Epílogo.
El primer capítulo
Cogió la pistola y abrió el cilindro. Se trataba de un revólver corto Smith & Wesson del calibre treinta y ocho, un tipo de pistola muy utilizada por los detectives de los populares libros de novela negra de los años cuarenta y cincuenta porque se acoplaba cómodamente en las pistoleras de hombros que quedaban ocultas bajo la americana. «Un traje de los años cuarenta», pensó el Lobo Feroz. Detectives que llevaban elegantes sombreros de fieltro y decían cosas como: «Olvídalo, Jake. Es Chinatown.» El Lobo Feroz sabía que era un arma poco certera, aunque excepcionalmente efectiva a una distancia muy corta. Ya no se utilizaba habitualmente. En esta época moderna, los policías de verdad preferían armas semiautomáticas con más balas y que producían más impacto. Había comprado el arma a un comerciante de armas cerca de Vermont y había pagado un precio más elevado por ser un poco antigua y por su romanticismo. El comerciante apenas había hecho preguntas cuando vio el dinero en efectivo.
El Lobo Feroz sacó cinco o seis balas del cilindro y las puso derechas en fila delante de él. Hacía más de un mes que hacía lo mismo todas las mañanas.
Cerró el arma con un clic satisfactorio.
La sujetó delante de él y se detuvo.
Hemingway. Mishima. Kosinski. Brautigan. Thompson. Plath. Sexton. Pensó en todos ellos y en muchos más.
Una brusca punzada de tensión le atravesó el pecho. Oyó una lejana sirena en algún lugar del vecindario. Policía, bomberos o ambulancia, no era capaz de distinguirlo. Apenas respiró mientras escuchaba. La sirena cada vez se oía con más intensidad, más cerca, después, para su inmenso alivio, empezó a oírse más débil y al final desapareció.
El Lobo Feroz caminó por la habitación y se miró en un espejo grande. Levantó la pistola y se colocó el cañón en la sien. Abrió el percutor y rozó el gatillo con el índice. Se preguntó cuántos gramos de presión se necesitarían para disparar. ¿Quinientos gramos? ¿Mil? ¿Mil quinientos? ¿Un tirón de verdad o una ligera caricia? Mantuvo esa posición por lo menos durante treinta segundos. A continuación, cambió la posición de la pistola de manera que el cañón le quedaba ahora en la boca. Notaba el sabor del duro metal apoyado en la lengua. Pasaron otros treinta segundos. Después cambió la posición de la pistola por última vez en un ritual ahora tan habitual como cepillarse los dientes o peinarse, el cañón hacia arriba tocando la parte inferior de la barbilla. De nuevo, mantuvo esta posición hasta que ya no supo si habían pasado segundos, minutos o incluso horas. Cuando lentamente bajó el arma, tenía la marca rojiza del cañón en el lugar donde lo había apretado contra la piel.
Extendió el brazo y se apoyó en la mesilla de noche, sin dejar de mirarse en el espejo.
Pensó que ya no lograba reconocerse.
Parecía como si, igual que la lejana sirena, se estuviese desvaneciendo. Sabía que muy pronto desaparecería de su propia vista. Y cuando inevitablemente llegase ese momento, apretaría el gatillo.
La señora de Lobo Feroz contemplaba desde la ventana de su despacho la ceremonia de graduación que acababa de empezar en el patio de enfrente. No se decidía a bajar a verla, pese a que su jefe, el director, la había animado a que asistiese. Abrió la ventana, para oír la música de una banda de gaitas que acompañaba con pompa y boato a los estudiantes que se graduaban mientras estos ocupaban sus asientos. A través de una maraña de árboles de hojas verdes que se balanceaban en la brisa soleada de una bonita mañana de junio, la señora de Lobo Feroz buscó entre los engalanados padres, amigos y familiares que estaban allí para honrar a los que se graduaban. No le costó mucho localizar a dos mujeres pelirrojas que se sentaban juntas y observaban a la tercera del grupo que alegremente cruzaba el escenario a saltos para recoger su diploma.
«Lo bonito de la graduación es que es la antesala del futuro», pensó la señora de Lobo Feroz.
Se apartó de la ventana y regresó al escritorio. Habían pasado muchos días y muchas noches solitarias desde que había logrado cortar la cinta adhesiva de las muñecas y de los tobillos a tiempo para llegar al trabajo, como la doctora le había dicho.
Nunca había hablado con su marido sobre esa noche.
No era necesario.
—Cómo cambian las cosas —susurró.
La señora de Lobo Feroz se colocó delante de su ordenador. La embargaba el miedo, la duda y una certeza casi completa de que estaba a punto de hacer algo muy malo y muy bueno a la vez. Notaba el sudor de los nervios que se acumulaba en las axilas mientras ajustaba el teclado para que las manos se apoyasen cómodamente sobre las teclas. Echó un rápido vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie la miraba.
Tecleó unas cuantas letras.
Un documento nuevo y en blanco apareció en la pantalla que tenía delante. Se detuvo de nuevo y se dijo que nunca habría un mejor momento.
Escribió:
Las tres Pelirrojas. Primer capítulo.
Sangró varias líneas y volvió a escribir:
La noche de mi boda ignoraba que el hombre que se deslizaba a mi lado en la cama era un cruel asesino.
La señora de Lobo Feroz leyó la frase.
No estaba mal, se dijo. Podría funcionar. No sabía mucho sobre obras que no fuesen de ficción o sobre memorias, pero este no le parecía un mal comienzo.
Se preguntó si en algún lugar habría alguna frase que siguiese a la primera y si encontraría las palabras para formarla. Y en un momento excepcional, un increíble despliegue de palabras surgió repentinamente de su imaginación. Las palabras se divertían y retumbaban, brillaban y gritaban, rebotaban a su alrededor, súbitamente desencadenadas, aventureras y anhelando ser libres, explotando como fuegos artificiales y uniéndose para formar un gran despliegue pirotécnico de frases. La señora de Lobo Feroz sintió un cálido arrebato de emoción y se encorvó, inclinándose con avidez sobre la tarea que tenía entre manos.