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Poco antes del amanecer Lucas vio llegar a Fidel Castro en una embarrada camioneta acompañado por dos mujeres, una de las cuales era Haydée Santamaría. A pocos metros estaba Ignacio reunido con dos combatientes, a quienes dejó para acercarse a saludarlo. Fidel le dio la mano pero giró su cuerpo para no permitirle ingresar en la conversación. Ignacio, algo fruncido, se rascó la barba y volvió hacia los combatientes que miraban la escena con perplejidad.

Lucas pudo oír que las mujeres imploraban al jefe que no participase. «¡No y no! ¿Qué pasaría si una bala nos deja sin el comandante del Ejército Rebelde? Tu función no consiste en arriesgarte en cualquier operativo —argüían—, sino concebir las estrategias, organizar los combates y liderar la Revolución». Fidel protestó moviendo sus brazos, largos como remos. Quería sacarse las mujeres de encima, les gritaba que su puesto estaba a la cabeza del combate, carajo.

Desde prudencial distancia los guerrilleros paraban la oreja y se expandió el asombro cuando sospecharon que venía un cambio de planes. La polémica revelaba que el jefe se quedaba en la retaguardia. En efecto, terminó por alejarse seguido de las personas que se acoplaron a las mujeres. Ignacio se aparto y, al cruzarse con Lucas, murmuró que ese despliegue fue puro teatro: Fidel había decidido no participar y, en lugar de comunicarlo, recurrió a ese montaje para que no lo considerasen un cobarde. Lucas lo miró atónito: si Ignacio desconfiaba del jefe, ¿qué podía esperarse de un miembro novato como él? «No —aclaró Ignacio—, no desconfío de él, te muestro sus habilidades para manipular nuestros sentimientos; es un tipo de habilidad excepcional».

Las voces se debilitaron en la selva y Lucas alcanzó a ver cómo Fidel subía de nuevo a su camioneta asmática con las mujeres que lo habían traído. Se encendieron luces y las altas ruedas giraron ciento ochenta grados hasta desaparecer.

No tuvieron tiempo para seguir charlando porque resonaron las órdenes de iniciar el ataque contra el cuartel. Treparon a los camiones destartalados, que avanzaron con prudencia por caminos estrechos sin prender los faros. Rodearon un risco. Por momentos se veían las luces de la guarnición de San Ramón y de los caseríos que la rodeaban. La marcha se hizo a paso de hombre para evitar el riesgo del abismo que terminaba en el mar. Se detuvieron cerca del objetivo. Órdenes cuchicheadas hicieron bajar a los rebeldes que, silenciosos, se distribuyeron con sus armas listas. Cada grupo sólo conocía una parte del libreto, tal como se hace cuando se filma una película. Se desplegaron en abanico hacia el cuartel.

El pelotón de Lucas debía adelantarse, pero el teniente Humberto Rodríguez, que lo dirigía, se arrojó al piso quejándose de un fuerte dolor en la rodilla. Rodó por el pasto encogido como un feto. Ignacio lo relevó y atendió la señal del obús que marcaba el comienzo de la acción. Pegó el grito de avanzar y los guerrilleros descendieron a la carrera por la cuesta empinada, clavando los tacos contra las piedras y raíces a fin de no resbalar por el suelo húmedo. Les parecía que iban a tomar el cuartel en pocos minutos, su avance se presentaba despejado.

Pero a doscientos metros de la meta fueron detenidos por la explosión de una granada de mortero que los cegó y derribó. Rafael Rivas, único miembro del pelotón con instrucción militar, advirtió qué pasaba y aulló desesperado:

—¡Nos matan, cono, nos matan los nuestros! ¡El fuego es nuestro, carajo! —hizo pantalla con las manos hacia el origen de los proyectiles—: ¡Corrijan la dirección de los disparos, idiotas hijos de puta!

Su voz se disolvía en la espesura desde donde provenían los proyectiles. Los disparos silbaban junto a las orejas. Lucas creyó en ese instante que no saldrían vivos; miró el borroso perfil de Ignacio y esperó ansioso la orden que indicase adonde ir. Con su arma apuntaba hacia derecha e izquierda como si fuese lo mismo. Era el colmo del desorden y la impericia.

Se arrojó a tierra junto a sus compañeros, que trataban de verse en la oscuridad, espantados. Rafael advertía:

—¡No se muevan o las granadas les volarán la cabeza!

