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A los siete meses de la toma del poder, Húber Matos no resistió más y decidió presentar su renuncia. Me quedé de una pieza y mis reflejos apuntaron a disuadirlo de semejante determinación. Le dije que teníamos el privilegio de contar con un hombre como Fidel, que sabía adonde nos llevaba.

—No, Carmela —retrucaba Húber—, la Revolución resbala hacia la dictadura.

—¡No puedes decir eso!

—Mira, tal vez sea una dictadura diferente a las que conocemos, pero será una dictadura; se trata de una redonda traición a nuestros ideales.

A su renuncia le agregó una carta personal al primer ministro. Me la dio para leer. En respetuoso tono le explicaba que no quería ser un obstáculo para su jefatura. Opinaba que todos los que habían tenido la franqueza de denunciar el problema comunista debían irse también. Si se quiere que la Revolución triunfe, diga el primer ministro adonde vamos, que se oigan menos chismes e intrigas y que no se tache de conjurado al que con honradez plantea estas cosas.

Aunque tú silencies mi nombre cuando hablas de los que han luchado y luchan junto a ti, lo cierto es que he hecho por Cuba todo lo que he podido. Estuve al frente de una de las columnas del Ejército Rebelde que más combates libró. He organizado la provincia de Camagüey como me mandaste y estoy satisfecho del resultado. Si después de todo esto me tienes por un ambicioso y se insinúa que estoy conspirando, hay razones para irse o lamentarse por no haber sido uno de los compañeros que cayeron en combate. Quiero que accedas a esta solicitud cuanto antes y me permitas regresar a mi casa en condición de civil, sin que mis hijos tengan que enterarse después, en la calle, de que su padre es un desertor. Deseándote todo género de éxitos en tus afanes revolucionarios, queda como siempre tu compañero, Húber Matos.

Antes de recibir respuesta se cumplió el aniversario del asalto al cuartel Moneada y el gobierno procedió a realizar una fiesta. Reunió un millón de campesinos en la capital, ordenados en compactos contingentes de trabajadores rurales con machetes atados a la cintura. Los habían hecho desfilar por varias provincias antes de llegar a La Habana y en la capital se instó a que las familias con residencias espaciosas ofrecieran sus habitaciones, pasillos y jardines como albergue. Mis padres accedieron de mala gana a la caótica hospitalidad.

Húber no supo si debía viajar a La Habana; su renuncia lo había instalado al borde del abismo. Le dije que su ausencia daría lugar a una interpretación retorcida. «Tienes razón», dijo, y tomó un avión. Llegó a tiempo para escuchar al ex presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, quien contó que la revolución en su país también debió soportar leyendas negras. Insistió que Cuba vivía un proceso parecido; aunque las medidas fuesen radicales, no se las debía tomar como medidas comunistas. Fidel abrazó a Cárdenas en la alta tribuna y cientos de miles vocearon con paroxismo.

Cuando Fidel vio a Matos, sonrió feliz.

—¡Hombre! La verdad es que te echaba de menos. Mañana nos reunimos en mi apartamento.

Después Húber me detalló su reunión con Fidel, custodiado por los incontables miembros de la guardia personal. Fidel le dio un abrazo y lo llevó a un rincón de la sala. Le ofreció una caja de cigarros gigantes. Húber reconocía que este grande hombre lo mimaba, y ello le causaba emoción. Desde la Sierra no sólo admiraba a Fidel, sino que lo sentía una suerte de padre o hermano mayor; sus arbitrariedades eran fáciles de perdonar.

—Mira chico —disparó mientras lanzaba una cinta de humo desde el mullido sofá—, no voy a aceptar tu renuncia.

—Te he explicado mis razones —imploró Húber.

—No son nuevas y ya te dije que mi hermano, el Che y Osmani coquetean con el comunismo, pero no es mi caso, en absoluto.

—Perdona, Fidel, pero no advierto que les pongas límites —balbuceó Húber en tono amable.

—Tengo todo el gobierno en un puño; por lo tanto quédate tranquilo.

—Es lo que intento, pero debo reconocer que no estoy tranquilo.

