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Húber Matos me ordenó acompañarlo a Camagüey en un avión de la fuerza aérea como ayudante de campo. El debía asumir el control de ese lugar estratégico por decisión personal de Fidel, quien en pocos días logró un dominio incuestionable sobre todas las dependencias del gobierno y las Fuerzas Armadas con el título de primer ministro. Designó presidente a Manuel Urrutia, un abogado prestigioso, honesto y manipulable.

Húber fue acompañado por una dotación de mil hombres, cegadora cifra en comparación con el número exiguo de combatientes que había manejado en toda su vida. Yo me senté a su lado con una opresión permanente por la ausencia de Ignacio, pero a la vez experimentaba extrañeza al integrar el poderoso núcleo de la nueva conducción del país.

Antes de partir conversé horas con Lucas, como lo habíamos hecho al dejar Sierra Maestra. Nos debíamos un intercambio enorme de noticias. Necesitábamos compartir la masa de experiencias que atravesaron nuestro cuerpo y nuestro corazón en ese período tan intenso. No sólo nos ligaba la misma sangre, sino haber sido protagonistas de una campaña irrepetible, arrastrados por caminos que a menudo eran paralelos, pero encaminados hacia la misma meta. Nos confesamos intimidades, yo le conté mi anudamiento con Ignacio. Enseguida Lucas me refirió la amistad que había labrado con él. Por fin, venciendo el pudor, dijo sentirse obligado de confesarme su descubrimiento, que lo tenía escondido o reprimido. Con voz áspera, incómoda, me dijo que era… homosexual.

Quedé muda. ¿Era eso posible? ¿Mi hermano? Lo miré interrogante y le apreté las muñecas, revuelta por palabras que no me salían. También Lucas empezó a tartamudear, afectado por mi reacción. Quiso abrazarme, pero yo me aparté, asqueada. No podía resignarme. Sabía que, con esfuerzo, podría aceptar la homosexualidad en otros, no en Lucas. El trató de hacerme comprender que sus razones no dependían de la voluntad. Me puse a llorar, sensibilizada por la desaparición de Ignacio, el desfile triunfal y el hecho de haber llegado vivos al fin de la guerra. Para mí, su homosexualidad era una desgracia. Más adelante pensé que quizá ese factor operó como la palanca de su tirria a la discriminación de los diferentes que lo encaminó hacia el Ejército Rebelde.

El viaje a Camagüey me permitió tomar distancia de Lucas y el dolor que me producía su revelada tendencia. En el avión militar se distrajo mi memoria, llevándome a recordar estos pájaros metálicos que había visto desde tierra, cuando nos disparaban sin preocuparse por dar en el blanco e incendiaban aldeas paupérrimas. Por la ventanilla contemplé una zigzagueante línea de playas que separaban el mar azul del jade amarronado de la costa.

En el aeropuerto nos recibieron mujeres gritonas, armadas y vestidas con el uniforme verde olivo que en pocos días había adquirido la jerarquía de traje revolucionario. Abracé a varias de ellas, convertidas en las bulliciosas compañeras de la democracia naciente. Recorrimos el tramo que llevaba al cuartel en vehículos provistos con radios de comunicación.

En las calles había mucha gente armada, que lucía sus desafiantes equipos. Ese espectáculo, empero, disgustó a Húber. «Las armas se convertirán en un problema», dijo.

El campamento de Camagüey era un vasto complejo rodeado por muros. Húber se reunió con el comandante para recibir el mando formal. Luego explicó que no quería ofender a los locales y pidió que yo transmitiese a nuestra gente la orden de actuar con prudencia. No debían apurarse los desplazamientos, si no eran imprescindibles; nada podía causar peor efecto que proceder como una invasión extranjera. El estilo respetuoso de Húber gustó a los soldados que temían represalias de los nuevos dueños del poder; en cambio irritó a los combatientes ansiosos por atornillarse a los mandos oficiales. Así me lo transmitieron varios guerrilleros. Yo no esperé instrucciones de Húber para tratarlos de arribistas con mi lenguaje más duro. En apariencia los calmé, pero advertí algunas miradas de odio. Me enteré de que uno dijo por lo bajo:

—Nos manosea como a los sirvientes que tuvo en la casa de su padre.

Hacia el mediodía me mandaron llamar de la comandancia. La luz cenital blanqueaba el sendero caliente. Caminé frente a guardias adormilados y trepé escaleras hasta el despacho central. Húber no solía necesitarme a esa hora. La puerta estaba entornada y la abrí despacio, haciendo gemir los herrumbrados goznes. Vi a Húber y a otro hombre sentado de espaldas. Se me heló la sangre, creí haber chocado contra la pared. Ignacio giró. Vestía pantalón claro y una camisa beis de una elegancia olvidada. Corrió hacia mí con las manos extendidas, apretó mis hombros y me besó las mejillas. Nos estrechamos en un largo abrazo, pero Húber parecía divertido con nuestra inhibición, que habría percibido hasta un ciego.

