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Me condenaron a quince años de encierro por haber perjudicado la zafra de los diez millones, y ser uno de los responsables de las penurias que amenazaban al país debido a su fracaso. Me trasladaron como favor especial a una prisión próxima a La Habana gracias a las gestiones de Carmela.

Yo estaba extenuado. Se me cruzó la idea del suicidio. La Muerte me rondaba otra vez como cuervo a la carroña. Quise darme ánimo con el sentido del deber, modalidad arraigada desde que ingresé al Partido, y mi deber era no abandonar a Carmela. Pero durante la noche se me acercaban espectros con una pistola, frascos de veneno, una bolsa de nailon. En las visitas semanales de Carmela nos mirábamos con un desesperado amor. Todavía éramos revolucionarios (¡cuánta perseverancia!), Fidel no tenía más alternativa que ser duro hasta con sus más apreciados. No quemaríamos una década de lucha por un pellizco de cárcel. Además, los quince años de pena seguramente se reducirían por consideración a Carmela.

Eso sucedió en forma inesperada. Nueve meses después de mi arresto, como si se tratase de una gestación, recibí la noticia de que sería puesto en libertad. La generosidad de haberme borrado catorce años adicionales de cárcel aumentó en forma precipitada e irracional nuestra adhesión al régimen. Tal vez porque no veíamos alternativa. Nos dijimos: No es un régimen tan cruel como los gusanos alimentados por la CIA nos quieren hacer pensar.

Me llamaron de parte del canciller Raúl Roa. ¡Era la reivindicación! Fui a su despacho, que conocía de memoria por las visitas que le hice cuando era asesor económico, donde había trabajado Carmela y donde él no había querido recibirme cuando murió mi hermano. Casi todos los rostros eran nuevos porque luego del fracaso de la zafra el gobierno decidió dar por acabada la etapa guevarista, llena de iniciativas fracasadas, para instalarse de una buena vez sobre los probados rieles del modelo soviético. La dependencia de la URSS no debía reducirse a la economía y los armamentos, sino al plano político, social, cultural, jurídico y de seguridad. En consecuencia, proliferaban en todas las dependencias asesores y técnicos rusos, incluso en el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Roa me hizo esperar media hora para señalar que yo ya no tenía la importancia de antes, pero me recibió con muestras de afecto. Ese día no iba a recibir embajadores y, debido al calor, usaba una fresca camiseta deportiva azul marino. Sus manos huesudas y movimientos desgarbados me dieron un abrazo fugaz. Yo lo respetaba como un hombre informado, aunque adicto a una retórica florida. En lugar de escucharme, se despachó con un monólogo sobre las relaciones que Cuba fortificaba con los países No Alineados, la franja más gorda del planeta y la base para el triunfo universal del socialismo. Lo escuché como si fuese una hipótesis recién concebida. Raúl me felicitó por mi liberación y esperaba que tuviese éxito en mi nuevo trabajo.

—¿Nuevo trabajo?

—Después de tus errores, no pretenderás seguir en economía.

—Es lo único que sé.

—¡Vamos! No te hagas el modesto. Sabes de todo. Y como sabes de todo, irás al lugar adecuado.

—¿Cuál es?

—No debo decirlo.

—Pero lo sabes.

—Sí, lo sé. Y te aseguro que suena a premio.

No daba crédito a mis oídos. Volví contento a casa y esperé a Carmela con una botella de vino que robé en un rincón del ministerio, como hacían casi todos los empleados. Brindamos por el fin de la pesadilla y esa noche fuimos a celebrar en un restaurante de la Ciudad Vieja. Ella había preguntado al ministro de Salud sobre mi futuro y también se mostró feliz, sin suministrarle otros datos. ¡Me quieren dar una sorpresa!

Dos días más tarde llegó una citación del director de la Biblioteca Nacional, Aurelio Alonso, hombre vivaz y culto. Fui con extrañeza. A Alonso lo había visto en cócteles diplomáticos y era apreciado por el Comandante. No me hizo esperar como Roa, pero me recibió con menos efusión. A los tres minutos de charla sobre el estado del tiempo dijo que le agradaba contar con mi colaboración. Abrí los ojos: ¿Colaboración? Sin cambiar el tono añadió que le había causado alegría enterarse de que me habían designado para reordenar la Hemeroteca. Creí que hablaba con el hombre equivocado:

—¿Yo? ¿Hemeroteca?