—¿No confías en mí?

Húber me contó que se movía sin saber qué posición adoptar mientras Fidel proseguía en tono calmo:

—Te aseguro que no hay crisis entre nosotros dos; en consecuencia, debes seguir al frente de tus funciones.

—Me pones en un callejón sin salida —protestó Húber.

—De ninguna forma: si dentro de un tiempo —lo miró fijo moviendo su largo índice— adviertes que las cosas no se encaminan como deben, estarás en tu derecho de irte; pero veras que no pasará nada; si todavía quisieras abandonarme en ese momento, nos sentaremos a conversar y nos despediremos corno hermanos, ¿está bien?

Se separaron con otro abrazo y Húber después se reunió con sus amigos del M–26, a quienes les llegó el escandaloso rumor de la renuncia. Húber, animado por las palabras de Fidel, les aconsejó que no rompiesen con la Revolución y trataran de mantenerse adentro para influir en la salud de su curso.

Esa misma tarde, mientras revisábamos los problemas de riego en Camagüey, se presentó en su despacho uno de los ayudantes de Camilo, el capitán Lázaro Soltura, muy preocupado por las noticias que traía. Quiso hablar a solas, pero Húber insistió en que yo permaneciera en el lugar. Comentó en voz baja que se había detectado un movimiento contrarrevolucionario en Camagüey y había que detener bastante gente, cuya lista podía proporcionarle enseguida. Húber debía ordenar el fusilamiento inmediato de los sospechosos, antes de que la sublevación pasara a mayores.

—¿Fusilar sospechosos?, ¿qué sospechosos? —se alarmó el comandante.

—Tengo la lista —dijo mientras sacaba de su bolsillo un sobre arrugado.

Húber no lo quiso recibir:

—¡Imposible! —replicó iracundo—. Camilo no puede haber impartido semejante orden; si no tiene inconveniente, capitán, llamaré a Camilo por teléfono para que confirme lo que usted acaba de transmitir.

Soltura se encogió como una pasa y tartajeó que no convenía hacer esas cosas, porque pondrían en guardia al enemigo. Húber cruzó una fugaz mirada conmigo y captamos en el acto que era una jugada de Raúl para hacerle perder su limpieza en materia de fusilamientos. Húber ordenó al capitán que volviera a su base. El hombre se levantó con torpeza y partió rápido.

—Vamos mal —suspiró Húber—, por este camino se aleja la democracia.

Su idea fija me hacía sentir incómoda, tironeada por sogas opuestas. Ignacio insistía que las verdades científicas del marxismo eran las únicas que podían conducir a una sociedad superior. Me trataba de hacer ver que Húber estaba equivocado porque no tenía suficiente formación teórica y lo maniataban arcaicos prejuicios burgueses.

Enrojecido de fiebre Húber se puso a escribir el borrador de otra carta-renuncia que elevaría a Fidel y Camilo. Me aseguró que lo sublevaba ser protagonista de una traición. No había luchado por otra dictadura. Antes de mandarla convocó a los oficiales. Los reunió en su despacho y de pie tras su escritorio leyó el texto con solemnidad. La emoción me hizo temblar las rodillas. Cuando terminó hubo un silencio tenso hasta que uno de los oficiales pidió permiso para hablar:

—Si tú renuncias, nos vamos contigo.

Húber apoyó despacio los papeles sobre su mesa, junto a los anteojos, y los contempló. Se aclaró la garganta para decir: «Aguanten otro poco; después procedan según su conciencia».

Los saludó uno por uno.

Luego me dijo que mandase su renuncia por vía reglamentaria a Fidel y Camilo. Cuatro horas más tarde llegó la respuesta de Fidel: «Está bien, puedes irte, no pasará nada; yo me encargo de enviar el relevo».

Húber respiró aliviado. Pero volvió a frotarse el rostro y necesitó retractarse:

—Mira, creo que esa contestación tan seca revela enojo; Fidel ha tratado de disimular, pero se viene una tormenta. Por las dudas, Carmela, manda a mi esposa una copia de la renuncia.