39
Encontramos nuestro acurrucado auto, le quitamos el follaje y volvimos lentamente a la capital. El sol estaba alto y nuestra ropa sucia, pero seca. El justificativo de un cólico renal en mi caso y de un ataque de presión en el de Carmela fue creído, no éramos los únicos que de cuando en cuando faltaban al trabajo por un trastorno pasajero. Alguno de los que planificaron nuestra huida debía haber caído preso, con seguridad, porque el yate era un dato consistente. Los intentos de fuga, sin embargo, ocurrían con más frecuencia de lo que se informaba; la mayoría de los caseríos de pescadores sabían que de noche renovados espectros se lanzaban al mar. No era posible dar con todos, por eso muchos conseguían esquivar la vigilancia y llegar salvos a destino. No obstante, bordeábamos la paranoia, convencidos de que nos miraban y nos seguían en la Biblioteca, el hospital o la calle. El mínimo ruido nos hacía saltar. No era fácil entender que la mala suerte del viaje hubiese sido compensada por la buena suerte de haber pasado desapercibidos. La rutina nos tranquilizó. Un hombre de abundante cabellera blanca y gruesos anteojos de carey se presentó como Luciano Vasconcelos y nos pidió que saliéramos a la calle donde estaba su auto con un paquete de libros que no podía subir solo. Entendimos que lo mandaba Lucas. En efecto, su cabello era una peluca y sus anteojos no tenían corrección. En su auto había un paquete pesado con libros de la Casa de las Américas, los únicos que daban tranquilidad a los funcionarios locales.
—No me llamo Luciano ni Vasconcelos —dijo cuando se estimó libre de micrófonos—, y mejor que no sepan mi verdadero nombre por si son forzados a confesar. Trabajo en la embajada de México y en mi país me buscó tu hermano —agregó dirigiéndose a Carmela—, para pedirme que te transmitiese su decisión de venir a Cuba para sacarlos de aquí.
—¿Eso dijo? —reaccionó ella—, ¡es un disparate!
—Terminará detenido y lo mandarán al paredón —dije por mi parte.
—Somos amigos —cortó el diplomático—. Me desagradan las tiranías de cualquier color y me limito a ser un fiel mensajero.
—¿Cómo podrá entrar en Cuba sin que lo detengan? —pregunté.
—El obtuvo hace poco la ciudadanía mexicana —contestó—, y se presentará con su nuevo pasaporte.
—¿Es suficiente?
—Para la Seguridad del Estado nada es suficiente, pero todavía Lucas no se ha quitado el fuego heroico de Sierra Maestra y desea cumplir otra hazaña.
—¡Otro sueño! —protesté—, decile que está loco.
Carmela volvió a hablar con Efraín. Su padre había empeorado, en efecto, por falta de antibióticos y murió a fines de diciembre. El muchacho estaba deprimido y atribuía su fallecimiento a la negligencia médica. Carmela, que no lo había operado, insistió que la cirugía fue correcta y exitosa, pero la asepsia de los sectores dedicados a los cubanos no era tan buena como la brindada a los extranjeros. Por eso apareció la infección y se necesitó reabrir la craneotomía. Si sus defensas hubieran sido más fuertes habría sobrevivido, los médicos hicieron todo lo que estaba a su alcance. Efraín no lo aceptaba, era una forma de protesta, quizá. Dijo que si estábamos dispuestos a repetir el riesgo, en el próximo viaje nos acompañaría. Le contestamos que sí, nuestra determinación era más sólida que nunca. Entre estar muertos en Cuba o morir en el mar, no había mucha diferencia.
El nuevo ensayo nos llevó a otro sitio de la costa, más distante que el anterior. Efraín dijo que nuestros coordinadores no fueron detenidos porque habían contratado el yate a través de un tercero que a su vez lo contrató a un oficial del ejército cercano a Raúl Castro quien, por consiguiente, gozaba de impunidad en sus negocios.
