la camisa —expresó Ford—. Era menudo y moreno, probablemente mejicano. Trabajaba en uno de los ranchos de la zona. La sangre que había en su camisa era del grupo O. Y se metió en una pelea en la cual intervinieron por los menos otras dos personas. ¿Sería posible reconstruir la parte que desempeñó ese hombre en la pelea?
—Creo que sí. Las pruebas parecen indicar que en la primera parte de la pelea resultó lo bastante herido como para sangrar y que se le desgarró la manga de la camisa. Entonces decidió escapar antes de que las cosas se pusieran peor y mientras lo hacía la manga rota se le enganchó en una de las hojas de una yuca y se le acabó de romper.
—¿Y los otros dos hombres?
—Terminaron la pelea —respondió secamente Valenzuela.
—¿Qué puede decirnos de ellos?
—Como ya dije, pertenecían a grupos sanguíneos diferentes, B y AB, y los dos sangraron considerablemente, sobre todo el del grupo AB.
—¿Sobre el suelo del comedor de los peones?
—Sí, señor.
—¿Se recogieron muestras de sangre del suelo para llevarlas al laboratorio de policía de Sacramento?
—No, señor. Se recogió y se envió al laboratorio un trozo del suelo mismo, porque con ese método el análisis es más preciso.
—Para simplificar las cosas me referiré a cada uno de los tres hombres designándolos por su grupo sanguíneo. ¿De acuerdo, señor Valenzuela?
—Sí, señor.
—Entonces O sería el muchacho moreno que llevaba camisa escocesa azul y verde y que abandonó la pelea después de haber recibido una herida superficial.
—Sí.
—Ahora vamos a ocuparnos de B. ¿Qué sabemos de él?
—En la boca del perro se encontraron rastros de sangre del grupo B.
—¿Se refiere a Maxie, el perro de Robert Osborne?
—Sí.
—Como es muy improbable, si no imposible, que Robert Osborne haya sido atacado por su propio perro, lo primero que sabemos es que B no era Robert Osborne.
—Hay otra prueba en ese sentido.
—¿Cuál es?
—Los fragmentos de tejido, piel y pelo humano que se encontraron en la boca del perro señalaban que B era de piel morena y pelo oscuro, y el señor Osborne no era ninguna de las dos cosas. Además, entre los dientes del perro había un trocito de tela, que era una sarga rústica de algodón azul marino, del tipo que se usa para los vaqueros Levis. Cuando el señor Osborne salió de casa llevaba pantalones de gabardina gris y, en realidad, no tenía ningún Levis, porque la ropa de trabajo que usaba era de telas más ligeras y de color más claro, ya que en el valle hace mucho calor.
—Volviendo un momento al perro, ¿cuándo y dónde lo encontraron?
—Lo encontraron por la mañana del lunes siguiente, el 16 de octubre, cerca del ángulo donde el camino del rancho de los Osborne se une al camino que lleva a la carretera principal. El punto exacto no figura en el mapa que hay sobre el tablero.
—¿En qué circunstancias?
—Algunos chicos del rancho de los Polks, que es vecino del señor Bishop, iban al sitio donde les espera el autobús escolar cuando encontraron el cuerpo del perro debajo de un arbusto de creosota. Le avisaron al conductor del autobús y éste nos llamó.
—¿Se le hizo la autopsia al perro?
—Sí, señor.
—Infórmenos brevemente de los hechos.
—Había fracturas múltiples del cráneo y de las vértebras que señalaban que el perro había sido atropellado y mortalmente herido por un vehículo en movimiento, que podía ser un automóvil.
—O un camión.
—Así que sabemos con seguridad —enumeró Ford consultando otra vez sus notas— que el hombre a quien llamamos B era moreno y de pelo oscuro, que llevaba Levis y que el perro le mordió. ¿Qué más?
—Era el dueño del cuchillo mariposa, o por lo menos fue el que lo usó.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
—La sangre que había en el cuchillo pertenecía al otro hombre, a AB.
—¿Sabe usted quién era el otro hombre?
—Sí, señor. Robert Osborne.
Aunque en la sala no había nadie que no se hubiera imaginado la respuesta, la verbalización del nombre pareció provocar una reacción de sorpresa en el grupo: profundas inhalaciones simultáneas, movimientos súbitos, susurros y cuchicheos.
—Señor Valenzuela, informe al tribunal por qué está tan seguro de que el tercer hombre era Robert Osborne.
