10
CUANDO LLEGARON AL AUTOMÓVIL, que estaba en el aparcamiento, Leo abrió la portezuela delantera y Devon subió sin protestar. No le gustaba depender de Leo, pero menos aún le gustaba la idea de conducir un automóvil al cual no estaba acostumbrada en una ciudad que todavía le era desconocida.
Leo se sentó al volante, puso el coche en marcha y conectó el acondicionador de aire.
—Me he mantenido alejado de usted todo el día, tal como me lo pidió.
—Fue idea de la señora Osborne —aclamó Devon—. Pensaba que si nos veían juntos la gente murmuraría.
—Ojalá tuvieran algo que murmurar… ¿Tienen?
—No.
—¿No y punto, o todavía no?
La única respuesta de Devon fue un pequeño movimiento de cabeza que podría haber querido decir cualquier cosa.
Se había quitado los cortos guantes blancos que había usado casi continuamente desde la mañana temprano y ahora las falsas manos, pasivas e inmaculadas, que había mostrado a la gente en el tribunal, en la galería y en la calle descansaban inmóviles sobre la falda. Devon sólo mostraba sus verdaderas manos, ásperas y morenas por el sol, con las palmas callosas y las uñas mordidas, a los amigos como Leo, a quienes eso no les importaba, o a la gente que veía todos los días, como los Estivar y Dulzura, que no se fijaban.
—Me preocupa usted —dijo Leo.
—Oh, basta. No quiero que se preocupe por mí.
—Yo tampoco quiero, pero es así. ¿Ha comido como es debido?
—Una hamburguesa.
—No es bastante, está demasiado delgada.
—No se preocupe tanto por mí, Leo.
—¿Por qué no?
—Me pone nerviosa, hace que me sienta rara. Quisiera estar cómoda con usted.
—De acuerdo, no me preocuparé. Se lo prometo —el zumbido del acondicionador ahogó la aspereza de su voz.
Leo se dirigió hacia el norte; el volumen del tráfico había hecho que la velocidad disminuyera hasta la de una calle. Sin rostro, sin nombre, la gente pasaba sin otra identificación que la de su automóvil, un Mustang rojo con matrícula de Florida, un Chevelle azul, un Volkswagen decorado con margaritas, un Continental plateado que despedía por el tubo de escape un humo plateado haciendo juego, un Dart amarillo con techo de vinilo negro, una camioneta blanca Mónaco que remolcaba un bote. Era como si los seres humanos no existieran más que para mantener los vehículos en movimiento, y la significación real hubiera pasado de los Smith y los Jones al Cougar y al Corvair, al Tornado y al Toyota.
—Gire al oeste en Universidad —indicó Devon—, porque vive en la calle Ocotillo, 3117, tres o cuatro manzanas hacia el norte.
—Sé donde es.
—¿Se lo dijo Ford?
—Ella me lo dijo. Un día me llamó y me pidió que fuera a verla.
—Creía que ustedes apenas se hablaban.
—Así era —asintió Leo—. Mejor dicho, así es. Pero fui.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace unas tres semanas, tan pronto como ella descubrió que la audiencia estaba programada para hoy. Bueno, después de mucha cháchara finalmente llegó a lo que quería…, asegurarse de que durante la audiencia no se volvería a hablar sobre la muerte de mi mujer. Dijo que no venía al caso y yo estuve de acuerdo. Me ofreció algo de beber, no acepté y me volví al rancho. Eso es todo, por lo menos en lo que a mí se refiere. No puedo estar seguro de qué era lo que se proponía: tal vez algo muy diferente de lo que en realidad dijo.
—¿Por qué supone eso?
—Si lo que realmente quería era que el nombre de Ruth se mantuviera fuera de todo esto, habría llamado a Ford y no a mí. Yo no soy más que un testigo, él es quien lleva la batuta.
—Puede que también le haya llamado.
—Tal vez —Leo deslizó la mano izquierda por el festoneado borde del volante como si anduviera por un camino accidentado que nunca hubiera recorrido antes—. Creo que lo que quería era asegurarse de que no dijera nada en contra de su hijo. Tiene que creer que Robert era perfecto… y hacer que los demás lo crean.
—¿Y qué podría haber dicho contra él, Leo?
—No era perfecto.
—Usted se refería a algo específico.
—A nada que ahora signifique alguna diferencia para usted. Algo que había terminado antes de que usted supiera que existían los Osborne —y después de una pausa continuó—: Ni siquiera fue culpa de Robert. Simplemente resultó que era el muchacho de la casa de al lado. Y Ruth… también resultó la muchacha de la casa de al lado, sólo que ya andaba por los cuarenta y tenía miedo de envejecer.
—Así que lo que se dijo de ellos era cierto.
—Sí.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes?
