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En la prisión decidí hacerme la guillao, la desentendida, la muerta. Me obligué a mantener un relajamiento intenso para lo que fuese, incluso para dejarme ofender y despersonalizar. No cabían más ilusiones. Había llegado al término de una senda donde fui testigo o protagonista de hechos que conmovieron al mundo. Conocí en el barro y en el sol a los héroes y villanos que habían participado en el asalto al cuartel Moneada, la despatarrada peripecia del Granma, los entrenamientos en la Sierra, las provocaciones al ejército de Batista, las incursiones en el Llano, la entrada triunfal en La Habana, la lucha en playa Girón, la represión contra los alzados de Escambray, el abandono del proyecto democrático, la exportación de guerrilleros internacionales para sembrar la miseria en varios países de América Latina y África con la utopía de instalar un mundo mejor. ¿A qué seguir?

Me había resignado a la persecución política. Abandoné amigos del alma. Fui ingrata con Húber Matos, a quien tanto debía y por quien tan poco hice. Denuncié a Melchor. Pronuncié discursos fanáticos. Fui cómplice de procedimientos inseguros. Ahogué mis sentimientos de culpa para no perturbar el retorcido flujo de la Revolución. Con Ignacio advertimos nuestro cubanismo de pachanga, la alegría irresponsable de los que preferían someterse a la nueva tiranía para estar a la moda y no tener que modificar los esquemas que proveen confort. Intelectuales de cinco continentes tiritaban de gozo (¿aún tiritan?) a la distancia, claro, con esta Revolución «diferente» que encarna Fidel. Cuando destriparon a Heberto Padilla se produjo un resonante debate y algunos retiraron su apoyo al régimen, pero la mayoría lo siguió aclamando con los ojos ciegos y las mandíbulas apretadas, temerosos del vacío que les produciría quedarse sin esa ilusión. No protestaron por la cantidad de presos políticos que llenan las prisiones, ni la censura en todos los órdenes de la vida y el arte, ni el lavado de cerebro de las masas con el mismo estilo que critican a los fascistas, ni la falta de derechos individuales, ni la pobreza creciente y sostenida que genera un sistema económico abroquelado con cemento a un grandioso error conceptual. Enardecía (enardece) el compromiso por la «liberación» de los pueblos del Tercer Mundo, cada vez más atrasado en comparación con el Primero. Aplaudí el proyecto del Che, que quería desencadenar muchos Vietnam para incendiar el planeta entero y terminar con esta civilización inmoral, sin preocuparme por las lágrimas, las muertes y la devastación; total nada servía. No era nihilismo, ni era antipacifismo, sino «lucha por la paz y la construcción». ¡Por la paz y la construcción!… ¿Absurdo? ¡A quién le importa!

Yo navegaba mis pensamientos en las ondas muertas de mi celda, anestesiada por los malos olores y sin referencia sobre los días que llevaba encerrada. Un día me despertó el amargo tintineo de los cerrojos. Una bocanada de luz me obligó a comprimir los párpados. Me acurruqué para escapar de los ganchos que irían en busca, de mis pelos y sacarme a la rastra, como solía ocurrir. Pero esta vez no hubo agresión. Dos soldados me entregaron una toalla y un jabón y me ordenaron acompañarlos a la ducha. ¿La ducha? ¿Me iban a convertir en un ser presentable antes del fusilamiento? Daba igual, en el sepulcro devoran los mismos gusanos. Me desplacé insegura, apoyándome por momentos en el ondulante revoque de los muros. Avanzamos por pasillos llenos de sombras, siempre diferentes, siempre idénticas, hasta llegar a una zona iluminada con bombillas colgantes. Me introdujeron en un cubo y me cayó un vivificante chorro de agua. En mi mano sostenía el jabón que emitía una lejana fragancia. Me llené de espuma, de la cabeza a los pies y me froté con energía, como si mis dedos fuesen un cepillo duro. El agua y el tiempo que me ofrecían eran demasiado generosos; seguramente iba a tener que pagar por esto. Después de secarme apareció ante mi cara refrescada una muda completa y un peine de dientes gruesos. Cuando dije a los soldados que estaba lista, me llevaron a otro pabellón.