—Los fragmentos de cristal que se encontraron en el suelo del comedor de los peones fueron identificados por el oculista doctor Paul Jarrett como pertenecientes a las lentes de contacto que le había recetado a Robert Osborne durante la última semana de mayo de 1967.
—¿El informe del doctor Jarrett consta en acta?
—Sí, señor.
—Sin entrar en detalles técnicos, ¿puede informar al tribunal hasta qué punto se pueden distinguir unas lentes de contacto?
—No son absolutamente únicas como lo son, por ejemplo, las huellas digitales. Pero cada lente tiene que ser adaptada al ojo con tal precisión que es muy improbable que pueda cometerse un error de identificación.
—Ya que ha hablado usted de huellas digitales, señor Valenzuela, sigamos con el tema. Al leer el informe del caso me sorprendió la poca atención que se presta a las huellas digitales. ¿Quiere explicármelo?
—Se tomaron gran cantidad de huellas de las puertas, paredes, mesas, bancos y demás. Ese era el problema. Todo el mundo y alguien más había estado entrando y saliendo en el comedor de los peones —Valenzuela se detuvo un momento con aire culpable, como si hubiera cometido un delito punible al expresarse en un lenguaje no autorizado en los códigos oficiales—. Había demasiadas huellas digitales en el edificio y sus alrededores para que fuera posible clasificarlas y compararlas en forma adecuada.
—Ahora bien, señor Valenzuela, el 8 de noviembre, casi cuatro semanas después de la desaparición de Robert Osborne, arrestaron a un hombre llamado John W. Pomeroy en un bar de Imperial Beach. ¿Cierto?
—Sí, señor.
—¿De qué se le acusaba?
—Embriaguez y desorden.
—Cuando registraron al señor Pomeroy, ¿se encontró entre sus efectos algo vinculado con este caso?
—Sí, señor.
—¿De qué se trataba?
—De una tarjeta de crédito emitida por el Pacific United Bank a nombre de Robert Osborne.
—¿Cómo llegó a poder del señor Pomeroy?
—Dijo que la había encontrado y comprobamos la historia. A comienzos de esa semana se produjo la primera lluvia de la estación en el valle. El río se desbordó, o se hizo ver, que es más exacto, y arrastró cantidad de basuras que se habían ido acumulando durante meses. Pomeroy era un vagabundo de toda la vida y buscar en los montones de basuras era algo así como su segunda naturaleza. Encontró la tarjeta de crédito a unos quinientos metros del rancho de los Osborne, río abajo.
—¿Se puede interrogar al señor Pomeroy sobre este caso?
—No, señor. A la primavera siguiente murió de neumonía en el hospital del Condado.
—Salvo la tarjeta de crédito que se encontró en su poder, ¿hay alguna otra cosa que le relacione con la desaparición de Robert Osborne el trece de octubre?
—No, señor. El trece de octubre Pomeroy estaba en la cárcel de Oakland.
—Presentamos como prueba el objeto número cinco, la tarjeta de crédito emitida a nombre de Robert Osborne por el Pacific United Bank… Hay otro punto que quisiera ver en este momento, señor Valenzuela. Hace un momento usted dijo que la sangre que había en el cuchillo mariposa era del grupo AB negativo, muy poco común y que se encuentra aproximadamente en un cinco por ciento de la población. ¿Pertenecía Robert Osborne a ese cinco por ciento?
—Sí, señor.
—¿Puede usted probarlo?
—En el verano de 1964 el señor Osborne fue sometido a una operación de apendicitis. Se hicieron los exámenes de sangre preparatorios de rutina y los archivos del hospital indican que la sangre de Robert Osborne era AB negativa.
El juez Gallagher había ido hundiéndose más y más en su silla, mientras los brazos cruzados sobre el pecho daban a su vestimenta negra el aspecto de una camisa de fuerza. Durante la mayor parte del tiempo mantenía los ojos cerrados. La luz de la sala de audiencias había sido hábilmente graduada por los expertos: era demasiado brillante para mirarla y demasiado tenue para poder leer.
—No hay jurisprudencia sobre este punto, señor Ford —anunció el juez Gallagher sin abrir los ojos—, pero cuando se trata de establecer la muerte de una persona ausente, es de práctica general incluir una orden de búsqueda diligente.
—A eso iba. Señoría —respondió Ford.
—Muy bien. Adelante.
—Señor Valenzuela, ¿llevó usted a cabo una búsqueda diligente de Robert Osborne?
