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En lo que al Lobo le pareció un golpe fortuito de buena suerte, al día siguiente recibió un mensaje de correo electrónico conjunto de la sección de Nueva Inglaterra de la Asociación Americana de Escritores de Novela Negra, anunciando un seminario especial con el mejor analista forense de la policía estatal de Massachusetts. Aunque se había inscrito en la organización poco después de la publicación de su primer libro hacía años, y había seguido pagando la cuota anual religiosamente, nunca había asistido a ninguna conferencia de las que montaba la organización. Estaban pensadas para ayudar a los socios en los asuntos peliagudos que surgían en sus narrativas. Como era de esperar, había considerado que estaba por encima de estas sesiones de «instrucciones» y prefería documentarse él solo. La policía local siempre resultaba de gran ayuda, al igual que muchos abogados criminalistas con experiencia real en la recogida de pruebas y en encontrar lagunas en cualquier caso bien construido. Siempre se mostraban dispuestos a hablar con un escritor. A veces se preguntaba si estaban igual de dispuestos a hablar con un verdadero asesino.
Pero aquel mensaje de correo electrónico parecía encajar con sus necesidades actuales y se reservó un tiempo para el seminario, pagó la cuota de cincuenta dólares con una tarjeta de crédito y buscó las indicaciones para llegar a la sala de convenciones del hotel donde se desarrollaría la jornada. Tardaría dos horas en coche hasta las afueras de Boston, pero imaginó que el viaje valdría la pena. Al Lobo le gustaba pensar que estaba constantemente al acecho de información. Consideraba que los pequeños detalles sobre crímenes daban vida a sus escritos. En ese sentido, se equiparaba al resto de los escritores de novela negra.
La idea de formar parte de un grupo le divirtió.
«Porque no soy como ninguno de esos que se esfuerza por encontrar un buen agente y conseguir el contrato para un libro y quizá la opción para una película para el detective de sus series.»
Le entraron ganas de soltar una carcajada pero se contuvo.
Iba a ser una sesión de tarde, lo cual no era de su agrado. Ya no le gustaba conducir de noche. Seguía teniendo buena vista, pero la oscuridad temprana del invierno parecía enlentecer sus reacciones y tornarle inseguro al volante. Odiaba aquella sensación de vulnerabilidad o mortalidad porque le recordaba que estaba envejeciendo. A su vez, eso hacía que se sintiera más energizado cuando pensaba en las tres pelirrojas.
«Matar —escribió— saca la juventud interior.»
¿Recuerdas cómo fue tu primer beso? ¿La primera vez que tocaste un pecho femenino? ¿La primera vez que acariciaste el filo de una navaja con el pulgar y te salió un poco de sangre? ¿Recuerdas el sabor? ¿O la primera vez que levantaste un revólver cargado y colocaste el índice en el gatillo, sabiendo que todo el poder del mundo quedaría liberado a la menor presión?
«Perfección», pensó.
Estas son las pasiones que necesitan restituirse y renovarse continuamente.
A regañadientes, el Lobo dejó de lado sus cavilaciones sobre el asesinato y se dedicó a anotar preguntas para el ponente del seminario e intentó anticipar las respuestas del experto. Se lo planteaba como si fuera un buen estudiante de posgrado que se preparaba para un examen oral. Sería el paso final antes de que le concedieran el doctorado. La idea le hizo sonreír. «Estudios Superiores en Asesinatos», imaginó. De todos modos, consideraba que era necesario prepararse para el seminario. Quería ser capaz de demostrar que comprendía lo suficiente para asimilar los conocimientos del experto. Era como llamar a la puerta de un club elitista y solicitar la admisión.
Añadió otra nota al capítulo en el que estaba trabajando.
Para ser un asesino realmente exitoso hay que tener siempre ganas de aprender. Demasiados reclusos del corredor de la muerte miran entre los barrotes de hierro esperando esa última palabra del alcaide y se preguntan cuándo se fue todo al garete. «Lo siento. Todos los recursos han sido desestimados. ¿Quieres un sacerdote? ¿Y pollo o ternera para la última comida?» Si uno no se informa sobre la muerte, la muerte le informará por su cuenta. Y nadie quiere recibir esa lección.
Pensó que aquello debía de resultar obvio para todos los lectores, pero merecía ser expuesto con una prosa clara y concisa de todos modos.
A veces, se dijo, hay que ser muy explícito. Pornográficamente claro. Con las palabras y con los homicidios.
Jordan contó para sus adentros. Un paso. Dos. Veinte, veinticinco y treinta. Se inclinó hacia el patio abierto, midiendo cuidadosamente, haciendo caso omiso de los demás alumnos que caminaban hacia las clases de última hora de la tarde.
