29
Leían en sendos sillones bajo la lámpara de pie instalada en el medio. Llovía y las cortinas de agua borraron los edificios que se veían desde la ventana. La humedad parecía atravesar las paredes y traía el aroma caliente que brotaba del pavimento mojado. Ignacio acostumbraba descansar sus pies sobre un taburete forrado en pana bordó y Carmela usaba un antiguo atril de música para no tener que mantener en el aire su pesado volumen de neuropatología. Una botella fresca con jugo de mango les hacía compañía. Carmela dejó de leer y miró a Ignacio hasta que éste giró la cabeza.
—¿Qué pasa, mi amor?
Ella tardó en hablar.
—¿Me querés? —preguntó Ignacio, sorprendido por la fijeza de sus ojos.
—Sí.
—¿Por eso me miras de esa forma? ¿Para estar segura?
—No precisamente.
—¿Entonces?
—No me hablas de tu esposa.
——¿Qué esposa? Irene no es más mi esposa.
—Bueno, tu ex esposa.
—¿Qué querés que diga?
—Por qué le fuiste tan infiel, si la amabas.
Se rascó la nuca y bajó un pie. Se sirvió de la botella otro vaso de jugo.
—Es verdad que la amaba y es verdad que le fui infiel —murmuró cabizbajo.
—¿Lo repetirás conmigo?
Bebió un largo sorbo mientras ordenaba las ideas.
—Heráclito…
—No me vengas con citas.
—Heráclito, al decir que nunca nos bañamos en el mismo río, señalaba que el río cambia, pero también quería decir que cambiamos nosotros. Lo podría haber formulado de otra manera: que nadie es igual cuando baja de nuevo al río. ¿Qué te quiero decir? Que no sé, pibita, porque odio mentirte.
—A tu esposa le mentías.
—Odio mentirte a vos. He cambiado. Heráclito.
—No sabes si me serás infiel, entonces.
—¿A qué se debe esto? Parece cómico, ¿tenés algún motivo para…?
—No por ahora, pero imagino que puedo llegar a tenerlos.
—¡Es ridículo! Yo te amo y no se me cruza cambiarte.
—Me agrada que lo digas.
Ignacio le acarició la mano y contempló sus uñas bien cortadas, sin pintura; era la mano que se desplazaba ágil, como un ave milagrosa, por las circunvoluciones del cerebro de sus pacientes. La acercó a sus labios y le besó el dorso y la muñeca. Después se levantó, corrió despacio los fuertes hombros del atril que sostenían una montaña de papel impreso y se arrojó sobre Carmela. Ella pegó una exclamación asustada, se puede quebrar el sillón, cuidado, pero él le desparramó caricias en el cuello, las mejillas, y prendió sus labios a sus labios. Carmela, con cierta lentitud, inquieta por esta forma de cerrar la charla, le acarició los cabellos, la espalda y accedió a deslizar sus ágiles dedos por los botones de la camisa que desprendió con habilidad de cirujana. La incómoda posición en el sillón, donde él debía quebrar su espina vertebral, terminó con una cabriola que los arrojó al piso, cerca de la botella a punto Je volcarse. Rieron de su travesura, pero no cesaron de soplarse palabras en la oreja mientras se pintaban caricias. Carmela, pese a sus temores de que Ignacio pudiera repetir las infidelidades de un Melchor prehistórico, se dejó llevar por la excitación que empezaba a soplar impulsos de fuelle. Ambos sabían que no sólo compartían la piel, sino que ingresaban juntos en los sueños.
No obstante, era Carmela quien sentía la necesidad de probar, aunque con reservas, el extraño sabor que gozan los infieles. Quizá no había terminado de procesar las frustraciones con Melchor o se sentía en desventaja frente a Ignacio. No le resultaría fácil ser infiel, porque no quería poner en riesgo su vínculo. ¿Era sólo la curiosidad de una entomóloga? ¿Deseaba examinar ese bicho llamado infidelidad, más abundante que las cucarachas? ¿Sólo pretendía una noción de los estremecimientos que genera la compañía diferente y más o menos clandestina? ¿Quería jugar a lo evitado, quizá porque tuvo un casamiento precoz y también fue precoz su carrera revolucionaria?