—Hace falta concentrarnos en ese rubro —prosiguió sin fijarse en mi pasmo—, porque desde el Primer Congreso de la Cultura, con tantos invitados especiales y un uso caótico de los materiales, tenemos el sector arruinado; no vamos a dejar que se pierdan colecciones y números valiosos.

—Discúlpame… —tartamudeé.

—Puedes empezar mañana mismo —añadió como si yo no hubiese abierto la boca—. Te espero a las diez, así recorremos juntos tu área.

—Querés decir… —intenté aún. El director se puso de pie y dijo solemne:

—Deberías estar agradecido, Ignacio. —Su rostro era honesto y me transmitía un mensaje paraverbal. Durante unos segundos hablaron sólo las pupilas. Entendí que, en efecto debía estar agradecido, mi situación podía ser mucho peor. Levanté mi mano, dudoso aún, y se la estreché. Aurelio no sonrió, entendía mi conflicto.

Con amabilidad me asignó una mesa en una oficina amplia, rodeado por muchachas y muchachos sin experiencia de bibliotecarios. Me venían bien como antídoto de la tristeza.

Sabía que concurrían intelectuales de calibre y estuve alerta a su aparición. Aurelio me mostró algunos de los cubículos que se les había asignado para que pudiesen escribir tranquilos. A lo largo de unos meses pude charlar con Eliseo Diego, Bella García Marruz, Cintio Vitier. En los pasillos choqué con Reynaldo Arenas, que traía bajo el brazo su novela Celestino antes del alba. Eliseo Diego la elogiaba mucho y nos sentimos obligados a leerla. También alterné con bibliotecarios profesionales. Confesé a Carmela que este trabajo, asignado como una penalidad amortiguada, me permitía acceder a la flagrante división del pueblo cubano en una élite admirable que iba a la Biblioteca, y una masa torpe, ignorante y manipulada que gritaba en la Plaza de la Revolución. Las conversaciones en la Biblioteca y los debates en los ámbitos partidarios correspondían a sociedades diferentes.

—¿Cómo es eso? —se asombró ella.

—Sí, una nueva división de clase, además de la que ya se ha constituido entre los dirigentes y los dirigidos.

—¡Te has vuelto más hereje que yo!

—Si Marx viviese, confirmaría que no llegamos al comunismo, porque se han formado nuevas divisiones de clase, sólo que con otros nombres.

—¡Hereje, hereje! —me golpeó con sus nudillos mientras me acercaba sus labios.

Aurelio quería que me sintiese cómodo. Le notaba una actitud culposa cuando se arrimaba a mi mesa, convencido de que mi talento era económico, no de bibliotecario. Un día me propuso otro trabajo: la bibliografía exhaustiva de Lenin. Podía conseguir un permiso especial para explorar los archivos secretos del Comité Central del Partido Comunista, que había sido fundado en 1923. Le agradecí la idea, porque volver a los textos de Lenin era resucitar mis años de la juventud, cuando recorría apasionado sus páginas, que eran el caudaloso arsenal de una guerra prácticamente ganada. Me ayudó una muchacha maravillosa que cumplió la parte decisiva. Se llamaba Nancy. No sólo hurgó hasta en el más pequeño de los rincones para encontrar los textos del gran revolucionario, sino que escogió una hermosa portada pespunteada al estilo de Roy Lichtenstein, un pintor realista que aceptaban los líderes.

Los trabajadores de la Biblioteca podíamos almorzar en el cercano comedor del Ministerio de la Construcción. Era horrible. En ese año el menú consistía en arroz con gorgojos y sopas de ala de tiburón, pero sin un trozo de ala; a veces agregaban pescaditos mínimos llenos de espinas. Nancy exclamó con ironía: «Ahora entiendo cómo la gente pudo sobrevivir en los campos nazis». Nos visitó uno de los comandantes y yo lo llevé a compartir esa comida. El pobre suponía que era un agasajo. Sorbió el líquido amarillento y desabrido llamado sopa y vio los gusanillos en el arroz. Al finalizar prometió ocuparse de corregir semejante menú. Cumplió su palabra y durante quince días se percibió el cambio, pero luego las cosas volvieron a la rutina.