—¿Qué te ha pasado? —fueron mis primeras y ahogadas palabras, con más reproche que alegría, como una madre que recupera un hijo dado por muerto—. ¿Dónde anduviste?

Me acariciaron sus ojos color de miel, irritantemente hermosos. Las palabras se le amontonaron en la lengua, pero no las podía soltar. Yo me sentí vacilar y busqué sentarme. Lo contemplaba sin pestañar, como si en su rostro forzadamente tranquilo pudiera leer las crípticas explicaciones que tardaba en darme.

—Me hirieron, Carmela. Tuve la suerte de ser rescatado por unos campesinos que me pasaron de una choza a otra para que no me descubriese el ejército. Nunca les agradeceré bastante. Me aplicaron sus auxilios rudimentarios, vos sabes, mezcla de yuyos y supersticiones, que terminaron por aumentar la infección de mi herida. Por suerte llegué a La Habana.

—La Habana…

—Sí. Y me perdí la entrada triunfal.

—Pero… pero ¿cómo no te comunicaste con nosotros? Ahora apareces en Camagüey.

—Solicité venir.

—¡Con esa ropa!

—Vuelvo a la normalidad. Soy de nuevo un economista.

—Supongo que regresarás a La Habana —intervino Húber—. Te van a necesitar en el gobierno.

—Es posible.

Húber le asignó un dormitorio, adonde fue a descansar del viaje. Yo bebí café y me alejé sin agregar comentarios. Todo había sido breve y seco. Estaba feliz y enojada. Sentía amargura en medio del júbilo. Ignacio no era Melchor, pero había resucitado la cara traicionera de mi olvidado marido sobre los ojos color de miel. Estaba confundida, lastimada. Primero recibí el golpe de Lucas, ahora el de Ignacio. ¿Por qué lo consideraba un golpe y no una bendición? ¿Ya no lo quería?

Horas más tarde Ignacio apareció en mi oficina. Pregunto si podíamos conversar. ¿Éramos de nuevo dos desconocidos?

—Entra —contesté hostil. Me soliviantaban mis propias contradicciones: tanto me había angustiado por él, tanto lo había extrañado, tanto deseaba verlo reaparecer, y ahora me asfixiaba un vértigo de sospechas.

Él me sonreía con falsa serenidad. Era evidente su esfuerzo por simularla. Yo no pude contener mi deseo de tirarle algunas piedras:

—Estuviste mal, debiste enviar algún mensaje, nadie mejor que tú sabe cómo mandar mensajes clandestinos, eres un experto.

—¿De modo que me extrañaste?

—¡Te rompería la cabeza!

—Deja de criticarme, pibita. Yo también te extrañé y lo que más deseaba era abrazarte, besarte. Te extrañé muchísimo.

—¿Ah, sí? No te creo. En cambio yo sí te extrañé de verdad. Me reuní con Lucas en el día de la victoria y, te aseguro, no lo pude disfrutar pensando que te devoraban los cuervos.

—¡Exagerada!

—Pero ¿qué te pasó? ¡Habla de una vez! No explicas con claridad. ¿Perdiste el conocimiento?

—Sí.

Su resistencia a explayarse me sacaba de quicio. Le descargué pregunta tras pregunta e Ignacio empezó a contestar, pero percibí dudas, dolor. No me decía toda la verdad. En mi garganta empezaron a resbalar lágrimas que no dejaría aparecer en mis ojos porque Ignacio no lo merecía. Había un enigma, un tortuoso enigma. ¿Habría desertado? ¿Habría intentado pasarse a las filas batistianas y luego, al producirse el giro político se arrepintió? En ese caso merecía el fusilamiento, me dije mordiéndome los labios. ¿Podía ser tan execrable? Evoqué la noche en el bosque, cuando hicimos el amor por primera vez. También allí ocurrió algo inexplicable. Mejor dicho algo que él se negaba a explicar. Se repetía la escena, otra vez lo mismo.

No pude dormir. Di vueltas recordando escenas. Una y otra vez recordaba el piso que se movía rápido y giraba, con raíces y piedras que saltaban del verde al gris; mi cabeza estaba hinchada de la sangre que atribuía al esguince; al fin pude comprender que me transportaban sobre un hombro al paredón del fusilamiento; el hombro, sin embargo, era de Ignacio, que me había descubierto desvanecida bajo un matorral. Nuestro idilio es un matorral espinoso, me dije al despertar transpirada. O un idilio que desemboca en un tifón.