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En el tormentoso año 1968 fui designado coordinador responsable del Plan Azucarero, cuyo objetivo era alcanzar una espectacular zafra de diez millones de toneladas de azúcar dos años más tarde. No podía aspirar a una distinción más importante, porque me ponía por encima de los ministros y me transformaba en el conductor de lo que sería el más resonante éxito de la Revolución. Carmela, curiosamente, presintió que la distinción venía con carga negativa, aunque se resistía a explicarme su escondido miedo.
Por las radios y en las manifestaciones callejeras las gargantas empezaron a repicar: ¡Los diez millones van, / que van, que van! A la madrugada, al mediodía, a la tarde y a la noche: ¡Los diez millones van, / que van, que van! Se convirtió en el núcleo de conversaciones y discursos. El número diez se asociaba a los millones, a las toneladas, a que van que van, y al trabajo voluntario o forzoso.
Después de explicar su idea y comprometer a los organismos del Estado, Fidel consultó a los técnicos que aún quedaban en Cuba, muchos con gran experiencia, yo entre ellos. Esas consultas eran una distinción y un peligro, porque resultaban extenuantes. Habíamos aprendido a exponer ante el Comandante con elipsis. Para expresar una objeción debíamos enmascararla de tal forma que pareciera una confirmación de lo que él pensaba. Oponerse a sus hipótesis era como insultarle la madre. La mayoría de los técnicos confesaba tras bambalinas que se quería mandar a mudar. Esa mañana, con prudencia se vertieron algunas gotas amargas. Pese a tantos éxitos, aún (acentuábamos el «aún» como si fuese un dulce), aún no se había conseguido que las centrales azucareras tuvieran un buen mantenimiento: faltaban piezas que bloqueaban la fluidez del proceso socialista. Además, las máquinas soviéticas no cortaban bien las cañas (culpa de los soviéticos, por supuesto, no de los cubanos). A medida que avanzaba el análisis, estimulados por la benigna atención de Fidel, algunos emitieron juicios sobre la gestión económica que, desde los tiempos del Che (asesinado en Bolivia el año anterior), no daba pie con bola. El primer ministro pidió que nos expresáramos con franqueza con respecto a los diez millones. Todos menos tres, yo entre éstos, confesaron que la industria azucarera estaba tan moribunda que los diez millones no se podrían alcanzar nunca.
Fidel contrajo los labios y levantó la sesión bruscamente. Por la tarde todos los técnicos estaban despedidos, menos los tres que nos habíamos callado. De ellos, yo fui investido con el omnipotente diploma de coordinador responsable del Plan Azucarero. La decisión fue rápida, porque se refería al objetivo cardinal del Jefe Máximo.
Me apliqué a la transformación de una utopía en realidad. Quería lograr que el proyecto voluntarista de Fidel fuese claramente viable. Analicé balances y proyecciones, puse a prueba censos y estadísticas, sometí mis resultados a la revisión rigurosa de varios colegas, recomencé los análisis desde cero cuatro veces. Pero chocaba de nariz contra la roca de las evidencias. Por empeño que aplicase a columnas, planillas, informes y pronósticos, no se llegaría a los diez millones en 1970. No. Estábamos lejos. Con suerte se alcanzarían los ocho.
Me atacó un insomnio tenaz y Carmela recetaba un hipnótico tras otro con creciente preocupación. Mi rostro tenía los colores del cadáver y por momentos no encontraba forma de expresarme. Ella no sabía qué hacer para aliviarme, hasta me arrastraba al sexo sin que ninguno de los dos tuviese ganas de verdad. Discutí con técnicos lúcidos, quienes se deprimían al no poder ofrecerme pistas para alcanzar la meta soñada, ni siquiera aumentando hasta la locura el trabajo voluntario. Cuando me exigieron que expusiera ante el Buró político del Partido presidido por Fidel en persona, caí en pánico. Carmela me suspendió la medicación para que no comprometiera mi claridad mental. Ya no estaba el Che para defenderme. Tampoco podía seguir enmascarando las conclusiones adversas ni decir que faltaban evaluaciones, o que tal vez conseguiríamos los instrumentos necesarios para transformar el maravilloso objetivo en una realidad feliz. Me preguntarán: «La zafra de los diez millones de toneladas anunciada por el Comandante y cantada con fiebre por toda la nación, ¿es posible o no? ¡Al grano!». Podría responder que sí, pero… y los peros causarían la cólera del Buró. Me exigirán que sea preciso. Entonces mostraría mis cuadernos y carpetas llenas de cálculos y, simulando que hablaban las carpetas, no yo, diría con la nariz pegada al pecho: «La zafra no puede llegar a los diez millones de ninguna forma, apenas a los ocho».
