23

A la una de la mañana Camilo lo llamó por teléfono. Por su forzado tono, Húber sospechó que Fidel lo había obligado a hablarle y era posible que se encontrase a su lado supervisando la conversación. Nada más incómodo podía sucederle.

—Oye, Húber, ¿podrías venir a La Habana ahora mismo?

—Camilo, tú sabes que me retiraron la avioneta que tenía.

—Bueno… ¿cuándo podrías?

—En la mañana, en el primer vuelo de Cubana.

Camilo hablaba entrecortado, con pausas para escuchar las instrucciones de otra persona que no podía ser sino Fidel. Cortaron con la promesa de que Húber viajaría en el tempranero avión de línea.

Tres horas más tarde lo despertó el capitán Francisco Cabrera para informarle avergonzado que el primer ministro le había pedido que lo relevase y se hiciera cargo del distrito inmediatamente. «Está bien, Francisco, toma el relevo». El capitán no cortaba:

—Hay más, prende la radio.

—¿Qué pasa?

—Las estaciones nos están acusando.

—¿Cómo?, ¿también a ti? —se extrañó Húber.

—También. Nos llaman traidores, arengan a la gente que salga a la calle y venga por nosotros.

—Pero ¿no te pidió Fidel que tomes el mando?

—El mismo, pero ahora no entiendo nada.

Húber prendió la radio y comprobó que la ofensiva era incendiaria, grave. Se vistió, fue a su despacho y empezó a dar vueltas. Mandó llamar a Carmela e Ignacio. Balbuceó:

—Carmela… me doy cuenta ahora… buscan que les dé una respuesta armada.

—¿Cómo dices?

—Sí, buscan eso, una respuesta armada.

—No te capto.

—Sí, una respuesta armada para caerme encima y acusarme de criminal, para hacer trizas mi nombre.

En ese instante le avisaron que deseaba verlo con urgencia el médico Miguelino Socarras. Húber lo conocía. La llegada del profesional a esa temprana hora daba un mal pálpito. Ingresó nervioso. Húber contempló a sus colaboradores, que empezaron a retirarse comprensivos. Socarras se aclaró la garganta y sonó la nariz, recorrió la oficina con sus gruesas gafas de carey y se sentó en el borde de una silla. Arrugando los labios dijo:

—Comandante, creo que le queda poca vida. —Húber se puso duro—. Tengo un avión con el piloto esperando a sólo quince minutos de aquí. —Húber seguía sin contestar—. Vámonos —imploró—, yo lo acompaño, las provocaciones de las radios anticipan una tragedia.

Húber se levantó para dar vueltas y al cabo de un minuto se detuvo frente al médico, le puso la mano en un hombro y dijo con apagado orgullo que no iba a convertirse en un desertor.

—Usted defiende principios, pero de nada servirán —lamentó Socarras.

—Éste es el instante decisivo de toda mi vida, doctor.

—En unas horas lo arrastrarán por las calles, comandante, y su honor será masticado por los perros.

—Tal vez mi conducta salve al país —reflexionó Húber.

Un emisario llegó con la lengua afuera e informó agitado que las tropas de la policía y de seguridad del aeropuerto habían recibido órdenes de provocar un enfrentamiento. «¿Ves? —dijo Húber a Carmela—. Se confirma lo que sospechaba».

Llamó de nuevo a sus capitanes y les ordenó con energía que no contestasen a ningún proyectil.

La agudeza política de Fidel tomaba un camino deslumbrante: resolvió que fuese el mismo Camilo, aliado de Húber, quien procediera a su arresto. Esa maniobra le permitiría eliminar de una sola vez a las dos figuras que complicaban su plan. Ignacio trató de explicar a Húber que el comunismo no era el fin del mundo, sino el mejor de los mundos, el que la humanidad soñaba desde el tiempo de los profetas. Húber lo miró con ojos nublados:

—No, Ignacio, los profetas querían justicia, pero con libertad, no justicia con dictadura.

Las tropas de Camagüey seguían leales a Húber Matos. Quien viniese a detenerlo provocaría una balacera, con lo cual se conseguiría el efecto que Húber pretendía evitar a toda costa. Caería Camilo por las balas de Húber, y éste sería condenado por haber matado a Camilo. Ni Shakespeare hubiera urdido una trama mejor.

