21
En la comandancia de Camagüey buscamos los espacios donde podíamos conversar tranquilos. Volvimos a aproximarnos, y nos reímos al darnos cuenta de que repetíamos los rodeos de una arcaica y absurda timidez. Es la pulsión a la repetición, decía Ignacio basándose en sus lecturas de Freud. Pero el contacto físico nos abrió recuerdos. No obstante, Ignacio aplicaba un cedazo que consideraba protector, para no lastimarme, confesó más adelante. Pese a que era poco creíble, seguía sosteniendo la misma versión débil de su ausencia. Decidí resignarme a dejarla pasar por el momento, debido al amor que le tenía, y debido a la gratitud por su nobleza de salir disparado para ayudar a Lucas. Yo me criticaba por ser inconsistente. En materia de afectos, pedir consistencia a veces es pedir imposibles.
Me parecía que junto a él debía recordar los momentos gratos. Apoyada en su hombro, le escuchaba la respiración y el latido de las arterias. Le acariciaba el dorso velludo de la mano y evocaba la alfombra roja en el peñasco recoleto de la Sierra, donde me regaló la fantasía del Maxim’s. Hablábamos de política para mantener la confianza en el movedizo proceso que vivíamos, pese a las críticas que asomaban como pequeñas víboras.
—Tienta abandonar la Revolución —dijo él—, porque el diablo siempre mete la cola.
—¿Crees en Dios? —pregunté, ya que había mencionado al diablo.
—No en Dios —contestó—, aunque discuto con El como si existiera; en cambio creo en el diablo.
—¿Cómo es eso?
—Mira, las revoluciones son un caldo de cultivo para el diablo.
—¿Porque se cometen errores?
—Claro: ¿fue necesaria la guillotina en la Revolución francesa? ¿Fueron necesarias las salvajes purgas de la Revolución bolchevique? Tal vez sí, tal vez no, carecemos de pruebas en contrario.
Yo no me horrorizaba con los fusilamientos como Húber, confesé avergonzada, porque creía en la justicia de los tribunales revolucionarios, pero ahora… Sí, cuando a uno le toca alguien cercano es diferente, ¿no? Me tapé la cara con las manos.
—El Che no va a faltar a su palabra —volvió a consolarme Ignacio—, seguro que Lucas no será llevado al paredón.
—¡Pero no me alcanza con eso, merece la libertad!
—Ya lo sé.
—¡No es un delincuente, no es un contrarrevolucionario!
—¿Ves?, el diablo mete la cola.
Por otra parte aumentaba la agitación comunista, que estimulaba la toma de fábricas y produjo una parálisis en el puerto de Nuevitas, por donde se exportaba el azúcar.
—Los comunistas quieren poner la Revolución sobre los seguros rieles del marxismo-leninismo —me aseveró Ignacio—, no temas.
—¿Pero Fidel?…
—Fidel terminará manifestándose comunista, me lo dijo el Che.
—No lo creo, mira lo que acaba de publicar el periódico Revolución —dije buscando el ejemplar en la pila que se amontonaba en un ángulo del sofá.
—Ah, sí, el discurso que pronunció el 8 de mayo, pero no le des importancia.
—Cómo que no le dé importancia, fíjate qué dijo Fidel —y empecé a leer en voz alta—: «Yo no sé de qué forma hablar. ¿Es que alguien puede pensar que encubrimos oscuros designios? ¿Es que alguien puede afirmar que hemos mentido alguna vez al pueblo? ¿Es que alguien puede pensar que somos hipócritas? Entonces, cuando decimos que nuestra Revolución no es comunista, ¿por qué ese empeño en acusarnos de lo que no somos? Si nuestras ideas fuesen comunistas, ¡lo diríamos aquí!».
—Yo le creo al Che —insistió Ignacio—, no a ese periódico ni a ese discurso.
—¿Fidel miente entonces?
—En política se miente, pibita.
—Pero Ignacio, ¡si se instala el comunismo no tendremos democracia!
—Te equivocas, no tendremos una democracia burguesa, sino una democracia popular, superior.
—Los comerciantes ganaderos denunciaron expropiaciones y dejaron de comprar ganado —le referí otra noche.
—No se puede contar con ellos —replicó Ignacio con rabia—. Sus intereses les impiden darse cuenta de que vamos hacia otro tipo de sociedad.
—¿Sabías que se presentaron varios militares con grandes camiones en una empresa norteamericana de ganado y se llevaron toda la maquinaria? —insistí con mi crítica.
—¿Y qué? —reaccionó abriendo los brazos—. ¿No han rapiñado bastante a Cuba? ¿Vas a tenerles lástima?
Encogí los hombros, agotada:
—Puede que tengas razón, pero no me va a gustar que les quiten a mis padres todo lo que tienen.
—Vivimos en un proceso, mi flor de alelí; hay cosas que duelen y cosas que alegran; debemos mirar hacia el futuro, donde reinarán la igualdad y la abundancia.
—Ojalá fuera cierto.
—Claro que sí —agregó con ojos inspirados—, tus padres tendrán de todo, como el resto de los habitantes; ésa es la gran diferencia con el día de hoy, porque ahora el resto tiene poco o nada. —Me abrazó fuerte y susurró a la oreja—: En la Sierra te dije que habías hecho tu camino de Damasco, que te convertiste a la fe de la Revolución; esa fe exige entrega, sufrimiento; vos has demostrado ser capaz de sufrimiento.
—¿No de entrega? —pregunté con un mohín provocativo.
—Entrega parcial —contestó mientras aplicaba tiernos mordiscos a mi oreja.
Me colmé de placer y alcancé a exclamar:
—Por ahora no veo el futuro, sino una neurosis que divide a la sociedad entre revolucionarios y contrarrevolucionarios llenos de odio.
—La neurosis la voy a tener yo si no te hago el amor ahora mismo.
En medio de la noche me despertaba con las protestas de Húber repicando en las sienes; tenía el deber de volcarlas en las crónicas de la Revolución aunque sonaban inconvenientes. Escuchaba la respiración serena de Ignacio. Nuestras bocas estaban casi juntas y el aliento amargo evocaba los animales de un zoológico. Seguro que las pesadillas me hacían respirar por la boca. Me pasaba la lengua por las encías y acariciaba el pecho desnudo de Ignacio, que se elevaba y descendía lento, como si remara en un estanque. Dormía profundo, sin alarmas por el progresivo vuelco hacia el comunismo, él deseaba que ese régimen soñado por Marx y Lenin se instalase cuanto antes para terminar con el doble discurso. Miré su perfil angulado, la leve desviación de su nariz y soplé el mechón de cabellos rubios que le cubría la frente. Este hombre se ha metido en mi vida para siempre. Nuestras ligaduras se consolidan, son cuerdas casi irrompibles, pensé. Lo besé en la mejilla y me dije que quizá el vuelco al comunismo no sería malo.