Trató de mirar detalles de los hombres. Les miraba los labios gruesos, o finos, o desdeñosos, o secos, o húmedos, y procuraba adivinar cómo serían sus besos. Miraba las manos, porque cada una es diferente, tanto por la forma como por sus movimientos. Las manos son animalitos traviesos, le había dicho Ignacio, y tenía razón. Algunas se exhiben desnudas, otras con anillos, algunas están cubiertas por un suave vello, otras son lampiñas, algunas están ripiosas por las venas, otras cubiertas de manchas. Algunas, al saludar, aprietan con decisión y otras vacilan, algunas expresan alegría y otras tristeza, algunas son huidizas y otras son osadas. Sin mirar el rostro, sólo por sus manos, Carmela podría diferenciar al generoso del egoísta, al flexible del severo, al franco del esquivo. Pensó que la gente había aprendido a interpretar la cara, el cuello y los hombros mejor que las manos. Y se privaba de ese espejo tan preciso. También miró a Ignacio con atención. Y la satisfacía advertir que sus labios eran sensuales, sus hombros flexibles y sus manos cálidamente vigorosas. Le pareció que no debía privarse de las fantasías que, lejos de perturbar su amor lo podrían consolidar.
Ignacio la llamó por teléfono al hospital y dijo que tenían que hablar, pero no en casa.
—¿Por qué?
—Quiero decírtelo mirándote a los ojos, mi pequeña per-canta; ¿nos encontramos en el bar Astoria?
—¡Tanguero fanfarrón!
—Te espero, pibita, no demores.
Cuando se sentaron, Carmela le contó que había visto a Irene.
—¡Cuándo! ¡Dónde!
—Es lo que menos importa. Se acercó a saludarme con cordialidad. Sólo puedo asegurarte que tú tienes una diabólica buena suerte con las mujeres que eliges.
—¿Te agradó?
—Mucho. Y no entiendo cómo pudiste ser con ella un hijo de puta.
—¿Qué te contó?
—Nada importante.
—Curioso…
—Bueno, ¿a qué se debe esta reunión antirrutina?
—Lo has dicho: antirrutina. No sucede a diario —le acarició las manos por sobre la mesa y la contempló con sus penetrantes ojos color miel, tratando de reconstruir el puente de vidrio caliente—. Quiero decirte que te amo, Carmela.
Ella arrugó el entrecejo, sonrió.
—¿No lo sabías? —preguntó Ignacio.
—Sí, sólo que me emociona tu idea de construir este escenario en un café para que las palabras suenen mejor.
—Más verdaderas —introdujo su mano en el bolsillo y le pidió que cerrase los ojos.
Carmela esperaba que sacara el capullo de una flor, la imaginó amarilla.
—Podes mirar —autorizó Ignacio.
Sobre su palma brillaban dos anillos dorados.
—Quiero que nos casemos.
—Haces tantos esfuerzos para que se me borren las fijaciones burguesas y ahora me vienes con esta proposición tan, tan burguesa —dijo Carmela contrayendo los párpados.
—El matrimonio no lo inventó la burguesía.
—Por lo menos lo consolidó.
—Mira, te sugiero que respecto de nuestra intimidad, dejemos a un lado la ideología.
—Las duras normas.
—Todas las normas. —Ignacio se levantó, rodeó la mesa con elegante suspenso y la empezó a besar. Ella sentada, él inclinado, estuvieron a punto de provocar la caída de los platos y las copas.
Rieron.
—Ahora te desnudo y hacemos el amor delante de todos. ¡Basta de normas!
—A que no te animas.