Llevaba una pequeña videocámara en la mano.
Le había pedido prestado el aparato a una de sus compañeras de residencia, una chica un poco más joven y que parecía un poco menos empeñada en mofarse de ella despiadadamente o en esforzarse al máximo por evitarla. No es que Jordan la considerara una amiga pero al menos era una persona que le había prestado la cámara a regañadientes para un rato. Jordan supuso que la utilizaba sobre todo para diversiones poco éticas: tal vez grabar a otras chicas enrollándose con los chicos del equipo de fútbol americano o bebiendo como cosacos en las fiestas más salvajes de la escuela. De todos modos, a Jordan no le importaba para qué la usaba. Ella solo tenía una necesidad.
Siguió desplazándose por el campus, alzando la cámara periódicamente y mirando por el objetivo.
Cuando la distancia le parecía la correcta, se paraba y miraba por el visor.
Jordan dio un vistazo rápido a su alrededor.
—Aquí es donde estabas —susurró. Levantó la mano a medias para señalar como si hubiera alguien a su lado.
Jordan había repetido la primera toma que el Lobo le había hecho en el vídeo de YouTube. La distancia era aproximadamente la misma. El ángulo era casi idéntico. Había hecho todo lo posible para calibrar la luz y reproducir el mismo momento del día.
Se había parado a pocos metros de un pequeño espacio situado entre el laboratorio de ciencias y una residencia masculina. Era un callejón sin salida, de no más de tres metros, que quedaba bloqueado por una pared de hormigón al fondo que conectaba los dos edificios sin motivo aparente. En ese extremo había varios contenedores de basura y la pared estaba llena de obscenidades pintarrajeadas y dibujos vagamente pornográficos, números de teléfono y protestas de amor eterno o promesas de sexo oral. No difería demasiado del típico lavabo de una estación de autobuses.
Ambos edificios eran del típico ladrillo a la vista de las escuelas y universidades, y estaban cubiertos de hiedra aunque el frío hubiera despojado las ramas de hojas. El espacio se asemejaba a una cueva. A Jordan le pareció que era un mal sitio para los contenedores de basura, pero apropiado para esconderse unos momentos y grabar un vídeo a hurtadillas.
Se imaginó el aspecto que habría presentado el reducido espacio cuando se hizo la toma de ella desapareciendo en el interior de la residencia. «Tuvo que ser a finales de la primavera pasada. Había mucho verde —pensó—. Y las sombras de la tarde habrían hecho que este sitio estuviera incluso más oscuro, mientras los últimos rayos de sol que se reflejaban en el patio habrían permitido verme con claridad.»
Se mordió el labio inferior. Era un buen sitio para grabaciones de vídeo secretas.
Jordan retrocedió ligeramente y miró primero a derecha y luego a izquierda. «Nadie podía ver lo que hacías a no ser que pasaran caminando justo por delante por casualidad y te miraran directamente.»
Era como si mantuviera una conversación con el Lobo en su fuero interno, como si quisiera que él oyera cuánto había averiguado sobre él. Contempló el lugar donde creía que él había estado. Quería susurrar algo desafiante, pero no se le ocurrió nada. Se lo imaginó: una oscura silueta masculina que parecía mitad animal, casi de tebeo, que bajaba la cámara y tenía una amplia sonrisa lobuna en el rostro, enseñando los dientes. Volvió a recorrer las zonas adyacentes con la mirada. «Mucho sitio para aparcar en la calle lateral a apenas veinte metros de distancia. Unos cuantos pasos rápidos y ya estarías fuera. Nadie sabría qué has estado haciendo. O sea que debiste de sentirte más que seguro.»
Jordan se esforzó por reconstruir todos los elementos de la filmación en su cabeza.
«No es posible que te pasaras horas aquí esperando, con la confianza de que acabaría pasando por delante y así podrías grabarme. Eso resultaría demasiado sospechoso. Alguien podría verte y llamar a los guardas de seguridad. No se permite que la gente vague por la escuela. O sea que no ibas a asumir ese riesgo. Cualquier lobo listo sabría ser mucho más cauto, ¿verdad?»
Le dolía la garganta y tenía la boca seca.
«Seguro que sabías cuándo iba a pasar. Quizá no exactamente pero sí la hora aproximada. Tenías que saber algo de mis horarios. O sea que el lobo listo sabe exactamente cuándo espiarme con toda seguridad.»
Aquella observación la llevó a algo más.
«Debes de saber lo mismo de Pelirroja Uno y Pelirroja Dos.»
