14

MIENTRAS VOLVÍAN A CASA, agotado por sus contiendas mentales con la ley y su inesperada victoria, Lum Wing se quedó dormido en la parte posterior del jeep.

El día había tenido efectos opuestos sobre Jaime, que estaba inquieto y excitado. En su cara se veían aparecer y desaparecer, como señales de advertencia que se encendieran y apagaran continuamente, manchas de un color rojo brillante. Cuando se encontraba entre su familia y sus amigos, solía aparentar calma y limitar sus reacciones a una mirada fija e inexpresiva, un alusivo encogimiento de hombros o algún movimiento de cabeza apenas perceptible. Ahora, repentinamente, necesitaba hablar, hablar mucho y con cualquiera. Pero no había nadie más que Dulzura disponible, enorme y silenciosa en el asiento que estaba junto a él. En el asiento de delante hablaban mucho, en tono bajo y que no sonaba a pelea, pero Jaime sabía que en realidad se estaban peleando y prestó oídos para descubrir por qué.

—… juez Gallagher, no Galloper.

—Está bien, Gallagher. ¿Cómo es que llegó a ser juez si no puede decidirse?

—Sí que puede —afirmó Estivar—, y probablemente ya se ha decidido.

—¿Y entonces por qué no lo ha hecho?

—Porque es así como se hace. Se supone que va a revisar todos los testimonios y estudiar los informes del laboratorio de policía antes de tomar una decisión.

Cuando Ysobel se enfadaba se expresaba con mucha precisión.

—Me parece —enunció— que el abogado estaba tratando de demostrar que los viseros mataron al señor Osborne. Acusar a hombres que no están presentes para defenderse no es propio de la justicia norteamericana.

—No estaban presentes porque no pudieron encontrarlos. Si los hubieran encontrado los habrían juzgado en buena ley.

—Los hombres no se esfuman de esa manera.

—Algunos sí. Esos lo hicieron.

—Así y todo, no me parece bien que se lean sus nombres en voz alta de la forma en que lo hicieron en el tribunal. Suponte que uno de los nombres hubiera sido el tuyo y no te hubieran dado la oportunidad de decir: «Segundo Estivar soy yo, no sigan acusándome…».

—Los nombres que se leyeron en el tribunal no eran verdaderos, ¿no puedes entender eso?

—Aun así.

—De acuerdo. Si no te gusta la forma en que el señor Ford llevó las cosas, llámale para decírselo tan pronto como lleguemos a casa, pero no me metas en nada.

—Ya estás metido —le increpó Ysobel—. Si tú les diste los nombres.

—Tuve que hacerlo porque me lo ordenaron.

—Lo mismo da.

El asunto de los peones eventuales era un tema peligroso, y Estivar sabía que su mujer no iba a abandonarlo mientras no le ofrecieran otro a cambio.

—Naturalmente —la desafió—, tú habrías llevado el caso mucho mejor que Ford.

—En algunos sentidos es posible que sí.

—Bueno, pues te haces una lista y se la envías, pero no pierdas el tiempo diciéndomelo a mí. Yo no…

—Creo que no tenía por qué haber metido en esto a la chica, Carla López —Ysobel se frotó los ojos como si tratara de borrar una imagen—. Para mí fue un shock volver a verla. Creí que se había ido de la ciudad, con viento fresco. Y de repente vuelve a aparecer, en el tribunal, y ya no es una chica, sino una mujer… y una mujer con un niño. Me imagino que viste al bebé que tenía esta mañana.

—Sí.

—¿No crees que se parecía…?

—Se parecía a un bebé —dijo concluyentemente Estivar—. A cualquier bebé.

—Qué tontos fuimos en contratarla aquel verano.

—Yo no la contraté. Fuiste tú.

—Fue idea tuya buscar a alguien que fuera buena con los chicos.

—Y ya lo creo que fue buena con los chicos, sólo que con los mayores, no con los más pequeños.

—¿Y cómo lo iba a prever? Parecía tan inocente, tan pura —se defendió Ysobel—. Cómo me iba a imaginar que anduviera exhibiéndose delante de mis hijos como una…, como una…

—Baja la voz.

—¿Qué significa eso de exhibirse? —susurró Jaime, inclinándose hacia Dulzura.

No estaba muy segura, pero se guardó muy bien de admitirlo frente a un chico de catorce años.

—Eres demasiado pequeño para saber esas cosas —respondió.

—Estúpida.

—Si te pones grosero conmigo se lo diré a tu padre, y te romperá el alma.

—Oh, vamos. ¿Qué quiere decir que se exhibía?

