28
El doctor Eneas Sarmiento me avisó que sería entrevistada. Supuse que tendría relación con el simposio sobre tumores cerebrales que realizaba la cátedra de Cirugía. Me equivoqué de lado a lado. Eran tres hombronas, mujeres del Partido, que llamábamos con desdén «El Trío del Embullo». Su trabajo consistía en analizar a cada funcionario del Estado y decidir si podía ingresar en el Partido. Nunca había visto antes a esas compañeras, que se presentaron sin ablandar su arrogancia. Me condujeron a una reunión con varios médicos que ya se habían sentado en hemiciclo para escuchar. Tuve ganas de preguntarle al doctor Sarmiento si era una entrevista o un interrogatorio de la Inquisición.
La mayor del trío levantó su mandíbula y dijo que habían revisado mi expediente, pero antes quería tener una clara información sobre las causas que me habían llevado a dejar de pertenecer a la Federación de Mujeres Cubanas, habiendo tenido yo el privilegio de recibir uno de los primeros carnets. La miré con enojo; mi adhesión revolucionaria se había fortificado desde entonces. No merecía esta pregunta. Me acaricié el rodete para enfriar las ideas y decidí correr el riesgo de abrumarlas. Dije que la Federación estaba bien inspirada, pero me impresionó en forma negativa.
Parpadearon.
Conté que mi madre había subido por primera vez en su vida a un camión de ganado para hacer trabajo voluntario. Tenía que buscar ropitas para los niños de Matanzas. En eso vio a dirigentas de la Federación, mujeres como ustedes, pero en cómodos automóviles y no en un camión. No le pareció igualitario, y a mí tampoco.
El trío tomó nota. Agregué:
—La Federación está organizada de tal modo que se dice «esposa de», para lucir autoridad. Yo no quiero nombrarme como «esposa de», porque tengo mi propio nombre y apellido. ¿Van a subsanar ese defecto algún día?
No respondieron.
—Fíjense que yo trabajé en el Ministerio de Relaciones Exteriores y allí la FMC nos daba trabajo de costura y otras tareas parecidas. Quizá los que no están enterados se asombren —recorrí con la mirada el hemiciclo de médicos—, pero ese trabajo era una pérdida de tiempo, una dispersión, un disparate, ¡hacer costuras donde se planifica la política cubana ante el mundo! Yo sé que en el socialismo no deben existir diferencias entre el trabajo intelectual y el manual, pero en algunos casos puede generar un grave perjuicio.
Tras un silencio de sepulcro, sólo violado por los arañazos de sus lapiceras sobre el expediente, preguntaron por qué no había integrado los Comités de Defensa de la Revolución. Esa pregunta terminó por sacarme del frágil equilibrio y contesté:
—No me gusta vigilar ni ser vigilada; eso es fascismo. Pero —simulé ablandarme— tengan en cuenta que participé en la campaña de alfabetización realizada por el Comité de mi cuadra. De manera que colaboré, sin formar parte de las listas que ustedes tienen.
Consultaron entre sí la pregunta siguiente. La mujer de la derecha adelantó su cabeza como si necesitase pegar sus palabras a mi rostro:
—¿Has sostenido una relación amorosa «especial», quiero decir inaceptable para la moral socialista?
Cerré los puños. Percibí la incomodidad de mis colegas y yo hundí mis pupilas en las del doctor Sarmiento, que las cerró avergonzado. Nadie ignoraba que vivía con Ignacio. Ese trío de brujas se extralimitaba.
Las juezas conversaron en voz baja sin importarles el tiempo que quitaban a los médicos sentados en la sala como inútiles testigos. Una se puso de pie con la apostura de un verdugo. Irradiaba hostilidad:
—Teniendo en cuenta tu pasado revolucionario, desteñido por las desafortunadas e insolentes expresiones que lanzaste delante de estos médicos, quedas en el rubro de «cantera», es decir, en observación.