—Sí, señor.
—¿Qué tiempo abarcó?
—Desde las once de la noche del 13 de octubre de 1967 hasta la mañana del 20 de abril de 1968, en que presenté mi renuncia en comisaría.
—¿Y el área cubierta?
—¿Por mí personalmente, o por todos los que estuvieron relacionados con el caso?
—Toda el área cubierta durante la investigación.
—Los detalles están en mi informe. Pero puedo resumir diciendo que la búsqueda del señor Osborne y la búsqueda de los peones desaparecidos terminaron por ser lo mismo. La investigación se extendió desde el rancho de los Osborne a todos los grandes centros agrícolas de California donde se trabaja con mano de obra eventual; abarcamos los valles de Sacramento y San Joaquín y el Valle Imperial, algunos sectores de diversos condados, como San Luis Obispo, Santa Bárbara y Ventura. Fuera del Estado se incluyeron lugares que habían servido como centros de recepción durante el programa de braceros, como Nogales, en Arizona, y El Paso, Hidalgo y Eagle Pass, en Texas.
—¿Hubo alguna parte concreta de la investigación de la cual fuera usted personalmente responsable?
—Comprobé los nombres y direcciones que le habían dado al señor Estivar los hombres que llegaron al rancho de los Osborne durante la última semana de septiembre.
—¿Tiene usted consigo una lista de esos nombres y direcciones?
—Sí, señor.
—¿Quiere leerla en voz alta?
—Valerio Pinedo, Guaymas;
Osvaldo Rojas, Saltillo;
Salvador Mayo, Camargo;
Víctor Ontiveras, Chihuahua;
Silvio Placencia, Hermosillo;
Hilario Robles, Tepic;
Jesús Rivera, Ciudad Juárez;
Isidro Molina, Fresnillo;
Emilio Olivas, Guadalajara;
Raúl Gutiérrez, Navojoa.
Se produjo una breve pausa mientras el taquígrafo del tribunal comprobaba con Valenzuela la ortografía de algunos nombres. Luego Ford prosiguió:
—¿No había en la lista nada que le llamara la atención desde el primer momento?
—Sí, señor.
—Explíqueselo al tribunal.
—Bueno, los mejicanos dan mucha importancia a la familia y me pareció raro que no hubiera dos hombres del mismo apellido o siquiera que vinieran del mismo pueblo. Viajaban juntos en un solo camión y, sin embargo, venían de lugares tan alejados como Ciudad Juárez y Guadalajara, que están casi a mil doscientos kilómetros. Lo primero que pensé fue cómo había llegado a formarse un grupo tan heterogéneo, y además cómo era posible que el camión en que viajaban recorriera semejantes distancias. Desde Ciudad Juárez al rancho de los Osborne, por ejemplo, hay cerca de quinientos kilómetros. Varias personas me dijeron que el camión era un viejo G.M., y esta mañana el señor Estivar declaró que quemaba tanto aceite que parecía una chimenea.
—Al ver la lista, ¿le pareció a usted inmediatamente que algo no iba bien?
—Sí, señor. Normalmente un grupo así, de diez hombres, estaría formado por dos o tres familias, todas de la misma zona, y probablemente próximas a la frontera.
—Así que cuando usted pasó a Méjico para encontrar a los hombres que habían desaparecido, ¿sospechaba que los nombres y direcciones que le habían dado al señor Estivar eran falsos y que viajaban con documentación igualmente falsa?
—Sí, señor.
—Y pese a eso, ¿llevó a cabo una búsqueda diligente en todas esas zonas?
—Eso mismo.
—¿Sin encontrar rastros de Robert Osborne ni de los hombres que habían trabajado en el rancho de los Osborne?
—Ninguno.
—Durante ese tiempo hubo otras comisarías de policía del sudeste del país que se unieron a la búsqueda y se hicieron circular boletines por todo el territorio.
—Sí, señor.
—A fines de noviembre, la madre de Robert Osborne ofreció una recompensa de diez mil dólares por cualquier informe que hiciera referencia a su hijo, vivo o muerto.
—De eso sabe usted más que yo, señor Ford.
