16
LA CALLE CATALPA estaba en una de las zonas más viejas de la ciudad, donde Devon no había estado nunca. Casas de principio de siglo alternaban con construcciones recientes de apartamentos baratos.
El número 431 correspondía a una casa de diseño moderno, de yeso y madera de pino californiano, casi nueva, pero que ya se estaba viniendo abajo a causa del descuido y del mal trato. La mayoría de los apartamentos rebosaban de niños. A medida que el yeso de los cielorrasos se agrietaba, la pintura se descascarillaba y se estropeaban las cañerías, nadie tenía interés, dinero ni habilidad para hacer reparaciones. El deterioro traía consigo el deprecio. Empezaban a aparecer iniciales grabadas en la carpintería y epítetos escritos en las paredes. Los árboles eran arrancados antes de que hubieran podido crecer. Fuera de los edificios, los grifos goteaban formando charcos fangosos, mientras a pocos pasos de distancia los arbustos se morían por falta de agua, retorciéndose al sol de la mañana. El diseño paisajista de la zona estaba formado por montones de basura. Al fondo del segundo piso, el apartamento número 9 tenía el nombre de Carla escrito sobre un trozo de cartulina pegado en la puerta. C. López, garabateado con letras diminutas en tinta verde pálido, indicaba a las claras que Carla no tenía mucho interés en que la encontraran.
Devon apretó el timbre. No estaba segura de si sonó en el interior del apartamento porque era demasiado el ruido que llegaba desde abajo. Aunque no era fiesta, había media docena de niños en edad escolar jugando en la entrada de servicio. Devon volvió a apretar el timbre, y cuando por segunda vez no obtuvo respuesta, golpeó la puerta con los nudillos.
—¿Carla? ¿Estás en casa, Carla?
La puerta del apartamento inmediato se abrió y se asomó una joven negra, que llevaba en la mano un osito de juguete. Tenía los ojos hinchados y, por su actitud, parecía que todo el cuerpo le doliera. Igual que el edificio, parecía víctima del mal trato y el descuido.
—No —dijo en voz baja y áspera.
—¿Cómo ha dicho?
—Que no está en casa. ¿Usted es asistente?
—No.
—López salió con un tipo esta mañana temprano.
—¿Y qué hizo con el niño?
—Lo iba a dejar en casa de su madre y entonces se iba a ir con el hombre… ¿Seguro que no es usted asistente?
—Soy amiga de Carla.
—Entonces sabe que se quedó sin trabajo.
—Sí.
—Eso le hacía estar muy mal y para colmo le llegó una especie de citación del tribunal. Pero anoche la oí que se movía y que andaba cantando sola, como si estuviera contenta, ¿sabe? Me imaginé que habría encontrado trabajo, pero después vino y me dijo que se iba de vacaciones.
—¿Dónde?
—A alguna ciudad del norte. Algún sitio al norte, fuera del Estado.
—¿No se acuerda cómo se llamaba?
—Nunca salí del Estado.
—Y si lo oyera de nuevo ¿se acordaría?
—Tal vez.
—Seattle —aventuró Devon.
—Seattle —repitió la muchacha, pasándose los dedos por la boca como si quisiera tocar la forma de la palabra—. ¿Seattle es hacia el norte?
—Es casi lo más lejos que se puede ir sin salir del país.
—Me parece que ése puede ser el sitio.
—¿Usted vio a Carla cuando se iba?
—No pude evitarlo. Estaba de pie aquí mismo donde estoy.
—¿El hombre estaba con ella?
—La esperaba abajo en la calle, junto al automóvil —durante un momento sus ojos se encendieron como carbones—. A lo mejor el automóvil era robado, ¿no?
—¿Usted no le había visto antes?
—No. Pero me pareció, por la forma en que ambos se trataban, que era algún pariente, no un amigo. Tal vez un tío.
—¿Entonces no era un hombre joven?
—No. Se movía con dificultad.
—Pero un tío no suele irse de vacaciones con su sobrina.
