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LOS DOS AUTOMÓVILES avanzaban lentamente por el camino de tierra, levantando polvo detrás de ellos como si hicieran señales de humo.

Abría la marcha el jeep que conducía Estivar. El capataz tenía casi cincuenta años, pero todavía tenía el pelo oscuro y abundante y desde cierta distancia su cuerpo ágil y delgado parecía el de un muchacho. Para esa ocasión se había puesto el traje de gabardina azul, el único que tenía y que reservaba para los banquetes anuales de la Asociación de Agricultores y para cuando tenía que presentarse ante las autoridades de inmigración porque la policía de la frontera había detenido a alguno de sus hombres por haber entrado ilegalmente al país.

El traje azul con el que trataba de parecer respetable y hasta quizá irreprochable, no hacía otra cosa que subrayar su incomodidad y la desconfianza que le inspiraba este último giro de los acontecimientos. Si es que había que reconocer oficialmente la muerte de Robert Osborne, no habría que hacerlo en el tribunal sino en la iglesia, con plegarias y letanías llenas de palabras largas y tristes, entonadas por sacerdotes de rostro sombrío.

Estivar había traído a su mujer, Ysobel, para que le sirviera de apoyo moral; además, porque se había negado a quedarse sola en casa. Era una mestiza, aindiada, de rojos pómulos bronceados y salientes e inexpresivos ojos negros que parecían ciegos y a los cuales no se les escapaba nada. Llevaba el cuello rígido y el cuerpo erguido, resistiéndose a dejarse ganar por el movimiento del jeep.

En el asiento trasero, detrás de Ysobel, Dulzura se había sentado de lado y con las piernas extendidas hacia delante para que las medias no se le estropearan en las rodillas. Llevaba un vestido sensacional, con caballitos que galopaban por el dobladillo y los bolsillos. Se lo había comprado para pasar un fin de semana en las carreras, en Agua Caliente, pero el hombre que le propuso el paseo no había aparecido. Dulzura únicamente se amargaba por su desaparición cuando se acordada del dinero que podría haber ganado.

—Quinientos pesos, tal vez —se lamentó en voz alta sin dirigirse a nadie en particular—. Son como cuarenta dólares.

Junto a Dulzura estaba sentado Lum Wing, el viejo chino que cocinaba para los peones. Nunca se mezclaba entre ellos; se limitaba a llegar cuando ellos llegaban, llevando una bolsa con su ropa y un estuche de madera cerrado con candado, en el cual guardaba su colección de cuchillos, la piedra de afilar y un juego de ajedrez; y cuando los hombres se iban él partía, pero no con ellos, ni siquiera en la misma dirección si podía evitarlo.

Lum Wing chupaba una pipa sin encender, sin saber exactamente qué era lo que se esperaba de él. Un hombre uniformado le había entregado un trozo de papel y le había dicho que era mejor que se presentara, por las buenas o por las malas. El chino tenía la premonición, basada en algunos hechos que en su opinión nadie conocía, de que terminaría en la cárcel. Y cuando un buen cocinero iba a dar en la cárcel, según le había enseñado la experiencia, nadie se daba mucha prisa en ponerlo en libertad. El nerviosismo le había hecho tragar aire durante toda la mañana y de vez en cuando el exceso se le escapaba en un largo eructo.

—Dile que deje de hacer esos ruidos repugnantes —le dijo Ysobel a su marido en español.

—No lo puede evitar.

—¿No te parece que está enfermo?

—No.

—Me parece que está más amarillo que la última vez que le vi. A lo mejor es contagioso. Me parece que yo tampoco me siento muy bien.

—Ni yo tampoco —intervino Dulzura—. Creo que tendríamos que parar en alguna parte de Boca del Río para tomar algo que nos calme los nervios.

—Ya sabes lo que quiere decir con algo. Café no, seguro. Y qué bien quedaríamos entrando en la sala de audiencias con ella a rastras, borracha.

Estivar frenó bruscamente el jeep y les ordenó que se callaran. El viaje continuó durante algún tiempo en silencio. Pasaron por los bosquecillos de limoneros con su dulce aroma de azahar, por los campos de rastrojo donde ya habían cortado la alfalfa y por el campo de calabazas ya maduras que había cultivado Jaime, el hijo de Estivar, para llevarlas a Boca del Río y hacer linternas en la víspera de Todos los Santos o preparar pasteles para el día de Acción de Gracias.

