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El índice de Ignacio quedó atrapado entre las hojas del volumen mientras su mirada se mantenía fija sobre el rostro de Carmela. Se levantó con dudosa sonrisa y volvió a establecerse el puente de vidrio caliente. Ella pudo advertir que tenía mediana estatura, era vigoroso, rubio de barba y cabellos, labios finos, nariz con una moderada giba desviada hacia el lado del corazón.
Sus primeras palabras, de inconfundible acento argentino, fueron: «Ya nos conocemos». Carmela hizo un breve gesto de aceptación; ambos recordaban la guagua y el insistente contacto de los ojos. Ignacio se sentó junto a ella y le mostró el libro que estaba leyendo, un tomo de las obras completas de Marx. Para que no lo confundiera con un novato, aclaró que nunca terminaba de aprender, que en esas páginas fluían como río las ideas notables. Ella contestó que sus conocimientos sobre marxismo se basaban en glosas y comentarios, no había leído los originales. Ignacio sonrió tolerante y aseguró que la deslumbrarían. Tomó su mano, que soltó enseguida. Argumentó, para justificarse, que le estaba prestando su libro, al que depositó con dulzura sobre las piernas de ella, quien se negó a recibirlo porque él lo estaba leyendo. Ignacio contestó que leía varias obras al mismo tiempo, así que podía quedárselo por unas semanas.
—Los originales son mejores que los compendios, como te habrá ocurrido con Anatomía.
Fue otra sorpresa, ¿sabía de sus estudios? Ignacio dijo entonces que en el campamento estaban enterados de la vida y milagros de cada uno, en especial de los que recién se incorporaban; era un asunto de estricta seguridad. Sabía que le faltaban pocas materias para recibirse, que había empezado su especialización en neurocirugía y que era la hija del abogado Emilio Vasconcelos. A Carmela se le cayó el maxilar. Le preguntó si era espía o también médico. No, era economista; en cambio, médico era su paisano Ernesto Guevara y él estaba allí, precisamente, por insistencia de Guevara; con Fidel Castro había tenido un par de encuentros anteriores muy desafortunados. Carmela quiso enterarse qué significaba «encuentros anteriores muy desafortunados», pero se negó a responder y prometió contárselos en el futuro.
La invitó a caminar para que conociera otros vericuetos de la Sierra. Ignacio hablaba con voz apasionada y saltaba de temas, como si no se sintiera cómodo con ninguno. Entonces ella comprendió que lo agitaba su presencia, porque no sabía cómo abordarla: una mujer que lo atraía y al mismo tiempo le provocaba un inexplicable temor.
Penetraron senderos apenas visibles bajo el tejido de raíces levantadas que se parecían a serpientes terrosas. La vegetación se tornaba espesa y de súbito ingresaban en un claro de tierra calva, desprotegida. Ahí los combatientes podían ser ubicados con facilidad por los aviones que hacían raids de exploración, explicó Ignacio mientras levantaba sus ojos hacia el cielo de aluminio.
Llegaron a un arroyo, que comparó con los que solía disfrutar en las sierras de Córdoba, en el centro de la Argentina, donde conoció a Guevara, que se había radicado allí para aliviar su asma. Se sentaron sobre unas piedras luego de beber con las manos ahuecadas y morder un manojo de berro. Ella aún no podía explicarse ni a sí misma cómo se atrevió a introducirse en esta loca aventura. «Esta aventura es la que viene repitiendo la humanidad desde que empezó a ser oprimida —dijo Ignacio con énfasis—. Es la rebelión de Moisés, de Espartaco, de Jesús, de los campesinos medievales, de los sans-culottes de Francia, de los ejércitos libertadores en América Latina». Ella lo miraba con más frecuencia de lo que pedían las palabras, porque mirarse era como tocarse.
Mientras volvían Ignacio arrancaba con frecuencia hojas de los arbustos y se las entregaba para que las oliese: «También son recursos que orientan en la Sierra, en especial cuando baja la noche y estas fragancias se intensifican», dijo.
Después dio a entender a Carmela, con prudencia, que ella había transitado el camino de Damasco en poco tiempo, que era una fruta que aún no había terminado de madurar; que su convicción había brotado de las contradicciones que empezó a sentir con una forma de vida caduca; le había hecho un agujero a su familia, aunque le doliese reconocerlo. Ella lo miró lastimada, pero no iba a enojarse porque era la verdad. También era verdad que su futuro era un tembloroso signo de interrogación.