—Señoría —explicó—, esa recompensa fue ofrecida por mediación de mi oficina a petición de la señora Osborne. Se le dio publicidad en edificios públicos y se pusieron anuncios en dos idiomas en los periódicos de este país y de Méjico. También se informó abundantemente por radio y TV, sobre todo en la zona de Tijuana y San Diego. Alquilé un apartado de correos para recibir la correspondencia e hice instalar un teléfono especial en mi oficina para atender las llamadas. La recompensa despertó mucho interés, como suele pasar cuando son diez mil dólares. Recibimos cantidad de cartas y llamadas en broma, un par de falsas confesiones, informaciones anónimas, cartas astrológicas, ideas sobre cómo gastar mejor el dinero y algunas enseñanzas. Hasta apareció en el estudio una mujer que llevaba en el bolso una bola de cristal. Como ni de la bola de cristal ni de ninguna otra fuente se obtuvo información útil, aconsejé a la señora Osborne que retirara la oferta y se cancelaron los avisos y anuncios.
El juez abrió los ojos y dirigió a Valenzuela una mirada breve y penetrante.
—Por lo que veo, señor Valenzuela, desde el 13 de octubre, fecha de la desaparición de Robert Osborne, hasta el 20 de abril en que usted presentó su renuncia en la oficina del comisario, se dedicó con intensidad a tratar de localizar a Robert Osborne y a los hombres supuestamente responsables de su desaparición.
—Sí, Señoría.
—Aparentemente eso constituye una búsqueda diligente por su parte.
—Intervinieron muchas otras personas, y algunas siguen en eso. Un caso así nunca se cierra oficialmente, aunque a los agentes se les hayan asignado otras tareas.
—Creo que es legítimo que le pregunte si su renuncia se debió en parte a la imposibilidad de localizar al señor Osborne y a los desaparecidos.
—No, Señoría. Tenía razones personales. —Valenzuela se frotó la mandíbula como si hubiera empezado a dolerle—. Claro que a nadie le gusta fracasar, y si hubiera encontrado lo que estaba buscando, tal vez habría vacilado antes de coger otro trabajo.
—Gracias, señor Valenzuela —el juez Gallagher se recostó en su silla y volvió a cruzar los brazos sobre el pecho—. Puede continuar, señor Ford.
—La búsqueda diligente, ¿ha sido probada a satisfacción de Su Señoría?
—Naturalmente, naturalmente.
—Pues bien, señor Valenzuela, durante los seis meses en que estuvo trabajando en el caso usted debió llegar a alguna conclusión respecto de lo que pasó con los diez hombres que desaparecieron.
—En mi opinión, no cabe duda de que cruzaron la frontera, probablemente antes de que llegaran a echarles de menos en el rancho y antes de que la policía supiera que se había cometido un crimen. Tenían un camión y documentos. Una vez que hubieran regresado a su país estaban a salvo.
—¿Cómo a salvo?
—Vamos a expresarlo en cifras —aclaró Valenzuela—. En aquel momento Tijuana tenía una población que superaba los doscientos mil habitantes y una fuerza de policía que sólo contaba con dieciocho coches patrulla.
—A todos los vehículos los detienen en la frontera, ¿no es así?
—Dicen que la frontera entre Tijuana y San Diego es la que tiene más movimiento del mundo y que la atraviesan unos veinte millones de personas al año. Eso da un promedio de cincuenta y cuatro mil al día, pero en realidad el tránsito de entre semana es mucho menor y el de los fines de semana más intenso. Entre el viernes por la tarde y el domingo por la noche pasan entre los dos países unas trescientas mil personas o más. Ya la cantidad presenta por sí sola un grave problema para los organismos que controlan la aplicación de las leyes, pero hay otros factores también. Las leyes mejicanas difieren de las de Estados Unidos, en muchas zonas su aplicación no es rigurosa, el soborno de funcionarios es práctica generalizada, los policías son escasos y por lo común no están bien instruidos.
—¿Qué posibilidades calculó usted que tenía de localizar a los hombres desaparecidos una vez que hubieran cruzado la frontera para dirigirse a su país?
—Cuando empecé creí que tenía alguna posibilidad, pero a medida que el tiempo pasaba se fue haciendo evidente que no había ninguna. Ya le expliqué las razones: corrupción generalizada, exceso de viajeros y déficit de personal en la frontera, falta de instrucción, disciplina y moral entre los oficiales de policía mejicanos. Decirlo no me va a hacer muy popular entre cierta gente, pero los hechos son los hechos. No estoy inventando nada para justificar el hecho de que haya fracasado en este caso.
—Su sinceridad es de apreciar, señor Valenzuela.
—No todos piensan lo mismo.