Jaime tenía catorce años e iba tirado boca abajo en la parte de atrás del jeep, mordiéndose la uña del pulgar derecho y pensando si los chicos en la escuela sabrían dónde estaba y qué tenía que hacer. A lo mejor ya estaban exagerando las cosas y pensando algún disparate, como que era amigo de la policía. Esas eran las cosas que podían hundir a un tipo durante el resto de su vida.

Y todo había sido por las calabazas. Durante la última mañana de octubre había entregado algunas en la escuela, para la feria, y las demás las había llevado a un almacén de Boca del Río. El sábado siguiente Jaime había recibido orden de su padre de que tomara uno de los tractores pequeños para arar y enterrar el rastrojo de las calabazas. La máquina desenterró el cuchillo mariposa en el ángulo sudeste del campo, un elegante cuchillo con doble mango que se abría como un par de alas y se doblaba hacia atrás la hoja en medio. Uno de los amigos de Jaime tenía un cuchillo mariposa. Si uno practicaba mucho en su tiempo libre, podía llegar a poner la hoja en posición de ataque casi tan rápidamente como con una navaja de resorte, que era ilegal.

Jaime estaba encantado con su hallazgo, hasta que observó la costura oscura que había alrededor de las bisagras. Entonces dejó cuidadosamente el cuchillo en el suelo, se limpió las manos en los vaqueros y fue a contárselo a su padre.

Al sur de Boca del Río el camino se encontraba con la carretera principal que iba de San Diego a Tijuana. Las dos ciudades, tan diferentes por su aspecto, su bullicio y su atmósfera, estaban vinculadas por la geografía y la economía, como dos hermanastras de formación totalmente distintas que se ven obligadas a convivir bajo el mismo techo.

En cuestión de minutos Estivar y el jeep se perdieron en medio del denso tráfico. Leo Bishop conducía por el carril de tránsito lento, con las dos manos firmemente aferradas al volante que parecía como si los nudillos fueran a salírsele de la piel. Era un hombre alto y delgado que rondaba la cuarentena y tenía un aire de perplejidad y derrota, como si todas las normas que había aprendido en la vida estuvieran cambiando una por una.

Si la juventud de Dulzura estaba encubierta por la grasa, años de sol y viento exageraban la edad de Leo. Su pelo rojo, descolorido, tenía el color de la arena y el rostro estaba marcado en los pómulos y en la nariz por las cicatrices de repetidas quemaduras. Tenía ojos de color verde claro que protegía del sol entrecerrándolos, de modo que cuando estaba a la sombra y sus músculos faciales se relajaban, aparecían en torno de los ojos finas líneas blancas que se formaban donde no habían llegado los rayos ultravioletas. Esas líneas le daban una curiosa intensidad de expresión que hacía que algunos de los mejicanos hablaran furtivamente de mal de ojo y de azar o mala suerte.

Desde que su mujer se ahogó en el río las habladurías aumentaron; tuvo problemas con los peones, se le rompió la maquinaria, la helada le quemó los pomelos y dañó los datileros… y todo era mal de ojo o demonios de la muerte. Bishop sospechaba que Estivar cultivaba los rumores, pero nunca le habló de sus sospechas a Devon. A ella le costaría creer que los demonios y el mal de ojo seguían siendo parte del mundo de Estivar.

—Devon.

—¿Sí?

—Pronto se terminará.

Se movió, incrédula.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las nueve y diez.

—Pero Ford dijo que hoy no podríamos acabar. Aunque interrogue a todos los testigos habrá un plazo mientras el juez estudia las pruebas. Puede que no anuncie su decisión durante una semana, según el trabajo que tenga.

—Por lo menos su parte habrá terminado.

Devon no estaba segura de cuál iba a ser su parte. Su abogado le había dado instrucciones de que no se limitara a responder las preguntas, sino que diera voluntariamente más información cuando sintiera necesidad de hacerlo; que hablara de las cosas personales, hogareñas, que podían ayudar a mostrar a Robert tal como realmente era. «Queremos hacerle revivir», había dicho Ford, sin disculparse por la desdichada elección de la frase, como si estuviera poniendo a prueba la compostura de Devon para ver si la mantendría en el tribunal.

