12
COMO UN ANIMAL que en sueños hubiera percibido el peligro, repentinamente la señora Osborne se despertó por completo. Al abrirse, sus ojos estaban alertas y dispuestos a divisar un enemigo, y su voz sonaba clara y desafiante.
—¿Qué haces tú aquí?
—Como usted no contestaba el teléfono —explicó Devon, volviendo desde la ventana—, vine a ver qué ocurría. La puerta de delante estaba abierta y entré.
—A vigilarme.
—Sí.
—Como si fuera una vieja decrépita.
—No. El señor Ford me pidió que viniera a ver por qué no volvía al tribunal. Pensaba que había quedado claro que tenía que prestar declaración.
—Sí que quedó claro —la anciana se sentó en la cama, pasándose los dedos por el mentón, las mejillas y la frente como una ciega que volviera a familiarizarse con su cara—. Pero no siempre hago lo que esperan que haga, sobre todo cuando no me parece justo. No podía impedir la audiencia, pero por lo menos podía no intervenir en ella.
—¿Y le parece que eso es una victoria?
—Es lo mejor que puedo hacer por el momento.
—Por el momento —repitió Devon—. ¿Entonces está pensando en algo más?
—Sí.
—¿Algo como una nueva recompensa?
—Así que has visto el papel sobre mi escritorio. Bueno, de todos modos te lo iba a decir —se levantó, ajustándose a la garganta el cuello del salto de cama azul, como si procurara proteger un sitio vulnerable—. Claro que tú lo desapruebas. Pero es demasiado tarde; ya he encargado el primer anuncio en el diario.
—Me parece un gesto inútil.
—Diez mil dólares no son únicamente un gesto; son una realidad bastante sólida.
—Únicamente si compran algo —objetó Devon—, y no hay nada que comprar. La otra recompensa no trajo ninguna información aprovechable.
—Con ésta será distinto. Por ejemplo, ordenaré que la distribución de los carteles anunciando la recompensa sea mucho más amplia. Y se volverán a hacer carteles. Esta vez usaremos por lo menos dos fotografías de Robert, una de frente y otra de perfil, tú puedes ayudarme a elegirlas, y la redacción será muy sencilla y directa para que la entiendan hasta en los pueblos más pequeños de Méjico, donde casi nadie sabe leer —dejó escapar una breve carcajada, casi como la risa de una colegiala—. Vaya, si sólo de hablar de eso me siento mejor. Siempre me levanta el ánimo emprender algo positivo por mi cuenta en vez de esperar que los demás tomen las decisiones. Voy a hacer café para celebrarlo. ¿Tomarás un poco, querida?
Sin esperar respuesta, salió de la habitación y, después de vacilar un momento, Devon la siguió al la cocina. La anciana echó agua en la cafetera y midió el café con una cucharilla de plástico, tarareando una melodía monótona, útil para disimular silencios incómodos y frenar preguntas embarazosas. Era como el piano del que le había hablado Estivar durante el descanso del mediodía, pensó Devon: «Ella empezaba a tocar algo que cubriera todo, una pieza con acordes muy sonoros como la “Marcha del torero”… o “Adelante, soldados cristianos”… Bang, bang, bang… Le juro que a veces todavía oigo el sonido de ese piano, aunque sé que no está allí. Yo mismo ayudé a los de la mudanza a sacarlo de la casa».
De pronto el tarareo se detuvo y la señora Osborne con el ceño fruncido, se apartó de la ventana.
—No veo tu automóvil —acotó—. ¿Cómo viniste?
—Me trajo Leo.
—Ah.
—No le costó nada encontrar la casa —comentó Devon con tono mesurado—. Parece que había estado antes.
—Hace dos o tres semanas le pedí que viniera para hablar de un asunto personal.
—De Ruth.
—Entonces te lo dijo.
—Sí.
La anciana se sentó a la mesa, quedándose frente a Devon con una sonrisa dura en un ángulo de la boca.
—Probablemente te repitió esa horrible historia de Ruth y Robert.
—Sí.
—Claro que no la habrás creído. Vaya, si Robert podía haber tenido chicas jóvenes, ricas y bonitas por docenas. A quién se le ocurre que se haya metido con una mujer como Ruth, que no tenía nada. Ni siquiera tiene sentido, ¿no es cierto?
—No —respondió Devon, porque eso era lo que esperaba de ella. Ya no sabía qué creer, ni qué era lo que tenía sentido o dejaba de tenerlo. Cada información nueva daba sombra en vez de luz; Robert iba perdiéndose gradualmente en la oscuridad y los meses que habían pasado juntos perdían sus contornos y cambiaban de forma como las nubes en un día de tormenta.
El café había empezado a filtrarse y durante un rato sólo se oyó en la habitación su alegre borboteo. Después la señora Osborne volvió a hablar.
—Después de la muerte de ella, los chismosos tuvieron tela para cortar, está claro. Lo gracioso fue que no hablaban de Leo porque descuidara a su mujer, ni de Ruth porque buscara la compañía de otro hombre. Hablaban de Robert.
—¿Por qué?
—Porque era joven y vulnerable.
—No es motivo suficiente.