Se acercó la cámara al ojo pero no pulsó el botón de grabar. Ya había visto todo lo que quería.
Jordan notó una oleada de calor, aunque el aire estuviera fresco. «Esta es la primera lucha —se dijo—. Que no cunda el pánico. Estuvo justo aquí, justo donde estás ahora. ¿Qué más me indica esto?»
Había una respuesta que ya sabía y se la recordó diciéndola en voz alta:
—Nos ha estado observando a todas durante varios meses.
Se dio cuenta de que el vídeo era la culminación de muchas horas. No era una filmación fortuita y espontánea.
Aquello le parecía totalmente injusto. Era como un examen sorpresa en un aula sobre un material que no había pensado en estudiar. Solo que fallar aquí suponía mucho más que una mala nota.
Alargó el brazo y recorrió indolentemente con los dedos el ladrillo picado del edificio de Ciencias, como si las piedras viejas pudieran decirle algo más.
Jordan tuvo la sensación de que el tacto le proporcionaría alguna respuesta, pero parecía esquivarla en la penumbra del atardecer. Dividida, pues una parte de ella quería huir y otra le decía que siguiera mirando porque quizás hubiera otras respuestas por encontrar cerca de los contenedores, giraba sobre sus talones. Durante unos instantes miró fijamente la pared de cemento gris que había detrás de los contenedores y recorrió con la mirada todos los mensajes descoloridos y con faltas de ortografía. Se acercó un par de pasos para leer.
Kathy hace unas buenas mamadas. Llámala al 555-1729.
A tomar por kulo la clase de 2009. Gilipollas.
Querré a S para siempre.
Estaba a punto de volverse cuando se fijó en un pequeño corazón dibujado en la pared. En el interior estaban las letras:
PT y L
Jordan contempló el dibujo como si fuera capaz de extraer alguna verdad con la mirada.
«PT —pensó—, no puede ser Pelirroja Tres.
»L no puede ser el Lobo.»
Negó con la cabeza. «No, habría sido LF porque así es como firmaba las cartas. Se estrujó la memoria. ¿No hay un tal Peter Townsend en esa residencia de chicos? ¿No estaba locamente enamorado de Louise el semestre pasado?
»Tiene que ser eso.»
Pero intentar convencerse de que todo estaba bien le parecía una mentira flagrante. Le entró frío, dio media vuelta y se encaminó hacia su residencia. Tenía la sensación sobrecogedora de que el Lobo estaba justo detrás de ella, escondido en ese lugar y filmándola otra vez como si se hubiera materializado por entre las sombras en cuanto se había dado la vuelta. Le ardía la nuca. Por descabellada que pareciera la idea, estuvo a punto de sobrecogerla. Le sobrevino un miedo frenético y estuvo a punto de echar a correr. Pero, en cambio, Jordan se obligó a aminorar la marcha y caminar a buen ritmo. «Un pie delante del otro», se dijo. Como un soldado, le entraron ganas de cantar algún tema obsceno y estridente. Pero no era capaz de levantar la voz, así que Jordan empezó a susurrar con voz cantarina: «Yo no sé pero me han dicho, que los esquimales tienen en la polla un frío bicho. Izquierda, derecha, izquierda, derecha…» Esperó que su paso fuera tan desafiante como las palabras que no había sido capaz de pronunciar antes, aunque lo dudaba.
«Compórtate con normalidad.»
Sarah Locksley casi se rio al pensar que aquello habría significado tragarse unas cuantas pastillas y regarlas con vodka tibio. «Eso sería mi nueva normalidad no mi vieja normalidad.»
En cambio, se había pasado el día poniendo en orden su casa. Había recogido la basura y colocado las botellas de alcohol vacías en los cubos de reciclaje. Había aspirado las alfombras y fregado el suelo. La lavadora había funcionado ininterrumpidamente durante horas y había doblado y ordenado cada colada con esmero en sus correspondientes cajones. Limpió todas las encimeras y superficies de la cocina y encendió el mecanismo de autolimpieza del horno. La nevera había sido todo un reto, pero restregó hasta las gotas de leche derramada. Tiró la comida en malas condiciones en otra bolsa de basura y la dejó fuera. Abordó los cuartos de baño con un cepillo, limpiador y precisión militar, se agachó hasta que le dolió la espalda horrores pero consiguió que la cerámica y el acero inoxidable estuvieran relucientes. Y, en lo que le pareció una completa estupidez, cogió dos bolsas de basura y fue de ventana en ventana, de puerta a puerta desmantelando su sistema de seguridad de Solo en casa. Los cristales rotos que había desperdigado bajo todos los puntos de acceso tintinearon cuando se los llevó con la escoba y el recogedor.