El camino doblaba hacia el oeste, rumbo a la bahía de San Diego. En el agua se veían veleros que se movían lentamente como grandes mariposas que se hubieran posado para beber. En el borde de la bahía, una delgada franja de playa, mojada por la marea que retrocedía y plateada por el sol, mantenía a raya el mar abierto.

—Es mejor que me deje a media manzana de la sala de audiencias —pidió Devon—. La señora Osborne cree que no deben vernos juntos.

—¿Por qué?

—La gente podría hablar.

—¿Y eso qué importa?

—A ella le importa.

Durante un tiempo siguieron sin hablar. En la bahía desaparecieron los veleros y aparecieron buques de la armada, las mariposas blancas cedieron el paso a los grises cascarones de acero con antenas de aspecto feroz y fantasmagóricas superestructuras.

—Cuando esto se acabe —observó Leo— no tendrá que preocuparse tanto por las opiniones de Agnes Osborne. No será más que su exsuegra. Mañana o pasado, o la semana próxima, será libre.

—¿Y qué es ser libre, Leo?

—Tomar decisiones.

Para Devon había sido un año sin decisiones; las decisiones las habían tomado los demás. Ella había pagado las cuentas que Estivar le decía que pagara, había firmado los papeles que Ford, su abogado, le ponía delante, había respondido a las preguntas del policía Valenzuela y comido lo que cocinaba Dulzura y usado la ropa que sugería Agnes Osborne.

Pronto el año habría terminado, oficialmente, y las decisiones serían suyas. Ya no habría trajes de piel de tiburón tostada, ni chorizo con huevos revueltos sepultados por el chile en polvo; Valenzuela ni siquiera seguía estando en la policía y después de que el juez diera su veredicto Devon no tendría razones para ver a Ford. Podría vender el rancho y entonces también Estivar se convertiría en parte del pasado.

Ysobel se inclinó hacia adelante para observar el cuentakilómetros.

—Así que estamos en una carretera —comentó con una voz densa de ironía—. No sabía que la carretera fuese una pista.

—El límite de velocidad es ciento cinco —respondió Estivar— y yo tengo que adaptarme al tráfico.

—Parece que vamos a alguna fiesta por la prisa que tienes en llegar. El señor Bishop es más sensato. Está a kilómetros detrás de nosotros ¿y por qué no? Bien sabe que no hay ningún premio que le espere a la llegada.

—En eso tal vez te equivocas —respondió con una risita áspera Estivar, que había estado toda la mañana de ánimo huraño.

—Cállate. A ver si alguien te oye y empieza a sumar dos y dos son cuatro.

Ysobel no se preocupaba por Jaime, que la mayor parte del tiempo parecía sordo como una tapia, ni por Lum Wing cuyo español, hasta donde ella sabía, se limitaba a algunas obscenidades y unas pocas y esporádicas expresiones de cortesía como «buenos días».

—Tendrías que tener cuidado con la lengua cuando Dulzura está presente —agregó Ysobel—. Es chismosa de nacimiento.

Dulzura abrió la boca con exagerado asombro. No era cierto que fuera chismosa, ni de nacimiento ni de ningún otro modo. No le decía nada a nadie, principalmente porque en ese maldito lugar dejado de la mano de Dios no había a quién decirle nada, salvo a la gente que ya lo sabía. Dulzura estaba pensando cuál sería el premio que esperaba al señor Bishop y qué valor tendría y si sería cosa de preguntárselo a la señora Osborne.

—La señora joven —prosiguió Ysobel en voz baja—. ¿A ella te refieres con lo del premio?

—¿Y a qué si no?

—Jamás se casaría con él. Es demasiado viejo.

—Pues no están haciendo cola a su puerta.

—Todavía no, porque legalmente es una mujer casada y la gente educada es muy rara para esas cosas. Pero espera a ver si después de hoy no hay bastantes hombres, y hombres jóvenes también. Sin embargo, no se quedará con ninguno. Venderá el rancho para volverse a la ciudad.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo soñé anoche. En colores. Y cuando fui a la adivina de Boca del Río me dijo que prestara mucha atención a los sueños en colores porque, buenos o malos, siempre se cumplen… ¿Tú no sueñas en colores, Estivar?

—No.

—Bueno, no importa. La cosa es así: la señora joven va a vender el rancho y se va a volver al sitio de donde vino.

—¿Y qué va a pasar conmigo?

—El nuevo patrón estará encantado de tener un capataz con veinticinco años de experiencia, naturalmente.