—Es que él no quería ir, eso es seguro. No hacía más que apoyarse contra el automóvil, como si estuviera borracho, o tal vez sólo triste. De cualquier manera era cómico verla a ella revoloteando como un pájaro y a él que no se sostenía sobre sus pies.
Una muchacha que revolotea alegre como un pájaro, pensó Devon, y un tío borracho que no se tiene en pie.
—Gracias, señora… —dijo.
—Harvey. Leandra Harvey.
—Muchas gracias, señora Harvey.
—De nada. Hasta cuando quiera.
Las dos mujeres se miraron durante un instante, como si ambas supieran que sería la única vez.
Devon se detuvo en una estación de servicio para llamar por teléfono a la oficina de Ford. Tuvo que esperar varios minutos antes de que se oyera en la línea la voz del abogado, suave y precisa.
—La escucho, señora Osborne.
—Lamento molestarle.
—No me molesta.
—Es por la muchacha que prestó declaración ayer por la mañana en la audiencia, Carla López. No tiene teléfono y quería preguntarle algo, así que he venido a la ciudad para verla.
—¿La ha visto?
—No, y por eso le llamo. La mujer que vive en el apartamento de al lado me ha dicho que Carla se ha ido esta mañana de vacaciones con un hombre.
—En eso no hay nada de ilegal.
—Es que creo que sé quién es el hombre y estoy bastante segura de saber dónde iban. En todo esto hay algo raro, y estoy preocupada.
—De acuerdo, venga a verme a mi oficina. De todas maneras, tenía que hablar con usted, por un par de preguntas que me hizo el juez Gallagher y que tal vez usted pueda responder. ¿Dónde está?
—En Bewick Avenue, a unas tres manzanas de Catalpa.
—Siga hacia el sur y encontrará la carretera. Llegará en quince minutos.
Devon, que no estaba acostumbrada a las carreteras californianas, necesitó veinte. En otras ocasiones, cuando había ido a consultar a Ford, alguien la había llevado y no se había fijado mucho en el camino.
En la oficina de Ford todo había sido pensado para excluir la ciudad, como si su bullicio pudiera lesionar las ideas y su aire contaminado sofocarlas. La ancha ventana que daba al puerto tenía doble cristal, el cielorraso era de corcho y las paredes y suelos estaban revestidos de espesa moqueta. Las sillas y la superficie del enorme escritorio eran de cuero e incluso los ceniceros eran de material antiacústico, de madera de arrayán. El único objeto metálico que se veía en la habitación era la alianza de oro que llevaba Ford para protegerse de las clientes demasiado entusiastas. En realidad, no estaba casado.
—Buenos días, Devon —la saludó—. Siéntese, por favor.
—Gracias —respondió la joven y se sentó, un poco intrigada. Era la primera vez que Ford la llamaba Devon y sabía que no lo había hecho por impulso, que sus años de práctica como abogado habían reducido a un mínimo su espontaneidad. Todo lo que hacía y decía, hasta sus gestos, parecía planeado teniendo en cuenta jueces ocultos y solitarios jurados.
—Así que Carla López se ha ido de vacaciones —prosiguió—. ¿Por qué le preocupa eso?
—Estoy segura de que se ha ido a Seattle.
—Seattle, Peoria, Walla Walla…, ¿qué más da? —de pronto se interrumpió, frunciendo el ceño—. Espere un minuto. Alguien habló de Seattle durante la audiencia. El hijo de Estivar.
—Jaime.
—Por lo que recuerdo, no fue más que una observación incidental en el sentido de que uno de sus hermanos trabajaba en Seattle y le había mandado dinero para Navidad.
—El nombre del hermano es Felipe, y Carla tuvo un asunto con él, y todavía hay algo.
—¿Quién se lo dijo?
—La misma Carla. Y Jaime también, anoche cuando lo encontré junto al estanque. Dijo que durante el verano que Carla trabajó con su familia montó un espectáculo para los hermanos. Los dos mayores no le prestaron mucha atención, pero a Felipe le picó de veras.
