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Carmela amaba la lectura e Ignacio insistía que estudiase a fondo las obras del marxismo-leninismo, una excitante brújula que develaba el rumbo del universo.

La incorporaron a la Federación de Mujeres Cubanas y el carnet que recibió fueron considerados otra condecoración. Completó en el ministerio el curso de Instrucción Revolucionaria, donde lució un rápido aprendizaje. También aprendió a marchar como miliciana, el busto alto, la mirada desafiante y los músculos tensos. En la Sierra había desarmado FAL, pero ahora se las tenía que ver con ametralladoras checas. Se hacía tiempo para concurrir algunas noches a las prácticas de Protocolo, necesarias para su trato con embajadores, pero le resultaron cómicas por su rigidez obsesiva. Lo bueno era que ciertos compañeros usaban barbas y medias rojas, poco diplomáticas, pero adecuadas al desenfado del nuevo espíritu. Y, lo más importante, por las tardes trabajaba en el hospital y ayudaba en intervenciones neuroquirúrgicas. El doctor Eneas Sarmiento advirtió su aplicación y destreza, por lo cual decidió permitirle avanzar más rápido. Antes de lo que ella hubiese sospechado, la autorizó a realizar craneotomías y a operar traumatizados. El ministro Raúl Roa pudo reemplazarla en el ministerio y la despidió con sincera gratitud, de modo que Carmela pudo desde entonces dedicar la jornada completa a su vocación, sin dispersiones.

Ignacio, mientras, fue instalado por Ernesto Guevara en el Departamento de Industrialización del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria). Cuando más tarde el Che fue ascendido a presidente del Banco Central, Ignacio lo siguió. Pese a ese vínculo de recíproca confianza profesional y revolucionaria, la herida que produjo su dureza con Lucas no pudo cicatrizar.

Ignacio disentía con los intelectuales que elogiaban la resistencia de Castro al Partido Socialista Popular (comunista). Para los intelectuales, Fidel representaba un socialismo revolucionario que no repetiría los errores de la senil Unión Soviética. También le molestó que el poeta Carlos María Gutiérrez, premiado por un librito irrelevante, hubiese tenido el tupé de insultar a Pablo Neruda acusándolo de ser un oportunista del aparato soviético, primero con Stalin, y ahora con Jruschev.

—¿Te das cuenta? Estos nuevos socialistas de mierda quieren asesinar a los viejos. Están locos.

Neruda había viajado a Cuba y escribió su vibrante poema Canción de gesta. Pero en Cuba manifestó que le disgustaba cuando los procesos se cerraban en torno a un líder. Lo abandonaron en un hotel de La Habana. Carlos Franqui, director de la revista Lunes de Revolución, donde publicaban firmas como la de Roberto Fernández Retamar, Heberto Padilla y Guillermo Cabrera Infante, intervino escandalizado: «¡Es Pablo Neruda!». Consiguió que Fidel lo recibiera, pero como un favor. También lo recibió el Che de mala gana en su oficina del Banco después de la medianoche. Más tarde se hizo correr la voz de que al famoso poeta sólo le interesaba el whisky. Una carta pública lo acusaba de revisionista miope, incapaz de entender el modelo guerrillero de Cuba. También se enumeraban sus claudicaciones, entre las cuales figuraba un viaje a Nueva York invitado por Arthur Miller, presidente del pen Club Internacional.

—Esto va a traer cola —intuyó Ignacio.

Franqui era un comunista manifiesto y había dirigido Radio Rebelde desde Sierra Maestra, pero en una recepción a Valentina Tereshkova, Raúl Castro lo insultó en público. Pese a su heroico historial decidió marcharse del país. Su deserción fue objeto de nuevos insultos por parte de Raúl. Guillermo Cabrera Infante, que había sido enviado a Bélgica como consejero de la embajada, avisó que no regresaría a Cuba mientras la gobernase Fidel.

—¡Es el colmo!

Se produjeron divisiones entre los escritores del boom, porque empezaron a cuestionar el escándalo de enterrar a Húber Matos por dos décadas en una cárcel. Matos había sido considerado una pieza noble y decisiva del triunfo revolucionario. Castro los calificó de intelectuales rastreros y que prefería un puñado de cabezas inteligentes a una tonelada de gusanos inservibles.

Atracó en el puerto de La Habana el buque Bratsk, de bandera soviética, que iba a marcar el inicio de una espléndida etapa. Su capitán, Yuri, invitó a un almuerzo multitudinario que incluyó a Ignacio y Carmela. Era un acontecimiento histórico, porque ese barco comenzaría el traslado de azúcar a granel hacia la URSS. Yuri ofreció brindis con champán y caviar. Se informó que pronto llegarían técnicos y militares soviéticos para multiplicar los logros cubanos.

Carmela leyó en revistas europeas que los filósofos franceses estaban embobados con la Revolución y, entre otras manifestaciones, pretendían que el fascinante Althusser les explicase por dónde pasaba el protagonismo original de los cubanos, tanto en la teoría como la práctica. Régis Debray escribía su libro exegético Revolución en la Revolución y aseguraba que se había desencadenado algo que no habían previsto los grandes genios.

—Me tranquiliza que estés feliz —la abrazó Ignacio mientras saboreaban esas novedades—. Somos de veras protagonistas de una epopeya prodigiosa, como decíamos en la Sierra. Verás que lo padecido será como el dolor de una parturienta que después se olvida, y hasta celebra.

Les llegó un sobre que contenía dos libros. Los volúmenes primorosamente encuadernados eran ejemplares de La Iliada y La Odisea. En el primero estaba escrita una dedicatoria: «Los amo de todo corazón y los recuerdo con dos lágrimas y una sonrisa». En el segundo la dedicatoria era breve: «La lucha de Odiseo no termina en Itaca». Las firmaba Lucas.