—Eso del nuevo propietario, ¿también estaba en el sueño?

—No, pero a lo mejor no me fijé bastante. Esta noche voy a mirar bien a ver si anda por ahí en algún rincón.

—Si se parece a Bishop —dijo ásperamente Estivar— despiértate rápido.

—Bishop no tiene con qué comprar el rancho.

—Pero puede casarse con él.

—No, no, no. La señora está harta de este lugar y se volverá a la ciudad, como en mi sueño. La vi caminar entre enormes edificios grises, con un vestido color púrpura y flores en el pelo.

El mal humor se agravó después de la conversación con su mujer. La siguiente vez que Lum Wing eructó le dijo a gritos que dejara de hacer esos malditos ruidos o que se bajara y se fuera a pie.

Lum Wing habría preferido bajar e ir a pie, pero el jeep no se detuvo para que pudiera hacerlo y además estaba ese ominoso papelito en el bolsillo de su camisa, mejor que se presente por la buenas o por las malas… Bien sabía el viejo que no era el dueño de su destino. Cuando había otra gente cerca, eran ellos los que decidían lo que tenía que hacer. Únicamente cuando estaba solo tenía posibilidad de elegir: entre hacer solitarios o jugar al ajedrez, entre ponerle lima o limón a la ginebra o no tener ginebra y comerse una docena de semillas de ginseng. Para preservar su intimidad y sus posibilidades de elección, el chino se había reservado un rincón del edificio que se usaba como comedor del personal en la época en que había peones. Entre el fogón y el armario había colgado una manta doble, que había cogido de uno de los cobertizos, y cuando su jornada de trabajo terminaba, se retiraba a su rincón a jugar al ajedrez con oponentes imaginarios, todos muy astutos y despiadados, aunque nunca tanto como el propio Lum Wing.

En una mitad del fogón se usaba butano como combustible y en la otra mitad, madera o carbón mineral. Incluso en las noches cálidas Lum Wing mantenía un pequeño fuego encendido con restos de madera o ramitas podadas de los árboles o arrancadas por las tormentas. Le gustaba el ruido impersonal pero activo de la madera al quemarse, porque le ayudaba a cubrir otros ruidos que salían de la oscuridad, al otro lado de su precaria pared; susurros, gruñidos, retazos de conversación, risas.

Lum Wing procuraba ignorar esos ruidos vulgares de la gente vulgar y fijar la atención en el silencio marfileño de reyes, damas y alfiles. Pero a veces, muy a su pesar, reconocía alguna voz en las tinieblas y cuando eso sucedía se fabricaba diminutos tapones de papel y se los metía lo más adentro posible en los oídos. Sabía que la curiosidad había matado más gente que gatos.

Volvió a tragar más aire y a regurgitarlo.

—… probablemente sea el hígado —decía Ysobel—. Me han dicho que hay enfermedades contagiosas del hígado —sacó un pañuelo del bolso y se lo apretó contra la nariz y la boca, diciendo con voz ahogada—: ¡Jaime! ¿Me oyes, Jaime? Contéstale a tu madre.

—Contéstale a tu madre, Jaime —le dijo bondadosamente Dulzura—. Eh, despiértate.

Los párpados de Jaime se estremecieron levemente.

—Estoy despierto.

—Bueno, contéstale a tu madre.

—Le estoy contestando. ¿Qué quiere?

—No sé.

—Pregúntale.

—Quiere saber qué es lo que quieres —transmitió Dulzura inclinándose hacia el asiento de delante.

—Dile que no deje que este chino le eche el aliento en la cara.

—Dice que no dejes que el chino te eche el aliento en la cara.

—No me lo está echando en la cara.

—Bueno, si lo hace no le dejes.

Jaime volvió a cerrar los ojos. La vieja se estaba volviendo cada día más chiflada. Él, personalmente, esperaba tener la suerte del señor Osborne y morirse antes de hacerse viejo.

En las escalinatas del tribunal había palomas que se arreglaban las plumas al sol y se paseaban de un lado a otro con el aire de importancia de guardias uniformados. Junto a una de las columnatas, Devon vio a su abogado, Franklin Ford, rodeado de media docena de hombres. Él la vio, le echó una rápida mirada de advertencia y se dio la vuelta otra vez. Al pasar, Devon le oyó hablar con su voz pausada y suave, pronunciando cuidadosamente cada sílaba como si se dirigiera a un grupo de extranjeros o de idiotas.