—¿Le picó? —Ford estaba auténticamente sorprendido—. ¿De dónde sacó…?
—Fue la expresión que usó Jaime.
—Ya veo.
—Felipe se fue del rancho, y de la zona en general, hace más de un año.
—¿Antes o después de que la chica quedara embarazada?
—Bueno, me imagino que después. Aparentemente, durante mucho tiempo ella intentó ponerse en contacto con Felipe sin que nadie quisiera darle ninguna información sobre él.
—¿Eso también se lo dijo Jaime? —interrogó Ford.
—No. Ayer oí por casualidad una conversación en la galería, cuando salí a llamar por teléfono a la señora Osborne. La cabina telefónica resultaba tan sofocante que dejé la puerta un poco abierta. Allí mismo, al lado, había dos personas hablando. Una de ellas era Carla y la otra el policía Valenzuela.
—El expolicía.
—Eso es. Dijo algo como que «no había sabido nada de eso hasta hacía unos minutos». Pero ella sostenía que le estaba mintiendo como le habían mentido los Estivar. Él le advirtió que se mantuviera lejos del rancho y Carla le dijo que no tenía miedo a los Estivar, a los Osborne ni a nadie, porque tenía a sus hermanos para que la protegieran.
—¿Y cómo llegó a la conclusión de que se referían a Felipe?
—No está muy traído por los pelos. Carla tuvo algo que ver con Felipe y lo más posible es que él sea el padre del niño. Es muy natural que ella se enfade si alguien sabe dónde está él y se niega a decírselo.
—¿Así que ahora ha descubierto dónde está y se va para allá?
—Sí.
—¿Con otro hombre? Parece un poco torpe.
—Pero es necesario. Ella no tiene dinero para un viaje así. Ha tenido que convencer a alguien para que la lleve.
—¿Y usted está bastante segura de la identidad de ese alguien?
—Sí. Era Valenzuela.
Ford se inclinó hacia delante en su asiento y el cuero exhaló un suspiro suave y paciente.
—¿Quiere ver mi ficha de la muchacha? —interrogó.
—Claro.
—Señora Rafael, por favor, tráigame la ficha de Carla López —pidió Ford por el intercomunicador.
La ficha era breve: Carla Dolores López, calle Catalpa, 431, dep. 9, dieciocho años. Camarera, actualmente sin empleo. Usa su apellido de soltera aunque todavía no está divorciada. El 2 de noviembre de 1967 se casó en Boca del Río con Ernest Valenzuela. El 30 de marzo de 1968 tuvo un varón registrado como Gary Edward Valenzuela. El 13 de julio de 1968 se separó de su marido y se mudó a su actual dirección en San Diego. Tiene antecedentes por hurtos reiterados y vagancia habitual.
—El niño —explicó Ford— puede ser o no ser de Valenzuela. Según la ley, se supone que el hijo de una mujer casada es hijo de su marido, a menos que se pruebe lo contrario. Nadie ha intentado probar lo contrario y quizá no haya nada que probar en contra —dejó la ficha boca abajo en su escritorio—. Si la muchacha se fue esta mañana con Valenzuela, eso puede indicar simplemente que se reconciliaron.
—Pero van a Seattle, donde está Felipe. No es fácil que le haya pedido a su exmarido que la ayude a seguir la pista de su antiguo amante.
—Mi estimada Devon, en esta vida se llega a muchos arreglos que usted no podría entender, ni perdonar. La chica quería ir a Seattle y de un modo o de otro estaba dispuesta a pagarse el viaje.
—Así que usted cree que todo está traído por los pelos.
—Creo que prácticamente nada está traído por los pelos. Pero…
—Estoy preocupada por Carla. Es muy joven y muy sensible.
—También es una mujer casada con un hijo, no una chiquilla que se ha escapado y a quien se puede detener y entregar al juez de menores por su propio bien. Además, no tengo razones para creer que Valenzuela signifique una amenaza para ella, ni para nadie. Por lo que sé, sus antecedentes durante los años que trabajó en el departamento del comisario son buenos.
