17

DEVON NO VIO a Estivar hasta última hora de la tarde.

Estaba en la cocina ayudando a Dulzura a preparar la cena cuando, al mirar por la ventana, vio a un hombre que atravesaba a pie un campo de tomates. Según se acercaba, los pájaros se elevaban en el aire como hojas llevadas por el viento y volvían a posarse revoloteando cuando había pasado. Aunque el hombre estaba demasiado lejos para reconocerle a simple vista, Devon sabía que debía ser Estivar porque era el único en el rancho que caminaba. Todos los demás cogían algún vehículo, cualquier cosa que tuviera ruedas, aunque sólo tuvieran que andar cien metros y sin carga alguna.

Tan pronto como Devon salió por la puerta del fondo se sintió atrapada entre el calor del sol y el que se levantaba de la tierra. Era como si dos ráfagas de fuego simultáneas la atacaran desde arriba y desde abajo, y durante un minuto la joven se quedó inmóvil, con el aliento detenido en la garganta. Después se echó a andar hacia el campo de tomates, protegiéndose los ojos con la mano. Ya se habían cosechado, pero algunos tomates calcinados por el sol colgaban todavía de los tallos, como globos rojos llenos de agua.

Estivar vio acercarse a Devon y, quitándose el sombrero, la esperó. Los pájaros pasaban velozmente junto a él, sin miedo, como si supieran que no era más que un espantapájaros.

—¿Ha terminado su trabajo de hoy? —le preguntó Devon.

—Sí, señora Osborne.

—Tal vez quiera venir hasta casa a tomar un vaso de cerveza o de té helado.

—¿Ha ocurrido algo?

—No. Sólo quería hacerle una pregunta.

—¿Sobre qué?

—Sobre uno de los vehículos.

—Muy bien.

Comenzaron a andar, uno tras otro, entre las hileras de plantas moribundas que seguían oliendo a fecundidad y frescura. Cuando entraron en casa, Estivar se quedó de pie junto a la puerta, retorciendo entre las manos su polvoriento sombrero de paja y desplazando el peso del cuerpo de uno a otro pie. Había estado en esa casa centenares de veces, pero así y todo tenía el aspecto de un extraño que hubiera entrado por error y quisiera escapar.

—Pase y siéntese —le invitó Devon—. Le serviré un trago.

—Gracias, señora, no tengo sed. ¿Cuál de los vehículos?

—La vieja camioneta roja que mencionó Jaime ayer al declarar. Dijo que ya no está en el garaje.

—No.

—¿Qué fue lo que le pasó?

—Se…, me parece que se estropeó.

—¿Quién la estropeó?

—No sé. Tal vez uno de mis hijos. Siempre tienen prisa.

—Pero creo que los vehículos del rancho están asegurados.

—Sí.

—¿Entonces se da parte cuando alguno se estropea?

—Sí.

—¿Y debe quedar constancia de esos partes?

—Claro que sí. ¿Por qué me hace esas preguntas?

—El juez Gallagher llamó al señor Ford para verificar algunos puntos que se plantearon durante la audiencia, y quería saber qué pasó con esa camioneta.

—Ya veo —sea lo que fuere lo que Estivar veía, le hacía daño a los ojos, y se frotó con el dorso de la mano—. La camioneta… no tuvo nada que ver con la desaparición del señor Osborne. Desapareció antes que él.

—Hace un momento parecía que supiera muy poco de eso. ¿Cómo puede estar tan seguro ahora?

—Estoy seguro.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Se la llevó Felipe cuando se fue del rancho. Tenía que irse rápidamente porque le perseguían.

—¿Quiénes?

—La muchacha, Carla López. Estaba embarazada y echó la culpa a Felipe. No hacía más que amenazarle con que si no se casaba con ella iba a mandar a sus hermanos a que le dieran una paliza. Es una muchacha de vida relajada y no podía permitir que obligaran a mi hijo a casarse con ella cuando lo más posible era que no tuviera nada que ver con el embarazo. No tenía más que dieciocho años, era demasiado joven para atarse con una familia y sin futuro. Le dije que se llevara la camioneta y se fuera muy rápido. Era una camioneta vieja y de muy poco valor. No pensé que la echaran de menos.

Un rayo de sol, largo y oblicuo, entraba por la banderola que había sobre la puerta. En su interior se movían, avanzando y retrocediendo como una escena en miniatura de una multitud enfocada por un reflector, mil partículas de polvo. Estivar cambió ligeramente de posición, de modo que el dardo de sol le daba sobre un lado de la cara y los hombrecillos de polvo se arremolinaban alrededor del ojo y del oído izquierdos y saltaban a través de los surcos que se veían en sus mejillas.

—Si quiere decir que fue un robo…

—No, claro que no.

—… diga que lo cometí yo, no Felipe. Yo hubiera robado mucho más que una camioneta para librarlo de esa muchacha.

—Creo que ahora Carla se ha ido a Seattle, para buscarlo.

—No lo encontrará.

—Parece muy decidida.

—No importa. Felipe no está allí, ni ha estado nunca. De vez en cuando yo inventaba las cartas, por la madre y por Jaime… No, claro que no lo encontrará —repitió Estivar, pero en su voz había un eco de tristeza, casi como si deseara que Felipe se hubiera quedado, se hubiera casado con la muchacha y hubiera vivido feliz desde entonces.

Eran casi las ocho cuando Devon vio salir del garaje el jeep de Estivar, perforando la oscuridad con sus focos.

El café estaba en la calle principal de Boca del Río, y un pequeño letrero de neón rosa anunciaba que se llamaba Disco. El propietario era un escocés de apellido MacDougall, pero los mejicanos habían empezado a llamarlo Disco cuando hizo instalar un tocadiscos automático, y él había aceptado el apodo por simpatía con la gente que se lo imponía.