—Muchas veces empecé, pero nunca pude terminarlo. Parecía una crueldad. Ahora…, en fin, sé que ahora es necesario, sea cruel o no. No puedo permitir que crea la versión que da la señora Osborne de Robert. No era perfecto; tenía defectos y cometió errores. Y Ruth resultó uno de los errores más grandes, pero él no podía haberlo previsto. Era muy conmovedora en el papel de mujercita desvalida, y Robert era justo para ella. Ni siquiera tenía novia que le sirviera de defensa, gracias a su madre. Se las había arreglado para librarle de todas las muchachas que no eran lo bastante buenas para él…, es decir, de todas las muchachas. Así que terminó con una mujer casada que casi le doblaba la edad.
Devon se mantuvo en silencio, procurando imaginárselos juntos, a Ruth que veía en Robert otra posibilidad de juventud, a Robert que veía en ella su posibilidad de hombría. ¿Cuántas veces se habían encontrado, y dónde? ¿Junto al estanque o en el bosquecillo de palmeras datileras? ¿En el comedor de los peones o en el cobertizo, cuando en el rancho no había mano de obra eventual? ¿En la vivienda misma del rancho, cuando la señora Osborne se iba a la ciudad? Se encontraran donde se encontraran, la gente debía de haberlos visto y se habrían escandalizado o divertido o tal vez simpatizado con ellos…, los Estivar, Dulzura, el personal del rancho, hasta quizá la anciana señora, antes de decidir cerrar los ojos. Todas las referencias de la señora Osborne a Ruth habían sido similares y en el mismo tono: «Robert era bondadoso con la pobre mujer…». «Hizo lo posible para ser atento…». «Era lamentable el espectáculo que daba ella, pero Robert fue siempre paciente y comprensivo».
Robert… bondadoso, paciente, comprensivo y atento. Muy, muy atento.
—¿Cuánto tiempo duró? —interrogó Devon.
—No estoy seguro, pero creo que mucho tiempo.
—¿Años?
—Sí. Probablemente desde que él volvió del colegio de Arizona.
—Pero entonces era un niño, tenía diecisiete años.
—A los diecisiete años ya no se es un niño. No desperdicie compasión en él. Es posible que Ruth le hiciera un favor al apartarla de la madre.
—¿Cómo puede decir con esa tranquilidad algo tan espantoso?
—Tal vez no sea tan espantoso, ni yo esté tan tranquilo —respondió Leo, pero su voz sonaba serena, y hasta lejana—. Esta mañana, cuando Estivar ocupó el lugar de los testigos, echó la culpa a la escuela por inculcarle prejuicios a Robert y apartarlo de la familia Estivar. Pero no creo que fueran prejuicios. Simplemente, Robert tenía algo nuevo en su vida, algo que no podía darse el lujo de compartir con los Estivar.
—Y si estaba al tanto de todo, ¿por qué no trató de impedirlo?
—Lo intenté. Al principio Ruth lo negó todo. Después empezamos a tener peleas periódicas, largas, a gritos, sin control alguno. Después de la última ella hizo la maleta y se fue a pie a la casa de los Osborne, pero nunca llegó.
—¿Entonces lo de escaparse con Robert no había sido nada planeado?
—No. Creo que para él habría sido un verdadero golpe mirar por la ventana y ver que Ruth iba hacia su casa con una maleta. Pero no la vio; había empezado a llover mucho y Robert estaba en su estudio repasando sus cuentas. La madre estaba arriba, en su dormitorio. Los dos cuartos dan hacia el oeste, en dirección contraria al río, así que nadie estaba mirando, nadie supo la hora exacta de la inundación relámpago, nadie Vio que Ruth intentara cruzarlo. Era menuda y delicada, como usted, y no se necesitaba mucho para derribarla.
Menuda y delicada… «Usted me recuerda a alguien que conocía», le había dicho Robert la primera vez que se encontraron. «Es…, era agradable. Ahora está muerta y mucha gente cree que yo la maté».
—Leo.
—Sí.
—¿La muerte fue accidental?
—Eso dijo el médico forense.
—¿Y usted qué dijo?
—A mí —articuló lentamente Leo— me pareció una manera muy loca de morir eso de ahogarse en medio de un desierto.
La casa de la calle Ocotillo, 3117 estaba construida en estilo misionero californiano, con techo de tejas, gruesas paredes de adobe y una arcada que daba al patio. La arcada estaba decorada con cerámica y del punto más alto colgaba una calesita en miniatura, con caballos de bronce que se sacudían, saltaban y repicaban uno contra otro cada vez que soplaba el viento.
