1
CUANDO LLAMARON AL TESTIGO John Loomis, uno de los hombres con ropa de ranchero se adelantó a prestar juramento: John Sylvester Loomis, calle Paloverde, 514, Boca del Río; ocupación, veterinario. El doctor Loomis atestiguó que en la mañana del 13 de octubre de 1967 dormía en el apartamento situado en el piso de encima de su consultorio cuando le despertó alguien que daba fuertes golpes en la puerta de abajo. Cuando bajó se encontró con Robert Osborne, que llevaba a su perro Maxie atado con una correa.
—Le mandé al demonio, porque el nacimiento de un potrillo me había tenido ocupado hasta las tres de la mañana, y ahora venía a despertarme tan temprano. Pero al parecer pensaba que era urgente y que alguien le había envenenado el perro.
—¿Cuál era su opinión?
—No vi pruebas de envenenamiento. El perro estaba animado, tenía los ojos claros y brillantes, la nariz fría y no se le notaba mal aliento. El señor Osborne dijo que había encontrado a Maxie en el campo antes de amanecer, que tenía violentas convulsiones en las patas, la boca llena de espuma y que había perdido el control de los intestinos. Le convencí de que me dejara el perro durante unas horas y quedamos en que lo recogería al volver de San Diego, por la tarde o a primera hora de la noche.
—¿Lo hizo?
—Sí, alrededor de las siete de la tarde.
—Mientras tanto usted había examinado al perro.
—Sí.
—¿Y qué encontró?
—Nada positivo, pero estaba bastante seguro de que había tenido un ataque epiléptico. No son raros en los perros a medida que envejecen. Y los spaniels como Maxie son especialmente susceptibles. Una vez pasado el ataque, el perro se recupera inmediatamente y en forma total. En realidad, la rapidez de la recuperación es lo que ayuda a hacer el diagnóstico.
—¿Usted le explicó eso al señor Osborne, doctor Loomis?
—Lo intenté, pero se le había metido en la cabeza lo del veneno y estaba convencido de que el perro había sido envenenado.
—¿Tenía alguna base para creerlo?
—Ninguna, que yo sepa —aseguró Loomis—. Pero no me puse a discutir. Parecía un tema espinoso.
—¿Por qué?
—A veces la gente se identifica con su animal favorito, y tuve la impresión de que el señor Osborne pensaba que alguien intentaba envenenarle a él.
—Gracias, doctor Loomis. Puede retirarse.
El testigo siguiente fue Leo Bishop. La lentitud de sus movimientos y la mirada de disculpa que le dirigió a Devon al pasar junto a ella daban pruebas de la renuencia con que se presentaba ante el Tribunal. Cuando respondió a las preguntas de Ford sobre su nombre y dirección, lo hizo en voz tan baja que incluso el taquígrafo, tuvo que pedirle que hablara más alto.
—¿Quiere repetir, por favor, señor Bishop? —le pidió Ford.
—Leo James Bishop.
—¿Y la dirección?
—Rancho Obispo.
—¿Usted es el propietario del rancho a la vez que se encarga de su explotación?
—Sí.
—¿Qué situación tiene su rancho en relación con el de los Osborne?
—Está hacia el este y el sudoeste, separado por el río.
—En realidad, usted y los Osborne son vecinos inmediatos.
—Si quiere, puede llamarlo así, porque ese «inmediatos» significa una buena distancia.
Una buena distancia y un río.
—Naturalmente, usted conocía a Robert Osborne.
—Sí.
—Le conocía desde hacía años.
—Sí.
—Señor Bishop, ¿quiere decir al Tribunal cuándo y dónde le vio por última vez?
—Durante la mañana del 13 de octubre de 1967, en el pueblo.
—¿En el pueblo de Boca del Río?
—Sí.
—¿Quisiera explicarnos en qué circunstancias se produjo el encuentro?
—Uno de mis peones mejicanos vino a trabajar con contracciones de estómago. Como temía que los síntomas pudieran ser resultado de un insecticida que habíamos usado el día anterior, le llevé en mi automóvil a ver a un médico en Boca del Río. Por el camino vi el automóvil de Robert, aparcado frente a un café en la calle principal. Él estaba parado en la acera, hablando con una mujer joven.
—¿Usted no tocó la bocina, ni le saludó, ni nada de eso?
—No. Como parecía ocupado no le quise interrumpir. Además llevaba un enfermo en mi automóvil.
—Así y todo, lo natural hubiera sido detenerse un momento para saludar a un amigo.
—No era tan amigo —dijo Leo en voz baja—. Nos separaba una generación. Y algunos viejos problemas.
—¿Esos «viejos problemas» tendrían algo que ver con este caso?
—Creo que no.
Ford hizo como que consultaba las hojas del legajo amarillo que estaba en la mesa delante de él, para tomarse el tiempo de decidir si seguía con el tema o si sería más prudente quedarse en el aspecto que había resuelto presentar. Demasiada viveza podía ser un error, con la mentalidad escéptica del juez Gallagher.
—Señor Bishop —prosiguió—, ¿usted estuvo toda la mañana presente en la sala, no es cierto?
—Sí.
—Entonces oyó declarar al señor Estivar que a finales de septiembre contrató a una cuadrilla de mejicanos para trabajar en el rancho de los Osborne y que la noche del 13 de octubre esos hombres desaparecieron… Como agricultor, usted está familiarizado con la piratería en cuestión de cuadrillas de peones, ¿es así, señor Bishop?