Cuando Estivar llegó el café estaba vacío, salvo el propio Disco, tres hombres y una pareja de adolescentes que compartían un bote de chile en un extremo del mostrador. Estivar se sentó al otro extremo, moviéndose tan lenta y cautelosamente como si sospechara que el lugar estuviera lleno de trampas.

—¿Qué quiere? —preguntó Disco.

—Café y un buñuelo.

—¿Con o sin azúcar?

—Con.

El buñuelo, servido sobre una servilleta de papel, estaba rancio y el café sabía a achicoria. Después de probar los dos, Estivar comenzó:

—Ando buscando a Ernest Valenzuela. Alguien me dijo que es parroquiano de aquí.

—Así es.

—Quería encontrarle para una póliza de seguros.

—Llega tarde. Esta mañana ha salido de la ciudad, y por lo que he oído decir, es posible que no vuelva. Anduvo hablando de irse a alguna parte para empezar de nuevo, pero estaba atado mientras no se resolviera el caso Osborne. Él era el testigo principal. Supo ser policía, no sé si usted lo sabe.

—Sí.

—Oiga, usted me resulta conocido —enunció Disco, inclinándose por encima del mostrador—. ¿No nos habremos encontrado en alguna parte, hace tiempo tal vez?

—No creo. Me llamo Estivar.

—Unos muchachos de apellido Estivar solían venir bastante por aquí; trabajaban en el rancho de Osborne. ¿Son algo de usted?

—Mis hijos.

—Ah —Disco lo pensó un momento y después agregó—: Buenos muchachos.

—Sí.

—Uno de ellos era bastante camorrista…, Felipe. Le gustaba pelear con los hermanos López. Salían por la puerta de atrás y se mataban entre ellos. Todo eso era más o menos una broma, cosa de muchachos, hasta que Luis López empezó a andar con cuchillo. Entonces la cosa se puso seria.

—¿Qué clase de cuchillo?

—Uno de fantasía, hecho en Filipinas, que le llamaban cuchillo mariposa. Se lo conté a Valenzuela, pero me dijo que no pensara más en eso, así que me olvidé del asunto. En un negocio como éste uno aprende a olvidarse y recordar cuando hace falta.

Estivar dio un mordisco al buñuelo, que sentía áspero entre los dientes como si los granos de azúcar estuvieran convirtiéndose en arena.

—Y fíjese —continuó Disco— que ahora es un buen momento para recordar. El caso Osborne se ha cerrado y Valenzuela se ha ido del pueblo. De pronto me parece que se me aclarará la cabeza, ¿me entiende?

—Creo que sí.

—No es que haya tenido nunca información importante sobre el caso Osborne, apenas algunas cositas. Por ejemplo la noche que mataron a Osborne, Luis López estuvo aquí, y llevaba encima un cuchillo mariposa. Claro que eso no significa que fuera el cuchillo. Y aunque fuera el cuchillo… bueno, alguien pudo habérselo quitado. Era viernes, y el viernes es una noche importante en Boca del Río. Aquí hubo montones de gente, entre ellos su hijo Felipe.

—Se equivoca. Felipe no.

—Estoy seguro.

—Felipe ni siquiera estaba cerca de aquí en ese momento. Hacía tres semanas que se había ido del rancho.

—Volvió.

—No. Se fue a Seattle y estaba en Seattle trabajando en una fábrica de aviones. Nos escribía. Pregúnteselo a cualquiera de mi familia si no escribía.

—Estaba aquí, señor Estivar, tan seguro como que usted está aquí en este momento. Me dijo que se había quedado sin dinero y que iba al rancho para que usted le diera algo, tan pronto como consiguiera quien lo llevara. No sé qué sucedió después.

—Nada —reiteró Estivar—. Nada.

—Todo lo que sé es que pasó Luis López y cuando miró por la ventana y vio a Felipe sentado aquí al mostrador, entró y empezó a discutir con él por su hermana Carla. En seguida se empezaron a pelear de veras y a Luis le sangraba la nariz cuando les saqué a los dos a patadas a la calle.

Estivar se quedó mirando la taza vacía. No podía recordar que hubiera bebido el café o hubiera comido el buñuelo, pero los dos habían desaparecido y en mitad del pecho se le estaba formando un montón de plomo. A Luis le sangraba la nariz. Ahora sabía de dónde había salido la sangre del grupo O que en opinión de Ford indicaba la presencia de un tercer hombre. Esa noche no había habido tres hombres en el comedor de los peones. Sólo había dos… Robert Osborne y Felipe.

—No es que tenga ninguna importancia —prosiguió Disco—, ya que el caso Osborne se ha cerrado y Valenzuela ya no anda por aquí, ni siquiera sigue siendo policía. Pero me imagino que, si sucedió, puede haber sucedido entonces. No es más que una teoría, quiero decir.

—¿Qué?

—Luis sacó el cuchillo, y Felipe se lo quitó.

—No —dijo Estivar—. No.

Pero ahora estaba seguro de que era cierto y de que Valenzuela no había dicho una palabra del cuchillo porque creía que estaba protegiendo al hermano de Carla. En cambio, había protegido a Felipe. Cuando Valenzuela volvió y descubrió la verdad, habría enloquecido de furia. Había salido en busca de Felipe y lo iba a encontrar. Por algo había sido policía; conocía todas las esquinas, los rincones, los escondrijos…, los bares y las callejas de Los Ángeles, los prostíbulos de Tijuana, los garitos de Mejicali, las fondas bullentes de moscas de El Paso.

No había ningún lugar donde Felipe pudiera estar seguro.