7
A LA HORA DE COMER, el éxodo de la sala de audiencias fue más rápido y más completo que en el descanso de la mañana. Devon esperó hasta que no quedó más que el ujier, que la miró con curiosidad.
—Esta sala se cierra a mediodía, señora.
—Está bien, gracias.
—Si no se siente bien, hay un cuarto de descanso para señoras en el sótano y allí puede conseguir café y cosas parecidas.
—Estoy bien —le aseguró Devon.
Agnes Osborne, más fatigada que hambrienta, había vuelto a su apartamento a descansar. Al no estar ella por medio, Devon pensó que Leo podría estar esperándola en la galería para comer juntos, pero no había ni rastro de él. La galería estaba desierta, salvo una pareja de turistas que tomaban fotos de una de las ventanas enrejadas; en un hueco que había más allá de la hilera de cabinas telefónicas estaba Valenzuela, el expolicía, hablando con una mejicana baja y fornida que sostenía un niño con el brazo izquierdo. La criatura tenía un chupete en la boca y observaba a Valenzuela con distraído interés.
Después de haberse mostrado apuesto y elegante por la mañana temprano, Valenzuela empezaba a mostrar los efectos del calor y la tensión. Se había quitado la chaqueta y la corbata y, bajo los brazos, su camisa a rayas mostraba oscuros semicírculos, como la mancha de una secreta culpa. Cuando Devon pasó a su lado, le saludó con la cabeza, sin hablar. Entre ellos estaba todo dicho:
«—Hice lo que pude, señora Osborne. Recorrí los campos, dragué el estanque, busqué de un lado a otro en el lecho del río. Pero hay cien campos más, y una docena de estanques, y el lecho del río tiene kilómetros y kilómetros.
»—Tiene que intentarlo otra vez, haga la prueba.
»—No servirá de nada. Creo que se lo llevaron a Méjico».
A la primavera siguiente, Valenzuela llamó por teléfono a Devon y le dijo que había dejado de trabajar en la oficina del comisario y que estaba haciendo seguros. Le preguntó si quería hacerse alguno, y ella, muy cortésmente, se negó…
A unas pocas manzanas del tribunal encontró un pequeño puesto donde vendían hamburguesas. Se sentó en una mesa algo más grande que un pañuelo y pidió una hamburguesa con patatas fritas. El olor de la grasa rancia, la botella de ketchup llena de espesos chorretones, el tenue bistec de carne picada, idéntico a los que había comido en Filadelfia, Boston o Haven, todo era tan normal y familiar que Devon se sintió como una muchacha cualquiera que almuerza en un puesto de venta de hamburguesas, sin tener nada que ver con jueces ni ujieres, y comió lentamente para prolongar su papel de muchacha normal.
Después del almuerzo, de mala gana, echó a andar hacia la sala de audiencias, deteniéndose de vez en cuando para mirar el mar. «Creo que se lo llevaron a Méjico», había dicho Valenzuela. «O quizá lo arrojaron al mar y una marea alta lo devolverá». Cien mareas subieron y bajaron antes de que Devon dejara de esperar, y su suegra esperaba todavía. Devon sabía que la anciana llevaba en el bolso una tabla de mareas, que aún seguía andando kilómetros y kilómetros por la playa todas las semanas, atenta a cada mancha que se veía en el agua y que resultaba ser una boya, un ave marina o algún trozo de madera flotante. «En agua salada y con este frío pueden pasar una o dos semanas hasta que se formen en los tejidos los gases que llevan un cuerpo a la superficie». La primera semana pasó, pasó la segunda y pasaron cincuenta más. «No todo lo que va a parar al mar vuelve a salir, señora Osborne». Cada marea llevaba a la costa mil cosas flotantes y las extendía sobre la playa: maderas, medusas, huevos de tiburón, colimbos, cormoranes y aves con las plumas pegoteadas de petróleo, nasas de langostas, botellas de plástico, zapatos, prendas de vestir… Cada fragmento de tela y cada zapato había sido recogido y llevado a una habitación del sótano del departamento del comisario para secarlo y examinarlo. Nada pertenecía a Robert.
Devon se apartó del mar y apretó el paso. En ese momento descubrió a Estivar, sentado en un banco de la parada del autobús, bajo un álamo plateado. Al más leve movimiento del aire los discos plateados de las hojas se movían y saltaban, y su rápido desplazamiento alteraba luces y sombras, de modo que desde cierta distancia el rostro de Estivar parecía muy animado. Al acercarse, Devon vio que en realidad no era más animado que el banco de cemento. El hombre se levantó lentamente cuando ella se aproximó, como si lamentara verla.
—¿No ha ido a comer, Estivar? —preguntó Devon.
