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Las apariciones de Ignacio delante de mí, antes o después del entrenamiento, manifestaban su propósito de atraerme. Me las venía arreglando para hacerle creer que sólo apreciaba sus conocimientos. Ignacio machacaba con fuerte acento argentino (o porteño, me explicó) palabras que me hacían sonreír. Una vez dijo: «Hacer sonreír a una piba es ya tenerla cerca de la catrera». Repetía: «Piba, pibita, pebeta, rubia Mireya, percanta de mi corazón, Ivonne, sos la única mujer que aceptaría mi pobre vieja querida», y otras expresiones por el estilo, sacadas de tangos olvidados o recientes, que tarareaba con pésimo oído musical. Mientras simulaba mi desinterés —aprendido en mi etapa de burguesita— asociaba nuestro invisible romance con el de Antonio y Cleopatra, cuando se susurraban galanterías en un estanque cubierto por nenúfares. A nuestro alrededor, con exceso de imaginación poética, identificaba con nenúfares las flores de una retama.

Ignacio era respetado como economista por Ernesto Guevara. Cuando tomemos el poder, profetizó Húber Matos, Ignacio dirigirá nuestras finanzas; es un caso único, porque los economistas son fríos y no se meten a fondo en luchas como la nuestra. Ignacio ha superado ese límite.

El argentino empezó a buscarme también al amanecer, cuando calentábamos sobre braseros el desayuno compuesto por café, frijoles, arroz y plátanos fritos. Su saludo era: «¡Hola pibita! ¿Cómo estás?». Yo contestaba: «Bien, muy bien, gusto de verte». «¿Qué más?», seguía él. Yo sonreía: «No sé qué decirte, empieza a clarear». «Vamos, no te hagas la dormida, tesoro, las mulatonas como vos tintinean hasta con los párpados cerrados». «Gracias por lo de mulatona, pero no tengo el físico». Él se ponía incómodo, me daba cuenta, y su tonito insolente era producto de la timidez: muchas de sus frases sonaban impostadas, guiños tangueros para romper la distancia. El amor de los argentinos no es igual al de los cubanos, pensé, es otra cosa, más agresivo, más atormentado, más tenso.

Después de conversar con Húber, Ignacio vino hacia mí y descerrajó: «¿Cómo andas de tiempo?». Levanté mis ojos y antes de que yo le respondiese agregó: «No te invito a caminar ahora». Arrugué la nariz y contesté: «No lo aceptaría, porque tengo otro entrenamiento en la hondonada». «A eso mismo me estaba refiriendo», contestó abriendo las manos. «Entonces no se entiende». «No te invito, estimada pibita, porque necesito que me ayudes acá mismo con otra tarea». «¿Qué clase de ayuda?». «Mecanografiar unas hojas y entregarlas a Fidel cuanto antes, yo sé que vos lo haces rápido». «Hay dos máquinas de escribir en el campamento, búscate la que quieras», contesté. «No, porque tenemos apuro, ¿me explico?». Entrecerré los ojos como hacen los miopes. «De veras», insistió Ignacio, y unió sus palmas en un gesto de plegaria. «¡Exagerado!». «¿Crees que soy un mentiroso?». «Muéstrame el texto», dije. «Aquí está». Miré las hojas: «Ahá, un texto escrito por ti, dictado por Húber, que me pides pasar a máquina para entregarlo a Fidel; gran enredo». «¡Exacto!, me fascina tu percepción». «Los argentinos se “fascinan” por cualquier cosa. Bueno, vamos a la oficina de Húber, su máquina es muy buena».

Húber revisaba papeles en su mesa y en otra, enfrentada, una Olivetti brillaba con los primeros rayos de sol que atravesaban las descoloridas cortinas de la ventana.

«Soy médica, no dactilógrafa», me disculpé. «Pero la mejor dactilógrafa del Ejército Rebelde», replicó. «Dame el texto», dije impaciente mientras colocaba en el rodillo dos hojas con papel carbónico en el medio. «No, yo te dictaré, así no surgen equívocos». Lo miré irritada, pero no se dio por aludido y acercó una silla a la butaca donde yo me había sentado. Húber nos miró por arriba de sus anteojos para leer, hizo un gesto de aprobación y salió con una carpeta bajo el brazo.

Ignacio acercó su rodilla a mi muslo. Yo me aparté un poco y él nada, como si no se hubiera dado cuenta de mi reacción. Empecé a mover todos mis dedos sobre las teclas redondas de la Olivetti como si fuese una concertista, atenta al dictado, íbamos por la mitad cuando Ignacio cruzó su brazo por delante de mí para alcanzar el diccionario que yacía sobre el ángulo izquierdo de la mesa. «¿Para qué lo quieres?». «No sé qué significa en Cuba, exactamente, la palabra “buscar”.» «¿Me tomas el pelo?». «¿Yo a vos, mi Ivonne incomparable, mi Carmela de arrabal?». Contesté: «“Buscar” quiere decir… a ver, ¿cuál es la frase?». «Creo que deberíamos cambiar “buscar” por “recoger”.» Giré los hombros para mirarlo de frente, provocativa: «Sé qué quieren decir los argentinos con la palabra “coger” y me imagino lo que quieres decir con “recoger”». Ignacio sonrió dichoso: «Frío, frío, pibita, pero me gusta tu reacción; la palabra “buscar” en cubano daría a entender que la otra parte tiene permiso para meter la nariz donde no debe, en cambio “recoger” limita la tarea a tomar sólo aquello que se le permite; es una sutileza y debemos cuidar las sutilezas en nuestros mensajes a la prensa y los gobiernos que nos apoyan».

Ignacio mantenía clavados en los míos sus irresistibles ojos de miel y no necesitaba el diccionario que yacía a mi izquierda, sino comprimir levemente mis pechos con su brazo. Además, su cara se había puesto a milímetros de la mía y yo le sentía el calor del aliento como si fuese un horno. Mantuve fija mi mirada sobre el rodillo de la Olivetti porque su rodilla volvió a pegarse contra mi muslo.

Cuando terminé la última página demoré la etapa de separar el papel carbónico, abrochar los originales y también las copias, porque iba a terminar el contradictorio placer de sentirlo tan cerca. Me puse de pie y tumbé la butaca. «¿Quién se lo entrega a Fidel?», pregunté confusa. «Se lo daré a Húber y él se ocupará; muchas gracias, divina, ¡si te conociera mi vieja!…». Me tomó por los hombros y los apretó como si intentase aproximarse para un beso. Yo permanecí inmóvil, dispuesta a recibirlo. El puente de vidrio que se había formado entre nuestras miradas en la prehistoria de la trepidante guagua volvió a tenderse. Sus dedos me comprimían, pero su coraje no alcanzaba. Percibí que sus labios murmuraban: «Te amo, Carmela». Pero no lo dijo y se marchó con zancadas torpes.