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La señora de Lobo Feroz recogió los platos del desayuno y vació los restos diligentemente en el triturador de basura antes de colocar los cuchillos, tenedores, platos y tazas en el lavavajillas. Como de costumbre, su marido había cortado la corteza de la tostada con cuidado y empleado el centro crujiente para mojar los huevos poco hechos. Llevaba quince años viendo a aquellos huérfanos en su plato del desayuno y aunque le parecía un derroche y una parte de ella creía que la corteza era la mejor parte de la tostada, nunca le decía nada por aquella excentricidad. Ni tampoco le había cortado las cortezas antes de que se sentaran a la mesa aunque sabía que él lo haría seguro.

Aquella mañana llegaba tarde para el trabajo que a menudo le resultaba más desagradable que agradable y sabía que tenía el escritorio lleno de tareas mundanas que se le habían ido acumulando y que iría arrastrando a lo largo de la jornada. Se imaginó que después de dedicar ocho horas, la lista de cosas por hacer que atascaba su calendario no se habría reducido más que de forma modesta. Envidiaba a su marido. Su vida laboral parecía dedicada a cantidades cada vez mayores de más de lo mismo. Él, por el contrario, era la fuerza creativa de su relación. Era el escritor; era especial. Era único, no se parecía a ningún otro hombre que hubiera conocido y por eso se había casado con él. Le proporcionaba un color luminoso en su aburrido mundo de color marronáceo y no había nada que la hiciera sentir mejor que presentarlo a sus compañeros de trabajo diciendo: «Este es mi marido. Es novelista.» A veces se infravaloraba pensando que todo lo que aportaba a la relación era la cobertura total de un seguro médico y un salario mensual, aparte del encuentro apresurado y ocasional en la cama, y acto seguido desechaba esta idea terrible y se convencía de que, aunque pareciera un cliché, todo gran escritor necesitaba una musa y sin duda ella era la de él. Aquella idea le enorgullecía.

A veces se imaginaba esbelta, delgada, vestida con gasa, lo cual era la imagen que sospechaba que un ilustrador que dibujara la «inspiración» crearía. El hecho de que fuera bajita y rechoncha, con el pelo color pardusco y una sonrisa que parecía torcida por mucho placer que quisiera transmitir, resultaba irrelevante. Era hermosa por dentro. Lo sabía. ¿Por qué si no se habían enamorado y casado?

Además, después de tantos años en barbecho, de tantos arrebatos literarios y comienzos y frustraciones, verlo otra vez ansioso por encerrarse en el dormitorio extra que había convertido en despacho para escribir, influía en su vida y hacía que ir al trabajo resultara menos doloroso. Se imaginó manojos de palabras que llenaban páginas que implacablemente se acumulaban en la impresora.

La señora de Lobo Feroz deseaba a menudo tener tanta imaginación como él.

«Estaría bien —pensó— poder vivir en mundos inventados en los que controlar los avatares de todos los personajes. Hacer que quien quieras se enamore. Matar a quien quieras. Lograr éxitos o fracasos, estar triste o feliz. Qué lujo tan maravilloso.»

Se quedó parada de pie ante el fregadero. El agua le corría por las manos y sabía que tenía que coger el jabón para el lavavajillas y poner la máquina en funcionamiento antes de marcharse a la oficina, pero en ese segundo de envidia notó un pinchazo en el costado izquierdo, justo debajo del pecho. La sensación —ni siquiera era lo bastante intensa como para llamarla «dolor»— envió una corriente de miedo por todo su cuerpo y se agarró al borde de la encimera para mantenerse en pie mientras le entraba un mareo. Se sintió acalorada durante unos instantes, como si se hubiera abierto la puerta de un horno interior, y se le cortó la respiración de golpe.

Las únicas palabras que se le ocurrían eran «otra vez no».

Tomó aire poco a poco, intentó que el pulso volviera a su ritmo normal. Cerró los ojos e hizo un inventario rápido de su cuerpo. Se sentía un poco como un mecánico que revisa el motor de un coche que tiene algún fallo misterioso.

Se recordó que justo el otro día había ido a ver a la doctora y le había dicho que estaba perfecta. Le había hecho el típico chequeo, le había apretado aquí y allá, le había hecho preguntas, le había hecho abrir bien la boca, había notado los cables del electrocardiógrafo sobre su cuerpo y esperado mientras la máquina mascaba el resultado. Y cuando la doctora había sonreído y había empezado a tranquilizarla, había sido agradable, aunque ella no había acabado de creérselo.

«Ninguna señal.»

Estuvo a punto de decirlo en voz alta.

Era el problema de tener un corazón achacoso. Hacía que imaginara que cada punzada y cada latido a destiempo marcaban el final.

Pensó para sus adentros que no tenía una vida lo bastante interesante para estar tan paranoica.

La señora de Lobo Feroz alargó la mano hacia un escurridor en el que había colocado unas cuantas sartenes grandes que no cabían en el lavavajillas. Levantó una sartén de acero inoxidable y la sostuvo delante de los ojos. Vio su reflejo en el metal limpio y brillante. Pero, a diferencia de un espejo, el retrato que la miraba estaba ligeramente distorsionado, como desenfocado.

