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Pese a mi rango y la amistad que me había unido al Che, nuestro hogar era sobrio. Se cortaba a menudo la electricidad y la mayoría de las veces la luz no regresaba hasta el día siguiente. Decían que la electricidad no alcanzaba para todo el mundo y, por solidaridad revolucionaria, debía ser provista primero a las zonas con hospitales. Encendíamos velas por doquier, como si iluminásemos santos de una iglesia, era lo único que le faltaba a mi ateísmo. Sin embargo, los apagones también castigaban las zonas con hospitales. A menudo la gente salía frustrada de los cines porque en medio de la función se cortaba la corriente. Las cocinas de los restaurantes se paralizaban y había que comer frío o quedarse manoseando los cubiertos. Faltaban los productos de limpieza y en algunos momentos no se conseguía un jabón. Tampoco pasta dentífrica ni desodorante, lo cual era más fácil de despreciar porque los exaltaba el consumismo capitalista. Desapareció el papel higiénico; las revistas y los diarios se guardaban con esmero junto al inodoro. Faltaba café, nada menos que en Cuba. La leche estaba racionada pese al programa lácteo que Fidel había inventado y promocionado, y que prometía convertirnos en uno de los más grandiosos productores de leche del planeta. Hasta las cucarachas que merodeaban en cocinas públicas y hogareñas estaban mareadas de hambre. Mordiéndome los labios recordaba la profecía del Che: en pocos años íbamos a superar la economía de Estados Unidos.

Lo íbamos a conseguir con la zafra de los diez millones había prometido Fidel.

Esa zafra me tenía loco.

Al llegar a casa descubrí en el oscuro balcón la sombra de Carmela, que me esperaba con un vaso de agua azucarada rociada con gotas de alcohol medicinal. Le hice señas para que bajase y fuéramos a dar una vuelta en mi auto ruso. Necesitaba respirar. Descendió con los vasos y partimos. Las ventanillas bajas dejaban que el aire húmedo refrescase nuestras cabezas. Aceleré por las calles del barrio, que abandoné rumbo a otros sitios de la ciudad. Comprobé nuevamente, con reprimida bronca, que mientras varias manzanas yacían a oscuras, ciertas viviendas estaban iluminadas por generadores eléctricos propios. Llegamos a las áreas residenciales de Miramar y Cubanacán, donde se sucedían mansiones con piscina, todas iluminadas. En la puerta estacionaban automóviles de lujo, inclusive Alfa Romeos. A veces Carmela, a veces yo, conocíamos los nombres de esos privilegiados que hasta gozaban de servicio doméstico. Nos costaba expresar el desagrado que producía esa falta de ecuanimidad, porque criticarlos significaba pasar al reaccionario distrito de los que critican la Revolución. No obstante, a ciertos funcionarios y comandantes ya se los empezaba a calificar como los Gorditos, porque comían en los mejores restaurantes, salían de viaje al exterior y disfrutaban viviendas lujosas.

Pero no teníamos derecho a quejarnos porque éramos mas papistas que el Papa. Aunque pudimos adquirir una tarjeta para comprar en Riomar, adonde sólo iban diplomáticos y asesores extranjeros, nos ateníamos a la libreta de racionamiento como cualquier hijo de vecino. Ansiábamos construir un mundo mejor por la vía del voluntarismo. Ahora pienso que el voluntarismo debería asociarse a la omnipotencia y, también, a la crueldad. O a la estupidez. Pero en esa época todavía dibujábamos según el deseo, indiferentes a las evidencias que escupían algunos amigos del Este cuando estaban borrachos. Nos dábamos manija para convencernos de que la Revolución tendría un desarrollo glorioso y que todas las injusticias serían superadas.