—Más tarde. Los demás querían hacer una comida campestre en el zoológico y me dejaron un bocadillo y un aguacate. ¿Quiere sentarse, señora Osborne?
—Sí, gracias —al sentarse, Devon pensó si el banco estaría hecho de cemento porque era un material duradero o porque su áspera frialdad desalentaría a cualquiera que quisiera quedarse allí demasiado tiempo—. ¿No le gusta el zoológico?
—Lo que está vivo no debe estar enjaulado. Prefiero mirar el mar. Toda esa agua, imagínese lo que podríamos hacer en el rancho con toda esa agua… ¿Dónde está la señora mayor?
—Se fue a su casa a descansar un rato.
—Sé que se molestó por algunas de las cosas que declaré esta mañana. Pero no tenía más remedio, porque son la verdad y estaba bajo juramento. ¿Qué esperaba? Tal vez alguna de esas bonitas mentiras en las que ella cree.
—No tiene que ser tan duro con ella, Estivar.
—¿Por qué? Ella es dura conmigo. En el descanso de la mañana la oí hablar con el abogado. Desde el otro lado oí que pronunciaba mi nombre como si fuera una palabra fea. ¿Qué tiene contra mí? Bien que me ocupé de hacer funcionar el rancho cuando su hijo era demasiado pequeño para poder ayudar y su marido demasiado… —Estivar retuvo bruscamente el aliento, como alguien a quien le han dado un codazo de advertencia en el estómago.
—¿Demasiado qué?
—Está muerto, ya no importa.
—A mí me importa.
—Pensé que a estas alturas lo habría descubierto sola.
—Lo único que sé es que murió en un accidente.
—Ese fue el veredicto.
—¿Y no está de acuerdo?
—Si uno anda buscándose los accidentes y provocándolos, ya no se les puede llamar accidentes. El «accidente» del señor Osborne sucedió antes de las diez de la mañana y ya había bebido bastante aguardiente como para paralizar a cualquiera —Estivar separó las manos con un gesto de desaliento—. No fue mala suerte que se matara cuando apenas tenía cuarenta y tres años, fue buena suerte que consiguiera vivir hasta entonces.
—¿Desde cuándo era alcohólico?
—No estoy seguro. Entre los dos se las arreglaron para mantenerlo en secreto durante muchos años, pero finalmente llegó a tal punto que cuando se contrataba una nueva cuadrilla les bastaba mirarlo para tildarlo de borrachín.
—¿Por eso de pequeño Robert pasaba tanto tiempo con usted?
—Sí. Solía venirse a mi casa cuando las cosas se ponían demasiado mal. No iba a declarar nada de eso como testigo, pero la semana pasada se lo conté al señor Ford. Me estuvo preguntando cantidad de cosas sobre los Osborne y tuve que decirle la verdad. Sé que ella jamás lo haría, jamás se lo contó a nadie. Era como si jugara un juego. Si el señor Osborne estaba demasiado bebido para ir a trabajar, ella decía que tenía gripe, o dolor de cabeza, o que le dolía la espalda, o las muelas. Una vez que hubo que llevarlo desde el campo, helado y apestando a whisky, ella pretendía que tenía una insolación, aunque era un día de invierno con un sol paliducho y frío. Ella pagaba a mi hijo, Rufo, para que se llevara las botellas vacías todas las semanas, pero así y todo era incapaz de admitir la verdad —Estivar levantó la cabeza y miró con aire ceñudo las redondas hojas plateadas, como si fueran los dólares que le habían pagado a Rufo para que se deshiciera de las botellas—. Todo ese asunto del encubrimiento era una estupidez, pero uno no podía dejar de admirarla por la seriedad con que se lo tomaba y las agallas que tenía, especialmente cuando él se ponía pendenciero.
—¿Y cómo le manejaba ella entonces?
—Intentó muchísimas cosas, lo mismo que cualquier mujer casada con un borracho, pero finalmente llegó a una rutina. De un modo o de otro se lo llevaba al salón, cerraba las puertas y ventanas y corría las cortinas. Entonces empezaba la discusión, y si las voces subían demasiado se sentaba al piano y empezaba a tocar, para cubrirlas, una pieza con acordes muy sonoros, como la «Marcha del torero». Así como no podía admitir que él bebía, tampoco podía admitir que se peleaban. Claro que todo el mundo se daba cuenta. Hasta los hombres que trabajaban en las inmediaciones, cuando oían el piano, se miraban y se reían.
—¿Y Robert?
—Muchas discusiones eran sobre él y cómo había que educarlo, con qué disciplina y todo eso. Pero aunque el chico jamás hubiera nacido habrían discutido igual. No era más que una percha que les servía para colgarle cosas. Cuando fue mayor, a los diez u once años, traté de explicárselo. Le dije que no era la causa del problema y no podía resolverlo, de modo que lo mejor que podía hacer era aprender a vivir con él.