Entramos en otro camino de tierra y memorizamos los sitios donde nos recogerían. Me asombró que estuviesen cerca de un puerto de pescadores bastante poblado.
—¿No es peligroso?
—Me dijeron que al revés —contestó Efraín—, que este sitio nos da ventajas, porque la cantidad de gente disimulará nuestra presencia, y porque abundan los manglares acuáticos donde los guardacostas no se animan a meterse por miedo a encallar.
—Pero los habitantes podrían denunciarnos —reflexionó Carmela.
—No, casi nunca lo hacen, tienen lástima de los que se arrojan al mar por desesperación.
Volvimos a acopiar víveres y botellas de agua. Estábamos atentos a los programas de cortes de luz, porque en uno de esos cortes debíamos volver a jugar nuestro destino. En la calle se me acercó el negro huesudo para susurrar las estremecedoras palabras, le pregunté su nombre y dijo: «No lo revelarás ni muerto, me llamo Nicodemo Márquez». A las nueve y media de la noche, con el recelo de que quizá las cosas terminasen peor que la vez pasada, subimos a mi auto y fuimos hacia la costa.
El lugar era diferente, pero la noche igual de cerrada, con un masivo corte de luz en la isla. Saqué el auto del camino, busqué otra hondonada protectora y lo cubrimos con más ramas, por si tuviésemos que usarlo nuevamente. Mientras completábamos la tarea me dije que era demasiado optimista si creía que otro fracaso terminaría de la misma forma que la otra vez, con un regreso sin gloria, pero vivos. Eran pensamientos que acudían para alejar el soplo de la Muerte que no dejaba de acosarme.
Acompañé a Carmela hasta su escondite, yo caminé otro poco hasta el mío. El olor de la noche y el cielo estrellado repetían la escenografía de la otra vez. También el ronroneo del auto que se acercaba con los faroles apagados. Hubo un guiño, cierre de puerta, más ronroneo, bulto casi encima, puerta trasera que se abría, yo ingresé al auto. Lo sentí casi vacío.
—¿Carmela?
—Estoy aquí —contestó desde el otro extremo del asiento.
—Faltan dos personas —comentó el chofer—. No todo el mundo se despide rápido, era peligroso esperarlos.
Avanzamos hacia el pueblo y el auto se detuvo. «Bajemos», ordenó el chofer. Cargamos los bolsos y las botellas de agua. Lo seguimos pisándole los talones porque habíamos ingresado en la aldea y podíamos chocar las narices contra una pared. Me di cuenta de que el coordinador acariciaba el muro de una casa en busca de la puerta. Después le dio tres golpes seguidos. Escuché pasos y el crujido de las bisagras. Adentro oscilaba una vela que iluminó a nuestro grupo, invitado a entrar en silencio. Encontramos a otros viajeros con bolsas y botellas. A un costado colgaba una foto que me sobresaltó: era la de un militar. El dueño de la casa estaba a mi lado y se dio cuenta de mi sorpresa. Apuntó hacia su pecho.
—Soy yo, diez años atrás. —Después se dirigió al conductor—: Los otros ya esperan afuera.
—Bueno —contestó—, entonces ¡vamos!
Nos llevó hacia el extremo trasero de la vivienda, que daba al mar. Nos sacudió la brisa marina de enero. Fuimos hasta un grupo de personas que formaban un semicírculo cerca de los botes. El dueño de la casa indicó cuál era el nuestro. Ahora no tendríamos que remar hasta otra isla, sino que embarcaríamos en la única y definitiva nave comprada para esta ocasión. Le calculé unos doce metros de largo, con un techo a la mitad sostenido por cuatro columnas de madera. Vi el motor en la popa.
—No lo pondrán en marcha hasta que se alejen —advirtió el hombre.
—Es un motor pequeño —me quejé.
—Es lo único que conseguimos para cruzar sin problemas los manglares —respondió.
Carmela apretó mi mano.