No se atrevía a abrir las ventanas y airear la casa, aunque sabía que tenía que hacerlo. Una ventana abierta parecía una invitación al aire frío, los problemas y quizás algo peor.
Sarah tampoco fue capaz de entrar con un plumero en el estudio de su marido ni en el dormitorio de su hija. Permanecían cerrados.
«Normal» no podía ir más allá.
Cuando hubo restituido su casa a algo medianamente razonable, Sarah entró en la ducha y dejó que el agua caliente le corriera por el cuerpo mientras el calor se le iba filtrando por los músculos doloridos. Permaneció bajo el chorro casi como si fuera una estatua, incapaz de moverse, pero no inmóvil por la fatiga sino por la confusión. Cuando se enjabonó el pelo y el cuerpo, se sintió como si sus manos tocaran el cuerpo de alguien desconocido. Nada le resultaba familiar, ni la forma de sus pechos, el largo de sus piernas, los rizos del pelo. Cuando salió de la ducha, se quedó desnuda delante del espejo imaginando que observaba a una especie de gemela idéntica que nunca había conocido, separadas al nacer, pero que acababa de reaparecer en su vida de repente.
Se vistió con esmero y escogió unos pantalones recatados y un suéter de la hilera de ropa que había utilizado normalmente para ir a trabajar a la escuela. Cuando trabajaba y tenía esposo e hija ya le iban holgados. Ahora que no tenía nada de eso, le colgaban sobre el cuerpo por la pérdida de peso a causa de la depresión y se preguntó si alguna vez volverían a quedarle bien.
Encontró el sobretodo, sacudió un poco de polvo y buscó la cartera que usaba como bolso. Comprobó que el revólver de su esposo seguía en el interior.
—Normal no incluye ser imbécil —dijo en voz alta.
No estaba segura de que esta frase fuera cierta.
Sarah salió al exterior a la tenue luz de la tarde. Notó que le temblaban las manos y sabía que tenía miedo. Tenía unas ganas locas de pararse, comprobar la calzada arriba y abajo e inspeccionar su pequeño mundo por si veía alguna señal reveladora de la presencia del Lobo. Se sintió totalmente vulnerable cuando se contuvo de hacerlo.
«Normal —pensó— es no necesitar mirar en derredor con nerviosismo y preocuparse por cada paso que una da.»
Notó una oleada de frío en su interior cuando pensó que si su marido hubiera mirado en la dirección correcta, quizá…
Reprimió esa pequeña sensación de culpa.
Por el contrario, se dirigió rápidamente al coche y se situó al volante, comportándose como una persona que tenía un sitio adonde ir.
Lo tenía. Pero no era el tipo de viaje que encajara con una definición normal de rutina. El viaje era para combinar lo insistentemente común con la más profunda de las tristezas.
Su primera parada fue la mundana: el supermercado local. Cogió un carrito y lo llenó de ensaladas, fruta, carne magra y pescado. Compró agua embotellada y zumos naturales. Sarah se sentía un poco rara recorriendo los pasillos de comida sana. Hacía tiempo que no comía nada que tuviera valor nutricional alguno.
En la sección de floristería, cogió dos ramos de flores baratas y coloridas.
La cajera cogió la tarjeta de crédito de Sarah y la pasó por el lector, lo cual hizo que Sarah se sintiera avergonzada porque estaba segura de que el pago sería denegado. Cuando vio que estaba aceptado, se llevó una ligera sorpresa.
Dirigió el carrito cargado hasta el coche y mantuvo la vista fija en la descarga, armándose de valor para combatir el deseo de lanzar una mirada furtiva. Por primera vez en su vida se sentía como un animal salvaje. La exigencia de cautela y de permanecer alerta a todas las amenazas casi la superaba.
«El Lobo no te seguirá al siguiente recado —pensó.
»Y aunque me siguiera, ¿qué descubriría?
»Nada que ya no sepa.»
Insistiéndose en que no debía tener miedo, Sarah introdujo la comida en el maletero. Acto seguido, se sentó al volante, respiró hondo y salió del parking para incorporarse al tráfico.
Los conductores que volvían del trabajo entraban y salían de los carriles y conducían pegados a ella. «Ese tipo de desplazamientos tiene una energía frustrante», pensó. Hay tanta gente que tiene prisa por llegar a casa que enlentece a todo el mundo. Contraproducente. Se recordó que en el pasado ella había hecho lo mismo al término de la jornada escolar. Recogía todo el material de clase, subía al coche y conducía rápido porque ahí era donde estaba su verdadera vida, o por lo menos la parte que le gustaba pensar que era real. Recoger a su hija en la guardería, preparar la cena, esperar que su marido llegara del parque de bomberos.