—¿Y cómo podía entender semejante cosa un chico de diez años?
—Creo que lo entendió. De todos modos, solía aparecer por mi casa cuando sentía que se acercaba una tormenta. A veces no se daba cuenta a tiempo y se encontraba atrapado entre los dos. Un día oí que la música del piano empezaba muy, muy fuerte y esperé que Robbie viniera, hasta que al fin me fui hasta la casa para ver qué era lo que pasaba. Ella se había olvidado de correr las cortinas de una de las ventanas laterales y pude verlos a los tres en el cuarto. Ella estaba sentada al piano, con Robbie a su lado en la banqueta, con aspecto de sentirse mal y muy asustado. El señor Osborne estaba erguido ante la chimenea y las venas del cuello se le notaban como si fueran cuerdas. Él movía la boca y ella también, pero todo lo que se oía era el «bang, bang, bang» de ese piano, tan fuerte como para despertar a un muerto. «Adelante, soldados cristianos».
—¿Cómo dice?
—Es lo que ella tocaba y tocaba sin parar, «Adelante, soldados cristianos». Ahora parece cómico que usara ese himno, pero le aseguro que entonces no era nada cómico. La pelea era igual que todas las demás, larga, mezquina, a muerte, de ese tipo en que nadie puede ganar y todo el mundo pierde, especialmente los inocentes. Quería sacar a Robbie de ese cuarto y de esa casa, hasta que las cosas se tranquilizaran, así que entré y empecé a golpear con todas mis fuerzas sobre la puerta del salón. Más o menos un minuto después el piano se calló y la señora Osborne abrió la puerta. «Ah, Estivar», dijo, «teníamos un pequeño concierto». Le pregunté si Robbie podía venir a ayudar a mi hijo Cruz a hacer los deberes, y ella respondió que sí, que de todos modos no creía que a Robbie le interesara mucho la música… A veces, cuando me despierto por la noche juraría que oigo el sonido de ese piano, aunque ya no está allí y yo mismo ayudé a los de la mudanza a sacarlo de la casa.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Nadie más se lo va a contar y es hora de que lo sepa.
—Pero yo no quería saberlo.
—Señora, usted quería saber mucho más de lo que quería contarle, y especialmente hoy. Pero ¿quién sabe? Tal vez no tenga otra oportunidad de hablarle de esta manera.
—Lo dice como si fuera a suceder algo.
—Siempre sucede algo.
—El rancho seguirá siendo el mismo —aseguró Devon—. Y usted seguirá siendo el capataz. No pienso cambiar nada.
—La vida es algo que le pasa a uno mientras piensa hacer otras cosas. Lo leí en alguna parte, y es como la música del piano, no se me va de la cabeza.
Toda la vida de Robbie estaba programada: el instituto, la universidad, una profesión. Y después el padre se cae de un tractor y las cosas cambian antes de haber podido siquiera empezar.
El silencio se instaló entre los dos, subrayado por todos los ruidos que les rodeaban: el rugido de los aviones que aterrizaban y despegaban en el aeropuerto Lindbergh y en el aeropuerto militar, al otro lado de la bahía. En la cima de una palmera próxima, un sinsonte había empezado a cantar. Octubre no era época para cantar, pero de todos modos el pájaro cantaba con estridente placer, y el rostro de Estivar se suavizó al oírlo.
—Escuche el sinsonte —dijo.
—¿Por qué canta ahora? —preguntó Devon.
—Porque quiere. Para un pájaro es razón suficiente.
—Tal vez piense que es primavera.
—Tal vez.
—Qué suerte tiene.
Una campana empezó a dar el primer cuarto de hora, y Estivar se levantó apresuradamente.
—Es hora de que vaya a buscar a mi familia.
—Pero no se ha comido el bocadillo.
—Me lo comeré en el jeep.
Devon también se levantó. Tenía calor y sentía los ojos secos y cansados, como si hubieran visto demasiadas cosas muy rápidamente y necesitaran descansar en algún lugar tranquilo y sombreado.
—Lamento haber tenido que decirle cosas que no quería saber —se disculpó Estivar.
—Usted tiene razón. Necesito toda la información posible para pensar algo sensato.
La vida, señora Osborne, es lo que le pasa a uno mientras está pensando en hacer otras cosas.
Devon echó a andar lentamente hacia la sala de audiencias, como si al retrasar su regreso pudiera retrasar el proceso y el veredicto. No dudaba de cuál sería el veredicto. Robert, que había muerto una docena de veces ahogado por la melodía de «Adelante, soldados cristianos» y la «Marcha del torero», moriría esta vez ahogado por el murmullo neutro y anónimo de la sala y los esfuerzos del juez por silenciarlo.