—Iremos igual.
—No hay salvavidas —advertí.
—¿Crees que esto es un crucero de lujo? —protestó el coordinador.
—Pero sin salvavidas nos arriesgamos a…
—Iremos de cualquier forma —insistió Carmela.
—Sólo conseguí tres neumáticos viejos —se excusó el coordinador— porque cuestan una fortuna.
—Tres para diez personas… es un suicidio.
—¡Vamos! —insistió Carmela.
Entramos en el agua para llegar al barquito. Pisamos piedras cubiertas de algas cuidando de no resbalar. Algunos sostenían la embarcación mientras otros subían. Nos acomodamos sobre los tablones transversales que oficiaban de asientos. Cuando se ubicó el último advertimos que no sobraba espacio; menos mal que todo el viaje duraría doce horas a lo sumo.
Ya eran las tres de la madrugada, estaba frío y había que partir enseguida. Aferramos los remos mientras desde las piedras nos empujaban para darnos el impulso inicial. Avanzamos por uno de los angostos canales que existían en ese bosque submarino de manglares cuyas fuertes y gruesas ramificaciones llegaban casi hasta la superficie. En un momento dado el pescador bajó al agua y, caminando sobre los manglares, dirigió la embarcación hacia la ruta que llevaba al mar abierto. A nuestro alrededor seguía la protectora oscuridad, seguía el apagón, seguía la ausencia de faroles guardacosteros, seguía la angustiante expectativa de obtener la libertad. El viento era blando, pero sus agujas atravesaban las mejillas. Me levanté las solapas y me puse un gorro tejido. También le subí las solapas a Carmela, que iba delante de mí.
Los remos golpeaban con buen ritmo y nos alejamos de la costa. De pronto me sorprendió que alguien se arrojase al agua.
—¿Qué pasa? —se inquietó un viajero.
—Es el pescador que nos trajo hasta aquí y regresa nadando. Ya pagamos por su trabajo —dijo otro.
—Claro que sí, y lo merece.
—Ahora encenderé el motor —anunció una voz desde la popa.
—Es un fugitivo como todos nosotros —me aclaró el compañero sentado a mi izquierda—, que además tiene experiencia en motores.
Lo hizo arrancar en un instante, parecía de buena calidad. El timonel encendió una linterna, miró la brújula y su carta de navegación. La precaria carabela de la libertad empezó a correr. No pude refrenar mi alegría y le apreté los hombros a Carmela:
—¡Volamos, querida, volamos!
El viento se tornó intenso y deslizamos el cuerpo hacia abajo para protegernos mejor. Nos salpicaban las gotas salobres, una mínima protesta del mar cortado por el cuchillo de la proa. La felicidad aumentó al desplegarse el amanecer y darnos cuenta de que ya no había tierra ni barco alguno. Estábamos solos en el estrecho que separa Cuba de Florida. Nos rodeaba un azul parejo. Éramos los únicos seres vivos en la inmensidad. Decidimos beber agua y comer algo mientras la proa tajaba vigorosa hacia adelante. Soñé con mi Argentina, la que abandoné para ir a Sierra Maestra, que sufrió dictaduras y muertes, y que en ese momento se desperezaba con la recuperación de la democracia.
Al mediodía se nos paralizó la sangre porque el motor empezó a boquear. Sus ruidos de ahogo sonaron a carcajada de los tiburones. El mecánico maniobró con energía para devolverle la potencia, golpeó, gritó a la máquina y hasta le dio patadas. El motor, cada vez más ahogado, murió por completo. ¿Qué hacer? No teníamos otro, fue una cochinada no habernos provisto de un motor mejor. Para colmo, el cielo se encapotaba con una de esas frecuentes tormentas de invierno que asaltan sin aviso. Varios empezaron a remar, yo me ofrecí para reemplazar al primero que se cansara. ¡Tenemos que remar! ¡No podemos quedarnos aquí para siempre! ¿Dónde está la brújula? ¡Enfilemos hacia el norte, hacia el norte!