La lluvia de obuses y de balas crecía segundo a segundo y rayaba el cielo con mortales hilos luminosos. ¿Era un juego de chicos con armas de verdad? Rivas volvió a hacer bocina:

—¡Corrijan el mortero, que nos pegan a nosotros! ¡Co-rri-jan los dis-pa-ros! ¡Comemierdas!

El ejército de Batista aprovechó la confusión para incrementar su respuesta. El aire se llenó de humo y de pólvora. Fue una reacción más vigorosa de lo imaginado. «Se filtró información —rechinó Ignacio—, y recibieron refuerzos. Están fuera del cuartel. ¡Nos estaban esperando, la puta madre! No podemos avanzar, nos harán trizas».

Los alaridos de Rivas a los encargados del fuego de morteros se perdían en el rebumbio que había convertido ese lugar en un infierno. Estaban en el centro del fuego, perdidos sobre una extensión de tierra desprotegida porque veían el cielo rayado de luces. Ignacio se arrastró hacia una piedra grande y puso su cabeza contra ella, como si fuese un casco. «¡Hagan lo mismo!», gritó a sus subordinados. Lucas viboreó hacia otra roca, pero antes de llegar fue alcanzado por un proyectil. Gritó de dolor y de susto. Se apretó el brazo izquierdo, donde le habían dado. «¡Estoy sangrando!». Ignacio rodó su pesada piedra y en unos minutos cruzó los quince metros que lo separaban de Lucas. Unió su piedra a otras dos y, protegido por ese muro enano, le arrancó la camisa, con la cual hizo un torniquete que detuvo la hemorragia.

—No te asustes, pendejo, no es grave. En el campamento te sacarán la bala. Mové los dedos. ¡Dale, movelos! ¿Ves? Los movés, quiere decir que no te tocaron los nervios, estarás sano. Mantené la calma, ¿me escuchas? ¡Mantené la calma!

Aguardaron otros minutos eternos hasta que el mortero absurdo y las ametralladoras 50 de los rebeldes dejaron de tirar a sus propios hombres. No se podían desplazar en ninguna dirección. Preocupado por la debilidad de Lucas, Ignacio ordenó arrastrarse de costado, siempre con las piedras sobre la cabeza. Murmuraba:

—¡Qué pelotuda falta de planificación! ¡Y nos aseguraron que habían organizado bien este ataque!

Lucas era arrastrado de espaldas y veía moverse el follaje que relumbraba con un extraño color morado por la luz de los obuses; ¿no había algo de idiota en toda esta guerra? Estaba metido en una Ilíada donde los dioses no daban explicaciones de sus caprichos. ¿Cuándo le meterán a Batista el caballo de madera? Fidel era inteligente como Odiseo e Ignacio valiente como Aquiles, pero Batista, a diferencia del viejo rey Príamo, era un mulato tramposo, más picaro que todos los demás. Los combatientes de Sierra Maestra eran griegos llenos de entusiasmo, sí, pero tontos y destinados al sacrificio, igual que la pobre Ifigenia.

Durante la retirada a los escondites de la montaña siguieron resonando los reproches en la mente de Lucas, que no podía caminar sino sostenido de los brazos; el izquierdo le quemaba. Su regreso en los camiones que esperaban en la espesura no tuvo inconvenientes, pero fue más lento del que necesitaba la herida de Lucas. Como de costumbre, las tropas no se atrevieron a perseguirlos al interior de la montaña.

En el campamento Ignacio llamó a los encargados de la enfermería para que se ocupasen de atender al herido. Después corrió a insultar a uno de los encargados de la ametralladora 50 que, para colmo, la había abandonado en su fuga. Entonces, más fastidiado aún, le aulló que fuese a traer el arma abandonada o sería fusilado. Habían muerto tres compañeros, entre ellos un adolescente. Húber Matos, que había participado con similar desgracia, se paseaba por el campamento con espuma en la boca. Bramó su desconsuelo:

—¡A ese chico no lo fusiló el ejército! ¡Fueron nuestros propios disparos!