El patio interior estaba pavimentado con piedras planas de imitación y adornado con arbustos y arbolitos que crecían en macetas mejicanas de barro. El anaranjado de las hojas de los nísperos, el rosa de los hibiscos en flor, el púrpura de las fucsias, el carmesí de las bayas de crategus, todos los colores resultaban opacos y palidecían comparados con el brillante esmalte de las macetas. La palabra bienvenido que se leía en la estera colocada ante la puerta de entrada daba la impresión de que nadie la hubiera pisado jamás. Las sandalias de Devon se hundieron en la espesa fibra aterciopelada, hasta que sólo quedó visible el empeine, formado por dos tiras cruzadas en X que parecían marcar el lugar: Aquí estuvo parada Devon Osborne.
La joven tocó el timbre de la puerta. Sentía el brazo pesado y rígido como si fuera un cañón de plomo que tuviera enganchado en el hombro.
—No sé qué pensar —comentó—. Quisiera que no me hubiera contado nada.
—A veces es fácil convertir, en héroe a un muerto, especialmente con ayuda de su madre. Claro que yo no puedo competir con los héroes. Y si tengo que poner las cosas en su lugar para ganar, lo haré.
—No debe hablar de esa manera.
—¿Por qué?
—Puede oírlo.
—No oye más que lo que quiere. Y no es probable que incluya nada de lo que yo diga.
Una ráfaga de viento atravesó el patio y los caballos de la minúscula calesita danzaron al son de su propia música. Las fucsias dejaron caer señorialmente algunos pétalos y los bambúes rasparon y arañaron la ventana del salón.
Las cortinas se abrieron y dejaron ver la mayor parte de la habitación y de su contenido. Alineadas a lo largo de una pared estaban las pertenencias que la anciana señora Osborne se había llevado de la vivienda del rancho: el piano de caoba y el antiguo escritorio de madera de cerezo, abiertos ambos, como si su dueña hubiera estado tocando algo y escribiendo alguna carta antes de desaparecer. El resto del mobiliario lo había adquirido con la casa y la señora no se había molestado en cambiar nada; había un par de historiados sillones que se enfrentaban a través de una mesa de chaquete, una biblioteca con puertas de cristal, y en las paredes se veían cuadros al óleo que evocaban la infancia de alguien, el recuerdo de ríos claros y tranquilos, prados color esmeralda y dorados bosques de arces.
Leo había dado la vuelta a la casa, en busca del garaje. Cuando volvió parecía irritado y preocupado, como si sospechara que el destino iba a jugarle otra mala pasada, que había puesto en marcha un mecanismo que no podría detener y había instalado trampas en lugares que desconocía.
—El automóvil está —anunció—. ¿Por qué no empuja la puerta?
—Pero aunque no esté cerrada con llave, no podemos entrar.
—¿Por qué no?
—No le gustaría.
—Puede que no esté en situación de que le guste, ni le disguste.
—¿Qué quiere decir con eso?
Leo no respondió.
—Leo, ¿insinúa que podrían haberla…?
—Lo que insinúo es que hagamos algo para salir de dudas.
El picaporte giró sin dificultad y la puerta se abrió hacia dentro, retenida por su propio peso y la vacilación de Devon. Una corriente de aire hizo volar algunos papeles que estaban sobre el escritorio. Al inclinarse para recoger uno, Devon vio que estaba cubierto de letras de imprenta hechas con un grueso rotulador negro. Había frases y fragmentos de frases, palabras sueltas, algunas en inglés, algunas en español.
Recompensa Premio (¿Remuneración? Preguntarle a Ford).
Se pagarán diez mil dólares a cualquiera que proporcione información
(No, no. Más sencillo).
El 13 de octubre de 1967
Robert K. Osborne, veinticuatro años, rubio, ojos azules, un metro ochenta y tres de altura, setenta y siete kilos
(¿Más dinero? Preguntarle a Ford).
¿Ha visto usted a este hombre? (Usar tres retratos, de frente, perfil, tres cuartos).
¡Atención!
Por favor, ayúdenme a encontrar a mi hijo.
Devon se quedó de pie con el papel en la mano, escuchando cómo Leo se movía por el comedor y la cocina, y pensó cómo iba a decir que, después de todo, ése no iba a ser el último día. La señora Osborne se proponía ofrecer otra recompensa y el asunto iba a empezar de nuevo. Habría otra ronda de llamadas telefónicas y de cartas, la mayoría de una tremenda ridiculez, pero algunas bastante razonables como para despertar de nuevo débiles esperanzas. Claro que no había que tomar en serio a la señora que pretendía haber visto aterrizar a Robert en un platillo volante, en un campo cerca de Omaha, pero sin embargo, alguna atención había que prestar a los informes de que lo habían visto trabajando como marinero en un yate anclado en las proximidades de Ensenada, o recogiendo una maleta en el departamento de equipajes de la TWA en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, o tomando coca cola y ron en un bar de San Francisco, o empleado como ascensorista en un hotel de Denver. Todos los informes razonables habían sido comprobados. Pero Valenzuela decía: «No está trabajando, ni bebiendo, ni viajando, ni nada por el estilo. Perdió demasiada sangre, señora».