—La madre de Robert me dijo que era incompetente.
—La madre de Robert piensa que casi todo el mundo es incompetente, incluyéndome a mí —respondió secamente Ford.
—También me dijo que no renunció, sino que le echaron.
—Cuando Valenzuela dejó la comisaría circularon varias historias por los tribunales. La historia oficial era que había renunciado para trabajar en una compañía de seguros, lo que hasta donde se sabe es cierto. Por lo bajo se comentaba que había empezado a perder pie, porque bebía demasiado, y su matrimonio no mejoró las cosas. La familia López es grande y tiene tendencia a meterse en líos, y la vinculación de Valenzuela con ellos no podía menos que causar roces en el departamento —Ford miró al cielorraso con el ceño fruncido, como un astrólogo que intentara leer en los astros—. Cómo empezó a meterse con la muchacha es cosa que no sé. Las cosas del corazón son de una esfera que no me compete. Ni me interesa.
—¿De veras? Pero usted me hizo bastantes preguntas personales respecto a mi vida con Robert.
—Únicamente porque tenía que prestarle al juez Gallagher la imagen de Robert como un joven que lleva adelante un matrimonio feliz.
—Se diría que usted duda de que fuera así.
—Mis dudas, si las tengo, no vienen al caso. Creo haber demostrado a satisfacción del tribunal que Robert está muerto. Claro que no voy a estar absolutamente seguro mientras el juez Gallagher no anuncie su decisión en la audiencia.
—¿Y cuándo será eso?
—Todavía no lo sé. Cuando me llamó esta mañana temprano, esperaba que fijara el momento de la declaración, pero en cambio me hizo algunas preguntas.
—¿Sobre qué?
—Primero, sobre el camión.
—¿Sobre el viejo G.M. que tenían los peones eventuales?
—No. Era sobre la camioneta a que se refirió Jaime, al prestar declaración ayer por la tarde. Como aparentemente lo que dijo Jaime no era más que una observación de pasada, no le presté mucha atención, pero el juez Gallagher es un maniático de los detalles, y me leyó por teléfono esa parte de la transcripción. Escuche:
P.: «Jaime, ¿recuerdas algo en especial sobre esa cuadrilla?».
R.: «Únicamente el viejo camión en que vinieron. Estaba pintado de color rojo oscuro y me fijé porque era el mismo rojo de la camioneta que usaba Felipe para enseñarme a conducir. Ya no está, así que me imagino que el señor Osborne la vendió porque muchas veces se le estropeaba la caja».
—De acuerdo —asintió Devon—, ¿pero por qué es tan importante?
—El juez Gallagher quiere saber qué pasó con la camioneta y dónde está ahora.
—A eso no puedo responder.
—¿Quién puede hacerlo?
—El responsable de los vehículos que se usan en el rancho es Estivar. Cuando vuelva a casa se lo preguntaré. Estoy segura de que hay una explicación perfectamente lógica y de que la camioneta no tuvo nada que ver con la muerte de Robert.
—¿Y en ese asunto va a aceptar la palabra de Estivar?
—Seguro.
Ford la observó atentamente, a ver si Devon mostraba signos de duda. No vio ninguno y después de un momento prosiguió:
—El juez Gallagher también está intrigado con el arma, el cuchillo mariposa. Y yo también. Se tomaron muchísimo trabajo para deshacerse del cuerpo, y podrían haberse deshecho del cuchillo al mismo tiempo y en el mismo sitio. En cambio, lo tiraron a un campo de calabazas. A comienzos de octubre las calabazas habrían sido cosechadas para la venta y el campo estaría listo para limpiar y arar; eso lo sabe cualquier trabajador agrícola.
—Así que lo que querían era que se encontrara el cuchillo —reflexionó Devon—. O si no, el que tiró el cuchillo en el campo no era un trabajador agrícola. Me inclino por la primera teoría.
—¿Por qué?