Cuando se difundió que Camilo Cienfuegos había aterrizado con veinte hombres provistos de bazucas y fusiles automáticos para arrestar a Matos, brotaron forúnculos de cólera en las barracas de la comandancia. Camilo ingresó en el campamento montado en un jeep, sin presentir el riesgo que corría su vida. Al llegar a los aposentos del comandante pidió que sus hombres armados aguardasen afuera. Húber lo esperó en la puerta, como se hace ante la llegada de un amigo. Se contemplaron vacilantes. Se estrecharon la mano y subieron al segundo piso para conversar a solas. Camilo, con ronca dificultad, le pidió disculpas por venir a arrestarlo, era una tarea de mierda. Agregó:

—Comprende que esto me oprime el pecho; Fidel se equivoca y procede mal. —Hizo silencio, se rascó la barba y añadió—: Me ha tocado esta porquería de misión, me siento abochornado; ¿qué puedo hacer? ¡Dime! —Al rato Camilo se paró y desperezó los brazos, acalambrado por el largo viaje y la tensión—: ¡Es una locura!

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Húber.

Camilo lo miró desolado:

—Tenemos un jefe desde el principio y nunca se nos ocurrió cambiarlo; yo no puedo desobedecer; francamente, no puedo.

—Entonces me vas a arrestar —dijo Húber.

Camilo levantó los párpados oscurecidos por el dolor:

—No tengo otra alternativa.

—Bien, entonces vamos a la comandancia y procede como te mandaron.

—Sí, necesito terminar con esta mierda cuanto antes. —Lo abrazó con un estremecimiento.

Caminaron hacia la comandancia seguidos por hombres armados. Entraron en el despacho y se sentaron. Era una escena onírica, una refinada sofisticación de la tortura. Cienfuegos ordenó llamar a los oficiales. En pocos minutos la sala se llenó de hombres graves. Camilo se puso de pie y exigió en tono cansado que le entregasen sus armas mientras Húber parecía distraído mirando el techo. Los capitanes respondieron que no estaban de acuerdo con el arresto. «Ése no es el tema —replicó Camilo—, estoy ordenando que me entreguen las armas». Húber hizo señas para que obedecieran. Los oficiales cambiaron miradas iracundas y, con resignada lentitud, vaciaron sus cartucheras.

La radio informaba que Fidel en persona había llegado al aeropuerto de Camagüey. Apenas pisó tierra asió un micrófono y dijo que había que movilizarse «contra la conspiración de Húber Matos». Aseguró que en el campamento militar había empezado una sedición. Enseguida se puso a la cabeza de la fogosa multitud que lo esperaba con banderas y carteles y avanzaron hacia el campamento militar. Los oficiales concentrados en el despacho comentaron inquietos que su gente iba a dispararles, aunque hubieran recibido órdenes en contrario del mismo Húber y aunque esa jauría estuviese liderada por el primer ministro.

Fidel penetró a tranco largo en el cuartel, seguido por una multitud de cuatro mil personas que ladraban feroces. Entró en el edificio de la comandancia golpeando los tacos y rodeado por su numerosa guardia personal. Reunió a los capitanes de la plana mayor en el primer piso, mientras Húber permanecía arrestado en el segundo. Los enfrentó con rostro severo y, en tono muy exaltado, sin darles tiempo para acomodarse, afirmó que Húber era un traidor ligado a una conspiración antirrevolucionaria pagada por Trujillo y asesorada por los gusanos de Miami.

—¿Todo eso? —ironizó un oficial.

—Muéstrenos las pruebas —pidió otro con la audacia que permitía su rostro historiado de cicatrices.

—Yo las tengo —contestó altivo.

—¿Por qué no las presenta, entonces?

En lugar de responder insistió en su avalancha de injurias. Su actitud molestó a los capitanes, que convirtieron la escena en la más incómoda que enfrentaba Castro desde que había tomado el poder. Uno de ellos se refirió a la desviación comunista. Fidel calificó de absurda esa acusación y, desenfrenado, les apuntó con su índice:

—¡Ustedes… ustedes váyanse con los contrarrevolucionarios, váyanse con esos malditos, que yo me voy con el pueblo!

—Pero, comandante, nos extraña mucho —replicó otro oficial retorciéndose los dedos— que llame pueblo a esa turba que lo acompaña dando aullidos. ¿Llama en serio pueblo a esa gente?

Fidel decidió retirarse bruscamente. Subió al segundo piso y pasó como bólido cerca de Húber y Camilo, abrió la doble puerta que daba al balcón para saludar al gentío que se había concentrado para despedazar al traidor. Su presencia incrementó el odio y las banderas empezaron a tremolar.