Se dijo: «Fuiste hermosa en otra época», aunque no fuera verdad.

Acto seguido, buscó el dolor: nada en los ojos. Nada en la comisura de los labios. Nada en la carne que le sobraba en la papada.

Fue más allá. Nada en los pies. Nada en las piernas. Nada en el estómago.

Alzó la mano izquierda y movió los dedos.

Nada. Ninguna oleada de dolor le recorrió la muñeca.

Como si entrara en un campo de minas peligroso, empezó a examinarse el pecho, cual explorador que busca un territorio desconocido. Inhaló y exhaló lentamente, sin dejar de observar su rostro en el reflejo acerado, como si fuera una persona distinta capaz de mostrarle alguna señal reveladora. Existían expertos que habían estudiado las expresiones faciales y detectives que creían que observando un rostro eran capaces de decir si la persona mentía o engañaba o incluso encubría alguna enfermedad. Había visto a ese tipo de expertos en la tele.

Pero ella parecía respirar con normalidad. El ritmo cardiaco le parecía regular y continuo. Se tocó el diafragma con los dedos y presionó. Nada.

Y su rostro permanecía inexpresivo, sin emociones. «Como un jugador de póquer», pensó.

A continuación dejó la sartén otra vez en el escurridor.

No. «Bueno, no ha sido nada. Una pequeña indigestión. El corazón no se te parará hoy.»

Se recordó que tenía que ir a trabajar y apresurarse, quizás incluso correr, para compensar los minutos que había perdido en temores de moribunda.

—Me voy —gritó.

Se produjo un silencio corto antes de la respuesta amortiguada desde el interior del despacho cerrado.

—A lo mejor salgo a documentarme un poco, cariño. Quizá llegue tarde a cenar.

Ella sonrió. La palabra «documentarse» la alentaba. Creía que estaba realizando verdaderos progresos y era lo bastante consciente como para no hacer nada que trastornara esa situación tan frágil.

—De acuerdo, cariño. Como quieras. Te dejaré un plato en el microondas si tienes que llegar tarde a casa.

La señora de Lobo Feroz no esperó respuesta pero estaba contenta. Aquello sonaba como la conversación más mundana que una pareja podía tener. Era tan normal que la tranquilizaba. El escritor estaba «trabajando»; y al igual que la abeja obrera con la que se comparaba, ella se iba a trabajar. Nada tan «inusual» como un ataque al corazón entraría jamás en un mundo tan decididamente normal.

Recorrió el parking para el profesorado y el personal dos veces antes de encontrar un sitio cerca del fondo, lo cual añadía casi cincuenta metros de lluvia y frío al trayecto a pie. No podía hacer nada para evitarlo, así que la señora de Lobo Feroz aparcó en el hueco, cogió el bolso y salió por la puerta intentando abrir un pequeño paraguas antes de acabar empapada.

Inmediatamente pisó un charco y soltó un juramento. Acto seguido recorrió el parking a toda prisa con la cabeza gacha en dirección al edificio administrativo de la escuela.

Colgó el abrigo húmedo en una percha situada junto a la puerta y se situó tras el escritorio, confiando en que el director no se diera cuenta de su pequeño retraso.

El hombre salió de su despacho —el escritorio de ella custodiaba la entrada— y negó con la cabeza, no por su tardanza o el mal tiempo, que estaba convirtiendo la escuela en un lugar oscuro y deprimente.

—¿Puedes enviarle un mensaje a la señorita Jordan Ellis? —dijo—. Dile que venga esta tarde a verme durante un rato libre, o quizá después del entreno de básquet.

—Por supuesto —repuso la señora de Lobo Feroz—. ¿Es urgente?

—Más de lo mismo —contestó el director apesadumbrado—. Va mal en todas las asignaturas y ahora el señor y la señora Ellis quieren que yo arbitre en su pelea por la custodia, lo cual no hará más que empeorar las cosas. —Esbozó una sonrisa lánguida—. ¿No sería maravilloso si algunos de estos padres dejaran tranquilos a sus hijos y nos dejaran hacernos cargo de ellos?

Se trataba de una queja habitual y una petición que no tenía ninguna posibilidad realista de ser respondida.

—Me encargaré de que venga a verle hoy —dijo la señora de Lobo Feroz. El director asintió.

—Gracias —dijo. Lanzó una mirada al manojo de papeles que tenía en la mano y se encogió de hombros—. ¿No te parece horrible que los estudiantes de último curso tiren por la borda su futuro? —preguntó. Se trataba de una pregunta retórica y, que supiera la señora de Lobo Feroz, no necesitaba respuesta. «Por supuesto que a todo el mundo le parecía horrible que los estudiantes de último curso fueran flojos. Iban justos en la escuela y luego entraban en universidades menos prestigiosas y aquello perjudicaba las estadísticas de la escuela respecto a los ingresos en las universidades de la Ivy League.» Se quedó mirando mientras él se retiraba a su despacho, sujetando el expediente, aunque al final eso y toda la información confidencial que contenía le llegaría a su escritorio para ser clasificada en un gran archivador de acero negro situado en la esquina de la sala. Tenía una combinación. 17-8-96. La fecha de su boda.