Retumbaron relámpagos en la rabiosa cavidad del cielo. Los rayos se convulsionaban en busca de nuestro navío. Gotas grandes como uvas rebotaron en el mar y enseguida sobre nuestras cabezas. Pronto se transformaron en aguacero. Las olas se inflaron. ¡Sigamos con los remos! ¡Sigamos hacia el norte! ¡El viento nos ayudará!
Por suerte en pocos minutos cesó la lluvia y asomaba el sol entre las nubes que no se decidían a alejarse del todo. Siempre fui resistente a los mareos y suponía que no me visitarían en esa oportunidad. Pregunté a Carmela cómo se sentía. Giró la cabeza y me vio preocupado. Trató de animarme: «Saldremos de esto», dijo. No quise preguntarle cómo.
Luego de beberse media botella de agua, el experto se puso a arreglar el motor con menos ira. Mientras los remos continuaban su actividad, él trabajó hasta la noche con su caja de herramientas. Junto a él vomitaban algunos sin moverse del lugar, no era fácil abstraerse del hostil balanceo de las aguas. Otra tormenta, menos fuerte que la anterior pero más larga, nos introdujo en la noche. Estábamos pegados uno junto al hombro del vecino, enrollados en las vendas de terror que producía el infinito de la nada. No había a quién pedirle auxilio. El balanceo no cesaba y yo traté de imaginar con los ojos cerrados que era un bebé en una cuna agitada, pero segura. Aunque me resistí hasta sentir puntadas, oriné sentado, no había margen para el pudor. Nos empezábamos a resignar sobre el fin próximo, que no sería bueno. Me repetía que cerca de nosotros sólo había delfines y ningún tiburón.
Circulamos a la deriva durante la noche. Me esforcé por dormir con la cabeza apoyada sobre mis rodillas. Quienes continuaban dándole a los remos se habían extenuado. Me despertaba a cada rato, eléctrico, porque soñaba con cárceles y con las avenidas de Buenos Aires. El amanecer nos dio la peor de las noticias: estábamos de nuevo en aguas cubanas. El contorno de la tierra se veía nítido, sin el amor que durante años me había ligado a ella. En cualquier momento nos descubrirían los guardacostas y nos arrastrarían de los pelos al juicio sumario.
«¡Aquí hay manglares! —gritó mi compañero de asiento y se bajó al agua. Pisó sobre el alto tejido de ramas submarinas—. ¡Están rozando la quilla, por eso me di cuenta! Podemos quedar trabados, no debemos avanzar. Con los remos conseguimos detener el deslizamiento». «¡Voy a hacer funcionar este motor de mierda!», siguió gritando el experto desde la popa. «Pero mientras deberíamos ocultar nuestra presencia con ramas de manglares», dije. No entendieron la idea, inspirada en lo que había hecho dos veces con mi auto. «¿Cómo subimos las ramas?». «Algunos trajeron machetes», respondí. Los dueños de machetes los extrajeron de sus bolsos y bajaron al agua. Cortaron con bastante facilidad las maderas húmedas y convertimos la embarcación en una desordenada cabellera vegetal, sostenida por la caseta del medio. Esa cabellera marrón nos protegía de los largavistas, sólo faltaba que el motor funcionase.
Como último recurso, el mecánico usó un cortafierros y un martillo para zafar las tuercas y destripar el motor. Quitó el piñón de la marcha atrás y quedó sólo la marcha hacia adelante. «Podemos vivir sin la marcha atrás», refunfuñó. Al cabo de otra media hora lo hizo arrancar. ¡Lo hizo arrancar! Su bramido nos besó con música celeste. Aplaudimos atragantados. El maldito se hizo esperar, carajo, pero no estaba muerto. Ahora tenía que lucirse. Decidimos mantener el disfraz de ramas hasta regresar a las aguas internacionales.