—… recordad que en este caso no hay litigio. Por ejemplo, no hay oposición de ninguna compañía de seguros que tenga que pagar una póliza grande por la vida de Robert Osborne, ni hay parientes que no estén satisfechos con lo dispuesto respecto a las propiedades del señor Osborne. La suma del seguro es desdeñable, ya que no consiste más que en una pequeña póliza que hicieron sus padres cuando él era pequeño. Los términos de su testamento están claramente enunciados y no han sido recusados; y de sus deudos, su esposa solicitó esta audiencia al tribunal y su madre está de acuerdo. De modo que nuestro propósito en la audiencia de hoy es establecer el hecho de la muerte de Robert Osborne y demostrar en la forma más concluyente que sea posible cómo, por qué, cuando y dónde se produjo. Nadie ha sido acusado, nadie está sometido a proceso.

Mientras Devon entraba en el edificio, se preguntaba quién estaba más cerca de la verdad, si Ford al afirmar que nadie estaba sometido a proceso o Agnes Osborne al decir: «Claro que es un proceso, para todos nosotros».

La puerta de la sala de audiencias número cinco estaba abierta y los bancos destinados a los espectadores se encontraban casi llenos. Hacia el lado derecho, cerca de las ventanas, sola, estaba sentada Agnes Osborne. Llevaba un sombrero azul posado como un pájaro sobre sus cuidados rizos rubios y un vestido tejido del mismo tono gris oscuro de sus ojos. Si notaba que estaba en un proceso, lo disimulaba muy bien. Su rostro no mostraba expresión alguna, salvo un ángulo de la boca que tenía una semisonrisa estereotipada, como si estuviera algo divertida, aunque con un leve matiz desdeñoso, por la situación y la compañía en que se encontraba. Era el rostro que mostraba en público. El otro era inseguro, trastornado, muchas veces mojado de lágrimas y manchado de cólera.

La anciana vio cómo Devon se acercaba por el pasillo y pensó qué incongruente parecía aquel lugar de violencia y muerte. Devon todavía debería andar por los salones de algún colegio en compañía de otras lindas ratoncitas como ella y de muchachos serios y granujientos. Tengo que ser más buena con ella, tengo que esforzarme más por serlo. Si está aquí es por mi culpa.

La señora Osborne había pensado que si conseguía apartar a Robert del rancho durante un par de meses, el escándalo provocado por la muerte de Ruth Bishop se desvanecería. Había sido un error. Su ausencia no había servido más que para intensificar las habladurías, y al volver, Robert había traído consigo a Devon, su esposa. Agnes se había sentido afrentada y herida. Claro que quería que alguna vez su hijo se casara, pero no a los veintitrés años, ni con esa extraña criatura que venía de otra parte del mundo. «¿Robert, por qué? ¿Por qué lo hiciste?». «¿Y por qué no? La muchacha me quiere y piensa que soy un gran tipo. ¡Qué te parece!».

Devon se inclinó y las dos mujeres se rozaron levemente las mejillas. Había cierto aire de cosa definitiva en el frío abrazo, como si ambas supieran que sería uno de los últimos.

En el fondo de la sala de audiencias, sentado entre su padre y Dulzura, Jaime era como un paciente que vuelve de la anestesia y descubre que todavía puede mover todas sus partes móviles. Hizo un par de ejercicios isométricos secretos, se despejó la garganta, tarareó algunos compases de un anuncio de televisión —«Cállate», le dijo Estivar—, se metió otro pedazo de chicle en la boca, se subió los calcetines, hizo crujir los nudillos —«¡Termina de una vez!»—, se rascó la oreja, se frotó la mandíbula, se pasó un peine grasiento por el pelo. —«Por Dios, ¿quieres estarte quieto de una vez?».

Jaime cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó quieto, salvo cuando movía rítmicamente un pie hasta tocar el banco que estaba delante de él y hacía rechinar casi imperceptiblemente los dientes. La escena no era lo que había esperado. Había pensado que todo estaría lleno de policías pero en la sala de audiencias no se veía más que uno, un tipo de unos treinta y cinco años que estaba bebiendo en el refrigerador de agua.