La sonrisa de Valenzuela apareció y se esfumó con tal rapidez que Ford no estaba seguro de haberla visto, y de ninguna manera seguro de que hubiera sido una sonrisa. Tal vez no había sido más que una mueca que traducía una punzada de dolor en el estómago, en la cabeza o en la conciencia.
—Hay otro punto que me interesa, señor Valenzuela. Se habló mucho de la sangre que se encontró en el suelo del comedor de los peones. Entre el comedor y el cobertizo hay una superficie cubierta de hierba. ¿Se encontró sangre allí?
—No, señor.
—¿Y en las proximidades?
—No, señor.
—¿Y en el cobertizo?
—El cobertizo era un caos, como se ve bien en las fotografías del archivo, pero no había manchas de sangre.
—¿Fue posible establecer si habían sacado algo del cobertizo?
—Esa noche, no. Al día siguiente se realizó una cuidadosa búsqueda en presencia del señor Estivar y se descubrió que de una de las literas faltaban tres mantas, una de franela rayada que parecía más bien una sábana grande y dos de lana, excedentes del Ejército.
—¿Relacionó usted el hecho de que no se encontraran manchas de sangre fuera del comedor de los peones con el hecho de que faltaran tres mantas en el cobertizo?
—Sí, señor. Parecía razonable suponer que el cuerpo del señor Osborne había sido envuelto en las mantas antes de que lo sacaran del comedor de los peones.
—¿Y por qué tres mantas? ¿Por qué no dos, o una?
—Una o dos probablemente no habrían bastado —explicó Valenzuela—. Un hombre joven, de la talla y el peso del señor Osborne, tiene entre seis y medio y siete litros de sangre. Aunque se hubieran encontrado dos litros en el suelo del comedor de los peones, quedaba bastante como para crearles muchas complicaciones a los otros hombres.
—¿Se refiere a los otros dos hombres que intervinieron en la pelea?
—Sí, señor. A O, que abandonó la pelea al comienzo, y a B, que perdió una buena cantidad de sangre.
—Usted demostró antes que ambos eran hombres pequeños.
—Sí, señor.
—¿Conocía usted personalmente a Robert Osborne, señor Valenzuela?
—Sí, señor.
—¿Cómo describiría su físico?
—Era alto, y sin ser pesado era musculoso y fuerte.
—¿Es posible que dos hombres pequeños, los dos heridos y uno de ellos de bastante gravedad, hayan podido envolver en mantas el cuerpo del señor Osborne para transportarlo a un vehículo?
—No puedo dar una respuesta definitiva. A veces la gente en circunstancias especiales puede hacer cosas que de ordinario les sería imposible realizar.
—Dado que no puede dar una respuesta definitiva, tal vez pueda decir su opinión al tribunal.
—Mi opinión es que O, el hombre que estaba levemente herido, fue a pedir ayuda a sus amigos.
—¿Y la consiguió?
—La consiguió.
—Señor Valenzuela, en la jurisprudencia californiana se sostiene que cuando la ausencia debida a cualquier otra causa que no sea la muerte es incompatible con la naturaleza del ausente, y los hechos señalan la razonable conclusión de que la muerte se ha producido, el tribunal está justificado al considerar la muerte como un hecho. Sin embargo, si en el momento en que se la vio por última vez, una persona está huyendo de la justicia o se encuentra en bancarrota, o si por cualquier otra causa fuera improbable que se tuvieran noticias de ella aun cuando estuviera viva, entonces no se llegaría a la inferencia de la muerte. Está claro, ¿no es así?
—Sí, señor.
—Pues bien, como abogado del señor Osborne puedo atestiguar que no se encontraba en bancarrota. ¿Era un fugitivo de la justicia, señor Valenzuela?
—No, señor.
—¿Había, que usted sepa, alguna otra causa o causas capaces de impedir que el señor Osborne se pusiera en contacto con sus familiares y amigos?
—No, que yo sepa, no.
—¿Se le ocurre a usted alguna razón por la cual no se deba llegar a la inferencia de la muerte?
—No, señor.
—Gracias, señor Valenzuela. No tengo más preguntas que hacerle.
Mientras Valenzuela abandonaba el sitio de los testigos, el empleado del tribunal se puso de pie para anunciar el habitual descanso vespertino de quince minutos. Ford pidió que se ampliara a media hora para darle tiempo a preparar su resumen, lo que le fue concedido después de algunas discusiones.
El ujier volvió a abrir las puertas. Se sentía cansado y aburrido. Los muertos le llevaban demasiado tiempo.