Por razones incomprensibles Aurelio Alonso desapareció de la Biblioteca Nacional. En su lugar asumió Cidroc Ramos un militante ortodoxo y nada creativo. Con palabras rencorosas manifestó que no le gustaba esa mierda de la revista Pensamiento Crítico, que yo había comenzado a clasificar. Resistí echar a la basura el trabajo efectuado sobre un material de alta calidad y le pedí que autorizase por lo menos la publicación de la bibliografía de esa revista. «No, no, sus autores son espías, burgueses, fascistas, y no vamos a gastar en ellos el dinero de la Revolución». Yo replicaba que sería un material útil para refutar el capitalismo.

—No necesitamos refutaciones, basta tener la verdad.

Me llegó algo de México en un sobre cuyo interior había sido extraído, examinado y vuelto a guardar por la censura. Antes de abrir imaginé quién lo mandaba. Encontré dos volúmenes editados por la Casa de las Américas, pero comprados en México, con textos laudatorios para la Revolución, uno de Lezama Lima (condenado por homosexual), y otro de Julio Cortázar, cuyo sarampión tardío lo tenía a mal traer. En su breve dedicatoria Lucas me deseaba muchas gratificaciones en la Biblioteca Nacional. Su ironía superaba la que yo había usado en mi autocrítica. «Sos un hijo de la gran puta», rechiné.

A fin de año se realizó una asamblea para el balance de nuestro Trabajo Voluntario que tanto Carmela como yo seguíamos efectuando como si fuese el purgatorio. Los jerarcas del sindicato se ubicaron en un estrado imponente y por micrófono reconocieron que, en efecto, el trabajo había sido duro. Pero los resultados eran inferiores a los esperados por los técnicos y por el Comandante. Debíamos volver al campo, quitar las plantas estériles y sembrar de nuevo. Escuchamos con nerviosismo, porque más de uno hubiera querido tomarlos de la solapa y preguntar: ¿Por qué no se hizo una investigación científica antes de invertir tanto trabajo en algo que no servía? ¿Quién de los jefes será castigado por haber cometido un error tan grande? Yo pensaba que, si nadie era castigado, debía suponerse que la idea la tuvo Fidel al levantarse de la cama, como sucedió con los diez millones.

En mi oficina habíamos conversado sobre el tema y designamos vocera para representarnos en la Asamblea a la bravía Nancy. Se puso de pie y dijo que desde el inicio se sabía del inconveniente, porque los campesinos lo habían advertido a repetición. Hicimos un trabajo inservible para el que, además, no estábamos capacitados. Sus palabras cortaban el aire y fueron acompañadas por suaves movimientos aprobatorios que la entusiasmaron demasiado. Le hice señas para que bajase el tono. Pero Nancy, montada en su galope, declaró que a partir de ese momento, como prueba de valor revolucionario, dejaba de pagar la cuota del sindicato.

Se levantó un murmullo inquietante. Olí el miedo. Los líderes del sindicato integraban el Partido y, por lo tanto, eran los patrones. Uno de ellos tomó la palabra y se dirigió a los presentes como si Nancy no hubiese hablado. Eran la «vanguardia lúcida», poderosa e infalible, que conducía el país hacia su prosperidad. Repitió lo de siempre: El Partido necesita que sus militantes den el máximo; ¡todos frente al enemigo común, que es el imperialismo yanqui! Hay que estrujarse hasta el agotamiento, porque vale la pena.

Al día siguiente los compañeros dijeron por lo bajo que coincidían con Nancy, pero ninguno explicó por qué se quedaron callados. Eran prudentes y calculadores, como me había vuelto yo, que también mantuve sellados los labios. Mi cobarde racionalización fue: ¿para qué protestar si de nada sirve?