—Así es.
—De hecho durante el verano de 1965 usted comprobó que una cuadrilla que había contratado para la cosecha de melones desapareció durante la noche siguiente al día de pago.
—Exactamente.
—Ahora bien, aparentemente lo que pasó con esa cuadrilla y lo que sucedió con la del señor Estivar es muy semejante. Sin embargo, hubo una importante diferencia, ¿no es así?
—Sí. A mis hombres los localizaron al mediodía siguiente. Un agricultor, de la zona de Chula Vista les había convencido de que estarían mejor en sus tierras y por eso se fueron. Pero a los hombres del rancho de Osborne no se les encontró nunca. Es posible que cruzaran la frontera antes de que la policía se enterara siquiera de que se había cometido un crimen.
—¿Cuándo se enteró de que se había cometido un crimen, señor Bishop?
—Más o menos a la una y media de la noche me despertó un agente de la comisaría. Dijo que no encontraban a Robert Osborne y que estaban registrando los ranchos de los alrededores a ver si había rastros de él.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Me vestí y traté de ayudar en la búsqueda, pero el agente encargado de hacerlo me hizo volver a casa.
—¿Cómo se llamaba?
—Valenzuela.
—¿Por qué no aceptó su ofrecimiento de ayudar?
—Dijo que muchas veces una búsqueda se echaba a perder por culpa de los aficionados, y que si dependía de él, no quería que pasara lo mismo con ésa.
—Muy bien, gracias, señor Bishop. Puede retirarse.
Ford esperó a que Leo volviera a ocupar su sitio en el sector de los espectadores y después pidió al empleado que llamara a comparecer a Carla López.
Carla se levantó y se adelantó perezosamente hacia la parte delantera de la sala. En el aire seco y cálido, la camisa de nilón rosa y amarillo se le adhería como un imán al cuerpo húmedo. Si se sentía incómoda o nerviosa se las arregló para no demostrarlo. Prestó juramento con voz aburrida, mientras las enormes gafas redondas de sol le daban un aire totalmente indefenso de Ana, la huerfanita.
—Diga su nombre, por favor —indicó Ford.
—Carla Dolores López.
—¿Es su apellido de casada o de soltera?
—De soltera. Como estoy en trámite de divorcio, lo he vuelto a usar.
—¿Dónde vive usted, señorita López?
—Calle Catalpa, 431, departamento nueve, San Diego.
—¿Está empleada?
—Dejé mi trabajo la semana pasada y estoy buscando algo mejor.
—¿Conocía a Robert Osborne, señorita López?
—Sí.
—Hace unos minutos el señor Bishop declaró que durante la mañana del 13 de octubre vio al señor Osborne hablando con una mujer joven en las inmediaciones de un café, en Boca del Río. ¿Era usted esa joven?
—Sí.
—¿Quién inició la conversación?
—¿A qué se refiere?
—¿Quién fue el primero en hablar?
—Él. Iba yo sola por la calle cuando se acercó y me preguntó si podía hablar un momento conmigo. Como no tenía nada mejor que hacer, le dije que sí.
—¿De qué le habló el señor Osborne, señorita López?
—De mis hermanos —respondió Carla—, porque mis dos hermanos mayores solían trabajar para él y el señor Osborne quería saber si querrían volver a hacerlo.
—¿Le dio algún motivo?
—Dijo que la última cuadrilla que había contratado Estivar no servía, que no tenían experiencia y necesitaba que alguien como mis hermanos les enseñaran a hacer las cosas. Le dije que a mis hermanos no les iba a volver a agarrar ni dormidos para hacer ese tipo de trabajo y que no tenían por qué volver a agacharse y ponerse en cuclillas como monos, si podían trabajar como personas en una estación de servicio.
—¿El señor Osborne hizo alguna otra observación referente a la cuadrilla que estaba trabajando con él?
—No.
—¿No dio ningún indicio, por ejemplo, de que sospechara que pudieran haber entrado al país sin papeles?
—No.
—¿No usó las palabras mojado o alambre?
—Que yo recuerde, no. El resto de la conversación fue personal, sabe, entre él y yo.
Las largas uñas plateadas de la muchacha recorrieron su cuello como si procuraran calmar alguna comezón muy fuera de su alcance. Era el primer signo de nerviosismo que daba.
—¿Hubo algo en la conversación que pudiera tener relación con la presente audiencia? —interrogó Ford.
—No lo creo. Me preguntó por el bebé, todavía no se me notaba nada, pero en un pueblo como ése todo el mundo lo sabía, y me dijo que su mujer también iba a tener uno. Pero parecía que la cosa le tenía un poco inquieto. Tal vez temiera que resultara como él.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Bueno, se habló muchísimo de él cuando la señora de Bishop se ahogó. Tal vez hubiera algo de cierto, o tal vez fuera un yetatore como yo. Soy experta en esas cosas. Desde que nací tengo yeta.
—Ajá.
—Por ejemplo, si bailara la danza de la lluvia probablemente habría un año de sequía o un temporal de nieve.
—Señorita López, el tribunal tiene que ocuparse de hechos, no de yetas y danzas de la lluvia.
—Ocúpese usted de sus hechos —concluyó Carla—, que yo me ocuparé de los míos.