Un coche pitó detrás de ella. Pisó el acelerador sabiendo que ir más rápido no iba a hacer que quienquiera que tuviera detrás fuera más educado.
Tardó casi media hora en llegar al cementerio. Estaba situado cerca de un gran parque público, por lo que los restos de la ciudad fueron desapareciendo poco a poco, de forma que los últimos bloques tenían un aire casi rural.
Las tumbas estaban situadas en una pequeña colina. Había unos caminos que serpenteaban por entre las lápidas grises. Había senderos que conducían a criptas ornamentadas y estatuas de ángeles acechantes. Quedaba poca luz natural y las sombras parecían caer desde los robles esparcidos por el paisaje. Casi perdido en un rincón había un pequeño edificio que Sarah sabía que albergaba una excavadora y palas.
Estaba sola.
En algunas tumbas había flores marchitas. Otras estaban adornadas con banderas americanas gastadas y deshilachadas. Unas pocas tenían la tierra recién removida. Otras estaban descoloridas por las inclemencias del tiempo, la hierba marronácea por el tiempo. Nombres, fechas, sentimientos rápidos —querido, devota— adornaban algunas lápidas. Tenía ante ella décadas de pérdidas dispuestas en silencio.
Sarah paró el coche y agarró los dos ramos de flores.
«Hace mucho tiempo que no vienes —se dijo—. Sé valiente.»
Cuando formó esa última palabra en su cabeza, no estuvo segura de si se estaba diciendo algo sobre el Lobo o sobre las personas que le habían arrebatado de su vida. Deseaba que su marido o hija le susurraran algo, pero en el ambiente no había nada más que el silencio del cementerio.
Tambaleándose ligeramente, recorrió un sendero que estaba flanqueado por dos estatuas de querubines que empuñaban unas trompetas que no emitían ningún sonido e hileras de sencillos monumentos grises. Oía sus zapatos golpeteando el macadán negro del camino. En parte deseaba estar borracha y otra parte igual de grande creía que no había alcohol en el mundo capaz de superar la sobriedad de ese momento. La embargaban tantas emociones distintas que se sentía atrapada en una montaña rusa que giraba descontrolada fuera de los raíles.
En su interior elaboraba lo que iba a decirle a su familia asesinada. Palabras como «lo siento» u «os necesito a los dos para que me ayudéis a superar esto» le llenaron la boca, como si estuvieran a punto de desbordársele. Sujetó los ramos casi como hiciera antes con el revólver.
Sarah sabía cuántos pasos tenía que dar. Mantenía la cabeza gacha como si temiera leer los nombres de la lápida de mármol gris que la esperaba. Cuando supo que estaba delante de ella, se paró, inhaló con fuerza y alzó la vista.
Al hacerlo, empezó a hablar.
—Os echo mucho de menos y ahora alguien me quiere matar… —empezó a decir casi de forma absurda.
Entonces, como si alguien le hubiera pasado una cuchilla por la lengua, el mensaje inconsistente y débil que tenía para su difunto esposo e hija desapareció.
Observó la lápida a través de la oscuridad que la invadía.
Al comienzo solo fue capaz de pensar «aquí hay algo raro».
Observó fijamente la piedra de color granito.
«Grafiti», pensó al comienzo. Sintió una gran indignación.
«Es terrible —pensó—. ¿A qué adolescente estúpido, inconsciente, repelente y asqueroso se le ocurre coger una lata de pintura en espray y pintarrajear una lápida?»
Dio un paso adelante y miró desde más cerca.
«No está bien.»
Se dio cuenta de que respiraba de forma superficial. Unas ráfagas rápidas de aire surcaron la noche que caía con rapidez.
Lo que debía haber sido la «firma» angular de las bandas adolescentes, o dibujos redondos, bulbosos de apodos no era tal cosa. Ni tampoco se trataba de obscenidades pintarrajeadas con espray en la superficie, con las faltas de ortografía de rigor. Sarah siguió avanzando como si se sintiera atraída hacia las formas que veía.
Estaban pintadas de blanco. Formaban ángulos en la piedra, dividiendo por la mitad cada nombre y la fecha de la muerte.
Había cuatro.
Sarah nunca había visto la imitación de la huella de la garra de un lobo, pero supo con certeza que aquello era lo que estaba viendo.
Dejó caer las flores en la acera y corrió con todas sus fuerzas.