—En esta zona todo el mundo tiene algo que ver con la agricultura. Hasta los forasteros son mano de obra en los ranchos o peones eventuales.
—Gallagher destacó otra cosa: ningún pobre peón mejicano se deshace de un cuchillo como ése. Lo lava bien y lo guarda, no importa para qué lo haya usado.
Un estampido sacudió el edificio como si fuera una explosión. Ford se levantó y corrió hacia las ventanas como si tuviera esperanzas de divisar al avión infractor. Como no lo vio, volvió a su escritorio y anotó en su agenda: informar estampido once y treinta y dos. Su informe se sumaría a otros muchos, seguidos por otras tantas protestas de inocencia de todas las bases aéreas existentes en un radio de mil doscientos kilómetros.
—La verdadera cuestión —puntualizó Ford— es por qué el cuchillo, si estaba destinado a que lo encontraran, nunca comprometió a nadie. Jamás se comprobó a quién pertenecía, y eso indicaba que algo no anduvo bien, o si no, que alguien encubrió algo.
—¿Quién?
—Valenzuela estaba a cargo del caso. Supongamos que supiera quién era el dueño del cuchillo o tenía acceso a él, pero se hubiera callado.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Se lo preguntaremos cuando vuelva de sus vacaciones.
—Antes pueden pasar semanas —observó Devon—. ¿Tenemos que esperar todo ese tiempo para que el juez Gallagher tome su decisión?
—No. Extraoficialmente, ya la ha tomado; está convencido de la muerte de Robert, y los puntos que me ha planteado por teléfono no modificarán su convicción. Pero ya le he dicho que es un maniático de los detalles. También ha presidido una gran cantidad de procesos por asesinato, y si la audiencia de ayer hubiera sido un proceso, habría que haber tenido muy en cuenta cualquier pregunta referente al cuchillo y a la camioneta.
—¿Esos fueron los únicos puntos que planteó?
—Los únicos en el sentido material —contestó Ford—. El otro era psicológico y se refería a la declaración de Estivar. Recuerda que le pregunté cuánto tiempo hacía que conocía a Robert; dijo que le conocía desde que nació, que Robert solía andar detrás de él, que pasaba mucho tiempo en su casa y que ese tipo de relación se mantuvo hasta que a Robert lo mandaron a una escuela de Arizona después de la muerte del padre. Dos años después, cuando volvió al rancho, se había producido en él un cambio notable. Ya no iba a comer a casa de Estivar, evitaba a los hijos del capataz y su relación con el propio Estivar se redujo a lo estrictamente laboral. Estivar echaba la culpa del cambio a la escuela de Arizona, afirmando que allí llenaron a Robert de prejuicios. Al juez Gallagher eso no le convence. Sostiene que un muchacho de quince años, criado entre mejicanos, que habla su idioma y ha compartido su mesa, no puede llenarse de prejuicios contra ellos, y menos aún en esa escuela.
—¿Por qué no en esa escuela?
—El juez Gallagher la conoce muy bien —explicó Ford—. Sus propios hijos fueron allí, y es una buena escuela preparatoria de tendencia liberal, así que, sean cuales fueren las razones que tenía Robert para evitar a los Estivar, no eran los prejuicios que aprendió en la escuela. Como es natural, Gallagher tiene curiosidad por saber la verdadera razón, y yo también. La cuestión es si el mismo Estivar está convencido de la historia que ha contado como testigo o si la ha estado usando de pantalla. Tal vez le interese preguntárselo.
—¿Por qué me habría de interesar?
—Bueno, de todas maneras le va a preguntar por lo de la camioneta.
—Si no dijo la verdad en el tribunal, estando bajo juramento, ¿qué le hace pensar que me la va a decir a mí?
—Es probable que no se la diga. Pero su reacción ante la pregunta puede ser interesante… Esta tarde cojo un avión para Los Ángeles porque tengo una reunión allí y no volveré hasta mañana por la mañana. Si para entonces tiene alguna novedad interesante, llámeme.