—El hecho de que existiera era un motivo para cierta gente. A cualquier parte donde Robert y yo íbamos había murmuraciones. Sonaba el teléfono, descolgábamos y no respondía nadie, sólo se oía respirar. Llegaban cartas sin firma. Terminé por llamar a la oficina del comisario y mandaron a Valenzuela al rancho para discutir la situación. Hablamos, pero no pudimos entendernos. Él también tenía la idea de que Robert era un seductor y un destructor de mujeres y no hubo forma de hacérsela cambiar. Desde el primer momento tuvo prejuicios en contra de Robert y por eso realmente nunca trató de encontrarle, porque no quería. Claro que montó bien el espectáculo, con todos esos viajes a Méjico y a los campamentos de peones. Durante cierto tiempo engañó a sus superiores, pero al final se dieron cuenta y lo echaron.
—Lo que oí decir fue que volvió a casarse y que a su esposa no le gustaba que trabajara en la policía.
—Tonterías. Jamás hubiera abandonado la autoridad que da semejante trabajo, por no hablar del salario y del grado, por hacer caso a una holgazana.
—¿Cómo sabe que era una holgazana? Podría…
—Las cosas se saben. A Valenzuela le despidieron. Lo decían por todas partes.
—Hablé con él esta tarde —dijo Devon—. Se disculpó por el giro que habían tomado las cosas y parecía muy sincero. No puedo creer que no haya hecho todo lo posible por encontrar a Robert.
—¿No puedes…? ¿Cómo quieres el café?
—Solo, por favor.
—Me parece que está muy flojo.
—Está bien.
La anciana sirvió el café con mano firme.
—¿Y qué más te dijo? —interrogó—. Me imagino que no se acercó únicamente para decirte que lo lamentaba.
—Dijo que el caso ha terminado.
—Por lo que a él se refiere, hace tiempo que terminó.
—No. Quería decir que yo…, que usted y yo no debemos seguir teniendo esperanzas.
—Bueno, pues el consejo no nos sirve a ninguna de las dos, ¿no? Tú nunca has tenido esperanzas y yo no pienso dejar de tenerlas.
—Ya lo sé —reconoció Devon—. Vi las cajas.
—¿Las cajas?
—Las que están en el armario del dormitorio. Las que me dijo que iba a entregar al Ejército de Salvación.
—No lo prometí. Accedí a llevárselas porque no quería discutir contigo, ya que estabas tan ansiosa por sacarlas de la casa. Me pareció lo más natural traérmelas aquí en vez de dárselas a extraños. En esas cajas había cosas muy personales. Sus gafas… —su voz tropezó en la palabra, cayó y volvió a elevarse—. Devon, ¿cómo pudiste hacer eso…, deshacerte de sus gafas?
—Podrían haberle servido a alguien, y Robert habría estado de acuerdo.
—Me entristeció horriblemente pensar que un extraño pudiera usar las gafas de Robert y que tal vez las usara para ver cosas feas que Robert jamás habría visto, tan buen muchacho como era. No lo pude soportar y guardé las gafas para estar segura.
—¿Y qué va a hacer con el resto de las cosas?
—Pensé, arreglar el dormitorio de delante de la misma forma que Robert tenía arreglado su cuarto en el rancho, con el tipo de cosas que les gustaba a los chicos…, los banderines del colegio en las paredes, sus carteles de esquí acuático y los mapas, por supuesto. ¿Robert nunca te enseñó sus mapas antiguos?
—No.
—Mi hermana se los mandó una vez para su cumpleaños. Eran copias enmarcadas de mapas medievales, que mostraban el mundo como entonces se suponía que era, plano y rodeado de agua. En el borde de un mapa había una leyenda donde decía que las zonas más alejadas eran desconocidas e inhabitables, debido al calor del sol. En otro decía simplemente: «Más allá hay monstruos». A Robert le gustó la frase; hizo un letrero y lo puso en la puerta de su cuarto: MÁS ALLÁ HAY MONSTRUOS. A Dulzura le aterraba el letrero y no quería ni pasar cerca, porque creía en los monstruos y es probable que siga creyendo. Si no me quedaba en la puerta para protegerla, ante la duda, se negaba a limpiar la habitación de Robert. Es una suerte para Dulzura. Todos tenemos monstruos, pero tenemos que darles algún otro nombre o hacer como que no existen… El mundo de los mapas de Robert era hermoso, plano y sencillo. Había sitios para la gente y sitios para los monstruos. Es duro descubrir que el mundo es redondo y que los sitios se superponen y no hay nada que nos separe de los monstruos; que todos estamos girando juntos en el espacio y no hay siquiera una manera elegante de separarnos. El saber puede ser algo muy tremendo.
Devon sorbió el café, que parecía agua caliente levemente coloreada y apenas aromática.
—¿Qué edad tenía Robert cuando le regalaron los mapas? —preguntó.
—No estoy segura.
—¿La edad de Jaime?
—Creo que un poco más.
—Quince años, entonces.
—Eso es, ahora me acuerdo. Fue el año que creció tanto… Hasta entonces había sido más bien menudo, no mucho más alto que los hijos de Estivar, y de pronto empezó a crecer.
Tenía quince años, pensó Devon. Era el año que murió su padre y que ella lo mandó a la escuela. Y en realidad nunca volvió. Su madre sigue esperando que vuelva a un cuarto decorado con banderines del colegio y carteles de esquí acuático y con una señal de advertencia sobre la puerta.