—Quiere decir —explicó cautelosamente Dulzura— que se paseaba por ahí sacando pecho.

—¿Cómo un tambor mayor?

—Eso es. Sólo que sin música, ni tambores. Y sin uniforme ni bastón, tampoco.

—¿Y qué le quedaba entonces?

—El pecho.

—¿Y qué pasa con eso?

—Ya te he dicho que eres muy pequeño.

Jaime se estudió la serie de verrugas que tenía en los nudillos de la mano izquierda.

—Ella y Felipe solían encontrarse en el tinglado de embalaje —comentó.

—Bueno, no se lo digas a nadie. Es asunto suyo.

—Entre las tablas hay rendijas por donde podía verlos.

—Debería darte vergüenza.

—Pero ella no se exhibía —concluyó Jaime—. No hacía más que quitarse la ropa.

El éxodo de las cinco de la tarde hacia los alrededores había empezado y todos los accesos vertían incesantemente automóviles que iban hacia la carretera. Con las ventanillas abiertas, como le gustaba conducir a Leo, era imposible hablar. Por encima del estrépito del tránsito sólo se habrían podido oír ruidos muy fuertes, gritos de cólera, de emoción o de miedo. Devon no sentía más que una especie de pena gris y silenciosa. Las lágrimas que se le acumulaban en los ojos se secaban con el viento y le dejaban en las pestañas un sedimento de sal, sin que ella hiciera nada por enjugárselas.

Sólo cuando Leo cogió el camino de salida hacia Boca del Río intercambiaron las primeras palabras del recorrido.

—¿Quiere que paremos a tomar un café, Devon?

—Si quiere…

—Se lo pregunto. ¿No recuerda que ahora es libre? Tiene que empezar a tomar decisiones.

—De acuerdo. Me gustaría tomar un café.

—¿No ve qué fácil es?

—Así lo parece —asintió Devon, sin decirle que su decisión no tenía nada que ver con el café ni con él. Lo único que quería era asegurarse de que no volvería a una casa vacía, de que Dulzura tendría tiempo suficiente para llegar antes que ella.

Se detuvieron en una pequeña cantina junto a la carretera, en los alrededores de Boca del Río. Después de un locuaz intercambio de saludos en español con Leo, el propietario les condujo a una mesa junto a la ventana. Era una ventana que daba sobre un paisaje bastante pobre, un árbol achaparrado y unos hierbajos medio muertos por la sequía.

—Robert debió tener alguna novia —comentó Devon, como si no hubiera pasado el tiempo desde el viaje a la casa de la anciana señora Osborne, en las primeras horas de la tarde.

—Esporádicas. Ninguna duraba mucho, después de algunos encuentros con la señora Osborne.

—Pero Robert no era un hombre débil ni tímido. ¿Por qué no le hacía frente?

—Me imagino que ella era lo bastante sutil para manejarlo. Tal vez él no se daba cuenta de lo que pasaba, o quizá no le importaba.

—Quiere decir que no necesitaba a nadie más que a Ruth —Devon miró fijamente los hierbajos que se resistían a morir, como la esperanza—. Escuche, Leo. ¿No…, no hay duda razonable de que él y Ruth…?

—Ninguna duda.

—¿Todos esos años, desde que era niño?

—Le repito que a los diecisiete años ya no se es un niño. A veces, a los quince tampoco.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Robert tenía quince años cuando su madre le mandó a la escuela.

—Pero eso fue porque el padre murió.

—¿Quién sabe? Lo más normal en esos casos es que la madre busque apoyo en el hijo, no que lo mande lejos.

El dueño de la cantina trajo las tazas de café y un plato que contenía ralladuras de chocolate dulce mejicano para espolvorearlo encima. El chocolate se derretía al tocar el líquido caliente y dejaba minúsculas y fragantes burbujas aceitosas que reflejaban el sol brillante con la iridiscencia de pequeños arcos iris.

—Últimamente —evocó Leo mientras los rompía con la punta de la cucharilla— he estado pensando mucho en esos dos años en que él no estuvo…, recordando cosas, algunas importantes, otras triviales. Ruth estaba deprimida; de eso me acuerdo bien, porque impregnó toda nuestra vida. Me decía que cada hora era como una gran burbuja gris que no le permitía ver a través de ella, ni por encima, ni por debajo.

—¿Y la señora mayor?