Resistí entrar en la oficina donde me esperaban. Por más que me hubiese propuesto ser una guillao, en esa oficina iban a anunciarme la hora del fusilamiento. No era lo mismo dejarse morir por decisión propia, que ser muerta por decisión de las autoridades. El oficial que me aguardaba detrás del escritorio se puso de pie, cortesía que me dejó pasmada. Su rostro no sonreía, pero calzaba signos de cordialidad. Dijo:

—Compañera, por resolución superior, quedas libre.

Acerqué la cabeza para escuchar mejor. Examiné al oficial de soslayo, herida por la inevitable desconfianza. El cinismo revolucionario tenía modalidades de extrema sofisticación. Pero el oficial, siempre de pie, apoyó sus diez dedos sobre la mesa y repitió en forma clara: «Estás en libertad, compañera, y puedes marcharte». Se me movieron los labios sin articular sonidos. Iba a solicitarle que repitiese otra vez esas palabras con música de violines. El oficial no tenía apuro y lo hubiera hecho, pero la escena fue sacudida por la estruendosa aparición del comandante Ulises. Di un paso al costado en busca de refugio, aunque no había más murallas que el escritorio y el oficial. Ulises me contempló con sus enigmáticos ojos color ámbar, divertido por el miedo que provocaba su presencia. Caminó hacia izquierda y derecha mirándome de arriba abajo. Se limitó a reprochar: «¿Te das cuenta de lo generosa que es contigo la Revolución?». Apreté mis manos para sostenerme, pensar, decidir. Se me ocurrió que tal vez este hombre tan contradictorio había ayudado a mi libertad. Pero después de lo soportado, hubiera sido excesivo cualquier agradecimiento.

Me hicieron firmar unos papeles que no leí. El oficial me acompañó hasta la puerta mientras Ulises encendía un cigarro. Quizá no era una liberación auténtica, quizá me esperaban en otro pasillo para subirme al vehículo que me trasladaría al paredón. Los mismos soldados que me habían conducido respetuosamente a la ducha se ocuparon de orientarme hacia la lejana salida. Atravesé un portón de acero y aparecí en una desértica calle de tierra. Amanecía por sobre las esfumadas copas de unos árboles. ¿Me dejaban partir al alba como si fuese un mensaje de optimismo? No era posible que se hubiese anulado mi condena. Fugarse de la isla es como escapar de una cárcel, tiene la jerarquía de un delito que no se perdona. Además, ¿qué significaba la presencia de Ulises?

Se me acercó un guardia, como si hubiese brotado de la muralla cubierta aún por la carbonilla de la noche en disolución. Me contraje por reflejo. El soldado pidió calma, sólo quería entregarme unos pesos arrugados que había olvidado darme el oficial: «Es para pagarte el viaje a La Habana, compañera». Después se esfumó.

Miré en torno, el lugar era desconocido. A lo lejos se perfilaban viviendas miserables. Un hombre con hondas entradas de la frente, que llevaba una valija gris, se me acercó vacilante. «¿Necesita ayuda?». «No, gracias», rechacé automática. El hombre se distanció y yo me arrepentí de la reacción que tuve. Levanté un poco la voz para que me escuchase.

—Sí, vea, necesito viajar a La Habana, ¿sabe dónde está la parada de buses?

—¿Va usted a La Habana?

—Sí, a La Habana.

—Yo también, la parada queda a unos doscientos metros, hacia allí caminaba.

Marchamos juntos y en el trayecto él se presentó: Javier Paredes. Había venido por un trabajo del Ministerio del Interior, donde se desempeñaba en el área que emitía documentos personales. Lo miré prevenida, aún estaba sensible por los tormentos de la cárcel. Al rato, como si me hubiese leído la mente, dijo que no todos los que trabajan en el ministerio son monstruos. Apenas sonreí y Javier Paredes también; con ese solo gesto daba a entender que reconocíamos la existencia de monstruos y que Javier no pertenecía a esa raza. Subimos al bus, que llegó casi vacío. Me pregunté si me habían dejado salir de la cárcel tras un preciso cálculo de los horarios del transporte local, para que pudiese desaparecer enseguida. Nos sentamos en el mismo asiento y pronto empezamos a desovillar temas, pero con mucha cautela de mi parte.

Al cabo de media hora, como si Paredes también hubiera necesitado darse un vasto segmento de conversación para que sus palabras no sonaran a falso, comentó que me conocía.

—¿Sí?, ¿cómo?, ¿desde cuándo?

—Tú eres neurocirujana y has operado a un primo segundo mío hace nueve años.

—¿Cómo se llamaba?