Por favor, ayúdenme a encontrar a mi hijo.
Devon volvió a colocar la hoja sobre el escritorio con tanto cuidado como si estuviera contaminada y siguió a Leo a la cocina, que acababa de ser usada. Había una cafetera sobre el fuego, con la llama baja, y sobre la mesa, junto al fregadero, había medio corazón de lechuga, dos rebanadas de pan que se arqueaban un poco en los bordes y un bote abierto de mantequilla de cacahuete, del cual asomaba un cuchillo. Era un cuchillo común de mesa, de punta redondeada y sin filo, pero a la señora Osborne, como a Devon, podía haberle hecho pensar en otro cuchillo más letal, un recuerdo del que quería huir.
—Parece que haya empezado a hacerse un bocadillo —comentó Leo— y que algo le haya interrumpido…, tal vez el timbre de la puerta o el teléfono.
—Pero nos había dicho que estaba muy cansada para comer y que no quería más que descansar.
—Entonces miremos en los dormitorios. ¿Cuál es el de ella?
—No sé. Cambia continuamente.
El dormitorio de delante tenía una ventana que daba al patio; estaba protegida por una reja de hierro y enmarcada por mil flores de buganvilla que a la más leve brisa se agitaban como trozos de papel de seda escarlata. El cuarto estaba completamente amueblado, pero tenía un aire de abandono que hacía pensar que sus verdaderos dueños lo habían dejado hacía mucho tiempo. La puerta del armario estaba a medio abrir y dentro se veían media docena de grandes cajas cuidadosamente guardadas; sobre cada una de ellas, escrito con rojo, se leía «Ejército de Salvación». Devon reconoció su propia letra y se dio cuenta de que las cajas eran las que había llenado con las cosas de Robert y había entregado a la señora Osborne para que las hiciera llegar al Ejército de Salvación.
El otro dormitorio estaba ocupado. Atravesado boca abajo en la cama, alguien dormía envuelto en una desteñida bata de seda azul. Tenía los brazos doblados y ambas manos apretadas contra la cabeza como si intentara disimular los lugares donde el cabello escaseaba. Sobre el escritorio había una cabeza de material plástico que sostenía los pulcros rizos que la señora Osborne llevaba en público. El sombrero azul que había usado en el tribunal estaba caído o había sido arrojado sobre la alfombra y el vestido colgaba de una silla con el aire desvalido de una piel abandonada.
Las dos ventanas estaban herméticamente cerradas y en el aire inmóvil se sentía el olor débilmente ácido del pesar, de los pecados menudos y los fracasos que enmohecen en armarios y rincones húmedos y olvidados.
—Señora Osborne —llamó Devon, pero el nombre sonaba raro, como si la mujer silenciosa y desvalida fuera una extraña que no tuviera derecho a usarlo.
»Señora Osborne, conteste. Soy Devon. ¿Se encuentra bien?
La extraña se movió, desconociendo su identidad, protestando por la invasión de su intimidad, cuando Devon se inclinó sobre ella para tocarle las sienes y tomarle el pulso cogiéndola por la frágil muñeca blanca. El pulso era lento, pero tan regular como el tictac de un reloj. Sobre la mesa de noche se veía un frasquito con cápsulas amarillas, a medio vaciar. La etiqueta lo identificaba como Nembutal, de cincuenta miligramos, recetado por el médico de la familia Osborne en Boca del Río.
—¿Me oye, señora?
—Ve… te.
—¿Ha tomado pastillas para dormir?
—Pastillas.
—¿Cuántas tomó?
—¿Cuán…? Dos.
—¿Nada más? ¿Nada más que dos?
—Dos.
—¿Cuándo se las ha tomado?
—Cansada. Vete.
—¿Las ha tomado cuando ha llegado a casa a mediodía?
—Mediodía.
—¿Se ha tomado dos píldoras a mediodía, es así?
—Sí. Sí.
Leo abrió las ventanas y entró un aire que olía a cosechas olvidadas, a naranjas demasiado maduras cuya cáscara densa y picada de viruela cubría una pulpa que estaba seca y fibrosa. La anciana se dio la vuelta de lado, con las rodillas encogidas y las manos sobre la cabeza, como un feto que procura eludir el dolor del parto.
—Si no miente, no tomó más de cien miligramos —explicó Devon—. El efecto se le pasará pronto. Me quedaré con ella hasta entonces.
—Yo también me quedaría si sirviera de algo.
—Mejor que no. Se va a molestar si se despierta y le encuentra aquí. Es mejor que vuelva al tribunal y le explique a Ford lo que ha pasado.
—No sé qué ha pasado.
—Bueno, dígale lo que sabe…, que está bien, pero que no va a poder prestar declaración, por lo menos esta tarde.