—Se mantenía bastante aislada, pero eso era normal en una mujer que acababa de perder a su marido. Los Osborne hacían muy poca vida social, por la forma en que él bebía, de modo que la reclusión de ella no llamó mucho la atención. En todo caso, nunca se la veía mucho, y entonces se la vio menos —en su taza habían vuelto a formarse los diminutos arcos iris, y Leo volvió a romperlos—. Recuerdo que en una ocasión le pedí a Ruth que fuera a visitar a la señora Osborne, pensando que a las dos podría irles bien. Con gran sorpresa mía, Ruth estuvo de acuerdo y hasta preparó un bizcocho para llevárselo. Se fue a pie al rancho de los Osborne, pues no sabía conducir y declinó mi ofrecimiento de llevarla. Se quedó varias horas y como todavía no había vuelto cuando terminé mi trabajo, fui a buscarla y la encontré sentada al borde del lecho del río. A su lado había una bandada de mirlos y les estaba dando el bizcocho a pedacitos. Parecía muy feliz; tan feliz como hacía mucho tiempo que no la veía. Subió al automóvil sin decir una palabra y volvimos a casa. Nunca me dijo lo que había sucedido, ni se lo pregunté. Eso sucedió hace nueve años, y sin embargo es una de las imágenes más nítidas que me quedan de Ruth, verla tranquilamente sentada en la margen del río dando bizcocho a un montón de mirlos.

—¿Le gustaba dar de comer a los animales?

—Sí. A un perro, un gato, un pájaro…, cualquier cosa que apareciera.

—A Robert también —Devon miraba el sol poniente—. Tal vez no eran más que buenos amigos, nada más que muy buenos amigos.

—Tal vez.

—Ahora quisiera ir a casa, Leo.

—De acuerdo.

El penetrante olor a orégano que se escapaba por las ventanas de la cocina le dio la bienvenida.

Dulzura estaba en la mesa de la cocina, picando queso para hacer enchiladas. Sin girarse, saludó a Devon.

—¿Cómo está? ¿Bien?

—Sí. Gracias.

—Pensé en comer temprano, con un poco de vino… ¿Qué le parece?

—Espléndido.

—¿Estuve bien en el tribunal? Estaba nerviosa y tal vez no se me oía.

—Sí se te oía.

—¿Qué clase de vino quiere?

Devon estaba a punto de contestar: «Cualquiera», cuando recordó la insistencia de Leo en que debía empezar a tomar decisiones.

—Oporto.

—No tenemos más que jerez. Se lo he preguntado únicamente porque usted siempre dice que da lo mismo.

Al diablo con las decisiones, pensó Devon, y subió a ducharse.

Después de cenar salió a pasear sola en la noche quieta y cálida. El sonido de sus pasos, imperceptible para el oído humano, alertó a un búho, y éste silbó para advertir a su pareja, que cazaba ratas en las inmediaciones del tinglado de embalaje y debajo de los bancos donde los peones se sentaban a almorzar. Devon se sentó en el escalón que formaban los bancos y los dos búhos volaron silenciosamente por encima de su cabeza y se perdieron entre los tamariscos que rodeaban el estanque. Muchas veces había oído a los búhos, al crepúsculo o al amanecer, pero era la primera vez que lograba verles con cierta claridad la cara, y le sorprendió descubrir que de ningún modo tenían aspecto de aves, sino de monos o de niños feos, que por algún accidente tuvieran alas.

El agua, que de día era fangosa y apenas parecía servir para el riego, brillaba bajo la luz de la luna como si fuera tan transparente que se pudiera beber. Devon recordó la enorme cuchara que había recorrido las cenagosas profundidades en busca de Robert, extrayendo neumáticos viejos, botellas de vino y latas de cerveza, trozos de madera y restos de mecanismos oxidados, y finalmente los huesos de este bebé que Valenzuela se había llevado en una caja de zapatos. Meses después Devon le había preguntado a Valenzuela por los huesos y éste le había respondido que probablemente alguna de las muchachas que andaba con los peones eventuales había tenido el niño. Mientras miraba fijamente el agua, Devon pensó en el niño muerto y en la madre lejana y recordó a Valenzuela, que se había persignado al mismo tiempo que maldecía, mientras colocaba los huesos en el pequeño ataúd que era la caja de zapatos.

De pronto, en el lado opuesto del estanque se vio el resplandor de un fósforo y momentos más tarde el olor del humo de un cigarrillo le llegó a través del agua. Devon sabía que a los miembros de la familia Estivar se les tenía prohibido fumar («El aire», decía Estivar, «ya es bastante seco y sucio») y sintió cierta inquietud y algo más que cierta curiosidad. Se levantó y empezó a andar silenciosamente por el sendero polvoriento. Tenía una linterna en la mano, pero no necesitó encenderla.

—¿Jaime?

—Sí, señora.