Lucas fue conducido al monacal puesto sanitario, donde se derrumbó sobre la camilla cubierta por la sábana más limpia del campamento. Le pusieron sobre la nariz una esponja embebida en cloroformo que lo adormeció apenas, pero alcanzó para que Húber Matos se ocupase de extraerle la bala. Previamente lo había desinfectado con agua jabonosa mezclada con gotas de lejía que le dolió más que la incisión del bisturí y la inexperta costura de los puntos. Hubiera querido tener cerca a Carmela, quien ya había realizado varias operaciones en sus prácticas de hospital. Hizo lo posible para parecer tranquilo, ayudado por la presencia de Ignacio, que no se apartó de su oído mientras lo operaban, susurrándole chistes cordobeses que le había escuchado a Ernesto Guevara. Después lo visitó seguido durante la convalecencia. Tal vez lo entusiasmó la dignidad del muchacho o tal vez necesitaba conversar con alguien mas culto que la mayoría de los combatientes; en el Ejército Rebelde no había expertos en civilizaciones antiguas o en literatura inglesa.

Durante las horas pasadas en la sedentaria enfermería con olor a éter y alcohol iodado, Ignacio le contó su lucha contra el peronismo, movimiento que, tanto él como el Che, detestaban. Lucas disfrutó esas confesiones como si las relatase Tucídides. Pero Ignacio quiso darles un tono jocoso para levantar el ánimo de Lucas.

—Nos hacíamos la paja leyendo Marx, Lenin y Stalin. Y nos volvíamos a pajear insultando a Perón y su despótica señora. Los asociábamos a Mussolini, Hitler, Salazar, Franco, Somoza, Duvalier, Trujillo, toda esa mierda. Me pasaba noches conversando sobre Perón y Eva con Rosalía, la hermana de mi amigo Celso Ramírez.

—¿Quién era Rosalía?

Le explicó que ambos militaban en el Partido Comunista, un partido puritano.

—El comunismo es puritano, igual que la derecha. Entre los jóvenes circulaba una referencia que había hecho Lenin sobre el amor libre, comparándolo con la copa de agua. Si la copa fue bebida por otro, a vos no te dan ganas de bebería también. Qué pelotudez, ¿no? Fue decepcionante para los jóvenes que andábamos alzados, pero ¡lo había dicho Lenin! Tal vez no era cierto. O tal vez sí. Por eso nos privábamos de coger con las camaradas; eran de la familia.

Lucas sonrió. Estaba ligeramente incómodo con la repentina intimidad de Ignacio.

—Papá había sido anarquista y después se hizo comunista; en consecuencia, muy puritano también, cosa que heredé en parte.

Para ilustrar lo reprimido que había sido su padre, le contó que cuando niño le preguntaba: «Papá, ¿me querés?». Y el padre, inhibido, contestaba: «Te quiero ver grande». No podía decir: «Sí, te quiero, Ignacito». Le besaba el pelo y con suerte la frente. ¡Eran comunistas hipermorales que ponían freno a la libertad!

Rosalía volvió a la escena.

Sonriendo, Ignacio dijo que era una mina bárbara para esa edad y para cualquier edad, cuyos pechos y piernas perfectas lo arrastraban hacia subversivas contradicciones. Le narró que una noche iban a sufrir un allanamiento en la casa de ella. Ambos dispusieron quedarse para jugar de héroes, sólo jugar, de veras, porque Perón todavía no arrestaba sin una orden judicial. Por otra parte, a quienes buscarían los uniformados era a los padres, no a los hijos: por entonces la dictadura exhibía cierta prudencia. El resto de la familia se fue a lo de unos tíos, adonde Rosalía prometió llegar más tarde. Escucharon golpes, que no supieron si venían de la calle o del interior de la casa y se abrazaron. El abrazo los volteó sobre el sofá, a ella se le levantó la falda y del pantalón de Ignacio saltaron los botones. Rodaron y sucedió lo que nunca había imaginado posible.

Pasada la medianoche llegaron dos policías con papeles en la mano. Cuando intentaron cruzar la puerta, Ignacio empujó a uno de ellos sin saber qué hacía y Rosalía agarró el bate de Celso, con el que casi le quebró las piernas al otro. Dispararon hasta llegar sin respiración a la Costanera Sur. Allí se escondieron entre los árboles y volvieron a hacer el amor. Juraron que de esto jamás se enteraría Celso y, menos, algún miembro del Partido, porque los quemarían en la plaza pública. Qué boludos, ¿no?