38
Hacia la media tarde pasamos a buscar a Efraín en mi auto para ensayar el operativo. Había detalles que debíamos memorizar. Mientras viajábamos hacia los pueblitos de la costa nos explicó que dos personas coordinaban los pormenores. Eran individuos de mediana edad que no se querían ir de Cuba para no abandonar su familia, pero ganaban buen dinero con este trabajo clandestino. Compraban la embarcación en un sitio lejano al de la partida, o se ocupaban de acondicionar balsas en desuso con un motor de camión. No decían la fecha precisa del viaje ni tampoco el lugar de la partida hasta poco antes, porque dependía de varios factores y, además, había que evitar las filtraciones que se producen en la conmoción de las despedidas. Nunca todos los viajeros debían concentrarse para evitar sospechas. En forma parcial la gente se reunía con alguno de los expertos. Le dijeron que nos conocían a Carmela y a mí, de modo que no hacía falta vernos previamente, sino saber dónde nos pasarían a recoger. Unos kilómetros al este de La Habana Efraín me indicó ingresar en un sendero de tierra. «Recuérdalo», dijo. Era el abandonado acceso de unas aldeas de pescadores que ahora se comunicaban por otro camino mejor. Tuve que bajar la velocidad por los pozos y ramas caídas que dificultaban el avance. Pasamos una parada de guagua en ruinas.
—Ahí esperará Carmela——señaló Efraín—. Tú, Ignacio, más adelante, detrás de esos arbustos grandes. Avanza otro poco y regresemos, que parezca que nos hemos equivocado, por las dudas.
—Aquí no nos ha visto ni Dios —dije.
—La Seguridad del Estado ve más que Dios.
Nos instruyó sobre los víveres que debíamos traer, en especial mucha agua. Algunas travesías se demoran más de la cuenta, hay que estar preparados. Y no impacientarse hasta que llegue la señal, pero cuando llegue, nada de demoras. El coordinador les dirá estas palabras: Se montan o se quedan.
En casa contemplamos los muebles, los amistosos libros y otros objetos de valor afectivo. Nos entristecía abandonarlos. Eran cosas queridas pero inservibles, como las que se dejaban en la tumba de un faraón que permanecerá clausurada hasta que irrumpan los depredadores. Elegimos el calzado y la ropa que usaríamos para soportar el frío del mar. Acopiamos víveres y botellas de agua en un rincón de la cocina.
Yo regresaba de la Biblioteca cuando se me acercó un negro alto, de huesudas mejillas. Con voz cavernosa susurró a mi oído: «Te montas o te quedas». Lo miré sobresaltado, no suponía que iba a suceder tan pronto. Descendía la noche y penetré en los corredores malolientes de mi edificio en busca de Carmela, pero no había llegado aún. La llamé al hospital y me limité a decirle: «¿Venís a cenar?». Entendió, porque percibí su sorprendida respiración continuada por el escueto: «Sí, querido».
Guardé en el auto las botellas y los bolsos con víveres. Me sentía ansioso y excitado, iba hacia un peligro evidente, pero que llevaba a la libertad. Cuando entró Carmela nos cambiamos la ropa y viajamos hacia el intransitado sendero que nos había indicado Efraín. Yo podía suponer que nos controlaban miles de ojos, pero barrios enteros ingresaban en el abismo del corte de luz programado para ese día. La ruta se iluminaba con los faroles de los vehículos, y los vehículos disminuían a medida que nos internábamos en el campo. Antes de llegar al punto donde debía girar apagué del todo las luces y avancé con cautela, apenas orientado por la luna.
Pegué mi pecho al volante y mi cabeza al parabrisas, así lograba distinguir algo. Cerca de la parada, que identifiqué mediante un parpadeo del farol, salí del sendero quebrando ramas secas y me introduje entre los arbustos que rayaban la carrocería hasta encontrar la suave hondonada que había visto durante el ensayo y a la que bajé con el pie sobre el freno. Cubrimos nuestro auto con ramas para que tardasen en descubrirlo. Fuimos luego hacia la parada de buses y Carmela se escondió en la vegetación. Le di un beso largo. Después caminé hacia los arbustos que me esperaban más adelante. Ambos teníamos acelerado el pulso por la extrañeza de haber vuelto a los años de la Sierra. El fuerte olor del campo abierto y el firmamento encendido furiosamente de estrellas eran los mismos que gozamos durante la lucha contra Batista.
A las diez y cuarto tenía que arribar una suerte de taxi con las luces apagadas. Escuchábamos el estrépito de las cigarras y un croar distante. Las luciérnagas trazaban líneas en la furriginosa tela del aire y por momentos parecían marcar el contorno de los arbustos. Me asaltó la inquietud de que quizá alguien hubiera soplado y terminásemos entre los esbirros. No podía ver a Carmela, ni siquiera el esqueleto de la parada. Arranqué un tallo de hierba y empecé a mordisquear su sabor amargo. El ronroneo de un motor me paró las orejas. El ruido crecía y un fugaz guiño cerca de la parada estaba destinado a Carmela. Escuché el cuidadoso cierre de una puerta. El auto avanzó hacia mí y otro guiño marcó su posición. Corrí hacia el bulto que me abría la puerta trasera. El interior estaba lleno y me acomodé con suaves empujones.