—Se llama Fulgencio Paredes, y mi familia no sólo está agradecida, sino que admira tu coraje por haber impuesto soluciones que provocaron mucho susto en aquel momento.

—¿Qué soluciones?

—Operarlo enseguida, aunque estuviese muy débil por el accidente.

—¿Qué le había pasado?

—¿No te recuerdas, doctora? Se cayó de un andamio, se le fracturó la cabeza y se le infectaron las piernas.

—Tuve varios pacientes que caían de malos andamios, pero… Fulgencio Paredes, ah sí, un chico de unos veinticinco años, con una mancha roja en la mejilla.

—¡El mismo!

A partir de esa coincidencia nos sentimos más relajados. Pero yo no le di señales de mi intento de fuga con Ignacio ni del corto arresto. Javier, sin embargo, conocía mi caída en desgracia, como muchos cubanos que me habían visto descollar. Con prudencia se atrevió a comentar en voz muy baja, con dudas y casi al final de viaje, que yo había sido objeto de una injusticia. Después agregó un adjetivo a la palabra injusticia: innoble. Innoble e injusticia se unían con balsámica intensidad en mi alma lastimada.

En La Habana descendí cerca del apartamento que había abandonado con Ignacio en el segundo intento de fuga. Javier y yo quedamos en vernos, pero a buena distancia del Ministerio del Interior, por supuesto. Yo necesitaba nuevos amigos, porque perdí a casi todos, muchos por mi culpa y muchos por haber caído en desgracia.

Javier me visitó con los generosos paquetes de la comida que compraba en Riomar. Su credencial del MINT le facilitaba la alegría de estas adquisiciones, un privilegio que daba vergüenza. Ojalá yo pudiese sentir ahora esa vergüenza, repliqué, mi vergüenza es haber sido una ciega voluntaria y no haber aprovechado los privilegios.

—Mira, Carmela, lo que hago por ti es poco en comparación con lo que tú has hecho por mi primo.

Ignacio consiguió hablarme por teléfono desde Buenos Aires con cierta frecuencia. Ahogaba la emoción que tensaban sus cuerdas vocales y apelaba a viejos códigos para hacerme entender que ahora se dedicaba a gestionar mi permiso de emigración. Si había tenido éxito en sacarme de la cárcel, más fácil sería llevarme a la Argentina. Había conseguido que destacadas personalidades lo ayudasen. Por mis mejillas resbalaban lágrimas y debía toser para conseguir hablar. Nuestro recurso lingüístico era simple y consistía en evitar las referencias comprometedoras. Nunca hablábamos de nosotros, sino para aspectos irrelevantes; en cambio nos referíamos a supuestos papá, mamá, tío, tía, primos y sobrinos cuando intentábamos precisar los mensajes. Este recurso debía ser cambiado por otros nombres y parientes al cabo de tres conversaciones, para que los zorros de las escuchas no nos entendieran. Sentí que se avivaba el rescoldo de mi esperanza, pero temía que los burócratas o los líderes no dieran el brazo a torcer; nunca tenían apuro por aliviar a descastadas como yo. Nos hacen esperar sin reloj, obligándonos al descanso de los ángeles.

Ignacio no se daba pausa en la conversación e inventaba que su primo, al que también llamaba Ignacio, era un grotesco seguidor del pastor Morelli, que cansaba al secretario de Derechos Humanos y soñaba con llegar al canciller para convencerlo de que aceptase algo tan obvio como que Jesús podía volver a caminar sobre las aguas en cualquier momento. «¡Para morirse de risa!», exclamaba. El pobre no se daba cuenta de que Morelli, el secretario y el canciller iban a cansarse de su insistencia de tábano, pero estaba seguro de que su primo lograría lo que se propone, aunque sea absurdo. Yo entendí que caminar sobre las aguas era volar hacia la Argentina.

Una tarde sonó el teléfono y la voz que me hablaba no necesitó mencionar su nombre. Tampoco lo dijo, desde luego. Ahogué mi alegría para ayudarlo en el esfuerzo de hacerse entender. Como siempre que una se comunicaba con el exterior, debíamos referimos a temas irrelevantes. Lucas me llamaba desde México, pero desde un domicilio diferente al de su casa. Mediante rodeos, como si estuviese jugando al tarot, anunció que alguien me visitaría. Daba vueltas en torno al clima de México y repetía la palabra Nico, que yo asociaba a un desconocido Nicolás.

Al cabo de seis minutos la comunicación se cortó en seco.