Llegué a cometer la imprudencia de telefonear a Lucas, cosa que hacíamos muy de vez en cuando para intercambiar sólo informaciones inocentes. Aunque mi nivel de técnico extranjero me otorgaba privilegios en materia de comunicación, nunca ponía sangre en los dientes de los tiburones que se dedican a escuchar llamadas ajenas. Pero esta vez me parecía distinto, porque Lucas era un economista bien informado, talentoso, y su consejo tal vez podía encenderme una milagrosa luz. Hablamos por más de dos horas. Yo le comunicaba los datos en código hermético y él contestaba con elipsis, pero al cabo de diez minutos nos entendimos a la perfección, como niños que logran inventar un eficiente lenguaje exclusivo. Calculó y propuso varias alternativas que luego él mismo desechaba. Al final coincidió conmigo en que estaba en un callejón sin salida. Sus frases de cierre fueron destinadas a las bellezas de México que, dijo apenado, Carmela y yo deberíamos disfrutar cuanto antes.
Ocurrió como lo había supuesto. Salí de la reunión con el Buró político atontado por el zumbido de los ventiladores que habían girado sobre mi cabeza. El Comandante y todos los miembros de esa instancia suprema guardaron un silencio mortal ante mi melancólico diagnóstico.
En casa me acosté para relajarme.
Esa noche invité a Carmela al hotel Habana Riviera. Necesitaba tomar una copa en un sitio ruidoso, parecido a las confiterías de Buenos Aires, aunque nada era en realidad parecido a las confiterías de Buenos Aires, porque el hotel desbordaba frivolidad hollywoodiense, como se estilaba en los tiempos de Batista. El primer ministro tenía oficinas en los últimos tres pisos de este hotel: 18,19 y 20. La estructura luminosa sobresalía frente al Malecón, donde las olas no cesaban de reventar sus golpes de espuma.
Ingresamos en el cabaret vasto y misterioso, al que habían concurrido Ernest Hemingway y Frank Sinatra. En los primeros años de la Revolución ese cabaret siguió funcionando para los dirigentes que querían tomarse un recreo. Pero se decidió mantenerlo cerrado los días laborales. Otra cosa era el fin de semana. Por suerte ya no predominan los ricos. Esa joya de la élite había pasado a ser un espacio popular. Sin embargo, los cubanos se ponían la mejor ropa para entrar, lo cual no me agradaba, porque era una prueba de que no habían olvidado la etapa consumista anterior. La sala que antes se destinaba al juego había sido transformada en un salón danzante, en el que vibraban los ritmos cubanos por sobre los gringos. Se evitaba el rock asociado al imperialismo y sus hábitos degenerados. En el amplio bar se daban cita corresponsales extranjeros, diplomáticos, políticos y escritores.
Los checos y los rusos que se habían constituido en nuestra columna vertebral ideológica, económica y militar hablaban fuerte en sus estridentes lenguas, sin confraternizar entre ellos ni con los cubanos, y se agrupaban en espacios distintos, lo cual tampoco me gustaba porque ponía en evidencia que la fraternidad socialista aún tenía eslabones flojos. Por otra parte, cuando el vodka superaba el umbral crítico, algunos confesaban que querían sentirse menos controlados. Bebimos unas copitas de ron, charlamos con un checo y un ruso sobre cosas sin importancia y regresamos con cierto alivio en el alma.