—¿Carmela?
—Sí, estoy aquí —contestó desde el asiento de adelante.
—¿Efraín?
—No pudo venir ahora —respondió el conductor—. Decidió viajar dentro de unas semanas con su padre, que empeoró.
—Qué lástima —suspiró Carmela.
—Hace cincuenta minutos que se cortó la luz, tal como nos habían informado —explicó el chofer para infundirnos tranquilidad—. Así que disponen de cinco horas para llegar al yate, sin apuro.
El corte de luz era decisivo. Se la cortaba por barrios, alternativamente, durante seis horas. Por lo general se sabía en qué barrios y a qué hora, pero no siempre se cumplía el programa. Los cortes en ocasiones se extendían por casi toda la isla al mismo tiempo. Esa carencia de luz era una bendición para los que, como nosotros, se arriesgaban a huir en medio de la noche.
El auto era amplio y desvencijado. Por las ventanillas sin vidrios entraba el salitroso aroma del mar. Frenó en un sitio que me parecía igual a los demás, todos hundidos en un colosal agujero negro. «¿Dices que llegamos? ¿Adonde llegamos?». La oscuridad era impenetrable y el conductor habría manejado de memoria.
—Sí, llegamos, bajen —dijo.
Me acerqué a Carmela por tacto. Sólo podíamos saber dónde estaba el mar por el rumor de las olas y la brisa que nos frotaba la cara. «Tenemos que caminar para alejarnos del pueblo», indicó el conductor. «¿Dónde está el pueblo?». «Ahí nomás, a la derecha». Miramos y tal vez percibimos la oscilación de una vela. Pisamos lentos matorrales, médanos, inesperadas raíces. Era duro caminar en esas condiciones, la mirada puesta en la borrosa espalda del que precedía. Las olas de la playa aumentaban su volumen, como dándonos la bienvenida. Nuestro guía dijo que ya estábamos cerca.
Casi chocamos con el resto de la gente traída por otro conductor. Pero había que esperar la llegada del bote.
—¿Cómo? —protestó Carmela—, ¿viajaremos en bote?
—En bote a remo —le contestaron.
—¿Qué dices? ¡No estoy para bromas!
—Tranquila: irán a remo hasta la isla de enfrente, allí los espera un yate con motor nuevo.
—¿Por qué no subimos al yate aquí? —cuestionó.
—¿Me quieres enseñar, mujer? —replicó el hombre—. El motor de la lancha podría despertar a la guardia costera, ¿eso quieres?
Percibimos un movimiento junto al agua. «¡Que la mitad suba a este bote y la otra mitad en el que viene!», ordenó el hombre. Nos metimos en el agua sin quitarnos los calzados y trepamos al bote que tenía dos pares de remos. Acomodamos los víveres y las botellas de agua. El coordinador entregó una caja con medicinas. «¡Buena suerte!», saludó aliviado mientras nos empujaba hacia el mar. Los remos empezaron a trabajar firme, el aire rudo insuflaba energía. Había que guiarse por una brújula que mirábamos con una linterna. Nos íbamos alternando para remar con la mayor velocidad, tanto hombres como mujeres. Nos dirigía un pescador del lugar, que traería el bote de regreso para futuros servicios. Las olas rolaban fraternas, limitadas por el collar de islas. El corte de luz seguía firme en toda la zona, lo cual era un calmante para nuestro temor. Nos llevó casi una hora y media cubrir el trayecto hasta la isla. Bajamos en una playa desierta y fuimos en busca del yate.
Una unidad de los guardacostas ya lo había capturado y nos esperaba con las armas listas. Nos saludaron a tiros. Dimos media vuelta y corrimos por la arena erizados de pánico.
Carmela tropezó, la levanté, dijo «no es nada», recordé cuando se esguinzó en la Sierra, y casi sin aliento alcanzamos los botes. La oscuridad nos brindaba su amparo, que no era total por desgracia. Trepamos pisoteándonos y el pescador nos ordenó hundir los cuerpos en el fondo para evitar los proyectiles. Algunas balas perforaron los costados y empezaron a entrar delgados chorros de agua. Es lo único que nos faltaba, maldije. Pero los soldados prefirieron regresar al yate con motor nuevo, que era un botín más valioso que un grupo de traidores. Los agujeros hechos al bote se convirtieron en grifos que intentamos tapar con ropa mientras otros brazos remaban con desesperación. «¿Vamos de regreso?», preguntó una mujer.
—Claro —le contestaron—, no hay otro camino. Ojalá que no nos esperen también allí.
Desembarcamos al comenzar el alba. Mojados, cargando bultos, con una caja de herramientas y otra de medicinas al hombro. Tratamos de regresar al sendero por donde nos había traído el conductor. Si nos descubrían estábamos liquidados. Carmela me tocó el brazo, miré y vi a unos pescadores preparando sus redes. Seguimos la pesada marcha sin modificar el ritmo, era una forma de decirles que no habíamos cometido crimen alguno, que no nos denunciaran. Uno de ellos levantó la mano.
—¡Nos saluda! —exclamé.
—Debe imaginarse lo que nos ha pasado —opinó Carmela.
—Sí, estoy seguro —agregó el pescador que nos acompañaba—, pero uno de ustedes habló, se le escapó algo.