A la luz de la luna, el rostro de Jaime mostraba la misma blancura espectral que la cara de la lechuza. Pero no tenía alas ni era tan salvaje, y no intentó escapar. En cambio, volvió a aspirar profundamente el humo del cigarrillo y lo dejó salir por la boca, rizándose en torno de su cabeza como si fuera un ectoplasma. Pero lo único que se materializó fue la voz:

—Dicen que el humo espanta a los mosquitos.

—¿Y es cierto?

—Hasta ahora no me han picado más que dos veces —Jaime se rascó el tobillo izquierdo con la punta del zapato derecho, y la jaula de madera sobre la cual se había sentado emitió un crujido reumático—. ¿No se lo dirá a los de casa?

—No, pero alguna vez se van a dar cuenta.

—Hoy no, en todo caso. Ella se ha acostado con dolor de cabeza y él ha salido.

—¿Dónde?

—No lo ha dicho. Le han llamado por teléfono y ha salido con aire de estar contento por tener una excusa para irse.

—¿Y por qué iba a estar contento, Jaime?

—Él y mamá se han peleado continuamente desde la audiencia.

—No sabía que tus padres se pelearan.

—Sí, señora —Jaime volvió a inhalar el humo y se lo echó lenta y científicamente, a un mosquito que le revoloteaba sobre el antebrazo—. Él se pone malhumorado y ella se pone nerviosa. A veces es al revés.

—Dinero —comentó Devon—. Me imagino que la mayoría de las parejas se pelean por eso.

—Ellos no.

—¿No?

—Se pelean por las personas. Sobre todo por nosotros, los chicos, pero esta noche fue por otras personas.

Devon comprendía que no debería estar allí en la oscuridad, arrancándole información a un chico de catorce años; pero no hizo nada por apartarse de él ni por cambiar de conversación. Era la primera vez, en realidad, que oía hablar a Jaime. Tenía un aire frío y racional, como el de un hombre mayor que hablara de los problemas de una pareja de adolescentes.

—¿Por qué otras personas? —preguntó Devon.

—Por cualquiera que llegaran a nombrar.

—¿Y a mí me llegaron a nombrar?

—Un poco.

—¿Cuánto?

—Fue por usted y el señor Bishop. Él y mi padre no se llevan bien, y mi padre tiene miedo de que algún día el señor Bishop llegue a ser el patrón del rancho. Quiero decir, si se casa con usted…

—Sí, ya veo.

—Pero mi madre dice que usted nunca se casará con él, por el mal de ojo que tiene.

—¿Y tú crees en esas cosas?

—Me parece que no. Sin embargo, tiene ojos raros. A veces vale más no arriesgarse.

—Gracias por el consejo, Jaime.

—Oh, no es nada.

Los búhos volvieron a aparecer, volando bajo sobre el estanque, en un silencio estremecedor. Uno de ellos llevaba una rata en las garras y la cola de la rata, brillante de sangre, se encorvaba suavemente a la luz de la luna.

—¿Qué es lo que hace la gente con mal de ojo? —inquirió Devon.

—No hacen más que mirarle a uno.

—¿Y entonces?

—Y entonces uno tiene yeta.

—Como Carla López.

—Sí, como Carla López —vaciló Jaime—. Ella también ha servido para que mi padre y mi madre se pelearan esta noche. Discutieron muchísimo sobre quién la había contratado para trabajar en casa el penúltimo verano y también sobre quién había tenido la idea de contratarla. Mamá decía que era idea de mi padre, porque el verano anterior Carla había trabajado con los Bishop y mi padre no podía dejar que el señor Bishop le ganara de ese modo.

—Pero ¿es que Carla causó algún problema cuando estuvo en tu casa?

—A mí no, pero se exhibía delante de mis hermanos.

—¿Se qué?

—Se exhibía, como un tambor mayor.

—Ah, ya comprendo.

—Mis dos hermanos mayores, como los dos tenían novia, no le hicieron mucho caso. Pero a Felipe le picó de veras, y al policía también.

—¿A qué policía?

—A Valenzuela. Solía buscar excusas para venir a casa, cosas como que tenía que hablar con mi padre del problema de los mojados, pero venía a verla a ella —Jaime bajó la voz como si sospechara que en alguno de los árboles pudiera haber un micrófono escondido—. En la escuela se corrió la voz de no meterse con nadie de la familia López porque estaban protegidos. Hasta Felipe se mantuvo a distancia de ellos.

—¿Por qué dices hasta Felipe?

—Porque es un buen luchador, siguió un curso de karate por correspondencia. De todas maneras, a finales del verano se fue. No quería pasarse el resto de su vida ensuciándose con fertilizantes y pulverizadores, así que se fue a buscar trabajo en la ciudad.