El asiento del juez y el sitio del jurado estaban vacíos. Entre ellos, puesto sobre un caballete, había un gran dibujo. Ni siquiera reduciendo los ojos a meras rayitas y usando toda su capacidad de concentración, Jaime pudo darse cuenta de qué era el dibujo. Tal vez había quedado ahí del día anterior o de la semana pasada y no tenía nada que ver con el señor Osborne. Pese al aire de tranquilidad que Jaime exhibía ante sus amigos y a la pose soñolienta que asumía dentro del círculo familiar, seguía teniendo la despierta curiosidad de un chico.

—Eh, muévete, que no puedo salir —le susurró a Dulzura.

—¿Dónde vas?

—Fuera.

—Pasa.

—No puedo. Estás muy gorda.

—Eres un mocoso con la lengua muy larga —observó Dulzura y, levantándose penosamente, salió al pasillo.

Con aire casual y las manos en los bolsillos, Jaime fue hacia la parte de delante de la sala de audiencias y se sentó en la primera hilera de bancos. El policía ya no estaba bebiendo y le miraba como si sospechara que Jaime pudiera hacer alguna travesura. El muchacho trató de tener el aspecto de un chico capaz de hacer cualquier travesura si le daba la gana, pero que en ese momento no estaba para esas cosas.

El dibujo que había en el caballete era un mapa. Lo que desde el fondo de la sala le había parecido un camino era el lecho del río que marcaba los límites del rancho al este y al sudeste. Los triangulitos eran árboles que indicaban el huerto de limoneros al oeste, el bosquecillo de aguacates en el noroeste y al norte las hileras de palmeras datileras a cuya sombra crecían los pomelos. El círculo mostraba la situación del estanque, y los rectángulos, cada uno de los cuales tenía una letra, eran los edificios: la vivienda del rancho, el comedor de los peones, el cobertizo dormitorio y los depósitos, el garaje para la maquinaria y al otro lado del garaje la casa donde vivía Jaime con su familia.

—¿Busca algo, amigo? —preguntó el policía.

—No. Quiero decir, no, señor. Estaba mirando el mapa nada más. Representa el lugar en que vivo. Ahí donde está la C, ésa es mi casa.

—Nada de bromas.

—Soy testigo en el caso.

—No me digas.

—Conducía el tractor cuando de repente miré al suelo y ahí estaba tirado el cuchillo ese.

—Bueno, bueno. Será mejor que vuelvas a tu asiento. Ya va a venir el juez y le gusta ver todo en orden.

—¿No quiere saber como era el cuchillo?

—Puedo esperar. De cualquier modo tengo que estar presente todo el tiempo, porque soy el ujier.

El empleado del tribunal, un hombre joven que llevaba gafas y vestía un traje de sarga azul, se levantó para hacer el primero de sus cuatro anuncios diarios:

—El Tribunal Superior del Estado de California en y por el Condado de San Diego está reunido. Preside el juez Porter Gallagher. Tomen asiento, por favor.

El empleado ocupó su lugar en la mesa que compartía con el ujier. Las audiencias de validación testamentaria eran, por lo común, los procedimientos judiciales más aburridos, pero ésta prometía ser diferente. Antes de guardarla en el archivo, el empleado releyó parte de la presentación.

En el asunto de las propiedades de Robert Kirkpatrick Osborne, fallecido, Devon Suellen Osborne expone respetuosamente:

Que es la esposa supérstite de Robert Osborne.

Que la supradicha está informada y cree y por tal información y creencia alega que Robert Osborne está muerto. No se conoce el momento preciso de su muerte, pero la supradicha cree y por lo tanto alega que Robert Osborne murió el decimotercer día de octubre de 1967. Los hechos sobre cuya base se presume la muerte de Robert Osborne son los siguientes:

La supradicha y su esposo, Robert Osborne, convivieron como marido y mujer durante seis meses aproximadamente. La noche del 13 de octubre, después de cenar con su mujer, Robert Osborne salió de la casa del rancho en busca de su perro que se había escapado en el curso de la tarde. Cuando vio que Robert no había vuelto a las nueve y media, su esposa despertó al capataz del rancho y se organizó la búsqueda. Fue la primera de muchas que se realizaron durante un período de muchos meses y abarcando una superficie de cientos de hectáreas. Se han reunido pruebas que demuestran más allá de toda duda razonable que entre las ocho y media y las nueve y media de la noche del 13 de octubre de 1967 Robert Osborne encontró la muerte a manos de dos o más personas…