Esa era la historia que le habían contado a Jaime, y era coherente, reforzada como estaba por la esporádica llegada de cartas que Estivar leía en alta voz a su familia a la hora de la cena: «Querida familia, aquí estoy en Seattle, trabajando en una fábrica de aviones, ganando mucho dinero y sintiéndome muy bien…». Fuera por las palabras mismas o por la forma lenta y deliberada en que Estivar las leía, a Jaime las cartas no le sonaban naturales. Incluso el hecho de que Felipe escribiera no era natural. Era demasiado impaciente y las ideas que le revoloteaban en la cabeza no podían ser atrapadas con una pluma para pincharlas en un papel. Pero las cartas seguían viniendo: «Queridos todos, como no voy a poder ir a casa para Navidad, ahí van diez dólares para que Jaime se compre un jersey nuevo…».

Jaime no podía ver la expresión del rostro de Devon, pero sabía que le observaba y se sentía vulnerable y culpable y deseaba que el tema de Felipe no hubiera aparecido. Era como si la noche, la voz suave de la mujer, el estanque que reflejaba los rayos de la luna como un gigantesco ojo maléfico, le hubieran hecho caer en una trampa.

Bruscamente se levantó, dejando caer el cigarrillo y aplastándolo con el pie.

—Felipe no tenía nada que ver con los viseros que cometieron el crimen. Ya se había ido antes de que los contrataran. Y de todas maneras, mi madre dice que a lo mejor no fueron los viseros, y que es fácil acusar a la gente cuando no está presente para defenderse.

Demasiado fácil, pensó Devon. Leo sólo había acusado a Ruth y a Robert de ser amantes cuando ambos habían muerto. No había ninguna prueba verdadera: a Robert le habían mandado a la escuela… Ruth estaba deprimida y padecía dolores de cabeza… Robert no tenía novia, ni amigas… «Cuando trabajaba con los Bishop», había dicho Carla, «todo era tranquilo. El señor Bishop leía mucho y la señora salía a andar por sus dolores de cabeza». ¿Qué caminatas habían sido ésas, inocentes vagabundeos sin rumbo por las inmediaciones? ¿O Ruth se dirigía sin vacilaciones hacia el río, el camino más directo hacia Robert?

—Bueno, es mejor que me vaya antes de que alguien salga a buscarme —decidió Jaime.

—Espera un momento, Jaime.

—Sí, pero…

—Quiero ponerme en contacto con Carla López y no recuerdo cuál fue la dirección que dio esta mañana en el tribunal.

—Puede preguntárselo a su familia en Boca del Río, pero probablemente no se la darán. Creerán que quiere acarrearle algún problema. Son así…, desconfiados, sabe —y después de vacilar un momento, Jaime agregó—: Apuesto a que el policía sabe dónde está…, Valenzuela.

—Le preguntaré a él. Gracias, Jaime.

—No hay de qué —respondió el chico con voz insegura.

En la guía telefónica había varios Valenzuela, pero sólo uno de ellos figuraba en las páginas amarillas bajo el epígrafe de Seguros. El número comercial y el particular eran el mismo, y Devon tuvo la impresión de que se trataba de un negocio de muy poco capital y de ningún modo del tipo de cosa que podría inducir a un hombre a dejar un trabajo importante en el departamento del comisario.

La voz que contestó el teléfono era áspera e insegura.

—¿El señor Valenzuela? —preguntó Devon.

—¿Quién es?

—La señora de Robert Osborne.

—Si busca un policía se ha equivocado de número. Estoy retirado. En realidad, además de retirado estoy cansado y un poco borracho también. ¿Qué le parece?

—Una lástima. Esperaba que pudiera ayudarme.

—Ya no me dedico a ayudar.

—Lo único que quiero es una información —explicó Devon—. Pensaba que podía saber cómo puedo ponerme en contacto con Carla López.

—¿Por qué?

—Quería preguntarle algo.

—No tiene teléfono.

—¿No puede decirme dónde vive?

—No está en su casa esta noche.

—Ya veo. Bueno, lamento haberle molestado. Mañana por la mañana buscaré su dirección en el archivo del tribunal o se la pediré al señor Ford.

El silencio que siguió fue tan largo que Devon pensó que Valenzuela había colgado o que se había alejado del aparato para servirse otro trago.

—Es calle Catalpa —le oyó decir finalmente—. Calle Catalpa, 431, apartamento 9.

—Gracias, señor Valenzuela.

—A usted.

Era la segunda vez en una hora que alguien respondía a su agradecimiento con tanta desgana.